viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS SALTEÑÓTICAS (Diciembre de 2002)

El changuito de Navidad

Les escribo bajo un sol bonachón y entre una brisa bonancible desde esta ciudad florida, dicharachera y remolona, ay tan ametrallada de miseria. He perdido la cuenta de los chiquilines hambreados y mugrientos, los viejos desdentados e incoherentes, las mujeres dilapidadas y los hombres en derrota que me han querido vender billetes de lotería, pilas recicladas, fruta, juguetes elementales y, en general, chucherías abiertamente incomprables. Otros -acaso los más, he perdido la cuenta- ni siquiera pueden escudarse en la dignidad mínima de un trueque de monedas por nada. En la misma cuadra de la zona peatonal, esquivados apenas por viandantes más desahogados en tren de compras postreras, a pocos metros unos de otros, dos parejas de purretes astrosos, los mayorcitos, de acaso seis o siete años, dormidos sobre sus hermanitos de apenas dos o tres, con sendos vasos de plástico inclinados peligrosamente en las manos casi inertes bajo el peso apenas peso de unas pocas monedas clementes. Me dejé lustrar los vetustos zapatos de viaje por un botija aindiado de unos ocho años que me preguntó de dónde era.

-De Buenos Aires -le repliqué-, ¿no se nota?

-No, pensé que era de otra parte.

De otra parte, sí, ¡de muchas otras! De Moscú, de Nueva York, de Viena, de casi todo el mundo casi, pero más de la Argentina, pese a, según se cuente, 37 o 36 o 29 años de estar en tantas otras partes.

-¿Y cuánto se cobra la lustrada en Buenos Aires?- curioseó el gurí como quien indaga la cotización de Exxon en la bolsa neoyorquina.

-Ni idea. Hace tanto tiempo que no me lustro los zapatos en Buenos Aires. ¿Y aquí a cuánto se cobra?

-A un peso.

Un peso! O sea unos 27 centavos de dólar, 28 de euro, 16 peniques o 32 céntimos de franco suizo. Un peso por seis minutos y medio. El día de la Natividad de Nuestro Señor, que, seguramente, tuvo una infancia menos despiadada que ese escuincle argentino.

-¿Hoy es Navidad?

-No, mañana. Hoy va a ser Noche Buena.

-Estoy trabajando para comprarme un par de zapatillas.

Bajé los ojos por las piernas flacas e invadidas de costras y lamparones hasta unas zapatillas calamitosas y abandonadas por sus cordones.

El pibe miró con ojos desorientados el billete de diez pesos (de diez pesos truchos, de diez pesos del Banco de la Provincia de Salta, que no sirven ni en Jujuy ni en Tucumán ni en ningún otro sitio del universo). Los miró y me miró como preguntándose y preguntándome de dónde sacaba yo que el podría sacar los nueve de vuelto.

-No, son para vos -lo tranquilicé acrecentándole el asombro.

Ya esbozaba tal vez la primera sonrisa genuina del día de la Natividad de Nuestro Señor cuando mi calculadora mental concluyó su ajetreo de sinapsis.

-Las zapatillas ¿cuánto cuestan?

-Veinte.-Tomá. Es mi regalo de Navidad.

He hecho feliz a un niño mediante un módico desembolso de seis dólares y doce centavos menos el valor de la lustrada. En Viena con eso me habría dado el lujo de un café doble y una medialuna.
Qué tan fácil es ser bueno, ¿no? Claro que de lo que se trata es, más bien, de cambiar este mundo de mierda.

La buena suerte del changuito

El gesto no tiene la menor importancia, no para quien seis euros y centavos no compran ni un feca con lunas. La historia sirve como ilustración, pero es tramposo ese aislamiento de un fotograma inmóvil de la interminable película de la miseria y la degradación. Ese pibe tuvo suerte, pero ¿cuánta suerte?, ¿cuánta suerte es para un chiquilín de siete u ocho años que debe lustrar botas ajenas el día de Navidad que le regalen seis euros y centavos para que pueda poner un par de suelas decentes entre sus pies exhaustos y el pavimento calcinante?

Tuvo, en todo caso, seis euros y centavos más de suerte en toda su infancia que las centenas de escuincles igualmente miserables o más que vi y sigo viendo (y de los millares que hay en Salta y de los centenares de millones -¡no exagero!- hombres ya de proyectos animales, al decir de Nicolás Guillén, que hay en este malhadado planeta). Sí, sin duda, ese pibe ha sido acaso el único de todos ellos en recibir un regalo de Navidad (seis euros y centavos)... ¿y?

¿Por qué? Quién desde el cielo o desde la Tierra tiene el derecho de decidir los estadísticamente pocos, poquísimos, que han de quedar ahítos de pavo, de sidra (o de champán, o de caviar), que han de abrir regalos vistosamente envueltos bajo un techo amable o suntuoso y los innumerables que no tendrán ni pan de ayer para llevarse a la boca (porque los hay, sin duda, que pan de ayer tendrán: los vi, ¡cómo no!, a esos purretes mangueándolo en las pizzerías). Yo la paso fenómeno en este mundo en el que mis tribulaciones se reducen casi a si voy o no a encontrar un editor indulgente. Pero no es un mundo tan fenómeno.