sábado, 27 de septiembre de 2008

CRÓNICAS ESLOVACÓMICAS (mayo de 2006)

Tras una semana de Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes y de Salvaguardias para la Seguridad de las Instalaciones Nucleares y un fin de semana de merecido dolce far quasi niente, esta mañana me tocó madrugar para no perder el tren de las 8:18 a Zilina (pronunciado Yilina), Eslovaquia, donde me tocaba cambiar al local que me depositó finalmente en Zvolen (pronunciado Zvolen) siete horas más endijpuej. El primer convoy era un Intercity eslovaco, cómodo, silencioso, raudo y limpio (del todo por dentro y del no tanto por fuera, pero ya se sabe, Eslovaquia se despereza todavía tras cuarenta años de socialismo real). Salvo una pareja de protogerontes que cotillea en la proa del vagón, viajo solo. El tren describe un parsimonioso arco acariciando el sur de Viena y termina por envalentonarse cuando por fin muerde el campo. En Bratislava cambia de rumbo y ahora soy yo el que tiene la locomotora (tirando a roñosa) en la nariz. El paisaje es un tanto anodino. Nos quedan varios kilómetros de retazos de la llanura Panónica, verde sin entusiasmo, pero presa ya del furor desarrollista de la recientemente llegada Unión Europea. Por todos lados puentes lanzados al vacío, rascacielos todavía muñones, autopistas que vaticinan la obsolescencia de las plácidas carreteras de otrora que serpean indolentes entre pueblos adormilados. Cada vez ralean más los Skodas desvencijados y los temblequeantes autobuses Tatra van cediendo paso a otros ya mucho más presentables.

Un par de horas más al norte, donde se cierne ya Polonia y espero el atraso de la campiña distante del Imperio Austrohúngaro, me topo con un paisaje del Primer Mundo, o, mejor, del primer mundo… pero, como digo, ya le están erigiendo las mayúsculas. Comienzan a crecer, también, las montañas. No llegan a imitar los Alpes (nada de cumbres nevadas), pero ciernen la vía con su verde intenso. Cada tanto un río encabronado se apresura bajo los puentes. De pronto, un lago arrimado al terraplén con mansedumbre de perro faldero. El tren se ha ido poblando y ahora hay ruido de voces. Llegamos a un pueblo desparramado al pie de un inmenso castillo medieval de almenas castigadas pero supérstites. Estoy maravillado: esperaba una postal anodina. Qué hermoso habría sido hacer este viaje en auto, subir al castillo, aventurarme montaña arriba… Pero no hay mal que por bien no venga. Sustraído a la distracción del volante, puedo admirar el paisaje a mis anchas. En Zilina, otra sorpresa: Aguarda en el andén vecino un tren de cercanías ultramoderno, con dos vagones articulados a los extremos de la unidad motriz. Tiene aires de tranvía pretencioso, pero es de un diseño bellísimo. Es, por suerte, local, de modo que se toma su tiempo en discurrir los tal vez cincuenta kilómetros entre muros verdes mimados por un cielo de lujo.

El taxi se monta a una autopista y al cabo de cinco o seis kilómetros la abandona, se adentra en un pueblito sin pretensiones, toma un desvío y baja por una suave pendiente unos quinientos metros hasta el Hotel Kaskady, donde mañana comienza el 33º período de sesiones de la Comisión Europea de Silvicultura, organizado por la FAO (la Organización de la ONU par la agricultura y la alimentación, con sede en Roma). Desensillo y salgo en taxi a la vecina Banska Bystrica (pronunciado Banska Bístritsa), donde, me dicen, hay un hipersupermercado abierto as 24 horas en el que me voy a poder comprar un traje de baño para aprovechar la pileta de agua templada. Son unos diez kilómetros de la misma autopista. BB -la veo de lejos- parece una ciudad industrial sin mayor gracia, pero también pulcra y enriquecida. El hipersupermercado es interminable y abundantemente surtido (tipo Carrefour, solo que BB no ha de tener ni 20.000 habitantes aunque, eso sí, trolebuses).

Regreso a eso de las 18:00, me mando catorce (vamos todavía!) largos, me ducho, y salgo a caminar por el campo pipa al frente. El paisaje es de una increíble bondad. Verde que lo quiero verde, con lomas que remedan senos de niña apenas asomada a la pubertad. La hierba cede levemente bajo mis suelas con la muelle firmeza de piel de adolescente. Unos cientos de metros después, por entre los interminables gusanos que han dejado los tractores, despuntan los nuevos retoños… Camino ahora sobre el pubis de la niña. Desde un zanjón invisible resuena la matraca de un grillo. De entre algún arbusto le replica otro con sus secas castañuelas. Distantes, los automóviles rasgan la autopista con insistente zumbido de tábanos. Siempre como a lo lejos, gorjean cinco o seis especies de pájaros. De pronto los apaga el escándalo de un jet que no se ve y pasa sin mirar. Camino de las montañas que marcan el horizonte, se transmuta en un trueno. Las montañas se hacen literalmente humo entre las nubes que han venido a adornar el crepúsculo. No hay una brizna de viento. Una docena de plumerillos holgazanea suspendida como esperando un golpe de brisa que los lleve a alguna parte. Alguno se da por vencido y desciende sin prisa. Doy media vuelta y puedo ver, loma arriba, las casas del pueblito que miran sin ver por sus ventanas calladas. A foro derecha, encaramado en otra loma, el jopo de un bosque de coníferas yergue su muda solemnidad.

El hotel tiene anexo un chalet de troncos que hace también las veces de restorán agreste. Me siento en la galería y me pido una trucha a la parrilla y un vaso de Riesling. La pipa, que me conoce más casi que Alguienita, sabe que se tiene que acabar y se y me ahorra la humillación de apagarla. La truca está exquisita y el vino, local, es lo que tiene que ser el vino en estos trances: delicado y discreto. Y mientras tanto, la noche se va posando suavemente, sin dramatismo. Ha sido otro de los grandes días de esta insólita vida mía, de soledad mullida y de apoltronadas remiscencias de Alguienita con su panza que no logro imaginarme y de Valeria que vaya uno a saber en qué diabluras andará. He de pasar en este paraíso sin estridencias cuatro noches. Después, otra vez los trenes y por fin al alboroto del aeropuerto. El martes tengo conferencia en el Lenguas Vivas, el miércoles y el jueves taller, y el viernes conferencia en la UBA. Y el martes dendespués de vuelta a Europa… Pensar que soy un jubilado!

La conferencia es interesantísima, y los expertos, como suele suceder, amables, dicharacheros, sencillos y accesibles. Los colegas, por su parte, ejemplares. Dos Jennies en cabina inglesa: una británica, casada con un griego, tiene domicilio en Atenas; la otra, australiana de “abajo debajo”, como dicen ellos de ellos, vive en Ginebra. En cabina francesa, Benoit nos llega de Munich y Sabine, embarazada parece que de la misma noche que Alguienita solo que juro que no tengo nada que ver, se domicilia en Berlín. La cabina española la comparto con Katia, gallega que vive en Bruselas. Piero Fornaro, alias Pierre Fournier, jefe de intérpretes de la FAO, me ha nombrado capomafia sustitucto (once a chief, always a chief, carajo!).

El delgado ruso (primera vez que Rusia, apenas ingresada en la FAO, manda delegado a una reunión) pide seguir hablando ruso, si es posible, y el equipo se anota un poroto diciéndole que cómo no aparcero! Nos escuchan el representante de España y otro gallego (literalmente) que representa a una organización europea. Los primeros discursos comienzan con la interminable lista de destinatarios de pro:

“Dear Mr. Minister for Forestry, Agriculture, Landsacape Development and Beekeeping of the Slovak Republic, Mr. Mikula Fukoff; dear Vice Minister for Forestry, Agriculture, Landsacape Development and Beekeeping of the Slovak Republic, Mr. Liubomur Pikha ; dear Major of this beautiful city or Zvolen, Dr. Vaclav Polvo; dear representative of the Director-General of the Food and Agricultural Organization of the United Nations, FAO, Mr. Heinrich Mehrdmann; dear Director of the Forestry Division, Dr. Mee Fuc Yoo; distinguished representatives of the State Members; dear Special Invitees; dear representatives of the other international organizations; dear friends; ladies and gentlemen,”

Y este fiolo, fiel a sus principios teóricos, interpreta:
“Autoridades…………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………………Damas y caballeros”.

Durante la primera pausa para el café, me apropincuo al español y me presento. Le digo, además, que habrá advertido que no le interpreté las sonatas protocolares, Ah, si, qué bien! Siempre hace falta un poco de calma… Además, los conozco a todos.

A la noche nos llevan al castillo de Zvolen, comenzado en 1370 y sede de los reyes magyares que gobernaron por estos pagos. Primero toca un trío femenino (piano, celo y flauta); sendas rubias tirando a tetonas que nos regalan un repertorio liviano muy pero muy bien tocado. Luego viene el piscolabis, muy pero muy rico. Después la orquesta de címbalo, cuatro violines y contrabajo, y los seis bailarines, tres de ellos minas, dos de ellas morochitas, ambas de ellas espectaculares. La primera danza es gitana (estamos en el otro foco zíngaro, que entre esta región de Eslovaquia, Hungría y Rumania, y Andalucía, casi no hay romaníes) y tanto por los trajes como por la coreografía parecen andaluces, solo que falta la influencia morisca. La segunda es eslava y, como era de esperar, menos interesante.

Esta noche hubo banquete en el hotel, con desfile de modas montañesas. Los tres cosos no podían con su cara de pelotudos, pobres, no del todo socorrida por los pantalones unos veinte centímetros demasiado largos o cortos, según, y los fungos de guapo maricón; pero ellas suculentas, lástima que no sonreían ni aunque les tocaran el tafanario. Eso sí, el lechón, de antología, y el vino, de lo más presentable.

Vale la pena consignar al historia de la Condesa Sangrienta, la hungárica Elizabeth Báthory (1560-1612), casada de prepo con un príncipe igualmente magyar, producto ella y su hermano igualmente loco de siete u ocho generaciones de endogamia, embarazada inconvenientemente antes de los esponsales (y eso que la mocosa no tenía ni quince pirulos), que luego resultó más bien lesbiana, y cuyo entretenimiento principal era torturar a sus sirvientas campesinas, a las que elegía bien pero bien jovencitas y yo francamente la entiendo. Poco a poco le fue tomando el gusto al hobby y decidió que las cosas o se hacían bien o mejor no se hacían y decidió que no tenía sentido torturarlas así no más y decidió que mejor las mataba. A unas las estaqueaba desnudas en la nieve y les echaba agua fría hasta que murieran congeladas y quedaran esculpidas como en hielo. A otras les arrancaba a mordiscos las orejas y los pezones y se los morfaba con toda fruición pero dejando que la sangre le fluyera comisuras abajo. A otras las apaleaba hasta que les estallara el cráneo y dejaran desparramados los sesos. Se calcula que amasijó a más de 600 (yes, seiscientas!). Claro, los papases de las finadas no la podían denunciar porque ella era noble y ellos innobles y no era cuestión de hacerle caso a esos mersas que qué se creen encima que una les da trabajo. Pero luego se pasó de revoluciones. Su amante, que empezó de ama de compañía, le dijo que ya era hora de torturar noblecitas. Y ella, ingenua, le hizo caso. Como a la décima o undécima las familias se encocoraron, que una cosa era hacerles la boleta a míseras siervas de la gleba que igual tarde o temprano de algo se tenían que morir y como eran pobres no sentían tanto el dolor, y otra muy otra a vástagas de familias como la de uno, y como encima le debían 12.000 ducados y si se la declaraba culpable ya no había que garpar, la juzgaron y ya la estaban por hallar culpable que en eso regresa el dorima de matar turcos y dice que qué barbaridad y cómo van a quedar las familias de ella y ya que estamos de él que no tienen la culpa y mejor la recluyo en un convento y que se arregle con las monjas y la pobre Isabelita se pasó como diez años sin saber qué hacer pero la vida es así. Por cierto, la exculparon porque una mujer no podía cometer tamaños excesos por sucia que fuera la guerra.

El resto de la estancia no merece mayor detenimiento. La australiana de abajo debajo se la pasó abajo debajo de un delegado que se levantó el primer día. Los demás seguimos con nuestras vidas. Regresé en camioneta, muerto de sueño y cansancio, tratando de imaginarme, entre zarandeo y zarandeo, en la panza inimaginable de Alguienita.

CRÓNICAS VIENÉREAS (mayo de 2005)

Hoy, víspera del 1o de mayo -alicaída fiesta internacional de los trabajadores devenida inocua festividad del trabajo-, es la Fiesta de la Ciudad de Viena, y la Ciudad de Viena está genuinamente de ídem. Hace un día peronista, de sol espléndido y lenitivos 22 grados. Gente por todo el centro, chiquilines colgando de globos, parejas recientes, familias en pleno, multitudes apiñadas en torno de los artistas callejeros o frente a los escenarios de música y teatro, saltimbanquis, payasos, malabaristas, cuartetos de cuerdas, bailarines flamencos, hieráticas estatuas humanas sudando bajo sus tinturas color plata o bronce. Los cafés atestados, las heladerías sin dar abasto... Cunde la más despreocupada despreocupación: todo el mundo parece feliz. Qué lejos Bagdad y Jerusalén, qué distantes Darfur y Lomé, qué invisibles los cartoneros o los millones de seropositivos sudafricanos... La vita e bella! Y, en efecto, lo es, al menos para un puñado estadísticamente insignificante de congéneres, este teórico gruñón incluido. ¿Qué puedo yo reprocharle al demiurgo que me ha dado una existencia desahogada, una carrera espléndida, una salud de hierro y a Alguienita? Nada, ni siquiera la inmerecida injusticia, el favoritismo inexplicable. Como dice el madrigal de Juan del Encina que Dimitri habrá cantado: “¡Hoy comamos y bebamos y cantemos y holguemos que mañana ayunaremos!”, o como podía darse el lujo de propiciar desde sus fastos ahítos don Lorenzo dei Medici: “Quant’è bella giovinezza que si fugge tuttavia! Chi vuol esser lieto, sia: Di doman non c’è certezza… Donne e giovinetti amanti, viva Bacco e viva Amore ! Ciascun suoni, balli e canti! Arda di dolcezza il core! Non fatica, non dolore ! Ciò c’ha esser, convien sia. Chi vuol esser lieto, sia : di doman non c’`e certezza ! ». O como decía ese prócer del periodismo argentino, Leo Vanés, al pie de sus crónicas del patrio yetset en Clarín: “Y el carrousel de la farándula sigue andando!”.

Perdón por el mal humor, pero me ha dado una planetitis aguda.

CRÓNICA MAYOPRÍMICA

Acariciado por la cálida mansedumbre de un día excepcionalmente peronista, decidí cumplir con un deber al que le había perdido el rastro treinta y un pirulos ha (que en la USA el Primero de Mayo, día que conmemora una matanza de obreros en Chicago, no se celebra): concurrir a la manifestación del Día Internacional de los Trabajadores devenido más inocuamente del Trabajo. La policía había cortado el Ring entre la Schwarzenberger Platz (ande vivo) y el Rathaus (oséase, la municipalidad). La manifestación debía partir de la Ópera a eso de las once para culminar ante el Parlamento. Llegué cuando la columna ya había culebreado para tomar el Ring y me incorporé a las filas de la mitad sur del Partido Comunista Austríaco, cuya mitad norte (otros cien o acaso ciento ciencuenta militantes) avanzaba separada por unos dos metros de tierra de nadie. Me enteré de que están divididos, pero no supe bien por qué, aunque la izquierda nunca ha requerido mayores razones para dividirse exponencialmente como las amebas. Mi huésped fue Hans, asesor financiero (labor poco comunista, como él mismo admitió sonriendo), que luego me presentó a su madre, una vieja militante de, diría yo, camino de los ochenta. Delante de los austrorrojos manifestaban los turcocarmines y los kurdopunzó. Los PC turco y kurdo parecen tener una fuerza sorprendente. Detrás venían Die Goyim, un conjunto de gentiles cuya especialidad es cantar canciones revolucionarias y antirracistas en yiddish. La izquierda habrá perdido casi todo su arrastre, pero nada de su pintoresquismo!

Hans se quejaba de la falta de disciplina: había que avanzar en prolijas hileras a lo ancho de la calzada y nadie le hacía caso más de cinco o seis metros.

Había -dentro de lo que eran los números- un asombroso porcentaje de jóvenes, muchos adolescentes. Parejas con niños, una hermosa muchacha de acaso veinte años en silla de ruedas, dos o tres Hell’s Angels, con sus motos azabache lustroso, sus camperas de cuero acribilladas de tachuelas y su barba de dos o tres meses, y hasta una parejita de punks cuyo aspecto habría causado un infarto a cualquier accionista de Palmolive. Y también muchos viejos. Algunos, por la edad, han debido ser resistentes al fascismo, (en Austria!!!!, que el núcleo fundamental de la resistencia en las entrañas del monstruo fueron desde siempre y hasta el final los comunistas, y también en Francia y en Italia y en Yugoslavia y en Grecia y en Albania, y en otros países más olividadizos, las cosas como son).

Entre los goyim y mi sección del PCA un furgón desparramaba por sus altavoces un granel de canciones en todos los idiomas: El himno de la Decimoquinta Brigada internacional (donde pelearon los angloparlantes en la Guerra Civil Española), otras en alemán, incluida La Internacional. Otras en italiano:, que yo canté con el viejo fervor. Llegados al Parlamento nos detuvimos ante una tribuna. Los turcos habían formado una ronda en cuyo centro se divertía a lo loco un chiquito que apenas había aprendido a caminar. Sobre el pavimento, alguien que seguramente andaba -es un decir- sentado por ahí, había dejado en depósito un par de muletas.
En un quisquito improvisado, compré un clavel rojo que no me saqué del bolsillo superior de la camisa en todo el día ni pienso tirar.

No me quedé a no comprender los discursos. No me hizo falta. Me bastó con saber que, pese a los crímenes horrendos y a los innúmeros y descomunales disparates que se han cometido en su nombre, todavía quedamos unos pocos, divididos, contradictorios custodios del sueño sublime y la gran esperanza. Algún día, lejano, pero seguramente seguro, no habrá fronteras, ni menesterosos, ni desamparados, ni niños sin escuela, ni adultos sin trabajo, ni enfermos sin hospitales, ni ancianos sin residencias, ni orates sin hospicios, ni cartoneros, ni linyeras, ni, como dice Guillén desde el violoncelo de su voz, “hombres ya de proyectos animales”, ni policías secretas de tenebroso instinto y poder siniestro, ni ejércitos invasores, ni bombas inteligentes o tontas, ni países en venta o vendidos. Algún día... Y mientras tanto, luchar para que venga, que cuanto más lejos la meta, más hay que caminar!

EPÍLOGO ARISTOCRÁTICO

Dejé detrás a mis flamantes compañeros y desanduve camino hacia la ópera, donde me aguardaban para almorzar juntos mi colega (ahora jubilada y ex jefa de la cabina española en NY), Natalia Teleki, y su marido, Gábor, ambos húngaros: ella criada en la Argentina y él conde, pero en serio. Nos conocemos desde hace más de treinta años y ellos me aguantan el bocho rojo y yo no protesto por su sangre azul. A Gábor le han devuelto hace relativamente poco todas las propiedades confiscadas por mis ancestros de ideología, o, en todo caso, parte. El palacio parece que lo habían transformado en jardín de infantes o guardería o escuela o algo igual de subversivo y creo que Gábor no inisitió, que será conde pero es un gran tipo.

Y esas fueron las mitades de mi primer Primero de Mayo carmesí.

“There are more things in Heaven and Earth, Horatio, that are dreamt of in your philosophy” vaticinaba sabiamente el Bardo en la flaca esperanza de que le hicieran caso.

viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS AFRICAUSTRALES (abril de 2007)

Conocí a Amanda Forsythe en uno de los cursos que se organizan cada agosto en Cambridge. Era y sigue siendo una muchacha rubia, pecosa, alegre y gigantesca. Venía a profesionalizarse. Hicimos magníficas migas. Yo resulté el segundo ser humano en llamarla Amandita: el primero había sido un novio también argentino que, por suerte, nos había hecho quedar bien. Desde entonces seguimos en contacto virtual. En febrero pasó por Baires con su padre y su hermano y pudo conocer a Alguienita y a Xóchitl (Sóchil). Hace unas semanas me escribió para ver si me interesaría trabajar tres días para el Foro de lucha contra la corrupción y por la integridad que se celebraba aquí, en Johannesburgo, del 2 al 6 de abril y si tenía colegas que recomendar.

El avión fue el mejor en que me haya tocado viajar en mi vida: flamante, decorado con perfecto gusto en colores alegres sin ser chillones, comodísimo aun en económica, con amplio lugar pa’ lah patah, y con consola y pantalla individual en la que uno podía ver cualquiera de cómo doce películas cuando quisiera. La comida, por cierto, excelente y los vinos ni qué hablar. Yo casi me lo pierdo porque dormí como un niño, que llevaba desde las 7:00 del día anterior sin parar y tenía que dar un taller de siete horas no bien desembarcara (claro, no estaba previsto que llegáramos con más de dos horas de retraso, casi a las 10:00 en vez de a las 7:20). Nos llevan al hotel donde ya está Amandita impaciente. Me doy una ducha escueta y salimos para la oficina de su viejo, donde alrededor de una mesa de estas de ejecutivos, aguardan ocho colegas: una peruana de Ciudad El Cabo, una mozambicana portuguesa de Pretoria, una congolesa local… en fin, que de cada pueblo un paisano.

Entretanto, mis colegas PepeLú y Rut han ido a visitar Soweto. Nos reencontramos esa noche de casualidad en la Plaza Nelson Mandela, que queda en medio de un shopping monumental y donde cenamos con Amandita unos frutos de mar deputamadre con vino que nuestro experto en enología superior elige con tino infalible. Nos han alojado en el Town Lodge, un hotel de lo más simpático donde irán apareciendo todos los sapos de otro pozo, que para el magno evento se han congregado otras tres o cuatro docenas de colegas: Cinco o seis egipcias esféricas que caminan como patos envueltos en trapos sin ángel, una rosarina casada con un egipcio y residente en El Cairo, una cordobesa que vive en Pretoria (casada, claro, con un sudafricano), un porteño hijo de criollo y gringa que se ha pasado la vida dando vueltas por el mundo y acabó recalando en Barcelona, una chilena que conocí en NY y terminó casada con un mozambicano y residiendo en Maputo, una colega colombiana que se quedó en NY tras jubilarse de la ONU un año antes que yo, y, last and definitely least, dos cubanas, madre e hija, preciosa ésta, que pergeñarán a cuatro manos las infames traducciones al español.

El foro comienza el lunes con un discurso del presidente Tabo Mbeki, tras el cual hay un espléndido número vivo de danzas y cantos de diferentes etnias, con uno negros atléticos y unas negras previsiblemente esculturales o sorprendentemente hipopotámicas que bailan y cantan como diosas (amarcord la misa para los pobres en la iglesia de Rosario dos Pretos, vide crónicas correspondientes subidas hace unas semanas). Por la tarde empiezan los grupos.
El factótum y mandamás es Aron, un sudafricano de treinta y cortos que se empeña con empeñoso empeño pero no tiene ni puta idea. Lo único que marcha sobre ruedas es, precisamente, el transporte. Pero nos arreglamos igual. El martes cenamos unos quince en The Butcher’s Shop, otro de los manducatorias de la Plaza Mandela, especializado, parece mentira, en carnes. Al PepeLú no le gusta demasiado su avestruz, pero mi eland (una especie de antílope de la sabana sin acento) es una verdadera delicia. Uno de los locales (francés radicado en El Cabo y, en su doble identidad de franchute y sudafricano, manya un toco de vinos) elige los elixires que, en efecto, lo son.

El miércoles por la noche, Amandita nos lleva al PepeLú, Ric (el malevo semiyanqui), Rut, las pichonas y a este mediador intercunilingüe a The Carnivore, un restorán no vegetariano que queda como a cuarenta kilómetros y al que llegamos las naifas en el VW amandino, y los chomas en taxi. El lugar es inmenso. La cosa funciona así: el precio es fijo y los mozos pasan con sus gigantescos pinchos con carne de, literalmente, todo bicho que camina -o, en rigor, caminaba. Al centro las guarniciones y las salsas: chimichurris a lo bestia, rábano picante, etc. El pan es –como ha sido hasta ahora- una genuina delicia. Empezamos con una sopa de tomates celestial. Pero la fiesta no empieza hasta más tarde. Pruebo impala, avestruz y cocodrilo (ah, y pollo y costillas de cerdo). Los vinos vuelven a ser responsabilidad pepeluesca.

El foro terminaba hoy, ya sin nos los pajueranos, pero como no ha habido lugar en el vuelo de la fecha, los organizadores me han pagado la estadía hasta mañana, de modo que puedo cumplir (ay, solo en parte!) con un viejo sueño que me llevé de visita anterior: conocer Soweto.

Amandita viene a buscarme a la una en punto, almorzamos una ensalada deliciosa en otro shopping de maravilla, y enfilamos para Soweto (acrónimo de South West Township), la villa miseria exclusiva para negros donde los estudiantes se alzaron en protesta porque les querían imponer la instrucción en afrikáans. Empezamos en la Plaza Hector Petersen, el pibe de trece años asesinado ese día por el fuego indiscriminado de las “Fuerzas del orden”. La foto en que se ve al vecino que lo lleva en brazos junto a la hermana que llora a gritos dio la vuelta al mundo. Me detengo por primera vez a mirarla bien. No puedo dejar de admirarme de la expresión concentrada de dolor, dignidad y odio de ese hombre joven que camina hacia los policías con el cadáver del pibe chorreando sangre, la cabeza balanceándosele como la de un animal sacrificado. Se lo comento a Amandita y ella me cuenta que, Una vez, a poco de asumir Mandela, un amigo negro miembro del ANC me contó que había millones dispuestos a pasar a degüello a todos los blancos apenas diera la señal. Pero no. Salió de la cárcel después de 27 años, 27 años! Y lo que dijo fue lo que siempre había dicho, que nuestros blancos no tienen adónde irse, y que había que aprender a convivir, que ya había corrido demasiada sangre, y que no había llegado la hora de la venganza sino de la justicia. Ahora comprendo qué cerca estuvimos de un baño de sangre, porque ese odio era absoluto, y generalizado. Todos ellos nos odiaban a todos nosotros, y con cuánta razón, si lo pensás bien.

Llegamos al museo y cinco o seis negros de entre 18 y veinte años compiten por cuidarnos el coche. Son dicharacheros; piden sus monedas bailando, We take good care of your car, sister!, prometen a coro o en contrapunto. Insisten apenas más de lo necesario y pronto se resignan a que se impongan los dos primeros en haber acudido. No hay hostilidad perceptible. Por el contrario, parece una pobreza (tal vez miseria, pero no dan esa impresión) cordial.

Entramos en el museo. Tenemos poco tiempo. Soweto se crea en los años cincuenta y se ordena a toda la población negra que vaya a vivir allí. Los viejos barrios se demuelen para construir casas para la cada vez más próspera clase media blanca. Por la pantallas de los televisores, imágenes de los camiones cargados de muebles y enseres, de las familias apelmazadas sobre ellos, de las calles sin pavimentar y las viviendas endebles. Hay cotos de dormitorios para los trabajadores migrantes, que vienen a los socavones que lombricean bajo la ciudad, y que no pueden traerse a sus familias. Se acaban de aprobar las “Leyes de pase”, que prescriben estrictamente el lugar de origen y residencia. Nadie .nadie negro, claro- puede estar en ningún sitio que no esté mencionado explícitamente en su pase. En 1960, durante la primera protesta masiva, la policía asesinará a 69 manifestantes inermes. Es la ahora célebre matanza de Sharpeville. De ahí en más, la lucha se hará cada vez más violenta. El ANC –fundado en 1910- se divide. El grupo más radical proclama que todos los blancos son enemigos y que la liberación está exclusivamente en manos de los negros. No quiero ni pensar cómo habrían sido las cosas si Mandela, Biko, Sisulu, Mbeki y Ramaphosa no se hubiesen impuesto. Bien es posible que Sudáfrica se hubiera transformado en una nueva Camboya. Las imágenes son estremecedoras: trenes, autobuses y tranvías en los que no cabe un alfiler, mientras los blancos viajan holgadamente estirados en asientos de fieltro. Mucamas vestidas de negro y con impecable delantal blanco cargando, los pies enterrados en la arena, las valijas y canastos de los blancos de short y camisa hawaiana. Los carteles de “Baños para negros”, “Prohibida la entrada a negros”, “Los negros deben entrar por la puerta trasera” y demás son, por su parte, idénticos a los que por la misma época adornaban las calles, puertas y ventanas de Selma, Alabama, o Savannah, Georgia, Atlántico traviesa en diagonal hacia el norte. Hay una foto notable: Un menesteroso duerme tirado sobre un banco de plaza, el rostro tapado por una Biblia desportillada y entreabierta que lo protege de la luz (!). Amanda me explica que los negros tienen este dicho: Los blancos trajeron la Biblia mientras nosotros teníamos la tierra. Ellos nos dieron la Biblia y se quedaron con la tierra.

Salimos y Amandita me lleva a la única calle del mundo donde han vivido dos Premios Nóbel: Nelson Mandela y el arzobispo Desmond Tutu. Tutu sigue viviendo en esa casita cuando está en Johannesburgo. A Mandela, su mujer, Winnie –una fiera corrupta y asesina de la cual, por suerte, no tardó en divorciarse apenas puesto en libertad- le ha hecho fabricar una casa de lujo. Él se niega rotundamente, y seguirá viviendo en ese chalecito de ladrillo hasta dejar la presidencia y retirarse a su aldea natal, acompañado de su nueva esposa, la viuda de Samora Machel, el líder del FRELIMO y primer presidente de Mozambique… cuando el FRELIMO todavía era revolucionario.

Soweto es inmenso. Conviven ahora las casas de material, de clase media baja, como las de Mandela y Tutu, con chabolas dignas de cualquier villa miseria argentina. Pero una cosa me llama poderosamente la atención: las calles –al menos las pavimentadas, porque Amandita no se atreve a meterse por las laterales- están impolutas. Sí, algunos papeles, latas y botellas en los baldíos, pero nada de la inmundicia podrida de nuestros pintorescos barrios marginales.

Salimos, repartimos las monedas condescendientes entre las manos ávidas y rumbeamos para el Museo del Apartheid, que queda en medio de un parque de diversiones con casino casi idéntico al de la Costa, es decir a todos los parques de diversiones del mundo. La chica de la boletería nos dice que hacen falta cuando menos dos horas y media para recorrer el museo, que las 16:30 y cierra a las cinco. Explico que quiero ver lo que pueda y nos deja pasar sin cobrarnos.

El museo es tremebundo. Apenas si podemos recorrerlo a los apurones y detenernos unos segundos a leer en diagonal este panel, indignarnos o lagrimear ante esa fotografía, sentirnos enanos junto a la mole imponente de un Kessir, esos como máquinas infernales salidas de la batalla de Star Wars II, desde los cuales la policía arrojaba bombas de gas lacrimógeno o abría fuego contra los manifestantes. Solo leo con detenimiento la historia del Partido Comunista sudafricano, fundado por laboristas blancos de izquierda en 1921 (todos los partidos comunistas de Europa, como los de América latina, son desprendimiento de los viejos partidos socialistas debidos al influjo de la Revolución Rusa). Es un partido fundamentalmente obrero, pero con un fuerte componente de intelectuales, muchísimos de ellos judíos… Es le mismo modelo del mundo industrializado. Solo que los comunistas sudafricanos pronto comprenden que las líneas de la explotación no son de color y deciden crecer entre la cada vez más nutrida clase obrera negra. Fundan los primeros sindicatos y federaciones, organizan las primeras huelgas… son, sobre todo, el primer partido multirracial del país. Su secretario general, el lituano Joe Slovo, sufrirá el mismo destino de cárcel que Mandela, y su mujer resultará asesinada con una carta bomba.

El ideólogo principal y principal ejecutor del Apartheid, cuando el Partido Nacional gana las elecciones (impolutamente blancas, claro) de 1948, es el troglodita de Voerwoerd (orador magnífico, por cierto, como se ve en las pantallas). Sufre un primer intento de asesinato a manos de un irlandés. La obra la terminará un polaco. Son la contrapartida transoceánica de nuestro judío polaco Simón Rodowitzki y de nuestro alemán Kurt Wilkens que ajusticiaron respectivamente al nunca mejor llamado comisario Ramón Falcón, asesino de la Semana Trágica, y al menos felizmente bautizado coronel Benigno Varela, verdugo de la Patagonia rebelde. Hay una foto aérea de una serpeante fila de unos dos kilómetros de negros que esperan para votar por primera vez en su vida en las primeras elecciones libres tras la desintegración del Apartheid. Amandita me cuenta que acompañó al entonces ministro de Transporte francés a una entrevista con un alto dirigente del PC y que el ministro narró que, en su recorrida de Soweto el día de las elecciones, había visto a una viejita retorcida y nudosa como rama de árbol seco que aguardaba pacientemente encorvada sobre su báculo elemental, Cuánto hace que espera?, Ocho horas, Ocho horas! Pero eso es una enormidad para una persona de su edad!, Vea, yo llevo esperando este día desde hace sesenta años; bien puedo esperar unas pocas horas más. Tuve que interpretar esto, Sergio, y se me quebró la voz, como se me quiebra ahora. Y a mí se me quebraron los ojos al oírlo y se me vuelven a quebrar ahora que lo escribo.

Al salir, mientras a nuestras espaldas se iban cerrando las puertas a medida que las transponíamos, Amandita me cuenta, Creéme, Sergio; yo vivía a menos de 30 kms de donde todo esto estaba pasando y no tenía ni idea. Claro que la TV informaba, pero nos decían que eran unos revoltosos que incendiaban autos, saqueaban escuelas y arrojaban piedras y bombas molotov contra la policía. Y yo me lo creía, Y cuándo te diste cuenta; cuándo te despertaste?, Tendría como doce años. Yo iba a una escuela inglesa muy liberal, donde habíamos organizado una especie de club adonde invitábamos a chicos negros y de color (o sea, de origen indostano). Me acuerdo que una vez un chico negro se puso a gritar: “Qué carajo venís a hablarnos de democracia y respeto mutuo, blanquita de mierda, si a ustedes les dan los libros de texto gratis, toditos, y se los pueden llevar a casa, y estudiar bien comiditos hasta que se los manden a la camita, mientras que a nosotros nos dan un juego por cada siete, y no nos lo podemos llevar a casa porque no alcanzan, y aun si pudiéramos, yo no podría tener la vela encendida en el cuarto donde dormimos mi padre, mi madre, mis cuatro hermanos y mi tío, porque los hombres se tienen que levantar a las cuatro de la mañana a trabajar!!!” Y lo que más me impactó no fue tanto lo terrible de las cosas que contó, sino el odio profundo que le salía por los poros. Por qué me odiaba tanto, pensé, si ni siquiera me conoce, si soy de los pocos blancos dispuestos a hablar con chicos como él, a respetarlo? Bueno, la cosa es que esa misma noche me pregunté por primera vez dónde vivía mi mucama, por qué había tenido que dejar a sus hijos con sus padres en la aldea, por qué el marido tenía que vivir en un dormitorio para hombres y no podía convivir con ella. Me acuerdo que en uno esos encuentros me hice amiga de Wanda. Me acuerdo que lo primero que me llamó la atención era que tenía un nombre poco común entre los negros. Un día le propuse ir al cine, le pedí permiso a mi madre y ella me explicó que estaba prohibido, que ni nos dejarían entrar, y que podía meter a la familia entera en problemas. Fueron diez o doce baldazos de agua fría uno tras otros. Así me desperté. Y después, cuando fui a estudiar a Bélgica, me enteré de muchísimas cosas más. Ahí supe cosas de mi país, de la historia de mi país, de lo que pasaba en mi país, que viviendo en Johannesburgo, mimada y aislada en mi barrio blanco con mi escuela para blancos, mi iglesia para blancos y cines para blancos quién sabe cuándo habría sabido. Suena conocido, cumpas?

CRÓNICAS ALBOBAHIANAS (maro/abril de 2006)

Por convenio con el Círculo traductoril bahiense, enfilé para el sur a dar sendas conferencias los días jueves y viernes, y un taller todo el sábado. Me quedé turulatísimo del interés y el nivel de mis colegas bahianas (todas hembras de sexo femenino, ellas). Conté lo de siempre y el sábado le hincamos el diente a una serie heterogénea de textos, incluido uno traído por Mariela, mi Cicerone, dado el patatús que sacudió a Celeste, la mandamasa, justo a último momento. Pero no es de estas cosas que quiero hablar, sino de ese pedazo de mi malhadada patria.

Vale la pena apuntar, sí, que las cosas se hicieron en el Café Museo, que es ídem ídem, atestado de memorabilia bi y tridimensional. Fotos desde los orígenes, sillones de barbero, máquina del tiempo para ver fotos tridimensionales del Buenos Aires de entonces, una cafetera espresso de cobre y bronce, timones de naves para siempre fenecidas, farolas, un piano con candelabros al que tocó Mariano Mores, victrolas, discos de 78 r.p.m., afiches de representaciones teatrales (Maruja Gil Quesada y su compañía anuncian diez funciones de “M’hijo el dotor”, de Florencio Sánchez), Gardel sonriendo desde las partituras, sifones de todas las layas.

Ferrófilo irredento y recalcitrante, enterádome que hube que vuelve a haber tren a Bahía Blanca, no vacilé en comprarme un billete en pullman (que hasta último momento no sabrían si iban o no a meter un coche cama y, por supuesto, no lo metieron). ¡Qué experiencia dolorosa! Los vagones desvencijados y no tanto sucios, como percudidos de pasadas mugres, cual esas bañeras que ya es inútil tratar de volver a su color original. Todos los cristales del coche comedor teralañados a cascotazos; los asientos diz que anatómicos del pullman (que otrora llevaban el tope de los respaldos cubiertos de una funda de algodón) cimbreantes sobre sus goznes vencidos; en el baño, el inodoro sin tapa, el lavatorio sin agua, ni asomo de papel; las puertas reacias a abrirse o cerrarse, según; el paso de vagón a vagón una aventura, porque semejan perros empeñados en matarse a mordiscones. Y como prueba contundente de la eficacia de la privatización, DOS inspectores en tándem: uno que me marca el boleto y otro que se fija que me lo haya marcado bien. La comida, eso sí, decente y la atención esmerada. En mitad de la Pampa, nos detenemos hora y media a dejar paso a dos trenes de carga que, como las vías que fueron del Estado ya no lo son (pasaron a manos de la compañera Amelita Fortabat y ella, entiendo, las cedió gentilmente a un consorcio brasileño), tienen prioridad sobre el de pasajeros (!!!!) y así entramos traqueteando en la vetusta y deslucida estación con 75 minutos de retraso.

Pero he llegado a Bahía Blanca, que había visitado una vez, allá por 1964, con ocasión del Festival de Coros Universitarios y de la que tenía un recuerdo entrañable. Es una hermosa ciudad, que conserva el nostálgico acné de sus edificios de otrora, muchos de espléndida y solemne bonhomía, como el Club Centenario, la Municipalidad, el Correo, la Escuela No 2 -que, según pude averiguar en su biblioteca, data de 1928- parecida a un híbrido del Palacio de Tribunales y la Facultad de Ingeniería porteños, o, sobre todo, el inverosímil Teatro Municipal, en el cual he cantado, ¡carajo! Y además, centenas de casas de entonces, bien cuidadas, que recuerdan paso a paso otros tiempos, sin duda más gloriosos, de un país que no tenía otro remedio que crecer y prosperar. La ciudad, como todas las de provincia en este país que nos han destrozado, es verde y apacible. Grandes y frecuentes plazas, bien cuidadas; gentes que no tienen ningún apuro en ir o en volver; cafés sin más bullicio que el necesario; restoranes sin pretensiones pero excelentes; hoteles como el Muñiz, donde paro, anclados en un ayer de ascensores como jaulas, caireles, maderas nobles y cuartos de escasa funcionalidad, con sanitarios de loza y grifos de bronce en los baños venidos después, techos distantes, pisos de parquet, puertas pesadas de cierre aproximado, balaústres engorrosos y pasillos que remedan los de un cuartel convertido en hospital.

El caminante avisado, se topa con insólitas referencias históricas: en el solar de Moreno 311 estaba la casita de los viejos de Juan Carlos Cobián, a la que Enríque Cadícamo hizo volver al cantor fatigado de años y sinsabores, recordates, gerontes?

Vuelvo cansado a la casita de mis viejos / cada cosa es un recuerdo que se agita en mi memoria. / Mis veinte abriles me llevaron lejos, / locuras juveniles, la falta de consejos…

Nadie supo, en cambio, decirme, si perduraba el templo donde nació Carlos di Sarli.

Otra plaza sustituye el primer cementerio civil, donde estuvo (¿o está?) enterrada la primera partera del pueblo, muerta en 1869 y cuya tumba visitó, sabe Dios por qué y para qué, Rubén Darío. El fuerte original (ya perimido) data de 1828 y fue fundado durante la primera Conquista del Desierto.

Me entero que se presenta de candidato a Director de la Biblioteca Bernardino Rivadavia (otro edificio de pro) un Capitán de Fragata o Corbeta, o más bien de centro de detención calndestino, que no se arrepiente de sus crímenes. ¿Con qué cara pretende dirigir una biblioteca un personero de la dictadura que quemó un millón y medio de libros?

Con la proximidad de tantas bases navales, y con la Marina la más feroz de las tres armas, la represión ha sido proporcionalmente mucho peor por estos pagos. Por todas partes afiches con los nombres de los desaparecidos o asesinados.

Colón abajo, atravieso el puente que salva las vías pareciera ya insalvables del ferrocarril y desciendo junto a la bonancible recua de casas inglesas fabricadas para el personal. Quince bloques de chalés de dos plantas, siameses por la espalda, cuatro viviendas por edificio. Techos a cuatro aguas de los que pende la dentadura ya no tan verde de las maderitas talladas, como en las estaciones. Ya no viven en ella los orgullosos factótums de los trenes. Vías que hoy no van a ninguna parte, muñones que acaban en muros más recientes, talleres abandonados, patios desiertos, andenes que han olvidado todo vestigio de las pisadas.

Toda Bahía es un disperso monumento a la interesada diáspora británica: puertos, cuatro, de los que partían los barcos cargados de vituallas, nudo ferroviario de tránsito intenso, cierro los ojos y oigo el áspero adiós de sirenas navales (salud, viejo Leopoldo Marechal!) y la pitada bronca de las locomotoras, mientras mi nariz se abre a la penetrante fulígene del carbón.

Claudia, mi alumna de pro, me lleva al Museo Ferro White, que queda en lo que fue una usina de la Ítalo, pero construida inexplicablemente en franca imitación de una iglesia Túdor de la campiña inglesa, con torre almenada y San Jorge y todo y el dragón. En el museo me entero de que en 1949 el tren trasponía en siete horas la Pampa que separa Constitución de Bahía. Ahora, cuando llega a horario, pone 13 y yo tardé 14 y media. El ómnibus lo negocia en diez horas y media. En 1985 teníamos 35.000 kms de vías férreas (contra 45.000 diez años antes) que Ménem nos lega en 8.500. En los talleres trabajaban 1.200 obreros. En 1996 despidieron a los últimos 285. Los hornos, apagados hacía rato, fueron encendidos para quemar los rimeros de legajos que encerraban la historia.

A un costado del Museo, y siempre dentro del predio de la usina eclesiástica, la “Casa del Espía”, en la que moraban los directores y en la que tocó a vivir al Sr. Munch, alemán, náufrago, parece de la primera Batalla de las Malvinas, durante la Primera Guerra, y evadido de las Islas para dar con sus huesos, vía el Uruguay, en la Argentina. En 1940 o algo así la Prefectura descubre la señal de su radio clandestina, con la que informaba al Tercer Reich de los movimientos de los ingleses aledaños. Lo vinieron a detener y nunca más se supo. Lo cuenta un pibe de la Sociedad de Amigos del Museo. Cuenta, además, que había un buque alemán que pingponeaba entre el África y América, que fue incautado en Bahía al iniciarse las hostilidades y que se escapó una noche para no regresar.

Detrás del Museo está el que fue barrio inglés de los maquinistas, de casas de madera ya en derrota y calles que nunca llegaron a conocer el asfalto. Damos media vuelta y vamos al Museo del Puerto, también otrora edificio ferroviario, donde, mezclada como en botica de turco, se amontona la historia de la ciudad. Dada la frecuente abundancia de marineros deshabituados a la tierra firme, cundían, por ejemplo, las peluquerías. En una vitrina, leo este anuncio de la Hoja del Pueblo, del 6 de octubre de 1906:

“Biblioteca Carlos Marx.

Por iniciativa del ciudadano Pablo Azcoitía se ha instalado en el Puerto Comercial una biblioteca que funcionará bajo la denominación de “Carlos Marx” y se librará al público dentro de breves días. La sala de lectura estará instalada al lado de la peluquería de Azcoitía y estará abierta los días hábiles de 6 a 10 p.m.”

Otro anuncio reza:

“Aquí se construirá la Argentina del porvenir.
Ferrocarriles, puertos, agua corriente, electricidad
Se necesita mano de obra
(Si es inglesa, francesa o alemana, mejor)
(No se aceptan débiles, enfermos ni anarquistas)

Abundan las fotos de comunidades. En esta posan los croatas, en esta otra hay una boda italiana, en aquella un almuerzo español…

Es ya fin de semana y las amigas del museo han hecho tortas y pasteles. El domingo habrá música. Cada mes se hace cargo de la cosa una colectividad. La próxima será la griega.

Claudia me deja en el hotel. Ha comenzado la noche del sábado y de pronto la ciudad es una densa riada de automóviles poco móviles. Como si los bahienses salieran de una larga hibernación hebdomadaria.

Me doy mi última ducha y parto hacia la Terminal de ómnibus, que supo ser, iuguésdit, la otra estación del ferrocarril.

Dejo atrás, como tantas veces, jirones de mí. No termina de asombrarme que todavía no me haya deshilachado del todo.

CRÓNICAS EUETÉREAS (marzo de 2006 en adelante)

18 de marzo de 2006

Ha sido una tarde peronista, y yo le había prometido a mi Valeria convaleciente una muñeca embarazada (sí, TENÍA que ser embarazada, por razones que obvias). Y salí de casa, pipa entredentada, y di vuelta por Santa Fe camino de Coronel Díaz, en lo que vaticinaba un largo e inútil periplo en busca del equivalente lúdico del Santo Grial. Largo fue, en efecto, pero no inútil. De eso va esta primera crónica euetérea.

CAMINO DE ÍTACA, EL HAMBRE DEL PAÍS DE LOS SETENTA MILLONES DE VACAS

Iba yo serpeando entre muchachas aviesamente bellas, quioscos esplendentes de flores, negocios ahítos de elegancia, comenzando un viaje digno de Ulises, como el que completa Adán Buenosayres entre el número 303 de la calle Monte Egmont hasta la actual Corrientes. Cruzo Callao sin más contratiempos que un desinflarme en suspiros, pero camino de Río Bamba, un purrete de unos diez pirulos mal llevados me pide para comer. Yo, por principio y prudencia, no soy amigo de dar dinero. Si lo que quiere es comer, una buena milanesa sirve más que cinco o seis monedas. Entramos en un bar restaurante y dejo pedida una milanesa con papas fritas y una coca de litro y medio. Como siempre, Buenos Aires me la ha emprendido a las bofetadas de miseria. Evoco la señora prolija y atildada que encontré hace unas semanas, a las ocho de la noche, sentada en el zaguán de Giesso, rodeada de bártulos impecablemente embalados. Pensé que andaba de compras y se había sentado a descansar, pero las señoras atildadas no van cargadas de compras una hora después de que los comercios han cerrado, ni dejan que el cansancio las venza en zaguanes de la vía pública, Señora, pregunto como profanando un secreto, usted no tiene dónde dormir?, No, malvendí dos departamentos, y ahora que se me acabó la plata, la jubilación no me alcanza para pagarme un alquiler, Me acepta estos diez pesos?, No, joven, yo para comer tengo mi jubilación, Pero, señora, acéptelos igual, que mal no le pueden venir, Pero joven, hasta cuándo vamos a seguir?, Hasta que me acepte los diez pesos, Bueno, pero solo porque insiste tanto, gracias. Buenos Aires propina estos golpes bajos.

LA ANCIANA TERPSÍCORE

Entre Ayacucho y Junín, una señora mayor, emperifollada y atada a dos perros falderos, canta y baila al son de la rumba que regala la disquería. Canta y se contonea sin mirar que la miro, alegre y ensimismada, disfrutando intensamente ese cacho de amor y juventud que tal vez no le quedaba a aquella Muñeca Brava del tango, un cacho bien bien grande que el sol premiaba con sus mejores luces.

LA SEÑORA COMO UNA PREGUNTA

Cruzando Junín, sentada en un endeble banco de plástico negro, una señora de setenta y largos pide ayuda para los remedios agitando el pendón de una radiografía. Viste ropas que han sido buenas y, sobre todo, limpias. No es que estén sucias, sino que la burocracia del tiempo le ha ido dejando los manchones de todos los sellos de su interminable trámite. Me mira desde abajo, sin necesidad de esquivar unos anteojos negros a los que pronto se le desmoronarán los cristales, Qué remedios necesita, señora? Me suelta una retahíla de nombres impronunciables mal pronunciados, Venga que se los compro. Y se pone de pie… aproximadamente. Va encorvada como un vacilante signo de interrogación, arrastrando los pies y una bolsita con las recetas amarillentas que tiene aguardando quién sabe desde cuándo, No me lo puedo creer, dice sin mentir. Y así entramos en Farmacity, ella con su bolsita casi arrastrada y yo con el banquito endeble. Le falta una receta, pero las tres que tiene terminan costando casi 250 pesos, Ay, señor, por favor vamos a la farmacia de enfrente que ahí me conocen y me lo venden sin receta. Cruzamos Uriburu. En la farmacia la conocen, Hola Mónica, cómo estás? (El banquito, señor, démelo a mí que es de nosotros). Llegamos al mostrador, Está Manuel?, No, bueno, no importa, tiene xxx?, No, llega mañana o a lo mejor esta tarde, Bueno, señora, se lo dejo pago y usted lo viene a buscar. Otros cien pesos, Y estos remedios cuánto le duran, señora? Y, a ver, tomo cuatro …ginas por día, y dos …ones, y un …ol… Y, unos diez días. Casi 350 pesos para pelearle a las enfermedades diez días, claro que además hay que comer. Cuándo quién va a poder darse el lujo de comprarle otra semana larga de dosis? Qué ganas de llorar, en esta tarde dorada! Me voy desprendiéndome como puedo los agradecimientos como látigos.

EL PURRETE LECTOR DE HOMERO

Entro en una librería entre Larrea y Azcuénaga a ver si por fin consigo la entrañable colección de Monteiro Lobato, para que Valeria y la que se viene puedan aprender lo que aprendí. Un gurí de diez años enjutos está decidiéndose entre dos traducciones de la Odisea, asesorado por el padre, Lees Homero?, Sí, contesta el padre, le gusta mucho; acaba de leer la Ilíada. El pibe sonríe al abrigo de una melena sublevada. Le recomiendo El año 93, de Víctor Hugo, la novela para grandes más apasionante para los chicos; no sabés la suerte de tener un padre así: perdonále todas las veces que te mandó a dormir sin ver televisión o que te hizo tomar toda la sopa.

Salgo con mi biografía del gran desconocido, mi sanmartiniano general don Gregorio de Las Heras. Con las mejillas castigadas y acariciadas por este Buenos Aires maltrecho pero indestructible que me parió. Y pienso en Cuba, la Cuba que recorrí en tren lechero de Pinar del Río a Santiago, Cuba bloqueada y sola. Cuba monárquica y llena de problemas, donde sería impensable que alguien tuviese que mendigar para comprar remedios o para comer. Cuba sin escuadrones de la muerte ni desaparecidos ni policía de gatillo fácil ni cartoneros. Y pienso que lo demás, todo lo terrible demás, son, en verdad, notas al pie de página. No hay duda posible: Este mundo de mierda de los ricos y para los ricos hay que cambiarlo cuanto antes.

19 de marzo de 2006

EL FANTASMA DEL VIEJO PASADO

Que ya no se puede resucitar, como gime el tango. Está parando en casa mi gran gomía Ricardo Ipuche, de quien creo haber contado que se aguantó torturas brutales (mientras en una “sesión” vecina el secretario de Hipólito Solari Irigoyen gritaba, Paren que me muero, hijos de puta! (y no pararon y se murió), y tres (3) simulacros de fusilamiento. A quien, una vez “legalizado” y puesto a disposición del Poder Ejecutivo ofrecieron la opción de salir del país, a lo que respondió, Y no he violado ninguna ley, por esa puerta me trajeron y por esa puerta me voy, Mire que tiene para dos años, Doctor, Pues entonces me iré dentro de dos años… Y así fue. Ricardo ha llegado con su “namorada” bahiense, Andrea, con la cual se va a casar el 24 de abril. Ricardo tiene 64 años y Andrea 35. Yo 60 y Alguienita 29. Los papeles de Ricardo han estado a cargo del Rolls (que a sus 55 anda casado con ILCE de 28), quien, cuenta Ricardo, se ha portado maravillosamente. Bueno, es el Rolls. Esta noche nos invitaron a cenar a Yatasto, restaurante quintaesencial sito en Suipacha entre Santa Fe y Marcelo T. de Alvear. Mientas Alguinita y Valeria y se tomaban un taxi por eso del reposo, yo conduje a mi amigo patagónico y su mulher nordesteña a pasear por mi Buenos Aires querido, ahora que lo vuelvo a ver. Tomamos Arroyo, recorrimos la Plaza Carlos Pellegrini, subimos por Parera hasta Juncal, doblamos por la Plaza Vicente López y aquí están mis dedos haciendo desastres con las teclas.

Qué ciudad espléndida, pese a las topadoras manchadas de sangre del gran Orión metropolitano, mi Brigadier Osvaldo Cacciatore, que arrasó con el pasaje Siever y toda la ciudad que adornaba el planeta entre Santa Fe y Libertador. Pese al monstruo que sustituye al palacio de Ridder sobre Avenida Alvear. Pese a todos los dientes postizos que suplantan la entrañable nobleza de los edificios “de antes”, pese a los cartoneros ubicuos y las familias durmiendo sobre el césped de los refugios (nunca mejor dicho) que venden la ilusión de que una cosa es Libertad, otra la Avenida 9 de Julio y una tercera Carlos Pellegrini. Yo vivo cada uno de esos dientes de cirílico barato como un puñetazo descomunal en mi mandíbula. Se han fijado, cumpas, en que Buenos Aires es negra de asfalto y mitad inferior de sus 40.000 taxímetros, gris sereno de arquitectura, verde que te quiero verde de césped, árboles, balcones botánicos, toldos y palios, y polícroma de quioscos de floristas y de colectivos? Que regala puertas y portales de ensueño cada dos metros? Que es casi toda ella un laberinto de túneles abiertos entre copas de árboles siempreverdes? Que es pródiga en cafés de discreta y cálida suntuosidad? Que derrocha buen gusto hasta en sus farmacias? Que se ve limpia bajo la mugre de la basura abandonada al olvidadizo albur de los camiones de recolección? Han estado últimamente bajo la bóveda formidable de Constitución o la inmensa nave de Retiro? Han parado mientes en el esplendor art decó y art nuveau del Metropolitan y del Ópera? Han mirado camino de las palomas para detectar, sobre la Caja Nacional de Ahorro Postal (R.I.P) los lansquenetes prontos a darle la biaba al campanón, como sus gemelos vecinos a la Catedral de San Marcos en Venecia? Han jugado al ping pong mirando las fachadas en espejo del Pasaje Barolo, única calle porteña sin marquesinas, porque están prohibidas, y única con reloj porque sí (no como el de la increíble relojería de Paraná entre Marcelo T. y Paraguay, en cuyo taller sigue tictaqueando el reloj que dio por vez primera la hora oficial argentina allá por 1859? Le han gambeteado a Libertad entre Arenales y Juncal para meterse en el pasaje que se estrella contra el ventanón de la Librería del Fin del Mundo, coto de mi ex compañero de secundaria, Roberto “Archi” DiGiorigio, con su prostibularia reliquia: un letrero esmaltado como de metro y medio que reza, La mujer sucia es despreciada? Mi Buenos Aires querido de entonces! Yo, que quiero creer obcecadamente en el futuro, que disfruto inmensamente del presente tan cochino para la inmensa mayoría, yo no quiero que me rompan mi pasado, que en tanto llega el mañana soñado con tanta ilusión e impaciencia, mientras no transa en pasar este presente de cartoneros y miseria, es lo mejor que tenemos.

27 de marzo de 2006

Los otros días (se sigue diciendo en algún barrio?) supe dir de una colega que mora en Villa Crespo, cuna del insigne filósofo Samuel Tessler, y dentré a retornar a fuer de tamangos, gambeteando encrucijadas, zigzagueando detrás de mi pipa por esas calles de Dios y Buenos Aires en las que perdura la áspera nostalgia del empedrado. Nada de rememorar, salvo el aire inconfundible de un Buenos Aires que recula refunfuñando a abroquelarse para un último y gallardo esfuerzo por sobrevivir. Carnicerías, verdulerías, cerrajeros, negocios de antaño amontonados al empuje arrollador de los superhipermercados de neón y puerros sin aroma en bandejitas envueltas en plástico.

Redepente, un boliche abierto a la vereda, con el trompa rebanando un peceto recién asado que arrojaba incienso de antes para atrapar con mas artes que Circe al Ulises porteño que le navegara a tiro. Un asador y punto. Pan, vino de la casa y, es de sospechar, la concesión inocente de la ensalada. Pedí a mis remeros que se taparan la nariz y me ataran al poste y pasé a los berridos estomacales pero con la dieta incólume. Y así fui como que bajando escaleras horizontales camino de Palermo viejo para empalmar con la ciudad paqueta. Y me tocó la cuadra de Salguero al 1300. De lado derecho asigún se desciende hacia la remota Santa Fe, nada que no sea de lamentar. Pero la acera de enfrente… Ciento veintinueve metros de gloria! Edificios de pura prosapia itálica, interrumpidos por rías que se les meten meta verde entre las paredes laterales.

Poco después, de sempiterno regreso a sempiterna pata de dejar a Valerita en la escuela que queda en Ugarteche y Cabello, siempre por una o sucesivamente las tres sendas convergentes de Pacheco de Melo, Peña y a la postre siempre Juncal, buscando casi siempre el deliciosamente incongruo "mew" porteño que es el Pasaje Bollini (otro supo ser el Pasaje Siever, dinamitado por el Orión porteño como parte del destrozo general –nunca mejor dicho- de este país), tras haberlo tangenciado quién sabe cuántas veces, pare mientes y pieses en el número 1942 de Juncal: uno de esos conventillos que la ciudad paqueta escondía como las muchachas esconden los barritos porfiados del acné que se niega a darse completamente por vencido (otros eran loa notorios inquilinatos de Ayacucho entre Vicente López y Las Heras y de Vicente López entre Rodríguez Peña y Pueyrredón, en plena retaguardia de la Recoleta y a indecorosos metros de la de Plaza Francia –hoy suplantado por una escuela y el racimo de cines-, donde quedaba aquel Bulín de la Calle Ayacucho que inmortaliza el tanto). Ya no es inquilinato, por desgracia, pero por suerte también, porque es lícito entrar. Ahora es una recua de negocios más o menos pintorescos (un fabricante de marcos, un carpintero…), pero conserva todo el aire de aquellos sitios en que, al insigne decir de Leopoldo Marechal, se pelearon y entendieron las razas.

No dejéis que los ojos os resbalen, cumpas. Porque lo que no miren hoy, no lo verán mañana.

20 de junio de 2006

Esta mañana me volvió a tocar volver caminando desde Villa Crespo. Chapé Humahuaca derecho. Barrio barrio, si lo hay, este Villa Crespo que resiste tan gallardamente los cambios. Casas ramplonas, cafés sin pretensiones, restoranes con manteles de hule, negocios sin aires de boutique: talleres de reparación de heladeras que se diría que ya no pueden repararse, tintorerías empastadas de avisos vecinales (doy lecciones de piano, se vende televisor blanco y negro, empleada doméstica ofrece sus servicios, se busca caniche blanco (pago recompensa), arreglo su computadora…), supermecados que no son súper, carnicerías que huelen a carne, verdulerías con aroma de campo, escuelas módicas. Pasan cinco o seis) infimos teatros donde cada día cambia el espectáculo (los hermanos Craus ofrecen la Increíble historia del loro Fulano que se quedó mudo en el camarín, Nosequién estrena su unipersonal…) o escuelas de teatro. En una esquina, el Centro Vecinal "Teresa Israel", desaparecida durante la dictadura (y, agrego yo, militante comunista) con su mural alegórico que va formando un rostro de mujer coronado por la estrella roja). Paredes cubiertas de carteles en que aparece, arriba, Y el séptimo día descansó, al medio, la escena de la Creación del Miguel Ángel en que Dios toca el dedo de Adán, y, abajo, Los empleados de comercio también quieren descansar los domingos. Ah, mi ciudad inmortal pese a lo mucho que han querido asesinarla! Ni en nuestra Italia ancestral hay carteles sindicales con imágenes del magnífico fresco de la Capilla Sextina!

Almuerzo frente al Centro "Teresa Israel" en un bodegón como los de antes. Afuera, una pizarra anuncia el menú del día: albóndigas con arroz, carne al horno con papas o puré, tartas de verdura o de carne. Dentro, el techo se aleja como el de una catedral gótica. Allá arriba también, un televisor recuerda que estamos en pleno Mundial. Paso al baño. Está detrás de la cocina. Tiro del piolín prehistórico que desde la Revolución del 90 hace las veces de sucedáneo del picaporte y la hoja de madera cruje siglos. La cocina es inmensa, pero de casa. Una viejita como de setenta años pica la cebolla entre tartas a medio confeccionar. Pido la carne al horno, pero sin papas que estoy a dieta y ah, también sin pan. Me traen una bandejita con tres lonjas de vacío de unos ciento cincuenta gramos cada una, cubiertos del sublime menjunje de la cebolla, el tomate y el morrón. Eso y dos Sprite Zero (estoy a dieta!) me van a costar oloftwelf pesos.

Camino del Abasto, Humauaca, que se ha ido escapando a izquierda y a derecha por afluentes adoquinados y arropados de árboles, se da de bruces con la apostasía monumental de un shopping que ha sabido ser mercado cuando Buenos Aires era Buenos Aires. Bajo a la Lavalle que termina o empieza y enfilo para el Once. Llegando a Pueyrredón cunden las tiendas de trapos. Aparecen los primeros judíos ortodoxos de levitón luctuoso y camisa alba, de barbas proféticas y sombrero de fieltro. Y los coreanos y los chinos y hasta los indios de la India, que no sabía que también teníamos. Cada cinco o seis cuadras, un edificio francés venido a menos parece refugiado pobre del Barrio Norte. Y huido de la Avenida de Mayo, un edificio madrileño con su cúpula coronando la ochava, la pizarra desdentada y los balcones raídos. Quién diría viendo esta pesadilla arquitectónica ítalofrancohispanocualquiercosa, de una o dos o tres o cinco o quince plantas, calzadas de veredas desbaratadas, que esta ciudad fuera Reina del Plata o de nada. Pero lo es, es, en todo caso, la reina indiscutida de mi errante corazón de hijo pródigo. Lavalle se va acicalando un poco para su cita con Callao. Por primera vez paro mientes en la formidable esquina sureste de la encrucijada. La mole pseudomadrileña termina en una espira interminable que se clava veinte metros en la nalga del cielo. Doblo hacia el norte.

A medida que se aleja de Boedo, Callao se ha venido viniendo a más. Sigue de barrio hasta Córdoba, pero ahí ya se ha puesto en la mejilla el verde lunar de la Plaza Rodríguez Peña, a cuyo fondo el que fue Consejo Nacional de Educación, que mi abuelo materno dirigió durante la década infame (que no son todos rojos los mis ancestros de antaño), primera clarinada del Barrio Norte inminente. De Paraguay hasta Libertador, la arquitectura se me va a ir afrancesando a ojos vista. Ya se vislumbra lo que fue la Confitería del Águila, enfrentada a Lázaro Costa. Estamos, al cabo, a diez o doce cuadras de la Recoleta. Pero yo cruzo la plaza en diagonal, me escurro por Charcas (si, ya sé, Marcelo T. de Alvear, pero para mí será siempre Charcas) y me cuelo por la Galería Santa Fe para salir a la Gran Vía del Norte, a la que solo le va quedando adecuado lo de Norte… y ni siquiera, porque no es, en rigor, sino del Noroeste. Al llagar a mi Paraná natal de Leo o como se llame si es chancleta, recuerdo que tengo que ir "a por" el reloj imperio que heredé de mi abuela, la esposa del Director del Consejo Nacional de Educación. Está en el hospital mecánico que queda entre Charcas (si, ya sé!) y Paraguay. Es un boliche escueto, atiborrado de piezas de museo, entre ellas el reloj que por vez primera dio la Hora Oficial Argentina. En el sótano, el anciano propietario juega a Dios con sus diales, agujas, engranajes y péndulos entre cronómetros despanzurrados y cajas como cadáveres a los que un forense despiadado hubiese privado de todos sus órganos vitales. Contra las paredes, los relojes redivivos marcan la hora a un unísono improbable. El viejo tiene dificultad en expresarse con palabras (me lo dice él mismo al cabo de varios intentos). Toda su capacidad de hablar está en sus manos, que desde hace añares dialogan con esos objetos misteriosos y sagrados. Apretada síntesis de mi Buenos Aires querido estas treinta y cinco cuadras, de sus barrios dormidos y sus arterias ensordecedoras, de sus tímidas casas italianas y su opulencia francesa, de sus artesanos silenciosos y sus estridentes shoppings, de sus teatros que uno ni sabe que existen, de sus carteles sindicales plagiando a Miguel Ángel, de sus centros vecinales que homenajean sus desaparecidos, de sus cafés buen de rioba y sus refinados remedos de Viena. Mi Buenos Aires de siempre y para siempre. Cuna y sepultura de tantos sueños soñados. Cuerpo maltrecho de corazón nostalgioso. París del suburbio, Florencia del subdesarrollo, Reina de un río tanto más ancho como menos mentado que el Támesis o el Arno o el Tíber o el Sena o el Danubio. Ciudad venida a más venida a menos, donde no me dieron a elegir nacer pero donde quiero morir cuando me toque. Tarde, si es posible… pero aquí.

15 de abril de 2007

IL RACCONTO DELLO ZIO

Ayer regresaba por la tarde orillando la Plaza San Martín cuando, a la altura del Círculo Militar (el otrora palacio Paz, concluido en 1909, ya con micrcocine), le di unos pesos a una señora que yacía sentada sobre una especie de poncho y rodeada de tres o cuatro purretes de entre nada y cuatro años. A poco de continuar la marcha, se me apareó una chiquilina de unos ocho años (la edad, más o menos, de Valeria), desgreñada, sucia, descalza y cargando en brazos un bebé simiesco, arrancado, se habría dicho, de uno de los delirios de Hierónimus Boch. Me llamò la atención esa falta de aliño inusitada hasta entre nuestros mendicantes más zarrapastrosos: algo me dijo que la cosa venía torcida, Tío, tío, me das plata para comprarle leche y pañales a mi hermanito?, Ya le di a tu mamá, No, esa no es mi mamá, ni la conozco, Bueno, pero yo me quedé sin cambio, Dale, tío, por favor, para mi hermanito!!!!, Te dije que me quedé sin cambio, Por favor, daaaaleeeee!!!!, Y además no me gusta que me cargoseen, Pero dale, tío, por favooor, para leche y pañales!!! La insistencia incansable fue otro signo de que la cosa venía en falsa escuadra, con lo que ya la estaba por mandar a freír papas. Pero llegábamos a Esmeralda, en cuya esquina hay un Farmacity, y yo tenía que comprarle leche a Xóchitl (Sóchil), de modo que me ablandé y le dije, Bueno, vení; qué leche toma tu hermanito? Esa (señalando un tarro de leche en polvo mediano), Bueno, te compro el grande; y qué tamaño de pañales usa?, Medianos. Chapé una caja y con el tarro, los doce sachetitos de leche para Xóchitl y la caja de pañales enfilé para la caja, Andá y elegíte un chocolate para vos. Me tocó el turno, pagué y le di su bolsa. Como la cosa era con tarjeta de crédito, el trámite se dilató, pero la mocosa seguía firme al pié del cañón, Y ahora que tenés cambio, no me das diez pesos?, No, basta! Ya te compré leche, pañales y un chocolate; ahora pedíle a otro. Se calló, pero siguió sin apartarse ni un paso. Al ratito, cuando vio que sus plañidos eran fútiles, se mandó mudar. Fue ahí cuando el cajero me dijo, Sabe para qué se quedaba? Le iba a pedir el vale, porque después viene con lo que le compraron a ver si le devolvemos la plata. Entonces comprendí la trampa perfecta: la chiquita era, sin duda, gitana (y no me estoy poniendo racista, sino arriesgando una hipótesis sociológicamente poco arriesgada, que parienta de nuestro recién desposado Sandro de América esta criatura seguro que no era), y quién sabe cuán nutrida legión de hermanos, hermanastros y primos de vaya uno a saber hasta qué grado rastrillarían el centro a la caza de incautos de conciencia frágil y bolsillo holgado. En este Farmacity, me explicó el cajero, no les aceptan las devoluciones, pero seguro que algún provecho le han de sacar a la mercadería al cabo de la jornada; acaso vendiéndosela a la mujer del Círculo Militar por las monedas que le di. Seguí me camino con más bronca que tristeza: bronca porque esta mocosa le estaba literalmente sacando el pan de la boca a los genuinamente necesitados. Bronca por los padres que la acicateaban y los adultos que, a sabiendas, la apañaban, que el cajero me contó la precisa cuando ya era tarde, y, sobre todo, bronca por haber caído como un chorlito. Ahora que me saco la espina de hiel, me va quedando la tristeza pura. Tristeza por esa gurisita que ya no tiene inocencia que perder y pronto entrará a quedar embarazada para arrojar más niñas como ella a las fauces del mudno, tristeza de que la calle fuera toda su escuela y timar su tarea. Mundo de mierda, carajo! Lo digo con el hígado hecho un puño apelmazado y pienso en seguida, Menos mal que Valeria y Xóchitl se crìan a salvo de la selva… Aunque, con todo y cambio climático y las bombas terroristas cada vez más cerca y el odio acumulado cada vez más implacablemente en cada vez más millones y millones de desheredados sin esperanza, quién sabe!

23 de septiembre de 2007

Hace unos días, bajando de mañana por Florida camino de la Plaza San Martín, me topé con un purrete de unos ocho o nueve años, menudo, rubión, que, acordeón de colorinches en mano, asomaba sonriente bajo un desproporcionadísimo sombrero de cowboy. Tocaba con admirable musicalidad. Me detuve a darle un billete de dos pesos, me agradeció más o menos perfunctoriamente y con todo desparpajo me preguntó, No me comprás unas figuritas que venden en la librería de acá a la vuelta?; cuestan diez pesos. Hablaba con un acento indefinible. No terminé de sorprenderme que se nos sumó una chiquilina de unos seis o siete años, portadora de un acordeón idéntico, que resultó la hermanita. Se pusieron a hablar en un idioma que no atiné a inferir, Somos rumanos, me explicó, Y cuánto hace que están en la Argentina?, Cuatro años, Bueno, a ver dónde queda esa librería, Gracias!!! Y los dos salieron disparados alegremente sin reparar en si yo atinaba a seguirles el paso. Dieron vuelta por Paraguay y se metieron en una especie de bazar. La dueña era una china de alrededor de cincuenta pirulos, que sacaba máximo provecho a su castellano comercial básico, Qué buca? Acá tiene todo. Mira, mira! Buca, buca! Mi acordeonista enfiló sin vacilar. Se ve que había estado antes, tal vez haciéndole comprar otra cosa a algún predecesor de quien les narra, o nomás mirando y alimentando sueños. La mano encontró casi automáticamente lo que buscaba. La hermanita me preguntó, entonces, Me comprás algo a mí también?, Qué querés?, Lo mismo. Las gracias me las dieron ya casi desde la calle. Yo salí con los pies atascados en lucubraciones. Cómo habrían venido a parar a la Argentina los dos rumanitos? Cómo habrían aprendido a tocar el acordeón? Serían, tal vez, gitanos? No. No tenían pinta de. Pero qué hacían un viernes a las once de la mañana tocando en la calle en vez de estar en la escuela? Y la china, cómo llegaría ella a Buenos Aires, sin saber, seguro, ni una palabra de español? Cómo se las habría ingeniado para abrir ese cambalache de objetos de plástico y cartón? La Argentina, me dije contento y hasta ufano, vuelve a ser lo que la hizo como es: un país de inmigrantes. Son otros, de países nuevos: ucranianos, rumanos, chinos, coreanos…Me cuentan que en un pueblito salteño de mala muerte hay colonos indios de la vera India. Se nos irá desitalianizando la guía de teléfonos, supongo. Cómo será el tango cuando se contagie a estos recién venidos de ahora?

Ayer hacia las ocho de la noche, con Alguienita y Xóchitl emprendimos un safari Paraná arriba hasta Vicente López, y luego hasta el Village Recoleta a comprar unos libros. Me tenté de más y terminé adquiriéndome tres mamotretos magníficamente ilustrados: Buenos Aires, la influencia francesa, Buenos Aires, art nouveau, y Buenos Aires, arquitectura y patrimonio, a los que añadí un cuadernillo intitulado Buenos Aires antiguo, cambios urbanos. Me costaron, desde luego, una pequeña fortuna, pero después de Sudáfrica me podía dar el gusto. Yo, que a los sesenta y un pirulos que cargo he vivido casi cuarenta por ahí, que me fui a los 19, con, si acaso, quince años de recuerdos de una Buenos Aires vista de lejos, porque en aquella época, de San Fernando no íbamos al centro sino a Buenos Aires, y que de los 18 meses que llevo repatriado no habré pasado ni seis yirando nuevamente por sus calles que a veces -muchas, demasiadas!- casi no reconozco, nunca he dejado de ser un porteño a ultranza. La hija de un colega de la ONU decía de su viejo, de mí y de nuestros amigos que éramos porteños "históricos", o, como decíamos nosotros de los viejos de entonces, un porteño "de los de antes". Es raro eso de ser porteño de antes ahora; uno es como turista del tiempo, un viajero venido del pasado; porque este presente que viven los demás para mí siempre fue el futuro, el Buenos Aires que iba a ser cuando yo fuera grande. Y aquí está, y estoy. Aquí estamos, digo, el Buenos Aires de hoy y yo de antes, tratando de embocarle a la simbiosis… Ya vendrá!

La cosa es que cargamos el portaXóchitl de volúmenes y salimos nuevamente a la rúa. Nos sentamos en la vereda de Pane e Vino y nos pedimos sendos vasos de un rosado propicio con una picadita de quesos y aceitunas. Viene a pedir unas monedas una muchachita de unos diez años, sospechosamente pulcra, que va dejando en las mesas una foto de un niño demacrado que presuntamente es se hermanito y de seguro se está muriendo de cáncer. Yo huelo el fraude, pero Alguienita es de bolsillo fácil. Más tarde, la moza nos explica que la foto está bajada de internet, y que la imagen es de un pibe iraquí. Raro! En Viena no he visto gurises que tengan que timar a comensales incautos un sábado a la noche en vez de estar en su casa con los suyos. Cómo será su casa? Dónde? Quizás en un porteño Soweto.

Frente a nosotros, y a la izquierda y a la derecha, el ajetreado tropel de artistas callejeros hijos de la pobreza, del cosmopolitismo y de la propensión innata al espectáculo tan nuestros de ahora. De ahora. Porque lo de la pobreza (claro que no tanta ni tan abyecta ni tan sin esperanza) y del cosmopolitismo (pero más callado, de albañiles, almaceneros y psicoanalistas) y de la propensión al espectáculo (pero bajo techo, a puertas cerradas, como "número vivo" de los cines) es, cómo no, de antes; pero el desparpajo circense y modernoso es de ahora: dos guitarristas eximios que se acompañan a sí mismos con sus propias grabaciones, uno meta tangos y, cuando le toca callarse, el otro meta jazz, una pareja de tangueros que, por una vez, bailan que no dejan ver el aire entre los cuerpos -y no como los postmodernos de ahora disfrazados de de antes, que derrochan acrobacia para asombro de la gilada intonsa-, un titiritero, un mimo que ya no sabe qué hacer para que los viandantes le den bola, pese a que tiene una claque de dos chicas y un pibe que le festejan sus presuntas gracias, dos vendedores de cómo ventiladorcitos luminosos y demás chiches por el estilo fabricados seguramente por niños esclavos en Tailandia o en Taiwán, y otro chiquilín de Bachín acordeonista, que se materializa de improviso y ya nos va a tocar una serenata pero advierte que Xóchitl se ha quedado absolutamente dormida en medio del barullo (ya le tocará percatarse del mundo a mi pequeña, en un Buenos Aires en el que este de ahora será el de antes), dice, Uy, perdón!, y se adentra entre las otras mesas a tocar un breve y reiterado floreo y a zapatear con genuina gracia. El mocoso es simpatiquísimo. Cuando se va con su magra pero breve recaudación, lo detengo y le doy cinco mangos, GRAAAAACIAS, SEÑOR!!!! Ah, ya sé: porque no le desperté a la bebita, no? Sí, por eso, y porque tocás y bailás con mucha gracia…, (Y porque me muero de pena de que tengas que andar payaseando un sábado a la noche entre los burgueses de pro como uno en vez de estar cenando en tu casa con los tuyos… Dónde será tu casa? Cómo? Acaso en un Soweto porteño. Y si estás acumulando odio contra mí, hasta contra Alguienita y esta Xóchitl inocente de toda inocencia, de su cochecito italiano y su ropita de boutique, quién es quién para culparte?).

Nos tentamos y pedimos unos linguine al pesto y unos tagliatelle ai frutti de mare. Craso error! La pasta está dos minutos enteros más allá del dente y las salsas se aburren de anodinas. Y yo que de joven estaba tan engreído de nuestras pastas… Perdonaci, madre Italia!

Xòchitl entretanto se ha despertado y bebido íntegro su biberón y empapado de baba y vomitado. El mozo nos regala dos servilletas para que le pongamos sotto il culito y le limpiemos la papada, respectivamente. Nos las habrían regalado en Viena? Bueno, en Viena las servilletas son de papel. Y echamos a desandar el camino entre los serenos y suntuosos edificios que miran la Buenos Aires pasar y pasar desde la Belle Epoque. A la altura de Vicente López, Callao es como en los libros que acabo de comprar con el equivalente de un sueldo de operario. Luego viene el otrora mercado, con su recova de antes llena de negocios de ahora. En frente, la casa de pastas frescas y vinos caros. Más adelante, la Plaza, cuidada, me explica el cartel, por el Banco Río (o algo así) y mí, y ahora en pleno tren de remozamiento, como toda la ciudad donde moramos los como uno, que es como debe ser (qué sentido tendría remozar las plazas de Soweto, si igual los negros de mierda lo van a ensuciar todo en seguida?).

De ida nos hemos detenido a sacar un par de películas. Una de ellas es Le couperet (o sea, la cuchilla de cocina, solo que por esas cosas de la mediación intercunilingüe el título español es "La corporación"), de Costa Gavras (el de "Z" y "La confesión", recordates, gerontes?). Es una maravilla: A los 40 años un ingeniero químico especializado en papel es despedido, al cabo de quince, de su empleo en una planta de Lieja. Pasan dos años y medio y sigue sin encontrar trabajo. Su mujer se conchaba de mañana en una librería y de tarde como enfermera. Poco a poco se vende el coche grande, se suspende el cable, se deja de comer carne…Un buen día, el tipo comprende que la única manera que tiene de que lo vuelvan a contratar en la especialidad es matando a los posibles competidores. Se le ocurre una idea genial: Pone un aviso en el que pide a alguien de sus calificaciones. Al apartado postal entran a llegar toneladas de solicitudes que el analiza con todo rigor, tras lo cual se pone a asesinar minuciosamente a los que le puedan hacer sombra. Todo lo hace porque para él el trabajo ha sido su vida y para que su mujer y sus hijos no tengan que "achicarse" injustamente. En la yapa, el actor protagónico comenta que cuando para el individuo lo único importante es el trabajo, o la familia, o Dios, pierde noción de las cosas y se vuelve capaz de cualquier cosa. Todo transcurre en suburbios impolutos de chalets como los de Martínez o Acassusso. Uno de los competidores, despedido también, trabaja de vendedor en una sastrería, otro es mozo de restorán… A un tercero el banco le ha quitado la casa y el hombre se ve obligado a vender hasta la cama… El empleado de sastrería le cuenta que a los ejecutivos ya no les importa el papel que fabrican, sino la eficiencia, la rentabilidad, el lucro. El mozo se queja de que, a diferencia de los espartanos que sacrificaban a los bebés deformes y los esquimales que abandonaban a los viejos, la sociedad moderna se deshace miopemente de sus miembros más capacitados. Con toda frialdad y lucidez, el protagonista comprende que, si bien los verdaderos enemigos son los grandes accionistas a quienes el ser humano tiene completamente sin cuidado, nada puede contra ellos, y que no se trata de cambiar el juego sino de ser el que mejor hace trampa.

Yo soy ateo, agnóstico que nos decimos para atenuar el escándalo. Pero me cuesta creer que los acordeonistas del viernes antes de partir, y Soweto la semana pasada y ayer los dos pibes de la Recoleta y, por último, la película que alquilé sin saber que existía no estén enhebrados por un hilo sutil. Tanta maldad, tanta miseria, me digo, no pueden ser fruto del azar. Cómo rozará a Xóchitl el ala del cuervo? Tiemblo de solo pensarlo, porque poco puedo hacer para protegerla de su sombra. En el diario de ayer vaticinaban que en cincuenta años el calentamiento planetario iba a afectar toda la franja central de la Argentina, desde La Quiaca hasta el Río Negro, cubriendo, entre otras provincias, San Juan, Mendoza, Tucumán, Córdoba, Buenos Aires y La Pampa. A la mierda, entonces, el modelo agroexportador y la frívola farándula de mi desprevenida clase media.

Pobre pequeña mía: no sabe que su padre la pasea plácidamente por la cubierta de Primera del Titanic!

CRÓNICAS DUBAIÓNICAS (febrero de 2006)

Heme, pues, aquí, carissimi, en el Golfo que en un pintoresco alarde de corrección político-toponímica los cubanos dan en llamar Arábigo Pérsico. Esta vez me ha tocado Dubái. La sorpresa no habría podido ser mayor. Si Qatar era un inmenso campamento beduino de cristal y acero con camellos marca Mercedes Benz y Roll Royce, Dubai es una ciudad. Recién venida y acomodaticia, es cierto, pero inconfundiblemente ciudad. Vamos, pero, por históricas partes. Me entero de que hasta 1830 ni existía, y de que hacia 1965 seguía, prácticamente, sin existir: una adormilada aldea de pescadores y buscadores de perlas arrinconada contra el mar por una interminable alfombra de arena. Salvo que en 1966 los ingleses, que llevaban tiempo achicharrándose al pedo con tal de controlar la entrada al Golfo, descubrieron el petróleo subyacente. En los tres años siguientes se resolvió la repartija y se clavaron los pozos, y antes de 1970 se inauguraba la última gigantesca protogasolinera de la región. En 1971, lo siete emiratos esparcidos por estos pagos resolvieron unirse con (o, nunca mejor dicho, bajo) los benevolentes y desinteresados auspicios de su Graciosa (es un decir) Majestad Británica y como quien dice los Estados Unidos. 3.600 quilómetros cuadrados de Dubai y unos 83.000 más para los otros seis, de cuyos nombres no hago el mínimo esfuerzo por acordarme, salvo Abu Dabi, que se me evoca solo y funge de capital del ispa.

Habitan el mismo (ispa) 1.200.000 señores y señoras, de los cuales solo el 20 por ciento son de genuino uniemirista pedigrí. Los demás son expatriados, aunque muchos han nacido aquí, o sea, que más bien sinpatriados. Como en Qatar, son los que laburan. Los ex pescadores de perlas ya no cantan en la ópera de Bizet, sino que se la pasan, cuando la pasan aquí, entre el aire acondicionado de sus espléndidas villas y departamentos y el de sus BMW. Porque el clima tiende como que a cálido, tanto que la tradición humanista de estos últimos seis lustros quiere que cuando el termómetro se inflama arriba de los 50 grados celsio los pibes no vayan a la escuela.

Dubai es, como Qatar, una metrópoli empeñada en administrarle al Todopoderoso un cada vez más intenso tratamiento de acupuntura arquitectónica, pero aquí los edificios son, a la vez que más monumentales y menos pretenciosos o, en todo caso, menos gélidos. Aun así, me cuenta el guía naturalmente pakistaní de mi tour, tienen, entre otras cosas de admirar, el único hotel de siete estrellas del planeta, con heliplataforma adosada para el servicio directo al aeropuerto (habitaciones con aire acondicionado y baño privado desde 3.000 euros por día más propinas), y el hotel más alto del mundo, y las torres gemelas más encumbradas (355 metros la mayorcita y la menor tantito menos), el shopping más voluminoso del terzo mondo, y, apenas estrenada, la más gigantesca (acaso por única) pista cubierta de… esquí. Pero como si esto no bastare, señores pasajeros, estanse construyendo en estos precisos momentos el tercer aeropuerto más grande del orbe, el shopping más enorme y, lastbatnolist, la torre más p’arriba: 900 metros extensibles (porque Su Alteza de ellos pretende que siga siendo la más alta por mucho que a otros les dé envidia). Para que se den una idea, unos tres Empire State clavados uno en el culo del otro.

El ómnibus nos lleva por avenidas en construcción que surcan barrios en construcción que bordean un océano sospecho que en destrucción. Hoteles y hoteles y marinas y marinas y hoteles y hoteles. La excursión se detiene brevemente frente al Oasis, para que los turistas fotografíen pasmados el único hotel cuatro estrellas de la costa. Supongo que lo conservan como curiosidad. También se detiene ante la única mezquita en la que pueden ingresar no musulmanes, previo permiso del Ministerio de Entendimiento Cultural (debiera ser un mal chiste, pero no… ni siquiera es chiste). Imaginaos, carissimi, que a la Catedral de Notre Dame solo pudieran acudir los no cristianos previa licencia ministerial correspondiente. Y menos mal que hay un Ministerio de Entendimiento Cultural, porque parece que, últimamente, tienden a cundir los malentendidos. Por cierto, hablando de amplitud de mentes, hay un Banco Islámico de Abu Dhabi. Algún día, espero, los habrá Budista de Katmandú, Shintoísta de Tokio, Evangelista de Carolina del Sur y Animista de Haití.

Me entero de que en Dubai no hay cartero, o sea, que el correo no se reparte a domicilio, y de que las calles no tienen ni nombre ni número (razón por la que no hay cartero o viceversa), que estos suntuosos palacetes que estorban nuestra vista del mar son viviendas populares construidas por el gobierno “para los nacionales”, que el agua potable (se desalinizan 250.000 galones por día) es más cara que el petróleo y que el oro bruno representa hoy apenas el 10% de la renta, mientras que este servidor y los demás turistas nos ponemos con el 85%. Es que el petróleo se acaba en menos de diez años y los emires unidos han resuelto sabiamente correr las fichas de número.

Hasta aquí también más o menos Qatar. Pero Dubai tiene transporte público abundante, y ubicuos cafés y restoranes (en los innúmeros bares y cafeses, los filipinos, indios, somalíes, pakistaníes o tailandeses preparan un café turco veramente exquisito, las medias lunas no tienen nada que envidiar a las franchutas, austriacas o patrias y diz que la comida marina es estupenda), y gente caminando, y bañistas en las playas (todos blancos, eso sí), y puerto de pescadores, y chiringuitos étnicos donde por dos guitas comen los laburantes venidos de toda la redonda, desde Bangladesh y las Filipinas a Somalia y Camerún, y taxis como los demás (bueno, por fuera y por dentro, como los demás del primer mundo) yirando por las calles, y tiendas y todos los chiches de la civilización de veras. El tránsito es nutrido pero disciplinado, con unos pocos bocinazos anacústicos y raramente destemplados. El taxi que me llevó al Centro de Convenciones, por cierto, tenía sendas pantallitas de vídeo en el apoyatestas de cada asiento delantero. Tal vez por más cosmopolita o, si se prefiere, normal (o más sindudamente al revés), allí donde Qatar, con sus legiones de albas chilabas y chadores funéreos, parecía un gigantesco juego de ajedrez, Dubai semeja, en el mejor de los casos, un final de partida.

Los periódicos locales anglógrafos, cada vez que mencionan (con el debido respeto, eso sí: nada de caricaturas) a este chico Mahoma, escriben: The Prophet (PBUH), acrónimo, no de Sociedad de Responsabilidad Limitada, sin de La Paz Sea con (o, por las dudas, Con) Él (si es sordo, porque con el quilombo de chillidos y bazukazos de sus devotos fieles, no veo muy bien cómo). Pero aquí nadie ha quemado todavía ninguna embajada dinamarquesa (acaso porque son pocos y no son dados a juntarse de a pie).

Bueno, ya me toca ir a laburar.

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No logro reconciliarme con Morfeo y, tras un café turco y una media luna, subo vadeando la ría que separa los labios de esta vagina de cristal y acero. Atracados perezosamente al muelle interminable, buques restorán, yates de lujo. A medida que se aproxima el Golfo, la cosa se pone más comercial. Pilas y pilas de cajas y cajones de toda suerte de chiches, venidos en su inmensa mayor parte de la China omnipresente. Es un puerto casi sin ruido. Los somalíes, indios, filipinos, etíopes y kurdos cargan y descargan en silencio. De improviso, el atracadero de los precarios ferries de madera que cruzan esta humanidad de un labio al otro. Me siento entre ellos. Me miran con cierto azoro. Con mi sombrerito medio maricón, mis shorts caquis, mis sandalias y mi sempiterna pipa, debo evocar olvidadas memorias de Lawrence o de algún arqueólogo incomprensible, de los que los hacían escarbar en la arena para llevarse inservibles trozos de vasijas vaya saber adónde y para qué. El cruce, veo, cuesta a los más prietos, medio dirham. Pago con cinco y el taciturno capitán coge el billete y sigue de largo. Un gentil tirón de mangas le recuerda que me debe el vuelto. Me lo da malhumorado. El agua es de un verde intenso. Cinco minutos después desembarco en pleno suk: una o dos cuadras de chiringuitos cobijados bajo una galería. Regateo de 465 a 400 una cámara digital (china, por supuesto) que, sospecho, habría podido sacar en 300 (el dólar ha cerrado a 3,17) y me adentro entre cafés y bolichitos de comidas étnicas y negocios cada vez de mayor envergadura hasta el puerto, donde imperan los cargueros descomunales, los paquebotes de excursión y demás embarcaciones de los ricos de hoy. Busco…

El Museo de Dubai

Es una verdadera joyita, todo él subterráneo, para no perturbar la inocente prepotencia de las cuatro murallas ahora perdidas entre los edificios de pro. Porque queda en el viejo fuerte que guardaba la margen izquierda de la dilatada ría. Un cuadrado medio trapezoidal, de 40 metros por treinta, como en el que se defienden del asalto a la civilización Gary Cooper y sus colegionarios en Beau Geste. Sirve de refugio y residencia al mandamás, que todavía no vive como un rey. Data de hacia 1830, cuando 800 beduinos al mando del primer emir decidieron que ya estaba bueno de sacudirle la arena a los dátiles y se dedicaron a pescar perlas. Los buceadores se sumergían unas cincuenta veces al día de a tres minutos por vez en aguas caras a cien especies de tiburones cargando una piedra de cinco kilos y con un broche para el naso por toda parafernalia profesional. Un buen día los dejaba vivos y con unas 500 rupias en el imaginario bolsillo. Sin tener que aguantar la respiración ni mojarse ni correr el riesgo de un encuentro mortal con la fauna icitiológica local, los mercaderes recaudaban 1.500. Como siempre, la mejor manera de dar de comer a una familia no era exactamente laburar. Pero retrocedamos. Los beduinos ahora comienzan una intensa industria naval. Hacia 1850 producen la friolera de 50 dhows al año, algunos hasta capaces de cruzar el Golfo. En verano moran en casas hechas de hojas palmera que dejan pasar la brisa, de dos habitaciones espaciosas, con un lecho de palmas adicional a la intemperie para cuando llega el calorcito. En invierno se mudan a sus tiendas, más abrigadas. En 1850 Dubai se transforma en puerto de paso para el tráfico naval que sube del Índico o que baja, pero todavía le faltan cien años para la electricidad y el primer puente. En 1969, como dije, los ingleses descubren por fin el petróleo que buscan desde hace casi veinte años, y en 1974 el oro negro pasa a valer lo que el amarillo. El resto es historia. El documental comienza con precarias imágenes de los abuelos de mis anfitriones sacudiéndose sobre el lomo de burros alforjados o camellos de zoológico. De pronto y de la nada aparece una topadora, luego diez, luego cien. Crece de la arena el hotel Oasis, el primero, que aún puede verse sobre la costanera, con su anacrónico aire de albergue de medio pelo en Santa Teresita. La población empieza a inflarse. 25.000, 80.000, 150.000, 250.000 (ya estamos en 1980!), todos inmigrados. Pero todavía faltan casi todos los portentos mais grandes do mundo que me tocó admirar en mi circuito por las playas del Golfo.

Regreso al hotel y me tomo mi café turco poniéndome al día con lo que ocurre por ahí afuera, en el mundo. Pero no tengo que alejarme demasiado para enterarme. Hay una noticia de que aumenta la cantidad de solteros que optan por dormir en el coche. Tanto, que lo primero que hacen ahora muchos recién llegados es comprarse un auto cualquiera y sacar el permiso. La razón: no pueden costearse, no hablemos de un departamento, ni tampoco de una pieza… no, no pueden costearse “bed space”, o sea, un lugar donde instalar un catre. Resuelven, los más civilizados, alquilar “household facilities”, es decir rentarle a alguno más afortunado unos minutos de lavatorio y ducha y, en ciertos casos, hasta tabla y plancha. Narra un pakistaní que se levanta a las cinco, se lava, desayuna en algún café, va al trabajo, almuerza por ahí, luego sigue trabajando, después cena por ahí y vuelve al automóvil a buscar nuevo sitio donde estacionarse (porque está prohibido pernoctar en vehículos) para escurrirle el bulto a una policía que, auténticamente, no tiene mucho más que hacer. Es que, crédito donde crédito es debido, el Islam es un muro de contención mucho más eficaz que cualquier otro contra los robos y los hurtos (no así, pareciera, la violencia política, pero nadie es perfecto). Pienso en estos jóvenes que han dejado atrás familias multitudinarias que no volverán a ver quién sabe en cuántos años con tal de hacerse de unos dirhams indignos de los hijos de aquellos pescadores de perlas que aún no tenían electricidad cuando yo jugaba con trenes eléctricos. Pienso en los 250.000 (de menos de un millón) de trabajadores indocumentados que el gobierno quiere repatriar antes de hacer venir a sus suplentes. Y en los 500 trabajadores (indios, somalíes, kenianos) de una empresa de construcción de hoteles pentaestelares que han marchado (por segunda vez, porque el año pasado ocurrió lo mismo) en protesta porque les deben cinco meses de sueldo. El dueño no se explica tanto escándalo. “No les hemos podido pagar, explica, porque tenemos otros proyectos urgentes (sic), pero les hemos prometido formalmente pagarles dos meses juntos a fin de enero. Francamente, me parece una actitud totalmente inaceptable.”

Miro en mi torno. Toda esta ciudad es un monumental monumento al trabajo. El césped y las flores -omnipresentes, polícromas, bellísimas- crecen, como en Israel, desde la arena. Por todas partes caños de irrigación. Porque donde falta una gota de agua despunta, impertérrito, el desierto provisionalmente vencido. Pero el trabajo de quién? No de estos fantasmas al volante de sus Mercedes, ni de estas perennes viudas vestidas de Gucci y oro bajo sus trapos negros. Nopo. El trabajo despreciado de toda esta multitud, de este 80 por ciento de literalmente descastados. Y la grande ironía es que viven mucho, muchísimo mejor que de donde vienen, y que sus familias comen, allá lejos, mucho más que sus vecinos.

Miro en mi torno. Esparcidos de a uno o de a chatos montones, caseríos de chalets de una planta, de negocios de un piso. Parecen naipes que se les hubieran caído a los urbanistas, distraídos en su afán por construir castillos más y más altos.

Esta noche me ha tocado la entrega del Premio Zayed al Ambientalismo, o algo por el estilo. La sala está abigarrada y semipenumbrosa. De pronto estalla una música como de Súperman, atestada de bronces y timbales. Ha entrado en el recinto, nos anuncian, Su Alteza de ellos el Sheik Alekh-o-Bakh al Akh-Khawla, o como cazzo se llame el fantasma mandamás. Todo el mundo de pie. Solo cuatro o cinco intérpretes nos quedamos sentados. Y empieza la payasada. Condolencias sentidísimas por el prematuro (¿en qué sentido?) deceso del Sheikh de denantes, que parece que fue un gran visionario y jefe, misericordioso y munificente, benigno y candoroso, gran defensor de los derechos humanos y del ambiente. Su Alteza se digna esparcir algunas guturales palabras que yo sustituyo con un meo y, para compensar, otro café. La payasada continúa a todo volumen y a nada de luz. Y entonces viene el premiado con el primer premio, un africano canoso, de andar sin vueltas, suave, discreto, casi silencioso. Y mi Secretario General se manda un discurso como los que da gusto interpretar. Tiene, desde luego, que rendir su pleitesía al fantasma difunto y a su heredero, pero dice lo que tiene que decir: que así la cosa no va, que no puede ser que el afán de llenar los bolsillos de pocos vaya a acabar con el planeta de todos. Lo dice en serio, con delicadeza, sin gritar, sin un adjetivo fuera de lugar, pero lo dice. Y al terminar abandona el discurso de dos páginas para improvisar unas palabras. Comprendemos, dice, el dolor y la irritación de los musulmanes ofendidos por lo que toman por una falta de respeto a su Profeta (SRLtda o lo que sea), pero las cosas como son: No hay justificación alguna para la violencia, sobre todo para la violencia contra inocentes. Y lo dice aquí, se lo dice a los fantasmas, que se la tienen que aguantar.

Luego viene la plenaria del foro mundial sobre el ambiente. Preside, desde un castellano infranqueable, el ecoministro yorugua (voy a presentarles el estado de situación, dice; gracias a la intervención del delegado de Chotolandia, dice: se está procesando una discusión interesante, dice). La reunión empieza con una hora de atraso. Tienen que aprobar unas enmiendas sacadas con fórceps o metidas con calzador en el proyecto de informe. El secretario lee las enmiendas al texto inglés y me resulta casi imposible traducirlas en abstracto. Pido por el micrófono que lean los párrafos enteros. Cuba y Dominicana exigen que, por lo menos, proyecten el original en la pantalla. Elemental, mi querido Guatson, pero tardan diez minutos en encontrar al técnico. Bueno, ya está, y los Estados Unidos, claro, no abren la boca sino al final, cuando todo está casi cocido y recosido para acotar que NO! Y se les acaba el tiempo de interpretación. Y mañana (hoy, casi) será otro día. Y el carrusel de la farándula sigue andando. Y el planeta pelando, secando o inundando, caldeando y acabando. Y, pese a las plagas que debieran los estar diezmando, los hambrientos se siguen multiplicando.

Pero bueno, mejor hablemos de teoría de la traducción.