viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS MARROQUISES (Diciembre de 2003)

Este es un país muy especial. Al cabo de un segundo viaje ‑en total unas tres semanas‑, lo conozco proporcionalmente mejor que la mayoría de las tierras que me ha tocado visitar: me falta el Rif, o sea la franja norte a partir del eje Casablanca‑Fez, al oriente del eje Fez‑Erfoud y el desierto propiamente dicho, que es como las playas de nosotros pero sin mar. Es un país que fue España, donde anduvieron, para variar, los portugueses y después, claro, los españoles y, desde luego, los franceses, pero jamás los turcos (pese a que su característico Fez viene de Turquía, donde, que yo haya visto, no lo lleva nadie. Misterios, pues, de la Historia). Los españoles siguen enclavados en Ceuta y Melilla, pero hace rato que han abandonado Ifni y casi treinta años que su petisa y despótica Majestad Hassan II invadió alegremente el Sáhara español en pleno proceso de descolonización. El Frente Polisario sigue proclamando la República Saharaui, pero, caído el muro de Berlín y consumida Argelia en el holocausto civil, nadie queda que le dé pelota. Malo para los movimientos populares o de liberación, como para los países del Tercer Mundo o para aquellos de nos que no tienen para vender más que su fuerza de trabajo, este mundo unipolar de la prepotencia gringa. Algún día va a cambiar, ojalá (insh Allah, que dicen aquí en el idioma original) que para mejor y sin demasiada sangre, pero como vienen las cosas…

Bueno, que este es un país, decía, muy especial. Único estado árabe -¡único estado musulmán!‑ fuerte en el medioevo. Hasta que los franchutes resolvieron “protegerlo”, le costó la vida a un Rey de Portugal ‑Don Sebastián caído en el sitio de Ksar‑el‑Kebib allá por finales del sXVI, cuando los serifes (¡los sheriffs!) del Saad declararon la guerra santa a los infieles‑ y los dientes al imperio Otomano. El centro y, sobre todo el sur, son más beréberes que árabes (otra etnia, otra lengua y otra cultura), pero son los árabes los que desde mediados del sXVII, con la instalación de la dinastía alaouita (a la que se honra en pertenecer mi Turca, cuyo apellido es, precisamente Alaoui, para admiración y pleitesía de los que se llaman de otra manera) cortan definitivamente el bacalao.

Comparado con el resto del Magreb y, sobre todo, de los países árabes, Marruecos es liberal ‑es decir menos cavernícola‑. En las ciudades ‑sobre todo las más cosmopolitas, como Casablanca y Rabat (y, seguramente las del norte)‑ las mujeres de clase media suelen vestirse a lo occidental. Aun así, las tradiciones son onerosas y, para nosotros, desconcertantes. Lo primero que choca es que coman con la mano (derecha, y solo los dedos pulgar, índice y medio, que la mano izquierda es para lavarse el upite, vide infra), del fuentón común (cada quien dentro del triángulo que le corresponde, no como yo, que entré a elegir los mejores pedazos por toda la fuente y la Turca me tuvo que dar una patada de alerta en plena ingle) con suma pericia, es cierto, pero no la suficiente para no producir un enchastre que en nuestros países consternaría a cualquier madre de hijos pequeños. (Y ni les cuento los estragos que hizo el infraescricto tratando de comer con la ‑o sea con una‑ mano y, para colmo, recurriendo a solo tres dedos, pollo con salsa de aceitunas: por cada hebra de carne o aceituna que caía milagrosamente dentro de mis fauces desmesuradamente abiertas para competir con el resto de la superficie vecina, terminaban cincuenta alrededor o encima de este pobre cristiano ‑¡nunca mejor dicho!‑ o, peor, de algún dueño de casa). En ninguna de las muchas casas en las que fui comensal invitado había alcohol (¡cordero, del bueno, con agua!). Otra cosa inusitada es la distribución de los ambientes y el mobiliario.

Las casas de la gente de un mínimo desahogo son grandes, porque las habitan familias numerosas y extensas que con frecuencia incluyen a algún primo o a alguna sobrina solos o con su propia pareja y prole, todos mezclados todos mezclados (¡salud, insigne Nicolás Guillén!). Como el Islam prohíbe el arte figurativo, no hay cuadros, pero sí abundan las decoraciones abstractas, muchas veces de una intrincación e inventiva acojonantes, para nosotros algo onustas y, en mi caso, chabacanas. Lo mismo las mesitas incrustadas de madreperla o los taburetes tallados. Por todas partes alfombras, a menudo espléndidas. Hay por lo menos dos salones, abiertos hacia un lado y con sillones ininterrumpidos cerrando los otros tres, con una gran mesa en el centro. La gente se sienta, conversa, almuerza largamente, toma té a la menta y café con unas masitas deliciosas, luego cena en grande y casi no abandona el salón, aunque en varias ocasiones solo el padre ‑o, en todo caso, los hombres de la casa‑ han compartido la mesa con nosotros, mientras las mujeres comían o habían comido en otra parte. Se me hace que es el residuo del vivac del desierto, porque cuando me ha tocado compartir las enormes tiendas beréberes o beduinas la cosa ha sido similar: todos sentados en torno al centro despejado, todos conversando casi sin levantarnos, todos comiendo y tomando té a la menta y/o café con borra.

La mesa ha sido siempre fastuosa, con enorme variedad de platos fríos y dos calientes, casi siempre cordero y pollo, invariablemente tres o cuatro clases de aceitunas, pan en abundancia (es común chapar el morfi pan mediante), tadjinas suculentas, cuscuses de antología… ¡y agua para joder al cristiano! De postre solo frutas.

Otra costumbre sorprendente es la del papel higiénico líquido: la manguera o el tubo de metal ad hoc ‑en las viviendas pudientes‑ o el grifo elemental y el cubo en las demás y en los lavabos públicos. Para esas sospechosas abluciones se reserva la mano izquierda, que por ese mismo motivo queda proscrita del yantar. Uno, claro, es ambidextro para ambas lides, pero eso aquí no cuenta.

La hospitalidad llega a ser exagerada, pero nunca impuesta ni mucho menos fingida. Las mujeres tienden a mantenerse al margen, sobre todo en provincias y más que nadie las ancianas. Solo en Casablanca y Rabat he conocido el equivalente de nuestras naifas independientes y pugnaces, y solo de cuarenta o cuarenta y cinco para abajo, que es, básicamente, mi radio de acción. La gente suele ser religiosa, demasiado para mi agnóstico gusto, y demasiado pendiente de rituales inflexibles, como plantar todo y ponerse de hinojos cara a la Meca cinco veces por día. Hasta a los más occidentalizados se les nota el cordón umbilical todavía bien amarrado a Mahoma.

El parque automotor, como corresponde a nuestro benemérito Tercer Mundo, en avanzado estado de descomposición. Como en Kingston, como en México, como en Nairobi, como en Bangkok, los coches dan la sensación de haberse entreverado en un choque cósmico del cual han salido maltrechos y confusos, todos con partes de todos. Los lugares públicos poco habituados a la higiene, y los servicios tales que todo llega tarde, hace ruido, echa humo, está descompuesto, luce descalabrado o hace rato que está cerrado y no se sabe cuándo va a abrir. Los policías de bigotes hirsutos, chaquetas demasiado holgadas, pantalones arrugados, correas de cuero inicialmente blanco y gorras inestables, pero los ferrocarriles electrificados (¡hay línea directa al aeropuerto de Casablanca!) y la infraestructura vial, repito, impecable. No así las calles de las ciudades: basta que aparezca el primer semáforo para que se inaugure un laberinto de baches, charcos, desechos y chatarra que solo amainará al reaparecer del otro lado la monótona cinta de asfalto. Que se trate de un pueblito de un mercado y diez camellos o de Casablanca con sus dos o tres millones de almas importa poco. Donde sea, incluso los barrios más paquetes sufren de un pavimento casi inexistente o inexistente del todo, y hasta las casas de la clase media alta exhiben sanitarios en bancarrota, muros que no han terminado de pintarse o han comenzado a perder la pintura, y puertas que cierran irregularmente o se abren a regañadientes (un poco como ha empezado a ocurrir más de lo que ocurrió siempre en el propio Buenos Aires, por otra parte tan afrancesado y pretencioso).

Por la campiña y, a veces, dentro o en las afueras inmediatas de las ciudades abundan los ksares (al‑khasr, o alcázares), aldeas fortificadas, rodeadas de muros almenados, casi siempre de barro, con lo que abundan las ruinas. Las más vistosas suelen ser color salmón (como la Alhambra, o sea al‑Hamra, o el rojo) o chocolate claro. En efecto, las partes señoriales ‑viejas o nuevas‑ de Marrakesh y otras ciudades, como Taroudent o Ouarzazate, parecen imitar una Alhambra gigantesca, moteada de palmeras amables. Fez y Meknés ‑antiguas capitales‑ se parecen más a como me imagino el Baghdad (R.I.P.) o la Damasco de las Mil y una noches o como he visto la Jerusalén vieja antes de que terminara de cundir la demencia: muros imponentes, torres macizas, minaretes ubicuos, casbahs apretujadas de callejuelas estrechas y laberínticas por las que apenas si pueden cruzarse dos asnos cargados de manera estrictamente vertical.

Un mundo diferente a apenas catorce kilómetros de la Andalucía todavía tan familiar y, bien mirada, tan parecida a un mundo diferente: a ese mundo diferente. Pero Andalucía todavía somos nosotros, y Marruecos ya son ellos, y, por mucho que desconfíe de Rudyard Kipling, me temo que “never the twain shall meet”. La Turca pisa tierras del Islam y se me transforma, y yo siento que crece entre nosotros un foso que ha estado siempre allí, en medio de la cama. Ella me ha dicho una vez que había roto con su cultura; pero la cultura, digo, es como la sombra: cuando uno no la ve es porque está parado encima. ¿Me estaré poniendo como ellos, los europeos, los árabes, los africanos propiamente dichos, los asiáticos de ojos rasgados o de piel olivácea o decididamente blancos, todos ellos cargados de historias y de Historia, inconscientemente conscientes de ser ellos y no los demás? Espero que no. Porque lo que más me gusta de ser argentino es ser como nosotros, mezcla de todos ellos.

DE CASABLANCA AL DESIERTO

La infraestructura vial, comentaba, es impecable. No nos ha tocado ruta sin pavimentar ni mal pavimentada. El paisaje cambia al cabo de cada curva. Sube hasta los cedros nevados del Atlas central o baja, según, hasta el desierto o hasta el mar. Atravesamos ciudades idénticas, con un centro de geométricos edificios color salmón, todo ángulos rectos, ellos, coronados muchas veces de almenas en serio o de mentira, bordados de palmeras de diversas tallas, y que van disolviéndose en barrios misérrimos de calles embarradas. Por la carretera, pocos vehículos. Pero sí cantidad de gentes de a pie, que van o vuelven o simplemente esperan vaya a saber qué de dónde, pero seguramente no bienaventuranza y desde luego que no del Cielo (aunque eso les enseñen para no importunar a los que podrían concedérsela de veras en la Tierra). Asnos que apenas si asoman un hocico resignado de entre una montaña de troncos que arrastran tras de sí como patético remedo de cola de pavo real. Mujeres, y sobre todo niñas, cargadas de hatos de más de un metro de circunferencia de ramas y troncos que las van encorvando desde antes de la pubertad y que una docena de partos terminará de descalabrar cuando aún no hayan cumplido treinta años. Caras sin lustre, bocas de dentadura ocasional y amarillenta, pieles curtidas por el sol, el viento y la implacable caricia de la miseria.

El paisaje tiene todos los colores que le faltan a quienes lo salpican. Los colores de esta miseria no son colorinches como los de México. Son colores mates, apagados, sucios; colores descoloridos, colores que se han quedado casi sin color: chilabas, mantos, chadores y turbantes como de franela barata o viyela gastada. Azules sin alma, verdes sin oxígeno, amarillos hepáticos, marrones escatológicos, rojos remotos del fuego y de la sangre, grises depresivos. Y, sin embargo, las sonrisas que asoman entre tanto pliegue manchado son desconcertantemente cordiales. No hay un ademán amenazador, un gesto de recelo, un mohín de amargura. Cada vez que hemos precisado ayuda o información nos hemos encontrado rodeados de gente solícita. Hasta los innúmeros mendigos saben amainar oportunamente. La Turca me ha precavido: al primero que le des, te vas a ver rodeado de una multitud.

En Rissani, una de las ciudades donde termina o comienza el desierto, vamos al mausoleo del fundador de la dinastía alaouita (de donde desciende el nuevo monarca, Mohammed VI, que vigila taciturno desde innúmeras fotos, afiches y carteles, con ese rostro amargo y algo estulto que no debe de haber sonreído ni cuando se murió el enano maldito de su padre). Un guía nos lleva a visitar las ruinas de la vieja ciudad beréber, capital de un reino rico por su condición de puerto de arribo y partida de las caravanas, invadido por los árabes en el sXVI con el indiscutible motivo de castigar a quienes, contra todos los preceptos de la Ley, habían traducido el Corán a su lengua (¡traducir la Palabra de Dios! ¡A quién se le ocurre: si Dios escribió la dijo en árabe, por algo sería! Los musulmanes han sido mucho más consecuentes que los cristianos, que, puestos entre la espada de Dios y la pared de las diferencias lingüísticas y hermenéuticas de los mortales, cagaron la teoría de la traducción durante dos mil años). Quedan viejos recintos fortificados de palacios otrora espléndidos hoy invadidos por familias tan numerosas como sucias y paupérrimas. Visitamos el que fue, hasta hace relativamente poco, parece (acaso cien o doscientos años), palacio de los alaouitas cuyos genes porta la Turca. Vive allí una familia astrosa, cuyo Jefe -que nos recibe sentado en una silla de bar que tiene un asiento de cuerina rellena con más tajos que Juan Moreira- dice ser perteneciente a la dinastía. Paseamos por el jardín donde se ha muerto la fuente y en la cual los balaústres de madera desportillada convergen hacia los restos de un gazebo central. Vemos retazos del mosaico original del hammam y un techo decorado con primor y milagrosamente intacto. Por doquier paredes donde ha habido enormes arcadas, puertas arrancadas a sus goznes, escaleras sin salida, huecos sin luz, escombros, polvo, y un penetrante olor a efluvios de cabra, asno, perro, gato y ser humano.

El guía nos lleva al mercado. A medida que nos acercamos el gentío se hace más compacto. El suk es un viejo montón de patios y recovas dispersos a la buena -bueno, no tan buena‑ de Dios, donde se vende y compra de todo, pero básicamente enseres de dudosa utilidad, de plástico o latón o madera de la endeble o trapo o paja. Es difícil avanzar y casi imposible detenerse, pero no se deja oír ni una sola imprecación, ni un solo comentario destemplado. Todo el mundo termina por dejar paso o abrirse paso entre todo el mundo. Todo a su demorado tiempo. Todo en su momento dilatado. Un suk como el que recordaría en el Café Izmir de la calle Monte Egmont el verdulero Alí “enfrascado en la memoria de pacientes mercados orientales”, al decir del venerado Leopoldo Marechal. Al nacer algunas callejas, sentadas, arrebujadas, inmóviles, cubiertas de pies a cabeza por montañas de negros trapos polvorientos e impenetrables, mujeres como bultos oscuros, como carbones apagados para siempre y para siempre cubiertos de ceniza y de miseria. Si no, niños de todas las edades. Niños que no cesan de pedir… una moneda, o en todo caso un chicle, o al menos un bolígrafo. Niños importunos como moscas, pero de sonrisa entrañable y rostros vivaces. Niños que empujan carros celestes, invariablemente celestes, pues que son taxis de carga para los trofeos de la compra. Y hombres que pregonan, regatean, negocian, protestan, ofrecen, contraofrecen, recusan y vuelven a contraofrecer interminablemente en los mismos sones plañideros y monótonos con que desde mil invisibles minaretes los imanes llaman cansinamente a la plegaria. Rostros que la miseria ha tallado con sus más terribles caprichos. Rostros cetrinos, de bigotes alámbricos y ojos misteriosamente encendidos. Rostros acostumbrados a la miseria omnipresente, a la miseria de la vista, del tacto, del gusto, del oído y del olfato, a la miseria determinada por Dios y que los hombres no han de atreverse a combatir, a paliar siquiera (sobre todo los hombres pobres, que los ricos, de un modo o de otro, terminan dándose más maña). Colores, decía, apagados, sucios, colores desgastados, colores viejos. Colores de plástico y de latón y de barniz barato. Carnes que no probaría un perro rioplatense hambriento. Y moscas. Moscas como las de Machado, solo que muchas, muchísimas más.

Y en medio de todo ese aquelarre de vituallas repelentes, baratijas inútiles, viandantes que apestan a orines, niños cuyos ojos son como de ónix encendido en medio de la mugre, mujeres fantasmales y vendedores de manos cubiertas de costras, exquisitos dátiles de diferentes tipos y tallas y especias de toda especie, único solaz de ojos y narices. Azafrán, mirra, comino, raíces y semillas y cortezas y hojas y hebras y fibras y polvos de todas las texturas y de todos los aromas: para agregar a la comida, para añadir al té, para aromatizar el cabello, para suavizar la piel, para hacer menos impura el agua ocasional del baño. En estos quioscos vuelvo a entrever la grandeza de un pueblo que supo amar la vida como pocos. Un pueblo que sacó de la cárcel a Avicena y Averroes para llevárselos a Marrakesh a que contribuyeran a mantener intacto el cordón umbilical con la Grecia clásica que la Europa de los Papas y las cruzadas había olvidado casi por completo. Salimos al gran patio central. Al fondo, el mercado de cabras que huelen apenas más intensamente que los humanos y el corral de los asnos, polvorienta y sonora caricatura de los parkings impolutos e interminables de nuestros hermanos carnales del Norte. Se concentran allí los vendedores de hortalizas que, por alguna razón que nuestro guía desconoce, llevan en su mayoría -y a diferencia de los demás hombres‑ turbantes de un amarillo vistoso. De un rincón resuena la voz precariamente amplificada de un como subastador. Es un “médico” de bata quirúrgica antiguamente verde que, sentado sobre una alfombra ya casi inexistente, publicita mediante un micrófono elemental sus elixires y ungüentos “para todas las enfermedades y, sobre todo, el mal aliento” según me traduce morosamente la Turca.

En una panadería aledaña compramos, para inquietud del infraescricto, una especie de inmensa empanada en forma de pizza y rellena un poco como las salteñas, con carne y pasas, picante, sabrosísima, que acompañamos con té a la menta sentados a la mesa de un café pringoso. (Diz que la empanada es de origen árabe, nomás, pasada a España y transplantada a América donde conoce varios avatares, como el salteño y el tucumano, y al sur del África, donde se encarna en las sabrosísimas samosas). Donde fueres haz como vieres y come como mirares comer. Hasta ahora no me arrepentido, ni ha protestado mi estómago. ¡Solo que la sempiterna ausencia del néctar de uva se me hace tan pesada!

EL HÚMEDO SUPLICIO

El domingo mi nuevo amigo Simón, profesor de castellano, me llevó al hammam, o sea al baño turco, que queda a la vuelta de su casa, en la francamente roñosa ciudad de Khenifra (unos cien kilómetros al sur de Fez).

Entramos por una puertita sin pretensiones, subimos un par de rellanos y penetramos en un recinto ya con aires protohigiénicos: piso y paredes de azulejos como de mármol, sendas banquetas longitudinales a lo largo de los muros más largos del rectángulo; un mostrador a un extremo, donde se entregan los efectos personales luego de haberse uno despojado de ellos (salvo ‑error que fue alarmantemente remediado por un Simón solícito‑ el calzoncillo, porque acá tienen una versión mucho más timorata del pudor) y contrata durante un lapso que en mi caso fue de una hora a su ‑¿cómo explicarlo?‑ masajista, cocinero, amo de aguas y kinesiólogo personal. Yo ya tenía una experiencia remota, de cuando allá por 1996 ó 97 me tocó la Conferencia de las NN.UU. sobre Desarrollo Urbano en la Estambul otrora Constantinopla en la cual Saladino hizo construir sus célebres baños que aún existen tal cual salvo el agua y los bañistas, que van cambiando respectivamente según su ciclo. Aquellos baños son, claro, monumentales, con una gigantesca cúpula encima de todo, particiones a los costados y un inmenso como proscenio circular en el centro donde uno se sienta a que le tiren el agua encima. Estos son, se comprende, más modestos. Aquí solo los bañistas de pro se permiten dispensar 20 dirham(e)s -o sea US1,80‑ para que los descoyunten implacablemente durante sesenta minutos.

Simón me presenta a mi verdugo personal, un beréber de unos sesenta años, barba de alambre, dentadura aleatoria y chilaba en franca descomposición, que no habla ni, lo que es peor, comprende una palabra que no sea en beréber o, sospecho, en árabe (lo cual no es gran consuelo, si lo miramos bien), de modo que quedo librado a la violenta mímica con que me tumba, me vuelca, me vuelve, me sienta, me tuerce o pretende llevarse a casa por turno cada una de las cuatro extremidades -las he contado bien, por las dudas‑ que llevo puestas al entrar. Lo primero es pasar al baño propiamente dicho, escoger uno de tres enormes recintos y detenerse parado en calzoncillos como un pelotudo mientras todos dejan de arrojarse agua para mirarlo a uno mientras el beréber se aplica diligentemente a llenar unos baldes tamaño, precisamente, baño, con mezcla algo arbitraria de agua fría y caliente que sale de los correspondientes pares de grifos en que brotan cada tanto las dos cañerías que dan vuelta al recinto.

Acto seguido, el beréber se aproxima a uno amenazante de cubos y admonitorio de gesto, lo toma amablemente de la nuca, más o menos a la altura donde uno habrá sentido, acaso por última vez, la carótida, hace leve presión sobre la articulación entre la última vértebra y la base del cráneo de modo que uno no tiene más remedio que dar de culo, calzoncillo mediante, sobre el mármol empapado, le oprime suavemente el esternón hasta que no haya quedado una vértebra asomada diez milímetros del piso ‑de mármol, recordemos, empapado‑, le toma una pierna cualquiera ‑en este caso la que hasta ese instante llevo colgando de la cadera derecha que todavía se encuentra, a su vez, al pie de la columna vertebral, que me queda, por el momento, a la espalda‑, jala de ella con toda la ternura que ha aprendido doblegando dromedarios, parece arrepentirse y entonces la arroja con un cariño no desprovisto de vigor hacia otro lado cualquiera ‑en este caso la izquierda‑, con lo que obliga al resto del cuerpo a comenzar el trazado de una sinuosa espiral de carne y huesos que ya van confundiendo sus ontologías hasta entonces tan perfectamente demarcadas, y, ahí sí, la cosa comienza a ponerse un poco ruda.

A saber: el turco chapa un guante como de viruta de acero y entra a fregarlo a uno como si fuera una sartén de campaña al cabo de tres semanas de marcha forzada. Al entreverarse con el varonil vello que lo cubre a uno y que ha provocado tanta admiración entre las nórdicas y las africanas desacostumbradas a un físico tan silvestre, la virulana como que sale ganando del tira y afloja, con lo cual el vello pasa del privilegiado cuerpo original al guante, pero llevando consigo jirones de una piel reacia a una separación tan repentina como inusitada de aquellos pelitos que ella misma había visto nacer. Cuando ya parece que no queda por frotar sino el caracú del peroné, el guante cambia de banda y echa a trazar un nuevo y contiguo surco camino del tejido óseo. Una vez concluida la excoriación del semicilindro de la pierna antiguamente derecha expuesto al techo, tras un leve ademán consistente en alzarla hacia la estratósfera, hacerla girar hacia Occidente y abrirla de modo de dejar paso al Meridiano de Greenwich que le sale a uno de justo dentro del culo, el beréber se ensaña amicalmente con el otro semicilindro hasta emparejarlo con el primero unos cinco centímetros más cerca del húmero que la última vez que uno se había querido secar del pantalón una mancha de café. Por suerte, solo queda una pierna que rebajar, tras lo cual le toca el turno a los brazos, que, una vez reducidos como Alá manda, serán quitados de en medio sin mayor ceremonia para abrir a la voracidad de la virulana el hasta ese momento peludo par de pectorales. Un gesto como de abridor profesional de ostras de Bretaña limpia el ombligo desde su orificio visible hasta su contrapartida anal y ¡zas! un golpecito apenas perceptible del guante sobre el diafragma que se corre subrepticiamente hacia el tálamo óptico indica que ha llegado la hora de escamarlo a uno por la espalda ‑hasta ese momento incrustada, recordemos, cinco o seis centímetros en el mármol siempre empapado del piso.

Toca luego el turno al cuello y acto seguido al cráneo en sus tres tradicionales dimensiones. La glotis queda reducida de nuez a guisante y entreverada con las cuerdas vocales. La papada contrae apretado matrimonio con el paladar. Las mejillas se tocan entre los ya muy mermados maxilares. La nariz entra a aspirar directamente la campanilla. Las orejas se meten dentro de los parietales opuestos. Estos penetran en los occipitales. El cerebelo, por último, concentra en sí todo el cuero cabelludo.

No quedando ya superficie lo suficientemente vasta para que valga la pena sobar, la mano derecha del beréber tira del lugar original del hígado hacia Alfa de Centauro y uno vuelve a quedar boca arriba. A todo esto, la izquierda ha calzado entre lo que habían sido dos omóplatos casi adyacentes y a empujado hacia Antares. A raíz de esta conjunción de movimientos astrales uno ha quedado sentado, o, mejor dicho, plegado a noventa grados teniendo como eje aproximado el lugar original de la cintura.

Se produce aquí la primera pausa, durante la cual uno aprovecha para desencajar los párpados de las fosas nasales, expulsar las órbitas del hipocampo y abrir finalmente los ojos para ver cómo ha evolucionado el mundo durante este último par de milenios, para encontrarse con la grata sorpresa de que Einstein tenía razón y de que el tiempo es, nomás, relativo; porque, salvo el esqueleto, los músculos y la piel de uno, todo sigue más o menos como estaba la última vez. En medio de esa reconfortante corroboración y, sobre todo, sobre ella, cae el agua de los cubos cuya ominosa existencia uno había, como es comprensible, olvidado. Y ahí es cuando uno descubre que, lejos de haber quedado más limpio que bolsillo de pobre en el Tercer Mundo, le cubren lo que queda de la epidermis unos como grumitos color cucaracha pero de la consistencia de chicle malo que, como uno no tarda en descubrir, son rollitos que fueran de su piel. Pero que con un par de docenas de baldazos se resignan a abandonar definitivamente ese cuerpo del que parecían, hubiérase dicho, inseparables.

El beréber profiere entonces una serie de sonidos vagamente articulados y dirigidos ostensivamente a uno ‑comunicándole, al mismo tiempo, la presunción de su óptima pertinencia, como descubrieron en su oportunidad pero por las buenas Sperber y Wilson‑ que uno interpreta, principiis pertinentieae gratias (si no me falla el dativo neutro plural de la segunda declinación), como la manifestación del siguiente conjunto de supuestos: “¿queré má, queré?” A lo cual uno replica con toda la mímica que le consienten las pocas fibras musculares aún adheridas a lo que resta de sus huesos que “la verdá, la verdá no, pa’ qué te voy a decir una cosa por otra”.

El beréber se va entonces a triturar a un compatriota y uno se queda reposando sobre el mármol empapado y sus calzoncillos ídem, sintiendo cómo poco a poco sus músculos van encontrando los huesos que les corresponden y los tendones sus correspondientes músculos en tanto el esqueleto vuelve a organizarse según el plan inicial de Dios mediado por la azarosa evolución de la especie.

Y es cuando todo parece haber recuperado, bien que menguadamente, su peso y medida ‑¡salud nuevamente, magnífico Leopoldo Marechal!‑ que uno siente una como rebelión de los gases vueltos a reunir en el estómago una vez más hueco. “¡Basta de opresión! ¡Libertad o constipación!” parecen clamar a una (o, en este caso específico, a uno). Y uno pretende aflojar apenas los esfínteres por fin dóciles, con la reprensible si comprensible intención de dejar pasar una delegación nominal de gases a negociar con el aire ambiente su reintegración a la atmósfera. Pero entonces se produce lo impensable, pero no, desgraciadamente, inaudible: los gases emigran a borbotones en furiosos tropeles que rebotan estruendosamente en las paredes, que a su vez devuelven multiplicada la metralla y potenciado el escándalo, a punto tal que se dejan ver de todas partes decenas de semblantes acústicamente incrédulos que apresuran su retirada olfativamente persuadidos. Uno se queda entonces entre contrito por el papelón, admirado por el viril trémolo y hasta orgulloso, digámoslo con franqueza, de la insospechada hazaña anal.

Uno luego se arrastra con los calzoncillos hechos una sopa de guiñapo al salón inicial, recupera con gesto suplicante los efectos personales, se mete dentro de la ropa repentinamente holgada como para tres, se calza desvalidamente, da una merecida propina al beréber -¡a ver si todavía se enoja y se pone violento!‑ y sale nuevamente al planeta y a la vida, más pequeño, más modesto, pero eso sí, limpito limpito.


COLOFÓN SOBRE ESSAOUIRA

Me reprocha nostalgiosa la GuillCan:

“No mencionaste Essaouira, lugar mágico si los hay”.

Y de no! Lo que acontece es que esta vez me concentré en el triángulo Fez‑Ouarzazate‑Rissani‑Fez, con pseudopodios hacia Casablanca y Rabat al norte y Erfoud y Magoura al sur. No hable de las gargantas del Todra y del Ziz. Las primeras totalmente verticales, apretadas y profundas como las calles del bajo Manhattan, precedidas en ascenso por pequeños pueblos y bosques de palmeras cada vez más estrechos y empinados, y resueltas en una serie de valles, cada vez más amplios, siempre en subida. Las segundas, más espaciosas, le dejan vía ancha al río que, allá abajo, la desperdicia en un 50%. Sobrevienen al cabo de un ascenso sinuoso a partir de la planicie que va a transformarse en el Sáhara y se abren de pronto a la inmensa meseta del Atlas Central que luce, a lo lejos para el norte y para abajo, como un tablero de ajedrez de escaques únicamente verdes. Essaouira la conocí hace exactamente dos pirulos, en mi primer viaje, durante el cual recorrí el cuadrángulo Casablanca‑Fez‑Ouarzazate‑Ifni, con paradas en Rabat al norte, Marrakesh y Taroudent al centro, y Essaouira y Agadir sobre el Atlántico. Essaouira es, sin duda, una de las miniciudades marítimas más hermosas que conozco, mezcla de todas las culturas que la han invadido, desde los fenicios iniciales hasta los franceses valedictorios, pasando, claro, por los ubicuos portugueses y los árabes de siempre. Es la única ciudad que se parece a sus homólogas del Mediterráneo, con sus calles estrechas pero planas, sus paredes blancas con persianas azules (no he visto nada igual en todo Marruecos), su puerto de pescadores (donde se puede comer en las tiendas de los ídem el pescado que acaban de traer). Hermoso país y bondadoso pueblo, sin duda, que, como todos los nuestros, merece un presente mejor.