viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS NAIROBIÓTICAS (Abril de 2005)

Esta fue mi penúltima misión antes de jubilarme de la ONU

Para el que no conoce el África subsahariana, Nairobi es una ciudad infernal de fea, caótica y peligrosa. Pero hay algo que, sorprendentemente no es: ensordecedora. Por todas partes y a todas horas del día, el escape malevo de autos en descomposición, camiones desportillados, autobuses toda herrumbre, “matatus” a punto de reventar por las costuras y, delante de cada camión que parece vedar el paso a posta, una figura prieta y sudorosa empujando o arrastrando algún carro inmenso que sirve de base a una montaña irregular de bultos, cañas, troncos, o bidones. Los más pudientes calzan sandalias hechas de sobras de neumático. Los matatus son a los colectivos lo que el cromagnon al ser humano: una rama de la evolución que en algún momento se apartó del árbol, combis infladas como globos a fuerza de aceptar más y más y más pasajeros y más y más y más bultos, de gomas que se han dejado todas las estrías por el camino, desdentadas de vidrios, traqueteantes y de impredecible conducta vial. Pero el tránsito regala su demencia en inusitado silencio: no resuena un bocinazo, no chirría una frenada, no estalla una imprecación. Las arremetidas de toro enceguecido y los pases de torero borracho son con sonrisa reluciente entre ébano bruñido. Los pocos -literalmente dos o tres- semáforos que andan malcolgando por ahí prodigan al vacío su intermitente futilidad. En las intersecciones más imbricadas, algún regulador espontáneo gesticula en cuatro direcciones a la vez con la esperanza de que uno que otro atascado le consienta una moneda. A determinadas horas y en determinadas confluencias estratégicas puede haber policías propiamente dichos. Suelen ser mujeres voluminosas que, plantadas en medio de la calzada, merman considerablemente el espacio para esquivarlas.

Los edificios son de todas las tallas y estilos. Comparada con Nairobi, la Avenida Nueve de Julio es de una fatigosa homogeneidad. En los espacios que dejan las torres de concreto y de acero y de cristal, crecen, como la hierba entre las lajas, tugurios para todos los gustos y por todos lados. Ranchos de latas mal colocadas en perpetuas ciernes de desmoronamiento, torpemente encaramados sobre montículos o terraplenes o colinas de tierra bermeja. De no ser por el color de los pobres, podría ser Misiones. Y por todas partes y a todas horas la perpetua y presurosa marabunta de gentes que van y vienen saltando vallas, esquivando rodados o saliéndoles intrépidamente al paso. Ya se les va a clavar el adorno del capó en la nalga cuando, a último momento y creyérase que de forma totalmente inútil, se abre del cuerpo como al descuido una mano abierta que parece detener como por magia el vehículo inminente. Y la vida sigue, aunque uno no termina de comprender bien para qué. Dé dónde vienen y adónde van esas figuras harapientas que parecen moverse con la misma ajetreada e incomprensible futilidad de las hormigas?

Las figuras son de dos complexiones básicas: perfiles de garza entreverados con rimeros de plastas de chocolate; garbos de gacela soslayando vastos bamboleos de paquidermo. Hay mujeres esculpidas como en una vara, y las hay como abultados esperpentos de morcilla. Las sonrisas de dentadura casi jamás completa tienden a parecer teclados, con su nítida recua de notas naturales, sostenidos y bemoles. La gente es tan amable como torpísima de entendederas. Todo se hace, si se hace, tarde y mal. Los europeos han impuesto sobre el variopinto mosaico tribal la plantilla artificialmente uniforme de la eficiencia, que no termina de calzar y molesta como zapato ajeno. Las Naciones Unidas son un ejemplo palmario: todo lo que en Viena funciona al dedillo, en Ginebra bien y en NY más o menos, en Nairobi es un desastre: Los discursos vienen después de pronunciados, la lista de oradores hay que ir a mendigarla, las reuniones empiezan 45 minutos tarde, la combi que lleva o trae a los alojados en el Hilton se ha ido más temprano porque sí o porque sí va a llegar tarde o porque no no viene y porque no no avisa. La secretaria provisional de la Sección de Interpretación, graduada reciente en administración de empresas, no tiene el menor empacho en dejar bajo mis narices los documentos en árabe y en chino. “Creía que era la cabina árabe”, explica. “Hasta ahí puedo llegar a comprender -respondo-, pero entonces ¿por qué me dejás los documentos en chino?”. La respuesta, claro, se hace esperar. Apenas me entere, les cuento.

Eppur...! Eppur, me dicen, uno termina acostumbrándose al moroso discurrir del tiempo y de las cosas, a decir todo tres veces y comprender que debió haberlo dicho al menos una cuarta. Uno se acostumbra a vivir literalmente entre rejas, a no detenerse en los dos o tres semáforos, a trabar todo con llave (mis colegas cierran a cal y canto las puertas de su oficina hasta para ir al baño: si no, va a faltar lo que haya habido, dinero, gomas de borrar, lapiceras, resmas de papel, el marco de la foto de la familia...). Y una vez que uno se ha acostumbrado, me dicen, cuesta habituarse entonces a la fruta insípida, los cangrejos nimios, las gambas enanas y las ínfimas langostas del Primer Mundo.

He llegado el domingo por la noche, trabajado de lunes a viernes y vuelto a decolar el sábado por la mañana. No he podido salir casi del trayecto entre el hotel y la ONU. Lo que veo me sirve más para evocar que para enterarme. Los que parpadean son los ojos de la memoria.

Amarcord hace veinticinco años mi primer encontronazo con Nairobi y con el África. Amarcord el azoro interminable ante la miseria y la belleza de esta gente. Amarcord los sonoros mercados, tanto más alegres y menos hediondos que los suks septentrionales. Amarcord los ojos como ónix centelleante montados en máscaras de ébano. Amarcord los vecinos vestigios de árabes y portugueses en Mombasa. Amarcord el tren nocturno en el que me colé para ver el alba sobre el lago Victoria. Amarcord los pescadores en sus lineales piraguas y la indolencia mentirosa de los hipopótamos. Amarcord la vuelta a dedo, los flamencos rosados y los monos de testículos azules en el lago Nakuru y el hotel colonial salido de un cuento de Somerset Maugham. Amarcord aquel refugiado ugandés -eso mentía- que prohijé. Amarcord que quería que lo fotografiase leyendo. Amarcord la paupérrima familia que lo cobijaba. Amarcord Jessica, la espléndida contadora del Hotel Jacaranda, y su piel como de seda oscura. Amarcord la gracia un tanto estulta de atravesar la General Kago street. Amarcord mi primera inmersión entre miles y miles de jirafas, hienas, cebras, gnus, wildebeests, gacelas y elefantes. Amarcord los dos Masái que regresaban majestuosamente a su aldea caminando impasibles lanza en mano a diez o doce metros de los leones. Amarcord la leticia del oído acariciado por la tenue música del swahili. Amarcord el inmenso mangrove crab, de caparazón como bombín inglés y pinzas gruesas cual patas de pavo y mil veces más deliciosas. Amarcord las mujeres lavando ropa y críos en las aguas del arroyo. Amarcord las vendedoras de braseros de carbón disfrazados de latas de aceite. Amarcord la incredulidad de todo el ómnibus al ver subir a un blanco. Amarcord que desde ambos extremos me saludaban “Jambo, Bwana! Jambo!”. Amarcord el asombro cuando le di el asiento a una señora. Amarcord la expresión demudada de mis colegas cuando conté que había tomado el tren y subido a un ómnibus y viajado trescientos kilómetros a dedo y visitado la choza de una familia de ferroviario. Amarcord toda una vida vista hacia atrás desde su coda. Amarcord treinta años largos de devorar distancias y acumular recuerdos. El 31 de agosto empieza el futuro.