viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS ALBOBAHIANAS (maro/abril de 2006)

Por convenio con el Círculo traductoril bahiense, enfilé para el sur a dar sendas conferencias los días jueves y viernes, y un taller todo el sábado. Me quedé turulatísimo del interés y el nivel de mis colegas bahianas (todas hembras de sexo femenino, ellas). Conté lo de siempre y el sábado le hincamos el diente a una serie heterogénea de textos, incluido uno traído por Mariela, mi Cicerone, dado el patatús que sacudió a Celeste, la mandamasa, justo a último momento. Pero no es de estas cosas que quiero hablar, sino de ese pedazo de mi malhadada patria.

Vale la pena apuntar, sí, que las cosas se hicieron en el Café Museo, que es ídem ídem, atestado de memorabilia bi y tridimensional. Fotos desde los orígenes, sillones de barbero, máquina del tiempo para ver fotos tridimensionales del Buenos Aires de entonces, una cafetera espresso de cobre y bronce, timones de naves para siempre fenecidas, farolas, un piano con candelabros al que tocó Mariano Mores, victrolas, discos de 78 r.p.m., afiches de representaciones teatrales (Maruja Gil Quesada y su compañía anuncian diez funciones de “M’hijo el dotor”, de Florencio Sánchez), Gardel sonriendo desde las partituras, sifones de todas las layas.

Ferrófilo irredento y recalcitrante, enterádome que hube que vuelve a haber tren a Bahía Blanca, no vacilé en comprarme un billete en pullman (que hasta último momento no sabrían si iban o no a meter un coche cama y, por supuesto, no lo metieron). ¡Qué experiencia dolorosa! Los vagones desvencijados y no tanto sucios, como percudidos de pasadas mugres, cual esas bañeras que ya es inútil tratar de volver a su color original. Todos los cristales del coche comedor teralañados a cascotazos; los asientos diz que anatómicos del pullman (que otrora llevaban el tope de los respaldos cubiertos de una funda de algodón) cimbreantes sobre sus goznes vencidos; en el baño, el inodoro sin tapa, el lavatorio sin agua, ni asomo de papel; las puertas reacias a abrirse o cerrarse, según; el paso de vagón a vagón una aventura, porque semejan perros empeñados en matarse a mordiscones. Y como prueba contundente de la eficacia de la privatización, DOS inspectores en tándem: uno que me marca el boleto y otro que se fija que me lo haya marcado bien. La comida, eso sí, decente y la atención esmerada. En mitad de la Pampa, nos detenemos hora y media a dejar paso a dos trenes de carga que, como las vías que fueron del Estado ya no lo son (pasaron a manos de la compañera Amelita Fortabat y ella, entiendo, las cedió gentilmente a un consorcio brasileño), tienen prioridad sobre el de pasajeros (!!!!) y así entramos traqueteando en la vetusta y deslucida estación con 75 minutos de retraso.

Pero he llegado a Bahía Blanca, que había visitado una vez, allá por 1964, con ocasión del Festival de Coros Universitarios y de la que tenía un recuerdo entrañable. Es una hermosa ciudad, que conserva el nostálgico acné de sus edificios de otrora, muchos de espléndida y solemne bonhomía, como el Club Centenario, la Municipalidad, el Correo, la Escuela No 2 -que, según pude averiguar en su biblioteca, data de 1928- parecida a un híbrido del Palacio de Tribunales y la Facultad de Ingeniería porteños, o, sobre todo, el inverosímil Teatro Municipal, en el cual he cantado, ¡carajo! Y además, centenas de casas de entonces, bien cuidadas, que recuerdan paso a paso otros tiempos, sin duda más gloriosos, de un país que no tenía otro remedio que crecer y prosperar. La ciudad, como todas las de provincia en este país que nos han destrozado, es verde y apacible. Grandes y frecuentes plazas, bien cuidadas; gentes que no tienen ningún apuro en ir o en volver; cafés sin más bullicio que el necesario; restoranes sin pretensiones pero excelentes; hoteles como el Muñiz, donde paro, anclados en un ayer de ascensores como jaulas, caireles, maderas nobles y cuartos de escasa funcionalidad, con sanitarios de loza y grifos de bronce en los baños venidos después, techos distantes, pisos de parquet, puertas pesadas de cierre aproximado, balaústres engorrosos y pasillos que remedan los de un cuartel convertido en hospital.

El caminante avisado, se topa con insólitas referencias históricas: en el solar de Moreno 311 estaba la casita de los viejos de Juan Carlos Cobián, a la que Enríque Cadícamo hizo volver al cantor fatigado de años y sinsabores, recordates, gerontes?

Vuelvo cansado a la casita de mis viejos / cada cosa es un recuerdo que se agita en mi memoria. / Mis veinte abriles me llevaron lejos, / locuras juveniles, la falta de consejos…

Nadie supo, en cambio, decirme, si perduraba el templo donde nació Carlos di Sarli.

Otra plaza sustituye el primer cementerio civil, donde estuvo (¿o está?) enterrada la primera partera del pueblo, muerta en 1869 y cuya tumba visitó, sabe Dios por qué y para qué, Rubén Darío. El fuerte original (ya perimido) data de 1828 y fue fundado durante la primera Conquista del Desierto.

Me entero que se presenta de candidato a Director de la Biblioteca Bernardino Rivadavia (otro edificio de pro) un Capitán de Fragata o Corbeta, o más bien de centro de detención calndestino, que no se arrepiente de sus crímenes. ¿Con qué cara pretende dirigir una biblioteca un personero de la dictadura que quemó un millón y medio de libros?

Con la proximidad de tantas bases navales, y con la Marina la más feroz de las tres armas, la represión ha sido proporcionalmente mucho peor por estos pagos. Por todas partes afiches con los nombres de los desaparecidos o asesinados.

Colón abajo, atravieso el puente que salva las vías pareciera ya insalvables del ferrocarril y desciendo junto a la bonancible recua de casas inglesas fabricadas para el personal. Quince bloques de chalés de dos plantas, siameses por la espalda, cuatro viviendas por edificio. Techos a cuatro aguas de los que pende la dentadura ya no tan verde de las maderitas talladas, como en las estaciones. Ya no viven en ella los orgullosos factótums de los trenes. Vías que hoy no van a ninguna parte, muñones que acaban en muros más recientes, talleres abandonados, patios desiertos, andenes que han olvidado todo vestigio de las pisadas.

Toda Bahía es un disperso monumento a la interesada diáspora británica: puertos, cuatro, de los que partían los barcos cargados de vituallas, nudo ferroviario de tránsito intenso, cierro los ojos y oigo el áspero adiós de sirenas navales (salud, viejo Leopoldo Marechal!) y la pitada bronca de las locomotoras, mientras mi nariz se abre a la penetrante fulígene del carbón.

Claudia, mi alumna de pro, me lleva al Museo Ferro White, que queda en lo que fue una usina de la Ítalo, pero construida inexplicablemente en franca imitación de una iglesia Túdor de la campiña inglesa, con torre almenada y San Jorge y todo y el dragón. En el museo me entero de que en 1949 el tren trasponía en siete horas la Pampa que separa Constitución de Bahía. Ahora, cuando llega a horario, pone 13 y yo tardé 14 y media. El ómnibus lo negocia en diez horas y media. En 1985 teníamos 35.000 kms de vías férreas (contra 45.000 diez años antes) que Ménem nos lega en 8.500. En los talleres trabajaban 1.200 obreros. En 1996 despidieron a los últimos 285. Los hornos, apagados hacía rato, fueron encendidos para quemar los rimeros de legajos que encerraban la historia.

A un costado del Museo, y siempre dentro del predio de la usina eclesiástica, la “Casa del Espía”, en la que moraban los directores y en la que tocó a vivir al Sr. Munch, alemán, náufrago, parece de la primera Batalla de las Malvinas, durante la Primera Guerra, y evadido de las Islas para dar con sus huesos, vía el Uruguay, en la Argentina. En 1940 o algo así la Prefectura descubre la señal de su radio clandestina, con la que informaba al Tercer Reich de los movimientos de los ingleses aledaños. Lo vinieron a detener y nunca más se supo. Lo cuenta un pibe de la Sociedad de Amigos del Museo. Cuenta, además, que había un buque alemán que pingponeaba entre el África y América, que fue incautado en Bahía al iniciarse las hostilidades y que se escapó una noche para no regresar.

Detrás del Museo está el que fue barrio inglés de los maquinistas, de casas de madera ya en derrota y calles que nunca llegaron a conocer el asfalto. Damos media vuelta y vamos al Museo del Puerto, también otrora edificio ferroviario, donde, mezclada como en botica de turco, se amontona la historia de la ciudad. Dada la frecuente abundancia de marineros deshabituados a la tierra firme, cundían, por ejemplo, las peluquerías. En una vitrina, leo este anuncio de la Hoja del Pueblo, del 6 de octubre de 1906:

“Biblioteca Carlos Marx.

Por iniciativa del ciudadano Pablo Azcoitía se ha instalado en el Puerto Comercial una biblioteca que funcionará bajo la denominación de “Carlos Marx” y se librará al público dentro de breves días. La sala de lectura estará instalada al lado de la peluquería de Azcoitía y estará abierta los días hábiles de 6 a 10 p.m.”

Otro anuncio reza:

“Aquí se construirá la Argentina del porvenir.
Ferrocarriles, puertos, agua corriente, electricidad
Se necesita mano de obra
(Si es inglesa, francesa o alemana, mejor)
(No se aceptan débiles, enfermos ni anarquistas)

Abundan las fotos de comunidades. En esta posan los croatas, en esta otra hay una boda italiana, en aquella un almuerzo español…

Es ya fin de semana y las amigas del museo han hecho tortas y pasteles. El domingo habrá música. Cada mes se hace cargo de la cosa una colectividad. La próxima será la griega.

Claudia me deja en el hotel. Ha comenzado la noche del sábado y de pronto la ciudad es una densa riada de automóviles poco móviles. Como si los bahienses salieran de una larga hibernación hebdomadaria.

Me doy mi última ducha y parto hacia la Terminal de ómnibus, que supo ser, iuguésdit, la otra estación del ferrocarril.

Dejo atrás, como tantas veces, jirones de mí. No termina de asombrarme que todavía no me haya deshilachado del todo.