viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS BURGOPETROSAS I (Junio de 2004)

Sábado 19

Y no, el torrente de lágrimas no se produjo. ¡Extraño!, me digo, pero bueno. Aterrizo. Camino de la terminal destartalada, el avión pasa revista a una lamentable recua de cadáveres de helicópteros en diferentes estados de descomposición. Es obvio que este ha sido, hasta hace poco, un país cubierto de la pátina cenicienta del socialismo real -dos oximorones en sendas palabras-. La funcionaria de inmigraciones, muchacha quintaesencialmente rusa, bonita pero camino de la obesidad, pelirroja sin concesiones, de uniforme que no termina de amoldarse a su figura, pasa cinco o seis minutos examinando mi pasaporte argentino desde todos los ángulos posibles. Luego teclea algo en la computadora invisible con todo el sigilo que le consiente un teclado estentóreo. Después llama por teléfono a alguien, sospecho que en el Ministerio del Interior. Más tarde vuelve a teclear. Por fin estampa un sellito que desmerece ampliamente la prosopopeya que le ha precedido. Alborozado alivio en la larga cola de turistas que ha crecido a mis espaldas. Paso, entonces, al salón -es un decir- de entrega -es, durante un largo rato, otro decir- de equipajes. En torno de una cinta se amontonan los viajeros, menos presentables, del vuelo de Varsovia. La otra está en ruinas. La tercera duerme. Pregunto a tres muchachas primas hermanas de la que se enamoró de mi pasaporte que por dónde va a salir el equipaje del vuelo de Viena. Consternación, vacilaciones, desconcierto, dudas. Se consultan entre las tres y finalmente, señalando la cinta todavía inanimada, me dicen que tal vez por ella. En efecto, unos veinte minutos más tarde (sumados a la media hora que ha mediado entre que descendí raudo y primerísimo del vuelo de Austrian Airlines y que franqueé el Rubicón de inmigraciones) comienzan a desfilar morosamente las maletas. Por suerte, no me revisan el equipaje. Este hecho, sumado a los innúmeros afiches de BMW, teléfonos portátiles y condominios con sauna, me confirman que ya no estoy en la Unión Soviética de mis brumosas memorias. A la salida, me espera Masha, la cual merece párrafo aparte.

Bueno, aquí lo tiene. Masha, mi guía oficial, tiene veintiún abriles que no volverán y que ni recuerdo que alguna vez hayan estado. Es menudita, una miniatura perfecta de la mujer ídem; como decía Perón que decían lo grecio, Todo en su medida y armoniosamente. Masha está dressed to kill, y yo tengo particular propensión a este tipo de fallecimiento. Masha es, también, la novia -noviecita, bah- de un colega, Dima (¡o sea de Dimitri, Dimitri[1]!), un colega de mis neoyorquinos avatares (eso sí, mucho más joven que yo, lo cual cada vez va teniendo menos mérito, ¡lpqlp!), que me la presentó en Viena cuando estuvieron hace un par de meses, pero el colega está en Nueva York y no regresa hasta el lunes, y es sábado, y son solo las 16:30, y, como al Hétor de la Chona (¿recordates, gerontes?) a mi se me representó. Lástima que a Masha no, pero no es de esto, claro, que quiero hablar.

Entramos por suburbios que no lo eran todavía aquel junio de 1971 en que visité por última vez la entonces Leningrado. Amarcord el bus en que viajábamos los poetas (sí, uaxini, anche io, whereby hangs a tale) invitado para las jornadas pushkinianas de aquel año. Tengo a mi lado -¡cómo olvidarlo!- a Raúl González Tuñón, que me da, mucho antes de que me enterara de que existían, las claves para el Adán Buenosayres. También están Luis Pastori, venezolano, Luis Suardíaz y Otto Fernández, cubanos, Mike Stevens, galés, que me muestra una antología de poetas galeses de la Patagonia, Robert (creo) Phelps, haitiano, y los chilenos Fancisco Coloane, Poli(¡carpo!) Délano, Eulogio Joél y un cuarto cuyo nombre se me escapa y que era a la sazón presidente de la Sociedad de Escritores del Chile de Chicho (meses después viviré casi un mes en Santiago gracias al vil dinero que habrá conseguido que me paguen por una conferencia sobre Pushkin, mi gran debut como adulto que tiene un diploma de algo). Pero bueno, de eso hace treinta y tres años y yo me enamoré perdidamente de una rusita cuyo nombre, gracias de Dios, no recuerdo.

A partir del Parque de la Victoria, la ciudad de fuera comienza a parecerse a la que evoco por dentro. Al rato ya avanzamos por la Avenida Nevski, que diz que Pedro el Grande trazó con una regla y los arquitectos que se arreglaran, porque dura cinco kilómetros y eso en Europa no existe, al menos no en el casco viejo de las ciudades. Es que Pietroburgo, como La Plata, fue dibujada primero. Pedrito el Grande decidió que quería una Ámsterdam septentrional, y, claro, es lo que le construyeron sus ingenieros. Leningrado tiene más de quinientos puentes, que atraviesan los correspondientes canales… pero. Pero Leningrado no es Ámsterdam. Como dice el tango, Pero hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada, la manera de sentarte, de vestir, de estar parada, o tu cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal. Hace treinta y dos pirulos, Leningrado me impresionó como una ciudad de ensueño. Claro, venía de Moscú, pesadilla de arquitectos e infierno de enamorados de la belleza. Pero ahora vengo de Viena, de París, de Praga… Y Leningrado luce como lo que es: un magnífico monumento al quiero y no puedo. Sobre todo al no puedo. Las calles, impolutas bajo la férula férrea pero higiénicamente irreprochable del llamado socialismo llamado igualmente real, son un chiquero. Casinos por todos lados. Casinos que dan pena. Casinos que ni en San José de Costa Rica. Casinos de lentejuelas baratas y de latón colorinche y mal moldeado. No hay calle o acera que no pida a gritos que alguien se acuerde, ¡por favor!, de emparejarla siquiera tantito, como dirían la Leti y el Charro[2]. Los multimillonarios trabajos de restauración que Putin ordenó con motivo del tricentenario no han alcanzado, parece, para mucho. Edificios descascarados, ventanas desencajadas, patios interiores que recuerdan, intacta, la gloria sin ángel de los viejos tiempos: todo roto, todo amontonado, todo desparramado, todo viejo, todo en permanente ruina.

Claro que están las esporádicas joyas de siempre: el incomparable Hermitage, la áurea aguja del Almirantazgo, el palacio de los Yusúpov, el edificio del Senado y del Sínodo, la Catedral de San Isaac, cuatro o cinco de los más espectaculares edificios art decó. Masha, que en reciente avatar ha sido guía y que no hay piedra de esta ciudad cuyo nombre e historia desconozca, me lleva por un enorme arco que cruza el Neva, rodea por detrás la fortaleza de Pedro y Pablo y vuelve a tierra firme del otro lado del Hermitage. Veo Leningrado desde su Avellaneda… No, no es como la recordaba, sino un magnífico monumento al quiero y no puedo, sobre todo al no puedo.

La gente es y no es como era. Todavía se ven chiquilinas enceguecedoramente rubias coronadas de gigantescos moños que las hacen asemejarse a diminutos helicópteros de carne y hueso. Todavía cunde un mal gusto de antología, solo que ahora alimentado de cualquier oropel que el dinero pueda comprar. Los jóvenes son los que menos se parecen: hay, todavía, un altísimo porcentaje de muchachas espléndidas, de narices respingadas y ojos alargados por tres siglos de ocupación tártara. Los varones siguen pareciendo apenas descendidos del tractor. Los tipos de mi edad han cambiado poco: muchos siguen irreductible y gregariamente borrachos. Muchos más continúan jugando al ajedrez dondequiera pueda sostenerse un tablero. Juegan al ajedrez, indolentes todavía, los policías desplegados en prevención del sálvese quien pueda del concierto que Paul McCartney va a dar al aire libre.

Todavía traquetean los mismos trolebuses y tranvías de latón que hace treinta y cinco años. Todavía se ven los mismos Volgas, Zils, Zhigulís y Ladas de entonces, solo que, ahora, contrastados cada tanto con Mercedes, BMWs o una cantidad inusitada de Rolls y de Bentleys (en alguna parte he leído que la mitad de la producción de ambas marcas se vende en Rusia, mientras que en Inglaterra ya no se ve ni uno).

Y, por todas partes, lo que no había: mendigos o, peor acaso, viejos de toda vejez paseando como sándwiches de carteles que anuncian restoranes de lujo u hoteles para ricachones. Viejos que, seguramente, derramaron su sangre para salvar a la humanidad del fascismo. No soy creyente, pero digo con todas las letras que no tiene perdón de Dios.

Me han alojado en el hotel de la Universidad. En el vestíbulo, un largo mostrador, tras el cual, en monótona recua, se aburren cinco o seis muchachas cuya única función es ver a quién se entrega la llave contra presentación del correspondiente certificado de residencia que a mí me han pedido una única vez sin que lo tuviera encima y luego nunca más. Al costado, un molinete se supone que abre el paso únicamente a los huéspedes. No, anda, por supuesto, pero, como ya he empezado a ver en al aeropuerto, subsiste aquel simpático reflejo de controlarlo todo, solo que ahora a nadie parece importarle. Tras el molinete una puerta, luego un ascensor de muestra y la escalera de peldaños cóncavos ya de huéspedes que se han cansado de esperar el ascensor. El corredor al que da mi cuarto exige, como todos, una llave. La puerta revela que le han cambiado la cerradura unas doscientas veces. Abro, avanzo, y el piso de madera, disimulado por una alfombra que, espero, ha visto tiempos mejores, comienza a gemir. El cuarto es muchísimo mejor de lo que temía: es, en verdad, un departamentito de lo más mono. Pero la madera no para de lamentarse; las puertas calzan a la buena -es un decir- de Dios, el agua caliente o no es caliente o no es, directamente, agua; entre las dos camas que encuentro mal podría compaginarse una y, legado inconfundible del diseño soviético, los estantes del armario no tienen profundidad ni ancho suficiente para las camisas. Pero en el restorán el servicio es eficiente, la comida aceptable, el café sorprendentemente bueno y las mozas eso, mozas y muy buenas, amables, sonrientes, sencillas y -¡Bye Bye, Lenin!- eficientes.

Hace treinta y tres años que no hablo tanto ruso (durante el hiato de tres semanas de 1982 los amigos que reencontré eran casi todos latinos). ¡Mea culpa! ¡Mea maxima culpa! No he querido mantenerlo: no he vuelto a leer literatura, ni a ver películas, ni a leer periódicos, ni nada. No por holgazán -bueno, tal vez un poco- sino porque el 25 de julio de 1971 cerré una pesada puerta cuya llave he perdido. Siento cómo entre los dientes se me van amontonando los errores: casos equivocados, géneros que no son, aspectos que debieran ser el otro, preposiciones que no corresponden, palabras que llegan mezcladas o, peor, que no llegan a llegar. Le pido a Masha que no deje de corregirme todas las torpezas que, pese a mis esfuerzos por volverlas a tragar y regurgitarlas corregidas, se me caen de la boca. Pero no termina de creer que se lo pido sinceramente. De modo que acabo invariablemente corrigiéndomelas solo, con lo que digo todo dos o tres veces, primero como el culo, luego como el orto y, finalmente, mal. ¡Pensar que hace treinta y tres años el idioma primero de Pushkin era el segundo mío! El primer día es un suplicio. No que no pueda hablar, pero el ruido que hago me recuerda perennemente hasta qué punto se me ha oxidado la lengua.

Hacia las ocho, Masha me lleva a un restorán japonés. ¡Restorán japonés en Pietroburgo! La sigo temblando de premonición. ¡Sorpresa de todas las sorpresas! Tan buenos son los sushi y los sáshimi que he de insistir en que regresemos al día siguiente. Como a las diez, Masha resuelve -¡ay!- regresar a su casa en un autobús prehistórico. Mientras tanto, ni sueña con anochecer. Estamos, al cabo, en medio de las noches blancas. El sol se va a tomar un par de horas para iluminar algún otro país del globo mientras encima de mi cabeza el crepúsculo se disuelve imperceptiblemente en el alba. Hace exactamente treinta y tres años, con Luis Suardíaz y dos rusitas exactamente iguales a Masha, hemos mirado levantarse los puentes en los esporádicos y brevísimos intersticios del franeleo. Me acuesto en una de las medias camas y, antes de quedarme dormido, tengo tiempo de recordar que no he dejado de ser feliz. ¿Sobrevendrán, por fin, los temidos cataclismos? Sospecho que no, y algo en mí lo lamenta. Por lo pronto, se resienten, me percato, estas crónicas.

Domingo 20

Me despierto picado por todos los mosquitos del ártico (que vaya si los hay) y entro a buscar un sitio con internet. Lo encuentro en una especie de central de expendio de billetes del ferrocarril. La muchacha me pregunta que cuánto tiempo voy a necesitar. Calculo que una hora, pero el servidor es una caca y no puedo meterme en yahoogroups ni abrir mi correo onusiano. A los cinco minutos me doy por vencido. La muchacha no me cobra. De pronto, el pasado me castiga desde lejos con su ramalazo: los rusos, cuando eran soviéticos, se mostraban propensos a hacer favores porque sí, porque uno les caía simpático o simplemente exótico. Masha viene a buscarme hacia el mediodía y tomamos el aliscafo a Peterhoff, el palacio de verano del Pedro el Grande. Lugar que quiere ser más que Versalles, pero, claro, no puede. Eso sí, las fuentes son una maravilla. A Ludovico XIV le tenían que bombear el agua. A Pedro I logran hacérsela bajar de una colina: la presión sobra para que las innúmeras toberas arrojen agua las 24 horas del día los tres o cuatro meses que el noble fluido se mantiene líquido. Volvemos a Píter, como le dicen aquí, y cenamos en el mismo restorán japonés. A la salida, mientras cruzamos el parque camino de la Avenida Nevski adonde Masha va a tomar su taxi (se niega rotundamente a que la acompañe) nos -me- increpan dos muchachones como de unos dieciocho años. Me empujan. No entiendo bien qué quieren, pero están furiosos. Parece que les da tirria ver a una rusita tan joven con un geronte como este pobre huérfano (¡Dios les premie eternamente la confusión!). Masha, claro, me arrastra hacia la calle. Yo siento una enorme curiosidad por ver cómo es volverme a agarrar a piñas después de cuarenta y dos años. Es cierto que ellos son dos, pero creo que les puedo dar digna batalla: soy más alto, más fornido y me sé en buen estado físico. Masha me lo impide. Antes de partir me hace prometer mil veces que no voy a volver “a por” los mocosos, como diría la JuanEsk[3]. No cumplo, por supuesto. Los busco por todos los rincones, pero no logro encontrarlos. Me vuelvo con el orgullo del honor intacto y el alivio de los no menos intactos huesos, desmentida la mítica antinomia entre la chancha y los veinte.

Estoy tan excitado que me cuesta dormirme. Este viaje se está poniendo cargadito.


Lunes 21

Comienza el curso, lo que es bueno, y llega de Moscú Dima, lo que, pensándolo bien y con lo mucho que lo aprecio, no deja de ser una cagada y que Dios me perdone mi poca habilidad para no desear la mujer del prójimo o, si a eso vamos, de cualquier otro. Alla Nikoláevna, mi amanuense académica, me viene a buscar a las nueve de la madrugada. La Universidad es una pocilga, solo que esa pocilga sirve -es un decir- de techo desde hace lustros a una nutrida falange de cerebros. En el curso tengo cuatro o cinco profesores de traducción y otros tantos estudiantes. El masculino genérico es una mentira a la que me obliga el machismo atávico de las lenguas romances, porque son, en verdad, un profesor y un estudiante, y las demás minas, entre ellas Masha, y otra que está para darle clases privadas de cualquier cosa y las demás, para qué decir una cosa por otra, de calidad muy inferior. Es la primera vez, desde las prácticas de la facultad, allá por 1971, que me toca dar clases en ruso. Me sale mejor que el sábado y el domingo, pero siento el rechinar atroz de mis neuronas cada vez que tienen que declinar un adjetivo o conjugar un verbo. A las 14:00 nos encontramos con Dima, que me saluda con toda le efusión de su cariño sincero y de su total ignorancia de que me ha escupido el asado, cortado la mayonesa, arruinado la función y, en general, cagado la vida. Me doy una ducha fría mientras me esperan. Paseamos un rato y Dima me lleva al ballet con la entrada que se supone que es para Masha, que tiene que preparar su examen de gramática teórica de la lengua inglesa (porque aquí en las escuelas de traducción enseñan cosas de ese tipo): Don Quijote, obra lamentablemente parece que inmortal de Ludwig Minkus, desconocido no particularmente ilustre, y ballet bastante pelotudo, pero uno de los “staples” del repertorio eslavo. Me aburro como una ostra, me río con la jota viril de los toreadores y el fandango recio de los gitanos (todos vestidos de sevillanos pese que la acción transcurre en Barcelona… ¡Pobre Cervantes!), pero todo el mundo salta que da gloria, y cuando se agarran el Espada, toreador, con el Basilio, barbero -claro, ¡de Sevilla!- el duelo a los saltitos es un primor. Eso sí, la ferocidad de las miradas desmiente la pretendida algazara. Espada y Basilio se calcinan con esos ojos enormes y primorosamente pintados, como diciéndose, ¡Vení a pelear si sos hombre, bruja!

El teatro Músorgski (sí, se pronuncia Músorgski y no Musorgski) es una joyita, venida, como era de esperar, a menos. A la salida invito a Dima y a Masha a cenar. Dos botellas de vino después estoy en la camita (¡sic!).


Martes 22

Tras la clase me recibe el decano con su estado mayor. Como estamos en Rusia, la cosa va de chupar como cosacos. Un coñac, Deo gratias, de lo más bebible. Por la tarde consternación en el telo: se ha reventado una cañería y el agua caliente que había por fin comenzado a salir por los grifos sale ahora por todos lados menos, of course, por los susodichos. Me vienen a buscar de la Universidad de San Petersburgo (yo doy clases en la Herzen, que es de San Petersburgo, sin duda, pero no la de). La condición es que la conferencia la chamuye en francés, que las chicas (¡porque serán, oh uaxini, todas, pero todas minas!, es que, como suelo decir, para conocer hembras, después de ginecología, vean, la interpretación simultánea) quieren practicar. Cuando las percibo me entran unas ganas incontenibles de dejarlas que aprovechen mi grata presencia para practicar lo que les dé la gana. Tras cuatro días de no hablar sino ruso, el francés, que en general me sale fluidito, se me encocora entre la lengua y la glotis. Me toma como cinco minutos cambiar los parámetros implícitos y ponerme en “French mode”. Me sale más o menos. Es que yo el franchute lo chamuyo como quien dice socialmente, ¿vio?. La última vez que di una conferencia en el idioma de Brigitte Bardot fue en Bruselas, año de Nuestro Señor de 1998 (mi brevísima intervención en París el mes pasado, desde luego, no cuenta). Una de mis estudiantes, Ekaterina, me lleva en su flamante roadster Mercedes hasta la sala donde toca la célebre Filarmónica ahora de San Petersburgo. El tráfico es un caos y nos toma cuarenta minutos salvar los cinco kilómetros y dos puentes. Llego tarde, pero me dejan colarme en el “pullman”. Dirige un japonés ignoto (no, no se llama Ignoto, sino Yuki Miyagi) y toca “El Emperador” un ruso desconocido (MijaílYanovitski y, en efecto, desde detrás de la columna donde me tocó sentarme, yo no lo vitski). Más o menos, para qué voy a decir una cosa por otra. La Cuarta de Brahms sale un poco mejor. A la salida, nos aguardan Masha y Natasha (¡Natasha!, Natasha[4]), otra rusita deveintiún abriles que cuándo cazzo estuvieron. Vamos a cenar a un restorán llamado “Zov Ilichá”, cuya versión inglesa es “Lenin’s Mating Call”, oséase el grito de Lenin en celo. Es un sitio medio del todo psicodélico donde se come muy bien cocina de aquellos tiempos enque se comía como el orto. El restorán está plagado de afiches y consignas de entonces. Las mozas visten de pioneras (recordates el debate al respecto con ocasión de la trádux de Bye Bye Lenin?), con birrete, pañuelo y blusa a la medida y pollerita no exactamente. Unoorina al ritmo de discursos de Gorbachov o Brézhnev, y por unas enormes y ubicuas pantallas se mezclan escenas eróticas ad hoc (como ser una parejita cogiendo con toda aplicación) con documentales de época: una teta, Stalin, otra teta, Trotzky, un cunilingus, Lenin conBujarin, etc. Al pie de las escenas eróticas, dicho sea de paso, aparecen consignas de las de antes, en su original -es un decir- ruso y su correspondiente -es otro decir- traducción -es otro decir más- al inglés, como por ejemplo, “The young people have their roadeverywhere here” o “The Lenin pioneers are faithful to the Lenin deed”. Todo muy mono y muy original. Ah, por cierto, hay una consigna cuya traducción no está tan mal: “Proletarians of the world, unite!”, cosa que por más que muchos se rían, con los tiempos que corren, noles vendría nada mal. Dima, Masha y Natasha hablan hasta por los codos. Yo prefieroescuchar. Ahí estoy, compartiendo la velada con dos muchachitas que puestas una encima de la otra apenas si arañan dos tercios de mi edad. No sé muy bien cómo me siento. Raro, seguro. Me pregunto qué tenía yo a esa edad que estas chiquilinas, despampanantes, liberadas y llenas de alegre vida, sin embargo no tienen. La respuesta se me enciende con visos de neón: la esperanza de un mundo mejor, de un mundo sin guerras y sin miseria donde el hombre dejase por fin de ser el lobo del hombre. Acompaño a Natasha hasta su casa y regreso en el mismo Lada que se asemeja a una colección de repuestos usados que no se llevan del todo bien. No es un taxi sino, como es de norma desde los viejos tiempos, un particular que se manda una changuita. Charlo con el hombre. Es un armenio que quisiera retornar al Cáucaso pero entre la miseria y la sangre mejor no. Esta mañana han pasado por las noticias que hay conato de guerra civil en Ingushetia. E viva la solución leninista del problema de las nacionalidades, como nos enseñaban con aspaventosa jactancia allá por la segunda mitad del séptimo decenio del siglo XX. Me bajo, chapo la llave, encaro la escalera. Hacia el entrepiso me oigo llorar como una criatura. Me ha bajado, parece, la menstruación tan temida.

Miércoles 23

Hoy la clase es, por suerte, a las 11:30. Olia (diminutivo de Olga, Olga ¿o no tenemos ninguna Olga?), que no ha venido sino hasta hoy (¿¿¿¿POR QUÉ?????), intenta interpretar simultáneamente por primera vez. Es, sospecho, lo único que le queda por intentar por primera vez. Le digo que está muy bien y ella contentísima porque cree que me estoy refiriendo a su intento de interpretación simultánea (¡como si lo hubiera escuchado!). En eso, entran Masa, Dima y… ¡Natasha! Con lo que yo, claro, me distraigo de Olia. Natasha, por cierto, no es ni traductora ni intérprete, ¡qué va, si ni siquiera es mediadora interlingüe, (¡y aquí el Bosco[5] se puede mandar el chistecito, que yo le juro que no me voy a enojar!). Natasha, a sus veintiún abriles que que alguien por favor me diga en qué puto momento estuvieron, es abogada especialista en medio ambiente (no me atreví a preguntarle si eso sirve, por ejemplo, para hacerle juicio a las palomas por cagar en las estatuas… enrealidad no me atreví preguntarle casi nada y por eso mucho me temo que me moriré sin haberme enterado de lo más acuciante). Vamos a un bar donde nos pedimos todos ellos sendos postrecitos y yo, que me muero de inanición, una ensalada de frutos de mar que está -Bye Bye Lenin- de rechupete (¿o será la proximidad de Natasha que me hace representarme la expresión idiomática?). La bañamos con una y después con otra botella de champán soviético (yes, se sigue llamando Soviétskoie Shampánskoie que, por más que no lo puedan creer, les juro que quiere decir, precisamente, Champán Soviético solo que no enese orden). Los soviéticos tenían buen champán y, por suerte, la tradición no ha permido. Lástima que Natasha tiene que ir a ver un partido de fóbal con el marido. Porque, enefectivamente, uaxini, yo no me la pude llevar al río creyendo que era mozuela, pero ella sítiene marido ¡lpqlp! Ustedes se preguntarán sin duda, y cómo es que teniendo marido vino a cenar con Masha, con Dima y, digámoslo con todas las letras, c-o-n-m-i-g-o, para retornar, acompañada pormigo, a su casita a eso de las dos de la matina. Y, puestos a curiosear, sepreguntarán también para qué vino a mi clase, y para qué luego se tomó su parte alícuota de dos botellas de champán de los viejos tiempos, más o menos cerquita demigo. Y, no bien les cuente esto que les voy a contar ahora, se preguntarán cómo es que mañana, en vez deir a Kíev, como estaba previsto (al menos por el marido), va a venir al Hermitage (¡my foot, si Dios es servido!) en compañía demigo. Yo mismo lo ignoro, pero si la cosa sale como me temo que espero, le pregunto y les juro que les cuento. Dejamos, pues, que Natasha emigrara al estadio sinmigo y yo decidí que me venía al telo a dormir mi medio litro largo de champánde entonces. Me acabo de despertar y les escribo estas líneas al ritmo del Iván Susanin, de Glinka, que me compré esta tarde que en algún momento entrará a ser mañana.

La noche más corta del mundo

Antier, como dirían la Leti y el Charro, fue el solsticio de verano, y esa noche y la de ayer las más cortas del año por este hemisferio como que tirando a boreal en que me encuentro.

No bien les mandé la primera tanda de crónicas, uaxini, me llamaron Masha y Dima a ver si no quería acompañarlos a contemplar desde un barquito alzarse los puentes a la una y media en punto de la madrugada. ¡Y de no! La llamada fue a las 10:30. Me di una ducha superficial, me calcé las polainas y el cuello duro y me vine al centro de rompedor, Avenida Nevski arriba, admirando rusas y rusitas, en un rítmico si un tanto fatigoso ejercicio de erguir la testa, meter panza, contener la respiración durante unos doce metros, expirar, secarme el sudor y ¡guarda que viene otra! Cuando llegué al puente de los cuatro caballos -sendas magníficas esculturas de bronce que deslindan el canal de la ciudad-, donde debía salirme al encuentro Dima, el sol todavía recortaba una última rebanada de luz a la cima de los edificios. En el departamento que Masha le consiguió a Dima nos bajamos -estamos, al cabo, en Rusia- la tercera botella de champán del día. Hacia las 23:30 salimos. Cielo arriba, las nubes fulgían como banderas en llamas contra un celeste que iba haciéndose más y más plomizo. Un coche que no era taxi nos llevó hasta el embarcadero. Ahí reservamos los billetes y entramos a caminar, por un Leningrado que apenas si se apenumbraba, en busca de donde repostar. Damos, no sin esfuerzo, con un restorán italiano, donde tenemos tiempo para ver el tercer gol de Holanda contra Lituania, comer unas ensaladas y, yo, beberme un tubo de cerveza belga que poco tiene que envidiar a aquellos gloriosos metros brasileños con los que el Charro y quien les escribe cimentamos nuestra indestructible amistad van ya camino de los dos pirulos.

Una hora después, anocheciendo ya, embarcamos. El bató mush, como le diría la SuFís[6], cortó perezosamente amarras a la una y media en punto, mientras a popa iba abriéndose con solemne parsimonia el Puente de la Trinidad. Y así fue desfilando un Leningrado que ya amanecía. Lo más parecido a una sombra fue la silueta dormida del crucero Aurora, que aquel fatídico siete de noviembre de 1917 disparó el cañonazo inaugural de la Gran Revolución de Octubre lo que pasa es que el calendario juliano no coincide con el gregoriano y en Rusia antes todo pasaba un par de semanas antes y no cien años después como ahora.

Pedimos una botella de Toso Torrontés que bajamos entre requiebros y chanzas mientras una rusa muy parecida a la Biqui Inoxenti[7] pero que se conoce que en su vida ha traducido una puta cláusula nos regala -es un decir, porque el pasaje nos ha costado lo suyo, o, mejor dicho, lo nuestro, o, digamos las cosas como son, lo mío- una sentida danza del vientre (de ella), vestida -es un decir- de odalisca, ondulosa de cabellera, cimbreante de caderas, enloquecida de ombligo y con tetas como presas del mal de San Vito, que yo admiro (especialmente estas últimas, en virtud de cierto atavismo que el Furioso tal vez pueda explicarles con mayor claridad) con toda la sinceridad que me permite la envidia de verlo a Dima ocupando como quien sin duda quiere la cosa hasta el último centímetro de Masha ¡lpqlp!

Y así, entre nalgadas y tetazos, veo abrirse los puentes de Leningrado a medida que el sol regresa de su breve siesta por otros países.

A las tres de la matina, el barco atraca mientras el cielo y las copas de los árboles inauguran oficialmente la mañana. Un coche que no es taxi y que, por cierto, casi que tampoco coche, me descarga ante el hotel y se lleva a Dima y Masha entrelazados que ni el Charro y quien les escribe al cabo de los como tres kilómetros de metros brasileños aquella heroica noche que precedió mi lacrimosa partida de Monterrey[8].


Jueves 24

Con apenas tres horas de sueño a cuestas, emprendo camino de la Universidad. Por suerte les toca trabajar a los estudiantes, que deberán pasar por el traumático rito de iniciación en la cabina. Con Masha y Dima nos vamos a tomar un café. Yo compro a una viejita que vende libros de ocasión bajo un portal los magníficos cuentos de la “Caballería roja”, de Isaac Babel -uno de los grandes escritores de todos los tiempos y, también, una de las incontables víctimas del estalinismo-, y, ¡oh sorpresa!, una antología de Borges (que aún no he ojeado pero que ya les cuento). La idea es ir al Hermitage con, si todavía quiere, Natasha, que, como era medio de esperar y he anunciado dando al traste con este suspenso tan virtuosamente labrado, no va a querer (algo habré tocado de menos o algo habrá sentido de más el dorima, en fin que juro que es una de las últimas veces que me dejo engatusar por una mina de veintiún pirulos y encima casada… ¡es que ya no se puede confiar en nadie, carajo!). El caso es que tras una breve siestita y una ducha nominal vuelvo a encontrarme con mis amigos y ponemos proa al…


Museo más grande del mundo

Como es, o, en todo caso, merecería ser, el increíble (H)ermitage, ex- Palacio de Invierno, edificio de ensueño que alberga una de las pinacotecas más acojonantes del planeta. Masha vuelve a asumir el mando que, como guía profesional, le corresponde naturalmente, y entramos. Es, por cierto, la segunda vez que derroto aplastantemente el sistema: ya en Peterhoff saqué entrada de ruso, que cuesta menos de la mitad de la de alienígena (para algo ha de servirme saber idiomas, ¿no?). Sé exactamente lo que quiero ver: en este orden, los Rembrandt, los Leonardo y los impresionistas. Si cabe algún Picasso, tanto mejor. Vamos, pues, derecho viejo al salón donde cuelgan los 26 (cuadros de) Rembrandt del museo en compañía de otros tantos trabajos de los discípulos del Maestro. Me quedo embobado mirando “El retorno del hijo pródigo”, el “Retrato de un viejo rabino” y la “Diana”. Las explicaciones de Masha arrojan, si cabe, nueva luz. Luego -de paso por un “Cristo crucificado” de un tal Tedice (sXIII) que es el primer cuadro firmado de la historia- me tocan las dos madonnas de Leonardo (una de ellas, la Benoit, el primer óleo de la historia) y, de paso, una escultura de Miguel Ángel que no recordaba: es un joven acuclillado, tamaño natural. Masha narra que, dice la leyenda, Buonarotti –como le decían los compañeros de la academia- apostó a que podía sacarle una figura humana a cierto trozo de mármol donde todo el mundo decía que no cabía ni por putas. Paramos ante un Canaletto, algunos Veroneses, algunos Tiépolos y algunos Tizianos y nos toca pasar por la colección de pintura española, la más importante, dice Masha, fuera de España (como que es la más importante fuera de Holanda la de pintura flamenca… dice Masha… Bueno, en realidad todo lo que yo digo como si supiera, lo dice Masha). Un rato largo ante “Los apóstoles Pedro y Pablo” del Greco y a recorrer las catorce salas de pintura francesa del sXIX y comienzos del sXX (antes de que la cosa se ponga fulera para los marsháns, que les diría la SuFís, porque de 1917 para aquí se conoce que no han comprado ni cera para los pisos). La colección más grande fuera de Francia, recita Masha. Puede ser: hay más de treinta Matisses y otros tantos Cezannes y otros tantos Gauguins. De ñapa, Masha nos lleva a ver la exposición de impresionistas afanada a raíz del avance del Ejército Rojo por Europa oriental, que pronto, parece, van a tener que devolver contra devolución de los otras tantas pinturas que los alemanes les afanaron a ellos. Pero lo que más me emociona es un enorme lienzo manierista del sXVII (si mal no recuerdo) de Filippo (creo) Romano (me parece) que (y de esto sí que estoy seguro) describe con minucioso detalle una pareja en pelotas que ni que hubiera posado a instancias del mismísimo Furioso. No es la única coppia sorprendida en un momento de intimidad durante dos o tres meses por el artista, sin duda, pero sí la primera que recuerdo haber visto en cuya escena ella desliza como quien quiere la cosa la mano grácil sobre el pirulín de él, lo cual viene fenómeno para las buenas costumbres porque no es cuestión de que un cuadro ande por ahí ilustrando el miembro viril del protagonista, sobre todo si el mismo (miembro viril del protagonista) se compara desfavorablemente con el que uno tanto aprecia y al que debe tantos -es, qué se le va a hacérsele, un decir- y tan gratos -menos mal que no lo es- momentos.

A la salida, vamos a cenar al restorán italiano de ayer, tras lo cual regreso al telo desde donde anoto esta segunda tanda. Son las 20:30 y, de camino, casi me da una insolación, porque el sol cae, todavía, casi a pico.

Les narraba que Pietroburgo es un gran monumento al quiero y no puedo. Exageré. Ahora que he podido tomar más distancia, me entro a percatar que las joyas arquitectónicas son muchas más de las que creí advertir. Sigue siendo cierto que Pietroburgo quiere y no puede, pero puede más de lo que he dado a entender. Lo que irrita es la desidia, el deterioro, la desprolijidad y la mugre. Recuerdo que uno o dos días después de haber llegado a Moscú iba por la vereda y arrojé -al simpático uso nostro- el papelito del caramelo que acababa de pelar. Detrás de mí venía un chiquilín (un pionerito, bah) de si acaso siete años que me dijo, Tío, se te cayó un papel. Y me lo puso en la mano. ¡Desde entonces no he vuelto a manchar ninguna ciudad de este planeta! A la URSS se le podían hacer todas las críticas imaginables, pero también se le podía pasar la lengua de lo limpia que estaba y que era. Y no porque la Municipalidad se ocupara -que por supuesto que sí se ocupaba- sino porque la gente no ensuciaba ni dejaba ensuciar. Amarcord que había unos como surtidores de expendio de agua carbonatada (soda, bah) sobre los cuales había unos bastos vasos de vidrio blindado. Uno chapaba el vaso y lo ponía culo arriba para que el surtidor lo lavara por dentro. Y uno lo lavaba de vicio antes de beber, porque, como uno, el que había bebido antes lo había lavado religiosamente después. Y amarcord los borrachos que se afanaban provisionalmente los vasos para retornar al ritmo de una contradictoria coreografía a devolverlos y lavarlos pulcramente antes de caer exánimes o de volver a la aplastante monotonía de sus vidas y a los regaños de sus mujeres.

Algo se ha perdido, si no del todo y para siempre, mucho y quizás por mucho tiempo. Porque no es que la Municipalidad no se ocupe -que no se ocupa-, sino que la gente ha cambiado. Porque en la URSS, por encima del silencio de los millones de muertos, del hambre y del sudor de los millones de condenados a trabajos forzados y de los gritos de desesperación de los cientos de miles de recluidos en hospitales psiquiátricos, este pueblo se enseñaba y aprendía a respetar al otro, a comprender que lo de todos -por ejemplo, la ciudad, el tren, los vasos de los surtidores- es más importante que lo de uno, que los niños tienen más derechos que los adultos, y los enfermos que los sanos, y los viejos que los jóvenes, y, en general, los débiles que los fuertes. Y yo eso lo aprendí aquí, y espero no olvidarlo nunca, por mucho que cambien el mundo y los hombres, porque es lo mejor que tengo. Amarcord mi visita a una fábrica en Tallin. Una obrera que debió de haber servido de modelo a Katja Patxinu en “Por quien doblan las campanas” y en “Rocco y sus hermanos” se me acercó y me dijo lo que dije ayer sin recordar que la citaba: “Lo importante es trabajar con dignidad y luchar para que el hombre no sea el lobo del hombre”. A unos metros, unos compañeros más jóvenes la miraban con expresión socarrona. Ella, señalándolos con un gesto de desprecio, explicó: “Yo soy rusa. Ellos, estonianos”. ¿Dónde estará, si vive, y, si vive, cómo y de qué vivirá ahora? ¡Gloria eterna y eterno agradecimiento a este pueblo que me regaló una beca y me cobijó y formó durante los cinco años más importantes e inolvidables de mi vida sin pedirme jamás nada a cambio! Espero no haberlo defraudado.


Viernes 25

Bueno. Ayer vi Portugal-Inglaterra y me fui a dormir tarde. Hoy terminó el curso. Quedé contentísimo, y la gente, por suerte, también. La decana (profesora de traducción escrita) vino a la clase, participó como una estudiante más, arriesgó respuestas a mis preguntas más que capciosas y, sobre todo, se arriesgó a meterse en la cabina delante de sus estudiantes y subordinados “para probar”… Y pensar que alguna vez los profes que asistían a mis cursos me han pedido que no les preguntara nada ni les hiciera participar en los ejercicios (no me lo decían pero estaba claro que era para no quedar en “evidencia”) y que otra los estudiantes nos pidieron que, ya que tanto los criticábamos, probáramos nosotros a ver cómo nos salía y hubo alguno que dijo que no estaba ahí para “competir”. Pero sigo. Para ser la primera vez, la susodicha decana, no lo hizo mal; la muchacha tiene condiciones. Luego, con Masha, Dima y una profesora fuimos a comer algo por ahí cerca. Me sigue llamando la atención - ¡Bye Bye Lenin!- la cantidad y calidad de cafés, bares y restoranes, la calidad de la comida y la -todavía relativa- eficiencia del servicio. Hacía un día peronista, y Masha y Dima sugirieron ir a pasear en bató mush por los canales, pero yo tenía un deber sagrado que cumplir. Porque el 22, o sea, el martes, se cumplieron 63 años de la invasión fascista de la entonces Unión Soviética y yo quise volver a…


El museo más triste del mundo

Los historiadores discuten algunos detalles, pero hay datos incontrovertibles: la URSS sufrió más de 20 millones de bajas (en mi época decían que 20, pero ahora me dicen que la cifra ha sido actualizada para arriba y llega a hablarse de entre 40 y 60; en todo caso, 20 millones era un tercio más que los 14 que arrojó en la Argentina el censo de 1947). Bielorrusia, por ejemplo, perdió a uno de cada tres habitantes, un holocausto cuantitativamente comparable al judío en términos relativos y no me extrañaría que superior en términos absolutos. Como se cuente, la URSS tuvo más bajas que Alemania y todos los aliados juntos, con el añadido de que fueron, en su mayoría, víctimas civiles. Y la guerra, de paso, Hitler no la pierde ni en el Alamein, ni en Omaha Beach, ni en las Ardenas, sino en Stalingrado. Recuerdo unos años atrás le hacían por la TV francesa un reportaje a Marcel Marceau, héroe, por cierto, de la Resistencia. Marceau era -ignoro si sigue siendo- militante del Partido Comunista francés (como en su momento Ferdinand Leger, Henri Matisse, Pablo Picasso, Louis Aragon, Romain Rolland, Anatole France, Jacques Prevert, Paul Elouard, Gerard Philippe, Yves Montand, Simone Signoret, diz que Jean Moulin, el héroe máximo del maquís que finalmente logra unificar la Resistencia, asesinado por la Gestapo en 1944 y, ya que estamos, Frederic Joliot-Curie -el hijo de la célebre María, químico de renombre mundial, que preparaba las bombas con las que los “terroristas” que venían a imponer a Francia “ideas ajenas a su manera de ser Occidental y cristiana” hacían saltar por los aires a los nazis en aquella guerra tan “sucia”). El periodista le hace preguntas que lo van arrinconando a pronunciarse contra la URSS. Marceau responde, “Yo estoy vivo gracias a que la Unión Soviética derrotó a los nazis en Stalingrado”. Y no por nada, en París sigue habiendo una calle que se llama “Stalingrad”.

Stalin, que ha purgado a la mitad de sus antiguos camaradas y llenado los campos de concentración sobre todo de los comunistas que, merced a su gracia infinita, han escapado a la pena de muerte, que ha hecho fusilar al Mariscal Tujashevski (que insistía en la necesidad de dotar al Ejército Rojo de tanques) y más o menos la mitad del Estado Mayor, y que confía en el vergonzante pacto Mólotov-von Ribbentrop, no cree que la URSS corra peligro (como, en más chico y más pelotudo, Galtieri no creyó que la Thatcher se metería a recuperar militarmente las Malvinas) y la invasión lo coge (nunca mejor dicho) por sorpresa. El 9 de septiembre los nazis, que no logran tomar Leningrado, la rodean y siguen hacia el norte y el este (van a llegar a 41 kms de Moscú al este, casi hasta Múrmansk al norte y al Mar Negro por el sur). La ciudad permanecerá bloqueada 900 días, tras los cuales, de los cuatro millones de habitantes que tenía habrán sobrevivido dos. O sea que dos millones de muertos, casi todos civiles, casi todos de hambre, a razón de, calculemos: 2.000.000 dividido 900, es decir, unos 2.300 por día. Todavía se mantienen en las calles los carteles que explican que, en caso de que entre a bombardear la artillería, mejor cruzar al otro lado, que es más seguro. Por el llamado “camino de la vida”, o sea, el Neva congelado, se evacuan a partir de noviembre y durante los dos inviernos siguientes los que se pueden evacuar y entra lo que puede entrar… bajo el constante bombardeo nazi, que no necesita dar en el blanco preciso para resquebrajar el hielo y hacer que los convoyes se hundan enteros. Pero acompáñenme, uaxini del alma, al Museo del Bloqueo de Leningrado. Yo lo he visitado ya, pero han transcurrido treinta y tres pirulos y, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. He aquí algunas de las cosas que me revisitan la memoria:

La Filarmónica íntegra se niega a abandonar la ciudad (se han ido evacuando la compañía de ópera del Teatro Kírov, ex Marinski y casi todos los demás artistas y científicos), y el 9 de febrero de 1942 estrena, entre las bombas, la 7a Sinfonía de Shostakóvich, la llamada “Sínfonía de Leningrado”. Dirige Eliásberg, uno de los grandes desconocidos del podio. No hay calefacción en la sala y el público está arropado en cuanto trapo ha podido encontrar. Pero los músicos tocan de smoking. Del frente han desmovilizado a los más jóvenes. (A medida que la cosa se ponga más y más fulera, cuenta Masha, los asientos de los caídos irán quedando vacíos, pero con el instrumento encima y la partitura abierta sobre el atril). Mi primera visita, en enero (¡brrrrrr!) de 1967, es gentileza de la familia de un compañero de la universidad, Víctor Výmenetz. El padre (Víctor también, si la memoria no me juega uno de sus trucos, que dirigía una escuela primaria a la que me invitó) recibe su condecoración al valor durante el combate y un permiso especial de tres días para asistir a la première. Tiene que caminar diecisiete kilómteros de ida y otros tantos de vuelta (que emprende inmediatamente después del concierto) por la nieve. “Valió la pena, me contaba, porque volví seguro de que íbamos a ganar”. Tenía diecisiete años.

Los funcionarios del Hermitage guardan los cuadros, los de la Municipalidad ponen a buen recaudo las estatuas (está la foto que muestra el día en que vuelven a colocar los cuatro corceles de que les hablaba la última vez), a la columna de Alejandro (parecida a la de la Vendôme, pero mucho más alta) no la pueden sacar y la envuelven, entonces, en bolsas de arena. La artillería fascista rodea la ciudad casi por los cuatro lados, porque desde el Golfo de Finlandia el bombardeo es naval. Hay que salvar a los animales del zoológico. La cuidadora del único hipopótamo supérstite se mete con él durante los bombardeos (los hipopótamos son de los herbívoros más peligrosos) para acariciarlo y tranquilizarlo, porque el paquidermo se caga de miedo. Le da de comer todo lo que encuentra, entre otras cosas, parte de su ración y, como el pobre bicho necesita estar constantemente mojado para que la piel no se le reseque y acabe matándolo, durante los tórridos veranos la cuidadora va a ir todos los días, varias veces por día, al Neva a buscar agua para mojarlo, desafiando los bombardeos. Y el hipopótamo sobrevive. Los nazis bombardean todo el tiempo. Hay fotos de edificios derruidos, de cadáveres esparcidos por las calles que nadie se preocupa por enterrar (es diciembre, están congelados y no comenzarán a pudrirse hasta marzo o abril), de niños desnutridos, de heridos atendidos en la calle, donde ha caído la bomba. En febrero de 1942, la ración de pan es 250 gramos para los obreros y 125 para todos los demás. Entre las cosas que vuelvo a ver, por ejemplo, hay anuncios de los que se pegaban en las paredes o los postes de luz: “Cambio por alimentos reloj de oro, samovar de plata sXIX y cámara fotográfica Zeiss Ikon con dos rollos de película”. Las escuelas no suspenden las clases. Hay varios dibujos infantiles. En uno se ve lo que puede ser un pan; el texto reza “¡Qué ganas de comer! ¡Hambre! 29 de enero de 1942”. En otro aparece una habitación destrozada: ha caído un obús; la ventana está hecha añicos, la puerta desencajada, los muebles rotos y desparramados, en el centro, caído con sillón y todo el cuerpo de, parece, una niñita… y la leyenda: “Papá, estoy herida pero viva. Nadia. 10 de octubre de 1942”. O las páginas tamaño libretita de direcciones del diario de Tania Sávichev: “Hoy a las 12:30 murió Tania, 4 de octubre de 1941”, “Hoy a las 10:00 murió el tío Lesha, 10 de octubre de 1941”, “Hoy a las 7:30 murió Lena, 17 de marzo de 1942”, “Hoy murió el tío Misha, 2 de junio de 1942”, “Hoy a las tres de la mañana murió la abuela, 3 de enero de 1943”, “Los Sávichev se han muerto”. “Se han muerto todos. Me he quedado sola”. El diario lo encuentran sobre la mesa, junto al cadáver de Tania, muerta ella también de hambre. No ha llegado a cumplir los diez años. Solo un pueblo, que yo sepa, puede mirar de frente a este sin bajar los ojos: el vietnamita.

¿Qué más les puedo contar, mis amados virtuales? Que en medio de esta hecatombe y de este heroísmo la zarpa estalinista tenía tiempo para arrestar a un ciudadano por sacar “ilegalmente” fotos de un edificio bombardeado, o de encarcelar a otro acusándolo de espía por el diario que estaba redactando (fue liberado en 1956 y reivindicado apenas en 1967… ¡Qué vergüenza!). Ah, y que, como no estábamos seguros de la calle, preguntamos a unas cinco o seis personas dónde quedaba el Museo y que ninguna nos lo supo decir, que el Museo está prácticamente en ruinas y que hay un enorme frasco de vidrio donde se pide al público una donación para restaurarlo.

Salimos y yo iba mirando esta ciudad inmortal y a su gente, sobre todo a estos jóvenes que siguen pareciendo recién descendidos del tractor y a estas rusitas como para comérselas y me preguntaba qué harían si la Historia, la gran hija de puta de la Historia, se llegara a repetir. No lo parece, pero algo me dice que harían exactamente lo mismo. Al menos es lo que quiero creer, porque esta especie humana, a la que a veces no sé si me honro tanto de pertenecer, últimamente como que está dejando mucho que desear.

Pero dejemos estas reflexiones un tanto sombrías y volvamos a la enceguecedora luz de nuestro día peronista. Detenemos un auto que no es un taxi y cuya puerta trasera izquierda está como soldada por la herrumbre al resto de la carrocería y enfilamos para la Nevski. Masha y Dima siguen camino, no lo dudo y la idea me revienta, para qué decir una cosa por otra, del lecho, mientras que este pobre huérfano, siempre con las manos vacías, pone rumbo avenida abajo. Me toca atrapar el sueño y mantenerlo atrapado una media horita para que se disipen todas las lagañas del cuerpo y del alma, tomar una heroica ducha para sacarme los manchones de la nostalgia del ayer, la bronca de hoy y los aciagos vaticinios del mañana, y salir nuevamente al encuentro de Masha -¡sí, de Masha a secas!-. Es que Masha -¡sí, por fin Masha a secas!- me lleva al teatro Marinski, ex-Kírov, ex-Marinski, a ver… Borís Godunov, solo que en la versión original de 1871, sin el acto polaco. Dirige Valeri Guiérguiev. El teatro es un primor, la puesta un tanto decepcionante, pero la versión simplemente espléndida. Al Borís original le faltan, sin duda, trozos excelsos (la escena final del levantamiento popular, sin ir más lejos), pero como drama funciona mucho mejor. La ópera termina donde tiene que terminar, con la muerte de Borís, y el falso Dimitri no tiene oportunidad de reivindicarse mostrando su lado romántico con una princesa polaca que no tiene na’ pero na’ que ver con na’. Yo conocía la versión porque hace veinte pirulos o más Kazmierz Kord la grabó y me la compré. Solo que, como con Masha, una cosa es oír y otra, muy pero que muy diferente, ver. Las siete escenas se dan sin intervalo, lo que acrecienta el efecto devastador de la experiencia. Las sillas (¡porque son sillas!) son incomodísimas, pero ¡qué importa! Yo miraba y escuchaba esta maravilla mucho más revolucionaria que toda la paja (in bouz senses of de güerd) teutónica de mi, no obstante, muy admirado Wagner y me preguntaba cómo, de dónde y por qué un burócrata dipsómano del Ministerio de Dasonomía escribió, entre borrachera y borrachera, esta y dos o tres otras obras cumbre de la música de todos los tiempos. ¡Misterios del alma rusa! Misterios de un “alma” orinada milenariamente por los canes. Porque los rusos empiezan francamente mal: Son los únicos bárbaros que logran resistir al Imperio Romano primero y a la catolización forzosa después, con lo que se quedan francamente bárbaros. Y tras cartón los invaden los tártaros (analfabetos ellos, dicho sea de paso) que se quedan dos siglos y medio. (Masha me explica -aunque yo no me lo creo- que los rusos prefieren pagar tributo a los mongoles que, por último, les permiten seguir siendo ortodoxos, que abrirse de gambas a los lituanos, que los obligarían a hacerse católicos y apostólicos y romanos. La historia que yo conozco es que para cuando llegan a Europa Occidental, los tártaros están tan desgastados por la resistencia rusa que los caballeros del Sacro Imperio logran pararlos en Olomouc, Bohemia, en 1242 año más año menos. Olomouc es, pues, la contrapartida occidental de Poitiers, solo que los árabes sí sabían leer y escribir y mucho más y mejor que, por ejemplo, Carlo Magno, que era aristocrática y cristianamente analfabeto). Claro, los tartaritos no pueden invadir Europa, pero entonces se quedan donde están, o sea, en Rusia, y se quedan, como decía, 250 pirulos, durante los cuales, por mucho que los rusos te muestren un icono aquí y un manuscrito por allá (por allá bien pero bien lejos), en Rusia no pasa ABSOLUTAMENTE NADA hasta que, a fines del sXVIII Pedro I decide que ya está bueno (es un decir). Y hete aquí que cuando la Historia les echa por fin un piolín a ver si pueden subirse de una vez al tren de la civilización, los rusos, bestias como son, echan a la mierda a Napoleón (que es el terrible precio que paga España, por mucho que admire a los fusilados de Goya y cuyos intereses va a saldar ciento treinta años después con la Guerra Civil)… y con ello terminan efectivamente con la Revolución francesa, porque el petizo no va a volver a levantar cabeza, lo van a sacar a patadas en el orto una vez un poco y después del todo y Europa va a poder por fin bailar el vals al ritmo un tanto reaccionario, ¿vio?, del Congreso de Viena (modestamente). Pensates, uaxini: antes de Pushkin y de Glinka, Rusia no existe. Y de pronto, porque sí, de la nada y quién sabe cómo, se adueña de la civilización. Porque Músorgski, Borodín, Chaikovski, Rimski-Kórsakov, Rajmáninov, Gógol, Dostoievski, Tolstoi, Chéjov, Mendeléiev, Kandinski, Malévich, Chagal, Einsenstien, Dovzhenko, Bajtín, Vygotski y tantos pero tantos otros nacen todos en un período de cien años, antes de los cuales no hay, les juro, absolutamente NADA, por mucho que los rusos juren que no y se saquen, como apuntaba, de lo más recóndito del upite a algún desconocido de siempre. Pensates, uaxini: A Rusia el ferrocarril llega en 1861. Años después que, en orden regresivo, a la Argentina, Chile, Cuba y ¡¡¡¡JAMAICA!!!!. La servidumbre de la gleba (¡la servidumbre feudal!) se abroga por imperial decreto en… ¡1860! Y estos animales quisieron estrenar, embalados como estaban, la Revolución Proletaria en ¡1905! (que no les salió, pero en 1917 sí… bueno les salió en el sentido de que los bolcheviques tomaron le poder, porque la Revolución Proletaria ocurre en un país que tenía, entonces, menos proletarios que la Argentina ahora que han cerrado más de la mitad de las fábricas que había hace cuarenta años). Es una Historia de lo más hija de puta, que conviene saber (no que yo sepa lo que debería, ni mucho menos lo preciso) para juzgar.

A la salida del teatro son las 22:00 y Febo ni se da por enterado. Vamos a cenar (¡muy bien!) a “Shamrock”, un pub irlandés donde puedo probar -¡por fin!- un genuino chile con carne (!!!) mientras lo’ grecio sacan a patadas en el culo a Francia del campeonato de Europa (Grecia a Francia, Portugal a España… yo no sé, francamente adónde vamos a parar, pero ¡me encanta!). En el pub hay -¡cómo no!- un auténtico conato de riña que, dada mi vasta y reciente experiencia, me apresuro a ayudar a desanudar (¡uno es mediador o qué, carajo!). Masha está soberbia, pero está con Dima. Mañana la idea es ir de picnic, aunque el tiempo amenaza con no dejarse.


Sábado 26

Y por suerte no se deja del todo: Amanece haciendo solcito, pero no el suficiente; no, en todo caso, para este amante de las cuatro paredes y el lecho si es posible compartido al menos por un ratito. Dima viene a buscarme mientras Masha da su examen, no lo olvidemos, de gramática teórica de la lengua inglesa, en le que se sacará el cinco (nota máxima) que necesita para no bajar el promedio y seguir adornando el cuadro de honor. Por cierto, cuando aparece y entra a contar la apasionante aventura del subjuntivo II (parece que lo hay), entre que una cosa lleva a la otra y esta a una tercera, me entero de que esta chica ha completado el conservatorio y la escuela de bellas artes (¿cuándo cazzo, si tiene veintiún abriles que yo me pregunto quién mierda cuándo carajo los tuve que resulta que se fueron y no volverán?). Bueno, que tras un agitado debate resolvemos, de común acuerdo, que picnic las pelotas. Y decidimos bajarnos las dos botellas de vino argentino que pongo yo, y las dos de georgiano (georgiano de Georgia la del cáucaso y no la de Carter) y las dos de champán soviético que ponen Dima y Masha, acompañadas, en el más puro estilo gastronómico ruso, por unos pepinitos. Ah, y pan. Y aquí estoy, a punto de cerrar, en este orden, computadora y valija, y emprender camino Nevski arriba al Canal de la Fuente (la Fontanka, Furioso) No. 56, donde Dima y Masha me esperan (espero) ya vueltos a vestir al menos por el momento.

Ahora estoy en el internet. Acaba de pedirme para un sándwich un pibito rubio de aspecto astroso. Le doy 50 rublos (¡un euro y medio!) y me quedo pensando que este es el país que derrotó a los nazis y estrenó el espacio ultraterrestre. No soy creyente, pero no tiene perdón de Dios. El epílogo les llegará de Viena.


Epílogo

Masha y Dima me acompañan al telo a recoger mis petates y poner rumbo al aeropuerto. Lo he pasado magníficamente bien, a pesar de los agudos dolores de memoria. Mis amigos me aguardan en el lobby y yo me mando escaleras arriba haciendo sempiterno caso omiso del ascensor formal. No sé que mierda tendrá esta escalera que, tres o cuatro peldañitos antes de desembarcar en mi piso rompo nuevamente a los plañidos. No sé muy bien por qué. En todo caso, no es de pena. O no solamente, ni básicamente de pena. Es de todo. Es de la vida que ha pasado para bien o para mal (en mi caso, últimamente siempre para bien, para qué decir una cosa por otra), de la infinita amabilidad de Dima y de la inalcanzable belleza de Masha, del heroísmo momentáneamente olvidado... la lista, si la continúo, se me va a poner sombría, pero esto es ahora que trato de evocar. En ese momento no andaba yo con mayor tiempo para escarbar neuronas. Y, buen virgo que soy pese a mis esfuerzos tal “y” como lo han venido demostrando inapelablemente estas crónicas, lloro con los ojos, los pulmones, la laringe, la nariz, el diafragma y la mitad del cerebro. La otra mitad me mira gemir y se pregunta qué cazzo me pasa. Y no encuentra respuesta, y se dedica entonces a boludear, esperando a que a la otra se le pase la menstruación, cosa que demora unos pocos minutos. Luego entre las dos me llevan a darme la última ducha.

Masha y Dima han detenido un coche que no es taxi, cuyo dueño, nacido, obviamente, en tiempos de la URSS, se llama Spartak, o sea Espartaco. Cuántos, rusos o no, les seguirán poniendo Espartaco a sus hijos? En Moscú había varios latinoamericanos así bautizados (es un decir).
La sección “partenze” es, por suerte, mucho mejor y más cómoda que la parte “arrivi”, de modo que me embarco sin traumas. No bien me apoltrono, me abrocho el cinturón con la última gota de conciencia y duermo hasta Múnich. El resto del viaje no merece esta oración que le dedico.




[1] Miembro homónimo del foro uacinos.
[2] Sendos mexicanos infiltrados
[3] Infiltrada ibérica.
[4] Miembra homónima.
[5] Miembro homónimo que cree que diciéndole “mediación intercunilingüe denigra mi teoría, ¡que desubicado!
[6] Una de las exóticas traductoras de francés que hay en el foro.
[7] Traductora de pro.
[8] Vide Crónicas regiomontanas.