viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS QATARÁTICAS (noviembre de 2005)

Heme, pues, por vez primera por estos insólitos lares.

Sábado 12

El viaje merece párrafo aparte. Nos trajeron en business de Qatar Airways. ¡Faraónico! Al llegar, nos esperaban -luego resultó que solo a los ricos- seis BMW 740 recién saliditos del horno en los que, de a dos, nos llevaron los cien metros que nos separaban de la terminal. A estos cosos se ve que les sobra la guita. En la terminal, interminable cola de pakistaníes, indios, ceylaneses, filipinos e indonesios regresados de visitar a sus familias y dejarles lo que para ellas es un fortuna incalculable, ganada a fuer de aguantarse el racismo y el abuso de estos beduinos venidos a más. Los funcionarios de inmigración y los policías los tratan con rudeza. Yo, por suerte, soy blanco. A los 40 minutos de amansadora viene una filipina muy mona con un cartelito que dice "Mr. Viaggio, Vienna" a ver si soy yo, Soy, claro. Me saca de fila y me lleva a un minisaloncito VIP donde a los de la conferencia nos toman los pasaportes y recibos de equipaje. Como a la media hora nos van sacando de a uno, haciendo pasar los controles (no se te ocurra traer una gota de alcohol, me han precavido, que te lo confiscan) y depositando en otra flota de BMW.

Mi chofer es pakistaní y chapucea un inglés más que precario (¿qué carajo hicieron los ingleses esos doscientos años?). A poco de salir del aeropuerto entramos en la Corniche, o bulevar marítimo. Ya es noche y Doha es un bosque de edificios ultramodernos clavados individualmente sin asomo de medianeras. Es una especie de Monterrery de lujo. La arquitectura es francamente espléndida, con rascacielos que incorporan toda una serie de motivos típicamente árabes. Las luces son perfectas, las palmeras de una simetría casi geométrica, el tránsito denso y fulgurante: Mercedes, BMWs, Audis, Jaguars. No se ve -parece que prácticamente no hay- transporte público. Me depositan en un hotel emplazado al final de la laguna, el Imperial Paradise Heavenly Palace o algo igualmente discreto. Mientras me buscan en como diez computadoras, me hago amigo de las tres rusitas de Bielorrusia que, entre un fox-trot y una rumba, acaban de tocar un trío de Mozart. La chelista es mona, la violinista bellísima y la pianista espectacular. Les ofrezco una copa de vino a razón de 10 dólares cada una (es que por acá los precios son así, menos mal que las dietas son generosas y la paga munificente). Viven en el hotel y hace un año que han permutado -agente italiano gratias- el sueño del Carnegie Hall por el bar de la planta baja. Se ven bien. Pero hay algo que las vende, yo no sé si es la mirada, la manera de sentarse, de vestir o estar paradas o su cuerpo acostumbrado a las pilchas del koljós. Se aferran a mi ruso como a una diadema de la memoria. Al rato me vienen a echar más o menos que a patadas en el orto y me mandan, en otro BMW, a mi vero hotel, el Cuchuflito Regency, que se ha inaugurado ese mismo día, está medio en obras y no tiene bar. El chofer, otro pakistaní, pero de inglés más inteligible, me cuenta que es nacido en Qatar, pero que no tiene derecho a la ciudadanía. Me cuenta que los vernáculos son unos racistas medio como que de mierda, pero que los indios son peores.

Allí están mis otros 30 colegas (nuestro contrato dice, nuarsurblán, como diría la SuFís, que nos alojan en el Sheraton, donde se celebra la conferencia, pero parece que se les acabó). En el restorán -donde tenemos incluidas las tres manducaciones- se morfa sublimemente, pero no hay más que agua para tomar. No es que esté absolutamente prohibido, sino que el hotel no tiene todavía licencia. Aun así, no es un país para el Moderéitor o el Charro. Me voy a dormir exhausto, pero el aire acondicionado es tan inclemente que, aun apagado, me cala hasta los huesos. Yo no he traído ni piyama ni ropa de media estación ni nada, así que me pongo el edredón doblado y trato como puedo de conciliar el sueño entre chuchos. No acabo de lograrlo que entran a los martillazos (son las 6:30).

Domingo 13


Comparando experiencias con los colegas descubrimos que nos hemos cagado olímpicamente de tornillo los treinta, y que a unos veintiséis nos ha despertado la diana de la percusión. Mal comienza, digo, la cosa. Hacia las diez empiezan a llegar los BMW con el logo de la conferencia para arrearnos de a cuatro al Sheraton, donde nos toca registrarnos y recibir los documentos. Por el largo trayecto puedo ver que estamos, nefeto, en el culo del mundo y que lo que había tomado por posible playa no es más que un parche de desierto aún sin eliminar. Vamos viendo pasar rascacielos, palmeras, centros comerciales… Ni un ómnibus, ni un camión. No hay viandantes por las aceras. La Corniche acaricia un mar delirantemente azul al que nadie parece darle mayor bola. Da la impresión de estar en una ciudad de utilería. Todo es nuevo, todo está impoluto, todo parece hecho con regla, escuadra y compás, todo está pintadito que es una monada, pero todo parece artificial, sin historia y sin vida. La mitad o más de la gente es indostana o del lejano oriente, la otra va vestida de fantasma, ellos entubados por chilabas blancas como sudarios, y ellas debatiéndose dentro de mortajas de paño negro sin concesiones por las que, en el caso de las más liberadas, llega a verse el óvalo del rostro. Tampoco hay casi niños. Todo semeja un enorme campamento beduino de cristal y cemento con camellos de cuatro litros de cilindrada. Me lo han vaticinado: Doha se visita en media hora y Qatar en dos, pero son dos horas y media perdidas.

El Sheraton es un hotel palaciego, en forma de pirámide trunca y hueco en el interior, coronado por un como birrete de graduación (¿cómo cazzo se le dice en castilla?), hermoso y, como toda Doha, antiséptico, inodoro e insípido.

Regresamos de a cuatro, tratando vanamente de enhebrar nuestro inglés con el del chofer. Almorzamos como los dioses abstemios, servidos por dos rusitas y tres filipinas, y vamos al Lulu Centre, una especie de Alto Palermo donde no hay un café (no hablemos de bar). Todo el personal es indostano o filipino. La ropa es de buena calidad (Hermegildo Zegna, Pierre Cardin, etc., pero de un mal gusto furibundo). Por suerte consigo dos camisas pasables a menos de 15 euros (las verdaderamente espantosas no bajan de 70) y le compro a Valerita un juguete didáctico: un muñeco (varoncito él) que viene con mamadera y que hace pis por una notable reproducción del pirulín que no sé cómo mierda Su Alteza Mojigatísima no ha mandado quemar el sitio. Luego nos vamos al viejo suk, que están reconstruyendo pacientemente tras haberlo mandado arrasar. El trabajo es notable, pero el suk está prácticamente vacío, inusitadamente limpio y asombrosamente silencioso. Me digo en Viena. Nadie habla, nadie bromea. Los chiquilines no vienen en enjambre a reclamar limosna y los vendedores ni se toman el trabajo de una mirada que nos invite a pasar. Hay poquísimos quioscos de especias… Es un suk sin vida. De pronto caigo: Esto no es el Mediterráneo.

No hay un solo beduino aferrado a una escoba, viéndoselas con una caja registradora, negociando el tránsito al volante de un taxi, sirviendo café, cargando maletas, vendiendo electrodomésticos o vigilando entradas o salidas. Todo aquel que tiene un empleo visible es indostánico o chino de mentira. Ciudadanos de segunda en un país que seguramente detestan, trabajando para patrones que sin duda aborrecen, para poder alimentar decenas de parientes macilentos y zarrapastrosos inundados por el Ganges o empapados por los monsones. ¡Ah, la globalización!

En todo el suk, por cierto, no hay donde tomar un café -no hablemos de una cerveza- ni tampoco en el adyacente mercado nuevo, remedo analcohólico de Panamá o Laredo. Entramos esperanzadamente en un shopping ultramoderno pero nada, ni un vaso de agua.

Esta gente se ha enriquecido porque hasta los pozos ciegos desbordan de petróleo y de cada huella de dromedario sale gas. Los venden y compran las cosas que luego atestan las tiendas. Pero no producen ni monturas para camellos. ¡Qué país más soso, aburrido y rico! No me da pena haberme vuelto al hotel a dar los últimos toques al broli y escribir estas líneas.

Al bajar del ascensor me cruzo con una de las mucamas filipinas que marcha descalza sobre la alfombra rojo sangre. En el lobby, un rutilante piano Yamaha de media cola toca, sin pianista visible, música de ascensor. Cada vez que entramos o salimos, corre a abrirnos la puerta un nutrido equipo de conserjes, porteros y guardias. En lo que debiera ser el bar, apoltronados en sillones de cuero, diez o doce hombres mortecinos, sentados hieráticamente de a dos o tres, dando de beber agua al interior de sus chilabas, parecen mentirse en voz queda. No he visto un cine y no debe de haber teatro. En los baños hay mangueritas con grifo a presión para lavarse el upite. El domingo es día hábil (aunque no esté del todo clara su habilidad). No hay atisbos de pobreza y nadie sonríe. El mar es infinitamente azul e infinitamente azul el cielo. Las palmeras parecen de juguete. El embajador de Turquía tiene el único Maybach que he visto fuera del expuesto en el Salón del Automóvil de Ginebra. Cuesta camino de los 600.000 euros y su pueblo se muere de hambre. Nada. Apuntes para la memoria.