viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS REGIOMONTESCOCHILANGAS (Octubre de 2004)

Ya se estaríais extrañando, ¡oh, uaxini!, de que este viandante fiolo faltara a la tradicional tradición de dejar sentida constancia de sus andares. Pos fíjense que ya no, lo que acontece es que andaba yo de computadora prestada y tiempo corto, pero ahora heme aquí en el apacible solaz del ariopuerto de Montereggio, en tenaz pugna con las teclas.

Salí de Viena el sábado 2 a las 11:00 camino de Francoforte sul Meno y ahí embarqué destino a México, DF, del cual me separaban 11 horas de amansadora, que se me pasaron volando (¡claro!), merced al mimoso trato de las azafatas de Lufthansa, la suculentez del morfi y la aterciopelada etilidad de los vinos (cuatro blancos y cuatro tintos, que fui probando en riguroso orden y con pulcro sistema, tal que el avión aterrizó como cinco minutos antes que este pasajero).


JORNADA PREVIA

En el aeropuerto me aguardaba Chano, eufemismo de Crecenciano, como de veras se llama, del Toro Flores, compañero que fue de quebrantos y borracheras en el Moscú de los postreros años 60, cuando aguardábamos impacientes el certificado de madurez de los veinticinco abriles y el de sapiencia de la Universidad. Chano se hizo después profe de la Universidad de Chapingo, como quien dice de La Plata, donde vive desde entonces, divorciado, como yo, de dos mujeres y padre (¡quién sabe si como yo!) de tres hembras todas mayores que nosotros los de entonces cuando era entonces todavía. Cené con él y su primera esposa, Consuelo, chilena, también de entonces y de allá, a quien la dictadura de Pinochet le arrancó a Chile de las suelas de los zapatos. Con Chano y Consuelo nos hemos visto seguido, como que son mi apeadero al llegar y mi estribo al partir cada vez que llego y que -¡ay!- vuelvo a partir de mi México lindo y querido, país pinche y entrañable, donde he sembrado tantos y tan buenos amigos y donde siempre me han tratado, digámoslo con todas las letras, d-e-p-u-t-a-m-a-d-r-e. Esa noche se me llenó de chismes y reminiscencias que cada vez se abrían paso más y más trabajosamente por entre las orejas que se rendían y los ojos que se me cerraban bajo el peso de las siete horas de yetlag ayudada por la dulce lubrificación del vino chileno y de la felicidad completa.

JORNADA PRIMERA

Al día siguiente, Consuelo me trajo al aeropuerto en el carro (disculparéis ustedes la pinche contaminación lexémica, pero es que donde fueres...) de Chano (porque son un ex matrimonio modelo que ya quisiera yo que se llevaran igual de bien tantos en ejercicio). Yo me embarqué en Aero California (¡sic!) a las 10:30 y al mediodía aterrizaba en un Monterrey tórrido y verde a dar a la Leti el primer beso carnal que no virtual en veinticuatro dilatados meses. Cuando por fin se me despegó, me percaté de que estaba también Nick. Nick Gibler es un traductor e intérprete de pro, a quien conocí en mi primer periplo y que se ofreció a alojarme. Del aeropuerto me llevaron a dejar la maleta y de ahí al banquete que los atimacuates habían reparado en mi merecido honor, ¡qué carajo! Fue en casa de otro atimacuate (Jorge, si las neuronas no me fallan como siempre, y si no, la Leti ya me lo va a rectificar). En el jardín habían montado una como enorme tienda beduina, bajo la cual se disponían mesas, sillas y atimacuataje. A foro izquierda, la parrilla, y cual la de Caronte al borde del Estiquio, una figura desproporcionadamente gigantesca, generosa de vientre y sólida de cuello, que remataba en una cabeza que asomaba todo lo que podía detrás de unos bigotes en que bien podían hallar refugio varias especies tropicales. A quién correspondería tamaña presencia, se preguntaréis pasmados, y seguro que se habréis respondido solitos, YES! al chachachachán... ¡¡¡CHARRO!!!

El gargantuesco azteca y este fiolo se confundieron en un prolongado y ceñidísimo abrazo que habrá dado que pensar a los malpensados de siempre e inquietado con cierta profundidad a más de una fémina que se había hecho ilusiones. Pero al rato salimos de la confusión y, recuperados ya sentido de la orientación y conciencia de las prioridades, nos dirigimos a la mesa donde nos aguardaban, con la impaciencia con que la hembra aguarda al guerrero, diversas botellas de variopinta complexión y heterogéneo contenido. Libamos a nuestra respectiva salud, y luego a la conjunta, y después a la de los atimacos, y tras ello a la amistad patagónico-azteca, y más tarde a la salud de los bomberos voluntarios de Veracruz, y endijpuej se me mezclan los recuerdos.
Terminada la ceremonia del reencuentro (¿o ya se puede decir "rencuentro"?), nos sentamos a morfar. Es decir, nos sentamos los demás, porque el Charro regresó por varios misteriosos atajos a la parrilla a seguir velando por las viandas de las que narraré ya desde Mécsico siti porque me llaman a embarcar.

PROSIGUE LA JORNADA PRIMERA

Los habíalos dejado, uaxini, literalmente con la boca abierta, a punto de degustar la panoplia de viandas con las que el Charro solidificó nuestra amistad tras haberla hecho abundantemente líquida en el episodio inmediatamente anterior a este que le sigue inmediatamente después. Tratose de nopalitos (en efecto, ni remotamente parecidos a palitos, como que son -¿digo bien, Leti?- hojas de tuna oséase, de cactus) con queso, frijoles charros (de donde el apodo del cocinero), setas (oséase, que hongos pa’ comer que no pa’ rascarse) de diferente cocción y calibre, cebollines (oséase, y mejor dicho, cebollones de verdeo) asados, costillitas (o, para qué escribir una cosa por otra, costillotas) de cerdo adobadas y carne de res (oséase, carne y punto), amén de una ensalada meramente decorativa (que no es cuestión de ocupar inútilmente espacio estomacal útil) y de un fuentón que pronto se me hizo fuentito de queso con pasta de guayaba. Y vino chileno pero bueno, y cerveza y otras bebidas a las que no presté atención por ser hombre del sur.

En torno y en frente y detrás demigo, el atimacuataje platicaba animadamente esa especie de español que hablan (nótese, para futuro debate, la concordancia del sujeto singular con el verbo plural, a ver Bosco, AurHum, GillCan, JuanEsk, Berni y demás uaxini de choque: ¡a la voz de ahura!). La Leti, Evita de Leti, Valeria de siete de Evita de Leti, Nick y su esposa gringa Kathy, Laotraeva y Rishona y su marido, ambas dos (que no su marido de Rishona) ex alumnas de este didascálico fiolo, pero que no me guardan rencor, el dueño de casa, Oliviaquemeorganizóelcursoenelteconológicoquenopolitécnicoperdónporelerror, a quien entré a llamar variamente Ofelia, Odilia, Olimpia y Obdulia y a la cual cumplo con el deber de honor de llamar por fin por su verdadero nombre, etc. Chismes y reminiscencias que luchan otra vez contra mis persistentes yetlag y alcoholismo, y la dulce sensación de otravez, que es la que más me edulcora las entrañas desde que no soy más el de entonces, porque, por suerte, Machado se equivocaba tantito y la huella que se ve mirando atrás puede, a veces y hasta cierto punto, volverse a pisar con los pies de la memoria.

En determinado momento no di más, y Nick y Kathy me regresaron a casa. Es un chalecito de dos plantas en un barrio florido, como son los de por acá. De esas casas en las que uno se siente cómodo antes siquiera de mirar en su torno y vislumbrar por qué. De esas casas que son espejo y caja de resonancia de quienes, literalmente, viven en ellas. Nick es un tipazo, chaparro, rotundo, de barba circular y voz de toro; de él podría decirse, como dice Marechal del petizo Bernini, que semeja un jabalí ciego. Kathy es una redneck hecha y derecha, pero solo por fuera. Adoba su exquisito español regiomontano con un tris de erres pastosas y vocales incompletas, única huella visible de su cultura anglosajona. Nick tiene que irse a Laredo, que a su padre le ha dado una gripa (así de femenina) y le toca sustituirlo en una reunión (porque el padre, de 83 pirulos, sigue siendo intérprete). Nos quedamos Kathy yo, y ella me cuenta la historia de ella, de Nick, de ellos. Tengo la impresión de que hace toda una vida que los conozco. Y, en rigor, hace toda una vida, porque entre el aeropuerto y ahora, ha pasado toda una vida, que viene a sumarse a tantas todas unas vidas que uno ha vivido y que ojalá nunca se acaben, aunque vayan a acabarse.
Una siesta en el cuarto que me han asignado, donde, trofeo y recuerdo del hijo que ha aprendido a volar solo, cuelga una hoja que no logro identificar y que Nick explica: de marihuana. Luego, un taxi hacia el centro, donde voy a encontrarme, un año después, con Nadia, mi Chapulina, que merece un capítulo aparte que no me siento en libertad de escribir, ¡lástima grande! Quizás más tarde y, si Dios es servido, en forma lisa y llana de novela, que, en rigor, se la merece mucho más que un capítulo. Queden en homenaje y gratitud estos puntos suspensivos.

INTERMEZZO URBANÍSTICO: KAISERBERG

Es una ciudad en forma de sierpe que se abre verde y vasto camino entre dos sierras que parece que fueran apartándose a su paso. La bisecciona el amplio lecho de un río que se ha marchado (pero que vuelve rabiosamente, me narran, y sin aviso, como un marido celoso obcecado en castigar a su mujer infiel). Las montañas van abjurando de su verde a medida que se meten debajo de los arrabales, mas lo recuperan al acabar en las barrancas para darse un beso interminable. Bordean el lecho sendas avenidas perfectas e impolutas. La arquitectura moderna es espléndida y sabe mostrarse. Nada de un sólido muro o de un bosque apretado de rascacielos que no se dejan contemplar individualmente: los edificios de avanzada están plantados de a uno, como árboles en un jardín. Allá, un par (siempre espaciado) de mojones de cristal acerado con enormes marcos de concreto rosáceo. Allí, una torre alba, interminable y solitaria, montada de a trozos como sobre un gigantesco puente vertical de acero espeso y renegrido. Viaductos, terraplenes, puentes. La delgada serpentina transversal del metro elevado, que engorda cada tanto en portentosas estaciones. El nuevo puente, que cuelga inusitadamente de un único y esbelto pilar, semejando una gigantesca lira. El casco viejo queda a una margen, precedido de una plaza en varios niveles donde campea la catedral manca (que no alcanzó el dinero para que le creciera la segunda torre), el espléndido casino, que debió, digo, haber sido pensado como teatro de ópera, y el magnífico edificio de la Gobernación (creo), debido al genio del abuelo de Leti. Todo interrumpido mil veces por el verde telón a la vez distante e inminente de las sierras. Es un espectáculo paradojal, esta ciudad tan grande respecto de sí misma y tan modesta frente a las montañas que la acunan, encabalgando, de ñapa, el río que la escinde. Se le perdona, entonces, este horrendo contagio de gringadas de neón, esta ausencia descomunal de Europa, ¡qué digo de Europa!, de la mera España, que distingue el resto de América latina. Trepidad, uaxini: ya nos va tocando también a nosotros, poco a mucho. Sierras arriba, Regiomonte se apacigua y reverdece en estrías de barrios residenciales. Más allá, más arriba, más remota, se convierte en lo que no puede dejar de ser: una ciudad más del Tercer Mundo, atestada de pobres, pero menos y menos pobres (dijérase de lejos) que los muchos y tantos de nosotros (a Buenos Aires le permite esconder -aunque cada vez menos- la indigencia su horizontalidad interminable).

JORNADA SEGUNDA

Al día siguiente viene a buscarme Odilia para llevarme al Colegio San Patricio, donde se supone que hable de la ONU a los chamacos del secundario (es decir, del ciclo básico), de entre trece y quince años. ¿Qué cazzo decir que les resulte pertinente? Voy sin mayor idea ni entusiasmo. El Colegio (ese campus del Colegio, que son tres y que los voy a conocer a todos) es un edificio moderno, salpicado de espacios verdes, montado en la ladera de una montaña, con los barandales y rejas color lila fulgente, amplio, acogedor. Me llevan a un salón donde se apelmazan como doscientos pibes en peligrosas ciernes de la adolescencia. Me escuchan con interés, preguntan, quieren más, siguen preguntando. Es, recordémoslo, un colegio para niños ricos, muy muy ricos. El alumnado es más güero que la media estadística. Los muchachos de pantalón verde y camisa blanca, las chamaquitas de faldas escocesas (siempre en verde) y alba blusa. Pregunta uno, ¿No cree usted que la guerra del Irak es más por el petróleo que por la democracia? Diplomático y discreto, respondo, Las dos cosas: es un trueque, los americanos traen la democracia y se llevan el petróleo: un negocio redondo, al menos para uno de los dos. Los cuarenta minutos previstos pasan a ser casi dos horas. La mayoría ya quiere mandarse mudar, pero una treintena insiste en que sigamos cerca de una hora más.

Regreso a casa de Kathy (que Nick se ha ido por toda la semana y parece que no he de volverlo a ver). El yetlag sigue estorbando, pero menos. Un siestita napoleónica, de diez minutos, lo aplaca. Al rato llega el Charro y nos vamos a un café a charlar hasta por los codos. La cosa va -¿cómo habría de ir la cosa de otra cosa?- de uacinos: el Charro, como il Furioso en abril, exige un minucioso pormenor del virtual y dicharachero uacinaje. Lo conmino a que se venga a Baires y a que se venga a Viena. Lo promete. Pero será Sandra la que lo obligue o le impida cumplir. Porque el Charro es un bisonte en lo que a relaciones exteriores respecta, pero el Ministro del Interior es Sandra, que, digo yo, lo tiene culo al Norte. En fin, que no me quiero inmiscuir en otras parejas que bastante tengo con las mías, pero yo que el Charro contaría, porque, si no, cuento yo y va a ser muchísimo peor, como pueden corroborarlo en carne propia el Rolls y, sobre todo, il Furioso.
A las 19:30 me constituyo en el Tec(nológico), donde doy la conferencia inicial, que es una síntesis de los emilios con que los he castigádoos todos estos años. Tengo una veintena de estudiantes, entre ellos el propio Charro, sentado muy modosito tras su pupitre, y a la Chapulina, que es traductora, pero no me pidan que diga más. Hay, aparte del Charro y quien esto digita, dos machos dos, uno de los cuales es muy macanudo y el otro seguro que me lo mandó el Bosco porque de inmediato se revela como la Oposición Sistemática. Habrá, me digo, que neutralizarlo antes de que sea demasiado tarde. Fuera de eso, las cosas salen redondas.

Del curso nos vamos Charro, Chapulina e infraescricto a un lugar que yo pido cochambroso e infrecuentable, pero que no es para tanto. Equis tecates más tarde, el Charro deposita a la Chapulina primero y al infraescricto después, presa este de las tenazas ineluctables de los abundantes tecates y los tozudos resabios del yetlag.

GLOSARIO IMPRESCINDIBLE

Chaparro = petizo
Güero = rubio
Tecate = lata (o, por extensión mía, botella) de cerveza
Gripa = gripe

JORNADA TERCERA

Ofelia me viene a buscar para llevarme al segundo campus del San Patricio. Un campus más pequeño pero en el mismo estilo y de los mismos colores. Esta vez, los chamacos son de Prepa (oséase del ciclo superior). Han organizado un simulacro de onusiano debate. Me enternece la inocencia: se dan la palabra solemnes, hablan claro, piden respetuosa licencia para preguntar. La putativa representante de España es nada menos que la sobrina del Charro, buena moza, vivaracha, coherente. Luego me preguntan si lo han hecho bien. Demasiado, les replico. Me piden anécdotas y rememoro varias, que, ahora que lo pienso, bien valdría consignar.

INTERMEZZO ANECDÓTICO

Hacia el final de la Asamblea General, los proyectos de resolución aprobados por las otras comisiones deben pasar por el tamiz de la Quinta Comisión, que les da o no su imprimátur presupuestario. La Asamblea prácticamente deja de funcionar, mientras la Quinta se afana por examinar uno a uno los proyectos que le han llegado. Eso la obliga a sesionar casi que las 24 horas del día. Aquel año (1978 o por ahí), presidía la Comisión un libio necio, prepotente y zafio. Yo formaba parte del equipo que cubría de la medianoche a las tres de la matina. Hacia las 2:30, la sesión se suspendió para proceder a una votación secreta. Mientras las oficiales de sala pasaban las urnas, yo abrí en toda su gloria el New York Times recién salidito del horno y me lo puse a leer tan pancho. Camino de las tres menos diez, uno de los colegas que venían a remplazarnos y acababan de llegar me pregunta si están por terminar. "¿Por terminar? -exclamo próximo al paroxismo-. ¿Con este pelotudo que no es más boludo porque se levanta tarde?" En medio de mi ex abrupto oigo un golpetear insistente en el cristal, alzo la vista y me topo con el semblante ajetreado del delegado del Ecuador que me hace señas desesperadas de que tengo el micrófono abierto. ¡Trágame tierra!, alcanzo a exclamar entre mí al tiempo que me levanto como electrizado con ademán de salir corriendo a la sala a suplicar clemencia a mis clientes. Giro y doy con el delegado de Nicaragua, que me dice: "Te reconocí la voz y vine a saludarte". "¡Hermano; me van a echar a patadas!". "¡No digas babosadas, que si lo sometes como proyecto de resolución se aprueba por unanimidad!". Igual salí a disculparme curul por curul: Argentina, Bolivia, Chile: y cuando llegué al colombiano me dice "¡No, conmigo no tiene que disculparse que fue que me avisaron tarde y usted ya había cerrado el micrófono!".

Durante uno de los períodos de sesiones de la Conferencia de Derecho del Mar, celebrada tradicionalmente en Jamaica, con presidente tradicionalmente jamaicano, había un joven delegado iraní que hablaba perfecto francés. Claro, le encantaba hablarlo y lo hablaba todo el tiempo. En la sesión inaugural le dan la palabra (¡como si fuera a bastarle con esa sola!) y el tipo entra a felicitar profusamente al presidente: que es un honor y un placer para mi delegación ver en la presidencia a un hijo tan preclaro, egregio y eminente de esta hermosa isla que es Jamaica, con la cual mi país, el Irán, mantiene acendrados y estrechos vínculos de amistad, famosa que es por sus playas de áureas arenas, sus frondosas palmas, sus aguas que acarician con suave murmullo, etc., etc., etc., etc., etc. Yo abro el micrófono y digo: “Señor Presidente, lo felicito”. Como a los tres o cuatro minutos, mis clientes alzan la vista para ver si sigo vivo y yo, para tranquilizarlos, añado: “Mucho”. Y entre los bostezos de los demás fulgieron las sonrisas de los latinoamericanos, de España... y de Austria, que el delegado austriaco quería practicar castellano y me estaba escuchando. Lo supe porque luego vino a decirme que tenía razón, que, al cabo, lo que el iraní estaba haciendo era felicitando... mucho.

En esa misma conferencia (¡¡¡de Derecho del Mar!!!) tocaba presidir el Grupo Latinoamericano a Bolivia (!!!). Los delegados habían convenido en que el embajador boliviano iba a aceptar el cetro de manos de la delegación argentina, agradecer la confianza depositada en su delegación, explicar que como era una delegación pequeña temía no poder cumplir debidamente con las importantes funciones que tamaña gesta requería, y suplicar a la delegación del Brasil que por favor se hiciera cargo de la presidencia. Comienza la reunión, abierta por el argentino, que con arreglo al primer punto del orden del día, entrega la presidencia al boliviano (acompañado por las otras dos funcionarias de su embajada: su hija y su sobrina). Este agradece, como estaba previsto, la confianza depositada en su delegación; señala, como se había acordado, que es una delegación pequeña a la que le costará no poco heroísmo cumplir con tan importantes funciones; pero promete que hará lo posible y pasa al segundo punto del orden del día. Los demás delegados intercambian miradas de asombro transmutado en furia, pero se aguantan. Como todo lo que había que hacer era transmitir el mando, la reunión es breve. Voy saliendo de la cabina y desemboco a la vera del delegado de Chile que le está comentando al argentino "¡¡¡¡¡Este huevón de mierda que en su puta vida ha visto el agua!!!!!!"

Porsú, que en mi narración en vivo escardé un tanto el vocabulario (por boludo dije “a. h.”), y omití “mierda” y “puta”, no así “huevón”, que algo había que dejar.

REANÚDASE LA GIORNATA TERZA

Terminada la sesión en el campus 2, me traslado al campus 3. Mismo estilo, solo que aquí me van a tocar los escuinclitos de la primaria. Están todos sentados en el suelo. Entro y se ponen ruidosamente de pie. Demasiado. Tanto que uno, muy serio, exclama "No hagan tanto ruido, si no, ¿qué va a pensar de nosotros?". Empiezan las preguntas: qué dónde nací, que cómo es vivir en Viena, que cuántos años tengo, que cómo conocí a Miss Olimpia. "Es una historia muy larga", replico misterioso y reticente. "¡Cuéntela!", ruegan o conminan sesenta tiples a ras de alfombra. "Todo comenzó en una hermosa noche de luna..."; "¡Uhhhhhhhhhhh!"; "...cuando abrí la computadora y vi un correo de Miss Obdulia"; "¡Ahhhhhhhhhh!": Me divertí como loco. Luego nos sacamos sesenta mil fotos con veinte mil cámaras y finalmente pudimos irnos a almorzar con Miss Olinda y el Charro (materializado oportunamente para la ocasión gastroetílica en ciernes) a la cervecería Santa Margarita (or syllables to that effect), donde dos años antes culminara mi primer periplo por Regiomonte, en compañía de Evita de la Leti. Yo piqué unas patatas con queso, pero con el Charro nos mandamos un nutrido muestreo de las maltas locales (siete, para ser precisos), y después más.

Por la tarde, descansé tantito y luego, otra vez al Tec. Esta vez les tocó trabajar a los estudiantes, incluido el Charro que, aplicado y cumplidor, figuraba en la abnegada minoría de quienes habían hecho la tarea.

A las 21:30, gran desbande. El Charro nos deja en la zona roja (sí, roja, no rosa), donde Nadia, a insistencia mía, me lleva a comer tacos dendeveras a uno de los antros menos recomendados y más recomendables (previa precaución de llamar a un taxista conocido, don Chuy, para que fuera a rescatarnos sanos y salvos o, en todo caso, salvos, porque sanos lo que se dice sanos, como se verá a continuación, ni por putas). El pintoresco fondín Tlateleloco o Tlulipán o Tlepelqulequle hermanos, ocupa una esquina como quien dice la de Salta y Chile en pleno epicentro de nuestro barrio de Montserrat. Un edificio de los pocos viejos, al borde ya del casco ídem y en las inmediaciones (aunque no tantas) de la Leti. Mesas altas y largas bordeadas de bancos enhiestos y francamente endebles. Un mostrador tras el cual la “seño” cobra y otro tras el cual el “joven” entrega unos tacos que huelen a paraíso. A medida que nos aproximamos a una de las mesas nos va picando ya la salsa del pote que marca su centro exacto y que tiene un alcance comprobado de tres metros. Ponle nomás tantito, previene gentil cuan inútilmente la Chapulina autóctona que, claro, knows whereof she speaks, pero yo estoy en pleno tren machote (que es, al cabo, mi primera velada a solas con la chamaca) y me zampo mero mucho muy. Los tacos están deliciosos (al menos eso intuyo entre las llamas). Tal es el ircerdio que, abjurando de mis principios más acendrados, apostasiando vergonzantemente y periclitando mis otrora gallardas banderas, degluto dos latas de: ¡¡¡¡Sprite!!! (es que no venden cerveza). Con una gallardía que me honra, pero que, más fundamentalmente, honra a nuestro país, mantengo un símil de conversación y negocio unas sonrisas intermitentes aprovechando los rictus a que me obligan la contracción de mi estómago y el retorcimiento de mi esófago. La Chapulina llama a Don Chuy -que llega con la novedad de que acaban de hacerle añicos la luna trasera y de afanarle el tocaCDs, pero que no por ello deja de sonreír todo el tiempo- y entre los dos logran estirarme y mantenerme estirado hasta que me sueltan dentro del taxi y ahí me enrollo como alambre de fiambrera. "Don Chuy -mascullo a medida que el diafragma me va consintiendo las sílabas-; dejamos a la chamaca y me lleva rápido a casa a que me tome un Alka Selzer". "Vea, señor, yo tengo unos antiácidos muy eficaces que siempre cargo en el taxi porque nunca falta un güero que se me enchile", me tranquiliza. Paramos a comprar una botella de agua (¡¡¡¡¡de AGUA!!!!) y me trago dos, tan buenos que siento como van allanándose camino hasta que llegan al estómago y apagan la deflagración.

Esa noche sueño con el infierno del Dante, al que corro aterrorizado en busca de alivio, acosado por la risa burlona de una Chapulina multiplicada por mil.

JORNADA CUARTA


El Charro viene a buscarme para que desayunemos con Evita de la Leti y su madre (de Evita de la Leti, oséase la Leti propiamente escrita). Tacos, of course, en un lugar de pueblo, pero no tanto como el de la víspera. De ahí a la Uni(versidad), donde doy una conferencia sobre la teoría de la mediación inter(cuni)lingüe. Con los maestros nos vamos a comer a un restorán muy mono, donde abjuro una vez más de la cerveza y me conformo con acompañar mi paleta de cabrito con cuatro vasos de sangría.

Siesta por medio, final del curso en el Tec. Han acudido como diez gentes nuevas, entre ellas el mismísimo Nick, cuyo viejo se ha divorciado de la gripa y que ha retornado raudo a Montreal, e incluida la mismísima Sandra del Charro de Sandra. El curso termina en un rotundo Do mayor, levemente desestabilizado por el enviado del Bosco, que colofona con la última pregunta: "¿Y eso de la mediación interlingüe qué es?". Fotos, besos; besos, fotos y el Charro que se impacienta porque ocurre que nos vamos a ver un chou, "La magia de la palabra", escrito y protagonizado por un lingüista cuni, muy divertido, con excelente música y dos bailarines, uno que ni miré y una güera que estaba regüenota. El evento tuvo lugar en un como restorán, en torno de una de cuyas mesas nos dispusimos Evita de la Leti, esta última, Rosa Garza, Nick y Kathy, el Charro de Sandra y esta última, Blanca de la Uni, dos güeras más, la Chapulina y el infraescricto, que combatía un sueño tenaz con más denuedo que Bush a Bin Laden, ayudado solidariamente por la güera regüenota que, por suerte, salía a cada rato a menear sus chichis cual oportunísimo sonajero.

De ahí nos fuimos a cenar propiamente dicho (porque nos habíamos limitado a piñas coladas y margaritas y eso). Solo que la Chapulina desertó porque la reclamaba su propia Valeria, que, y prometo no divulgar nada más, la Chapulina tiene una hija, precisamente, de ese nombre, y no solo de ese nombre, sino que de cinco años, de cuyo padre está divorciada (la Chapulina), lo cual deja cierto espacio que más de uno, no lo dudo, habrá querido aprovechar.
Tacos de puerco adobado de por medio enjuagados en abundante cerveza (¡por fin!) entro a besuquear viejas y a abrazar cuates. Ya en casa, digo mi agradecido adiós a Nick y a Kathy y me voy a dormir lo poco que me queda de la noche. Es que acordé con Don Chuy que me viniera a buscar (a recoger, que dicen estas gentes) a las seis de la madrugada no sea cosa de perder el avión, que por la tarde comienzan mis onusianas funciones en el invivible DF.
Y así acaba mi primera otravez en Regiomonte, con la Leti y con Evita y con el Charro, con el Tec y con la Chapulina, pero, de eso, ni una palabra más. Bueno, no ahí, no todavía, que Don Chuy -que ha estado esperándome paciente desde las seis menos cuarto, pero que no ha querido molestar- me dice que acaba de llamarlo la Chapulina, que la pasemos a buscar que quiere acompañarme al aeropuerto. Y eso hacemos, y, por el camino, Don Chuy me cuenta retazos de su historia.

INTERMEZZO BIOGRÁFICO: DON CHUY

Don Chuy se llama, en realidad, Jesús. Me he venido enterando de que es uno de los taxistas de confianza de los piringundines de la zona roja (me lo ha contado a raíz de la farmacia que lleva en el coche). Las chicas a go go (o, más exactamente, a chi chi) cuentan con él para llegar al trabajo pero, sobre todo, para llegar a sus casas, muchas veces borrachas como cubas, cuando no dopadas. Don Chuy, me dice, les dice a ellas "En este taxi hay de todo y de todo les puedo dar, menos droga". A alguna ha tenido que averiguarle la dirección preguntando por ahí, porque ella misma ya no se la ha sabido decir. Don Chuy es un hombre chaparro y enjuto pero vivaz, de voz de tenorino, dentadura diezmada, cabello cano y lacio, barba esporádica, rasgos aindiados, ojos muy pero mucho muy negros que brillan con destellos de bisturí. Cordial, dicharachero, franco, bondadoso. Casado y abuelo, cuando habla de su mujer o de su nieto parece que canta. "Yo era muy bebedor -rememora-; lunes, martes y miércoles trabajaba, jueves descansaba tantito, pero de viernes a domingo mi familia no me veía que yo me iba de parranda y desaparecía. Pero fue que un día me enteré que estaba diabético y ya no bebí más. De que era diabético me enteré cuando tuve el accidente. Las muchachas venían borrachas y me dieron cuando yo pasaba. Es que se pasaron el semáforo, y para peor venían con las luces apagadas, que si no yo cuando llego a una intersección siempre me fijo en las franjas amarillas, que reflejan la luz. Yo no más escuché el grito y sentí el golpe. Por suerte, no me hice mucho, nomás una costilla y el hematoma. Solo que no se me reventó y yo le pedí al paramédico que me lo reventara, pero me dijo que ya no podía pos porque se había coagulado y a mí me dio miedo de que el coágulo se me fuera al cerebro y ¡zás! Pero por suerte ya no y en el hospital me lo fueron vaciando con jeringas. Pero el auto quedó total. Y cuando me llamaron a declarar, el licenciado me dijo que era culpa mía y yo que no, que si las fotos mostraban que el golpe me lo habían dado del lado derecho y que no podía ser porque si no quería decir que yo venía contra sentido. Y el licenciado que aquí esta el reporte y yo que que al reporte lo habían cambiado y que cómo de grande había sido el billete. Y él que no, que no le permito, que yo jamás he aceptado un soborno y yo que entonces ya nos estamos entendiendo y que yo, además tengo un testigo y lo llamaron a declarar y al policía le dieron 72 horas de arresto porque fue que las muchachas le habían dado mordida para que cambiara el reporte y él lo cambió. Entonces al dueño del carro le reintegraron el costo del vehículo, pero yo, claro, me quedé quince días internado sin chamba y a mí sí que no me dieron nada, pero bueno. Y yo tenía todo el día organizado para buscar a mis clientes, que uno me había pedido que lo llevara a tal sitio a tal hora y otro que al aeropuerto y así y yo ese día hubiera tenido mucho trabajo, de modo que le pedí a una enfermera que bajara a pedirle a un colega que subiera y le di los números de teléfono y que a ver si entre él y otros podían cumplir, porque a mí no me gusta eso de andar defraudando a la gente que ha tenido confianza en mí". Así, con ese vocabulario a menudo exquisito habla Don Chuy, y con él el resto de estos pinches mexicanos que qué se creen.

JORNADA QUINTA

Ya en el aeropuerto desayunamos los tres, Don Chuy, la Chapulina y el infraescricto. La Chapulina se me había encocorado por no sé qué que le dije o le dejé de decir o que hice u omití (no llegué a averiguarlo con seguridad) y también a Don Chuy, pero creo que por otra cosa. Yo aproveché para proceder a una deposición diurética y los dejé solos diciendo: "A ver si lo regaña un poco a usted, Don Chuy, y se me calma un poco". De regreso, pregunto a Don Chuy y me contesta: "No, no me regañó, ¡pero por favor no se vuelva a marchar!". Y me despido de mi nuevo amigo a quien quién sabe cuándo volveré a encontrar y de la Chapulina, pero hasta aquí llego.

Y fue nomás desde el aeropuerto donde mandé la crónica de mi arribo y del inicio de la primera jornada. Y ya que estamos, encuesta a los uacinos de choque: ese "donde" no me termina de sonar, "desde donde" menos, menos aún "cuando" y "que" es galicismo. ¿Vosotros qué pondrían?

GLOSARIO IMPRESCINDIBLE

Seño = apócope de “señorita” o de “señora”, que es como se llama aquí a la moza (camarera para los infiltrados).

Joven = na’ que ver con la edad: masculino de “seño”.

Maestro = profesor (profesor = maestro)

Chichis = “lolas”, “gomas”, “limones” o, más generalmente, tetas.

Chaparro = petizo, petiso, cuarto litro con espuma, cinco ’e queso y, en general, de baja estatura.

Vieja = “mina”, “naifa”, “mosaico”, “hembra” o, más generalmente, mujer del sexo femenino.

Cuate = “choma”, “chabón” o, en general, ser humano adulto, de sexo masculino, preferentemente grande, con el cual el hablante connota tener amistad.

Escuincle = “pibe”, “chango”, “pendejito”, “gurí” o, en general, ser humano de corta edad.

Chamba = “yeite”, “curro”, “laburo” o, en general, ocupación remunerada.

Mordida = suma de dinero que se paga sub rosa a un funcionario público a fin de influenciar el curso de la justicia o de la administración civil.

Tantito = diminutivo de "poco".

JORNADA QUINTA BIS

Llego al DF como a las 10:30, pero la comitiva de rigor no aparece, de modo que me tomo un taxi al hotel Nikko (¿a quién se le habrá ocurrido el nombre?). Es que estoy, uaxini, de coordinador de la reunión de la HONLEA (Heads of Law Enforcement Agencies) que comienza el lunes en la Secretaría de Relaciones Exteriores. Subo a mi habitación, desensillo, me quito la ropa civil, procedo a un reordenamiento de las funciones orgánicas, retorno a la habitación propiamente dicha, me meto encuerau en el lecho (¡ay pero solito!) y tocan a la puerta. “Asumo” que ha de ser el botones que viene a ver si esta vez sí le doy propina y entreabro la puerta, asomando tan solo lo prudente -¡menos mal!- de mi frondosa anatomía y tropiezo con el rostro cetrino de una chamaca de lo más elegante y de un cuate hasta que de corbata que me preguntan: “¿Señor Viaggio?” (claro, yo muy señor no parecía y deben de haber querido cerciorarse). “El mismo que en otras circunstancias vestiría y calzaría”, replico. “¡Ay qué pena con usted! -exclama la muchacha de lo más sospechosamente-; es que fuimos a buscarlo al aeropuerto pero no lo encontramos porque fuimos a la salida internacional”. (¿Habrían creído que yo venía de Monterrey California, ex México?). La cuestión es que mantuvimos un cordial diálogo ellos paraditos afuera y yo inclinadito adentro, me dieron una carta del Director de la Procuraduría General de la República, un señor muy amable que parece que se había enterado de que llegaba y me mandaba avisar, en un inglés pintoresco, que no saliera solo por la calle que había delincuentes y zapatistas sueltos.

Terminada la ceremonia protocolar, me enderecé le mejor que pude y retorné al lecho, que seguía -¡ay!- solo.

No termino de apoyar mi atribulada testa sobre la almohada cuando suena el teléfono. “¿Sr. Viaggio?”, indaga una voz a la vez femenina, joven y fresca. “El mismo” (¡claro!). “¿Habla español?”. “Un poco”. “¿Prefiere inglés?”. “¡Noooo!”. “Pos que venimos de la PGR, que lo teníamos que encontrar en el aeropuerto pero no lo vimos y nos da mucha pena. ¿Podemos subir o prefiere bajar usted?” ¡Qué pregunta! Pero miento, “No, deme cinco minutos que ya bajo”. Son Rubídeveintisiete y Anadeveintidós, que van a trabajar conmigo. Yo les ofrezco sendas margaritas y me pido un daiquiri. Medio trago después ya me tutean -bien que intermitentemente- y yo les he contado pasajes selectos de mi biografía. Dos tragos después, pos como cuates de toda la vida (de ellas, porque la mía les sobra). Y así es como que al calor del etílico efluvio les divulgo que el sábado me viene una como que medio novia (de la cual no he de decir una palabra, o tal vez oportunamente, o, más probablemente, en forma totalmente inoportuna, y para los que vayan pensando mal o bien, según, estoy neosoltero).

A las 16:30 nos juntamos con María Elena la ecuatoriana y Khalid el pakistaní camino de la Secretaría de Relaciones Exteriores, sita que está en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, que supo ser la Tien-an-Men chilanga allá por 1968, cuando el licenciado Luis Echeverría Álvarez, Ministro de Gobernación del Licenciado Gustavo Díaz Ordaz, Presidente de la República, ordenó que las tropas dispersaran una inoportuna manifestación estudiantil que venía a escupir el asado de los Juegos Olímpicos, la Copa del Mundo de Fútbol y la inauguración del metro. Entre 200 y 300 muertitos, no más, todos jóvenes. Por alivio, el licenciado José López Portillo -que luego será merecidamente Presidente de la República-, tras una minuciosa e implacable investigación, concluyó que todo estaba en orden y que limpiaran la sangre de las lajas y taparan los agujeros de bala de las puertas de los ascensores (que yo los vi con mis propios ojos en mi primer viaje, allá por enero de 1969). Bueno que, pese a que nos llevan y nos traen (¡a los tres que somos hasta esta noche!) precedidos de patrulla policial, balizas psicodélicas y sirenas estridentes, llegar nos toma cincuenta y dos minutos exactos, en parte por el tránsito infernal del DF y en parte porque nuestro chofer es medio bagual pa’l volante y se deja cortar y desviar, de modo que la autopartrulla debe detenerse cada quinientos metros a esperarnos. Llegamos, pues, con casi una hora de atraso a la reunión con nuestros homólogos de la Secretaría y de la Procuraduría. Todo esta bien, salvo que en la hermosa sala de reuniones, la pantalla para las presentaciones está de espalda a las cabinas y obstruye, de ñapa, la visión del recinto. Así nomás la han instalado, y así nomás la han dejado. Yo digo que o cambian la pantalla o cambian las cabinas. ¡Pero si se les dan los textos de las imágenes y hasta les podemos poner monitores para que vean la presentación también ustedes! Pues que poco importa, porque necesitamos también ver la sala. ¡Pero si siempre lo hacemos así! Pues que esta vez no. ¡Pero que si nunca se han quejado! Pues que esta vez sí: los intérpretes necesitamos ver la sala. ¡Pero si los otros lo han podido hacer sin ver! Pues que nosotros también podríamos, pero que eso nos ocasiona un estrés que no estamos dispuestos a aceptar: los contratos que hemos firmado se rigen por el acuerdo entre la ONU y la Asociación Internacional de Intérpretes de Conferencia, que estipula que los intérpretes tendrán en todo momento visión de la sala y que ¡ya! ¡Es que las pantallas portátiles que tenemos son pequeñas! Pues ponen varias. ¡Es que van a tapar las banderas! Pues que las corren. Y así se hará. Luego viene el problema de los monitores, que están de espalda a los intérpretes porque sobre las mesas no caben: Si no hay planos, esos se pueden montar sobre guías de teléfono y ya sí caben, pero hay. En todo caso, la consigna es clara: es una conferencia de cinco días, no se trata tampoco de cambiarlo todo innecesariamente; si fuera de tres semanas, otro gallo cantaría. Y yo me quedo muy que pero muy satisfecho del poder administrativo que por suerte me asiste de hacer que las cosas se hagan bien, porque las condiciones de trabajo no se conceden: se comprenden, se explican, se conquistan y luego se defienden.

De regreso al hotel, bajo de la camioneta en pleno trance diurético y corro a mi habitación. Salgo del ascensor y del de al lado emerge, demudado, sudoroso y jadeante un mexicano chaparrito, de traje oscuro que parece que era o va a ser para un hermano mayor, con una credencial penduleándole furiosamente de la solapa. Lo saludo (se conoce que trabaja para nuestra seguridad) y le pregunto si va para el lado de mi habitación. “Es que el chofer que les han asignado no es policía, y no sabe cómo son estas cosas”; “No, claro, se deja cortar por otros coches y no pone las luces de emergencia”; “Así es:” Y veo que me acompaña hasta la puerta y se me queda mirando. “¿Ud. me viene siguiendo a mí?”, “Pos sí, para eso estoy, por las dudas”. Bueno, supongo que quieren cerciorarse de que no me enchile.

JORNADA SEXTA

Ahora, rezienzito nomáh, acabo de ir nuevamente -¡iuguésdit!- a mear. Procedo a la catarsis, meneo retroprospectivamente el nabo que Dios me dio y que tantas naifas no saben lo que se pierden, me enjuago los tres dedos de servicio, salgo y me encuentro sentados en un sofá, ahizito nomáh ajuera del escusau, a dos como primos del de ayer, también de traje oscuro y ajeno, que se ponen de pie y yo creo que es para hacerme la venia, solo que no, que me andan siguiendo pa’ -literalmente- todas partes. Solo que ayer yo estaba en el hotel, o sea, expuesto a un atentado terrorista con chile habanero (que ya conocemos los antecedentes del castrismo); pero ahora estoy en la mismísima Secretaría de Relaciones Exteriores, excepto que en su interior de la misma, y sospecho que me siguen pa’ que no sea yo el que se meta a enchilar a nadie. ¡Pinches mexicanos!

Los preparativos avanzan sin tropiezos. Trabajamos con gente que sabe lo que hace y se empeña en hacerlo bien. La atmósfera es inmejorable (pero también lo ha sido en Panamá y en Lima y en Santiago y en Salvador de Bahía, salvo que acá en vez de tener que remodelar un hotel, tenemos todo instalado y de primera).

Todavía ni he podido mirar esta ciudad tan entrañable como exasperante. Ayer volvíamos, más apaciguados nosotros y el tránsito, por el Paseo de la Reforma, el Shanselisés de ellos, con sus veredas vastas y sus glorietas espléndidas y sus árboles otrora espectaculares, y yo me acordé de cuánto más me había gustado hace van para cuarenta años, cuando México envidiaba metro y tamaño a Buenos Aires, y el smog era menos perpetuo y asfixiante. Se tocaban, entonces, las copas de los árboles por encima del Paseo, y hasta Insurgentes (la Libertador local) era un túnel verde. ¡Ya pos ni modo! ¡Si hasta el antes palermitano Parque de Chapultepec va dando pena! ¡Parque de Chapultepec! ¡Cómo me asombré yo cuando Silvia Solórzano, la hermana de mi amigo Julio -compañero, como Chano y Consuelo, de Moscú- me trajo de paseo y vi que los mexicanos le ponían chile a la piña y a la papaya! Esa noche, Silvia me hizo probar mis primeros tacos “de a peso”, exquisitos y picantes como la jija de la chingada. ¡Castillo de Chapultepec! Desde cuyo alto prefirieron arrojarse al morir, el 8 de septiembre de 1847, cinco cadetes de la Escuela Militar, los Niños Héroes, antes de entregarse a las tropas gringas que, para variar, habían invadido México y ocupaban la capital (que Bush Jr. tiene muchos y gloriosos precedentes, no se vaya a creer; ¿buscarían ya entonces armas de destrucción masiva?).

Por cierto y ya que estoy, la familia de Julio era guatemalteca. El padre (o, mejor dicho, el esposo de la madre) había sido ministro del gobierno de Jacobo Árbenz, derrocado, para variar, por un golpe premonitorio del de septiembre de 1973 contra Allende, y orquestado y financiado, como ya se sabe aunque se haya sabido siempre, por la CIA de John Foster Dulles, y llevado a cabo por su turiferario Castillo Armas (Julio era, en realidad, hijo de Arévalo, el predecesor de Árbenz e iniciador del proceso democrático guatemalteco). Yo conocí a Alfonso Solórzano y a su mujer, la poetisa Alaíde Foppa, y a sus cinco hijos: Julio, Laura, Mario, Silvia y Juan Pablo. Primero mataron a Juan Pablo, en Guatemala. Luego a Mario (que era un connotado periodista de la TV guatemalteca). Más tarde mataron a Alfonso en un supuesto accidente de tránsito en el DF, y finalmente a Alaíde, asesinada salvajemente con su chofer (solo que a él simplemente le pegaron unos tiritos) durante una visita a su madre. Me decía una vez Julio, abriéndose paso entre el vaho de una borrachera crónica, a raíz de que el gobierno de turno quería remendar relaciones con los tres Solórzanos supérstites: “Me mataron a mi madre. Me mataron a mi padre. Me mataron a un hermano. Me mataron a otro hermano. ¿Qué me pueden ofrecer a mí a cambio esos cabrones? ¿Un yate?”. Julio se repuso de su alcoholismo, por cierto, y esa ahora representante en México de Rigoberto Menchú, la india Premio Nobel de la Paz. Vive en Tepoztlán y voy a tratar de que nos veamos. Ah, y ya que estoy: a su primera mujer, Clara, con mi amigo de entonces, César Verduga, la sacamos como pudimos de Chile para que pudiera viajar a México a juntarse (y casarse) con Julio, allá por enero de 1974. César viajó con su mujer Ana Jusid (ambos ex lumumberos, como Clara, y ella prima de Juan José Jusid, el director de cine) de Chile en el avión de la Fuerza Aérea que sacó a quienes se habían refugiado en la Embajada Argentina en Santiago. Cuenta que los alojaron en el a la sazón Hotel Internacional de Ezeiza, cuyas habitaciones todavía lucían las manchas de sangre de cuando, a raíz de la llegada de Perón, torturaron en ellas a los montoneros y demás miembros de la Juventud Peronista los sicarios del Mayor Osinde, entrenados y asesorados por oficiales franceses de la Organización Armada Secreta, que habían atentado antes contra De Gaulle el famoso Día del Chacal. César abandonó el Partido Comunista y pasó a la socialdemocracia, fue Ministro del Interior del gobierno de Jaime Roldós (muerto en un accidente de helicóptero sospechosamente idéntico al que mató a mi General Omar Torrijos en Panamá, de modo que quedase al mando mi General Antonio Noriega, que luego depuso, no sin antes haber destrozado el casco viejo de la ciudad, Bush Sr.). ¡Oh, la historia enrevesada de uno y del universo! ¡Extraña vida esta mía, que me ha metido a la vez en medio y al costado de tantos misterios! ¡Y extrañas las barrocas conexiones neuronales que me hacen empezar estas crónicas no más pa’ contar anécdotas e impresiones y de pronto me arrastran a todos mis pasados!
Me cuesta seguir, uaxini del alma. Tal vez mañana.

JORNADA SÉCTIMA

El viernes nos llevaron a almorzar a un restorán relativamente cerca de aquí, a lo bestia, claro, como hacen todo estos pinches mexicanos. De ahí de vuelta a la Secretaría. A las17:00 estaba yo supuesto (¡a ver Bosco y demás virtuales gendarmes!) a ir al aeropuerto, pero se habían llevado nuestra camioneta sin permiso, lo cual me dio la ansiada oportunidad de enojarme tantito y de hacer que me pidiera disculpas hasta el Presidente de la República, lo cual, hasta cierto punto, palió el hematoma a mi ego que fue tener que salir arrastrando valijita de fin de semana y parar un taxi como cualquier hijo de vecino.

¡Alto ahí!, se habréis exclamado internamente muchos: ¿Que que no está ya en el DF? ¿Y a qué chingaos va con valijita de fin de semana al aeropuerto este pinche fiolo? Lo sabréis apenas llegue, si por fin divulgo cosas que un caballero no debiera divulgar sino a otro u otros caballeros, de modo que de aquí en adelante y hasta que yo les avise, que siga leyendo solo il Furioso.
Bueno, que llego finalmente al aeropuerto… ¿Que no les dije que ya no siguieran leyendo? ¡Pinches chismosos! ¡Ya, váyanse a contar palabras o a buscar términos raros! Bueno, que llego finalmente al aeropuerto… ¿Pero es que todavía están aquí? ¡Pinches fisgones voiyeuristas o como chingaos se escriba! Bueno, ya, quédense, pero calladitos. Decía, entonces, que llego finalmente al aeropuerto y me encuentro en el Barón Rojo (otro de mis áliases, por aristócrata, por machote con deslices de ortografía y por lector de Página12) con… ¡Chano! -¡cómo cayeron, ur de Dio!-, que me estaba esperando para que, cuando llegara… pero no, esto mejor no lo cuento, nos fuéramos a Chapingo, a pasar el fin de semana sheluí, como diría la SuFís si ella fuera tan chismosa como ustedes que seguro que ha cambiado de programa y está esperando que sea hora de volver a leer estas crónicas, que, dicho sea de paso, ya no son regiomontañesas sin mero chilangas y este fin de semana ni eso pero ya me estoy yendo por las ramas. ¿Dónde estaba? Que almorcé…, que volví… que tomé un taxi… ¡ah, si! Bueno, ya no quiero darles más largas al asunto: es hora de revelar, me digo no sin cierta hesitación (que parece calco del inglés, pero que existe, y si no vayan a fijarse en el diccionario que total yo los espero).

¿Ya está? ¿Vieron que existía? No, si ai nou juerof ai spik, ¡qué chingaos! Cierta vacilación, decía… No, no decía vacilación sino hesitación, que ya vieron que existe, ¿o quieren fijarse en otro diccionario por las dudas? Bueno, pero no perdamos el hilo en apartes carentes de toda pertinencia, como suelo patrocinar desde estas mismas pantallas para escarnio, mofa e indignación del Bosco. ¿Dónde estaba? Ah, sí! Bueno, que entonces nos subimos al auto de Chano pero como entre las muchas virtudes que adornan a Chano cual chirimbolos que penden vistosos de un árbol de Navidad no cabe, o se ha caído y no la encuentra, la de hermanar visión, reflejos, órdenes a los músculos, y, por último, contraórdenes a esos mismos o, a menudo, otros músculos, de modo que se hermanen vehículo y rumbo, y velocidad y condiciones del tránsito, y se disocien rumbo y camión que se te viene encima, ¡boludo!, Chano me cede las llaves de su milagrosamente vivo Nissan. Y ahí sí que emprendemos rumbo a Chapingo. Desensillamos en casa de Chano, que en un gesto que a él lo honra y a mí me desconcierta hasta el caracú, ha limpiado una recámara, tendido una cama, repasado un baño y puesto una toalla limpia a nuestra disposición de los dos, que total yo me seco de un lado y esta otra persona que no sé si les conté del otro.

Y después fuimos a cenar donde Consuelo, solo que yo, presa de cierta emoción que creo haber descrito en todos sus pormenores, no tenía nada de hambre, de modo que, pa’ no despreciar, me apliqué afanosamente a libar vino chileno pero bueno. Tras lo cual, me cuentan, volvimos a casa de Chano (¿pero manejando quién?) y me acostaron. Qué aconteció esa noche mientras yo mimoseaba con Morfeo no me consta y prefiero no averiguar, pero me desperté y entre las punzadas a la sien supe detectar un bulto junto a mí y me tranquilicé tantito.

JORNADA OCTAVA

Secados prolijamente con nuestra respectiva faz de la toalla, Chano nos llevó a desayunar al mercado. No es del caso repetir la vistosa descripción que gasté en Janitzio (vide Crónicas Regiomontanas originales, octubre de 2002), pero que igual estaba lleno de colores para comer y que me comí como que un arco iris entero: tacos de ceviche, huitlacoche con queso, arrachera, cecina y otras cosas más cuya ontología prefiero dejar en el misterio. Se nos juntaron la hermana de Consuelo (ella, como sus padres, también exiliados del 73 que ya no van a regresar), su medio como novio, (H)irán(M), mexicano, y su hija de ella (otra Valeria, creo), de diecinueve pirulos, que está siguiendo Estudios Latinoamericanos en la UNAM y que nunca ha a pisado Chile (es que el exilio tiene ese precio atroz de que los hijos de uno son extranjeros). Hiram (pongamos que se escribe así y ya dejémonos de pendejadas), desde detrás de una mirada de halcón mal empañada por unas gafas oscuras, soltó su pequeño dardo: "Es cierto que entre Chile y la Argentina hay competencia?". "Sí, pero desleal", retruqué yo ya totalmente repuesto de la mona, para añadir: "Claro que tienen una gran ventaja, porque pueden esquiar en traje de baño". Pero de ahí no pasó. Esa tarde preparé una salsa con cebolla, ajo, chilito, tomates perita maduros que todo el mundo me preguntó que para qué los quería (es que estos pinches mexicanos y estos chilenos fomes no tienen ni puta idea de qué son las pastas, pobrecitos), unos hongos y otros hongos, un cubito de caldo de carne, sal, pimienta, orégano fresco y tantitas hierbas italianas que había un frasquito, y me mandé unos rigattoni que mejor no les cuento a ver si les da hambre.
En realidad, la salcita la dejé reduciéndose a fuego harto lento (que ya estoy en casa de chilenos) y nos fuimos al cine a ver Diarios de motocicleta (o como se llame), que me gustó muchísimo, sobre todo el papel de de la Serna, que hace del cordobés amigo del Che. Ver ese Buenos Aires querido (¡y de aquella querida época!), ver esa casona de Miramar y oír Mala Junta (y Delicado) pero sobre todo, ese paisaje austral interminable, me hizo un nudo de bandoneón en las tripas… Le tomé la mano a la persona que estaba a mi lado (no sé si les expliqué quién es) y musité, mojadamente, "Yo me vuelvo y se van todos a la reputísima madre que los parió!". Cuando la Poderosa atraviesa el lago Frías y aparece el sur chileno, le tocó moquear a Consuelo, que viene de Temuco, la ciudad donde les hacen el reportaje, y que ella no ha vuelto a ver estos ya 31 años.
Regresamos como a las 21:30 y la salsa nos aguardaba con un tufillo casi de mujer. Para la ocasión, abrimos una botella de Rincón Famoso y otra de Navarro Correas Cabernet. Luego alguien -pero seguro que no Chano, que tiene una mente estratégica impermeable a las distrayentes minucias de la táctica- levantó la mesa y lavó los platos. Y volvieron a llevarme a casa de Chano, donde al día siguiente me desperté igualmente reconfortado pero para encontrarme con que la toalla no se había secado bien de mi lado, de modo que más que secarme, me volví a repartir el agua.

JORNADA NONA

Omití narrar que en el mercado de marras compré he hice comprar asimismo los ingredientes imprescindibles para una cazuela de pulpo, precedida que terminó siendo por unas paltas rellenas all' uso fiolesco, oséase: una latita de atún a la que se le ha extraído agua o aceite, según, dos cebollotas de verdeo, dos dientes de ajo, un chilito, abundante mayonesa, mostaza de Dijón y a la antigua, dos limoncitos, tantito de sal y tantito de pimienta, que se entreveran en un fudprósesor ¡y a la mierda!

La cazuela de pulpo puede hacerse así: el pulpo se hierve en vino blanco con una cucharadita de vinagre. Según el tamaño y la calidad, puede tomar entre media hora y una hora y media. Está cuando el tentáculo más grueso puede cortarse donde nace con un tenedor. Con esa agua luego se prepara el arroz (que queda más rico si primero se fríe con montañas de ajo picadito bien fino). Entretanto, en la cacerola final se fríen en aceite de oliva ajo, cebolla, cebolla de verdeo, puerros y chilecito picantito. Cuando están que entran oscurecerse se agregan los pimientos verdes y rojos. Cuando están, entran los tomates maduros que yo trozo con cáscara y todo. Una vez que está el pulpo, se le agrega ya cortado con una taza más o menos del vino en que se hizo (el resto se guarda para otro plato otro día). Con cada ingrediente que se va añadiendo se sala y se pimienta. Si hay cilantro fresco, corónese todo a último momento. Si no, laurel y hierbas italianas o provenzales. Yo incluí, por las dudas, un kilo de camarones. Se pueden poner arvejas y papas, y toda clase de mariscos o pescado (y, sin hay algún melindroso, se puede no poner el pulpo, claro).
De postre, bananas flambé, que son así: en sartén de tamaño adecuado, pónense como dos centímetros de pan de manteca sin sal, agrégase abundante azúcar negra y revuélvese para impedir que se haga caramelo, entre tanto, hase conseguido algún huevón que exprima dos o tres naranjas y dos limoncitos, les extraiga las semillas y vuelva a mezclar la pulpa con el líquido, que agrégase al menjunje y se deja reducir. Cuando la cosa se ha puesto de la consistencia del Kero (¿recordates, gerontes?), agréguense las bananas cortadas una vez longitudinal y otra transversalmente y pónganse del mismo lado para acordarse luego de darlas vuelta a todas cuando comiencen a ablandarse. Después se apaga la luz, y los que quedan pueden disfrutar del azulado espectáculo del Cointreau -que agrégase a último momento- deflagrado. Después se sirve y después se come, en ese orden.

A la mesa estábamos Chano, Consuelo, Ligeia (madre de Consuelo y, por eso de la edad, ya no tan ligeia como antes), Guillermo (esposo de la madre de Consuelo), Lalo y César (pareja), yo y no sé si me olvido de alguien. Ligeia y Guillermo son, ellos también, exiliados. Guillermo fue director de Radio Magallanes (una de las estaciones leales a Chicho), Ligeia es una excelente escritora. Lalo y César estaban en lo suyo. Chano meditaba pormenorizadamente quién habría de levantar la mesa, lavar los platos, sacar el auto, manejar al DF y manejar luego de vuelta. Y yo no me acuerdo bien qué estaba haciendo pero ¡¡¡¡RIIIIIIICO!!!!

Como a las 19:00 Chano nos trajo -o sea que me dejó manejar para que nos trajera- al DF. Se preguntaréis alarmados ¿y cómo volvería? Pues dejando a su hija Ana Lucía que lo trajera manejando ella. Es que Chano es así: uno lo ve tirado en un rincón leyendo el periódico como si el mundo y, sobre todo, sus trabajos, no le importaran, pero no: su mente es una marmita en estado de perpetuo glu-glu estratégico: ¡Un genio el hombre!

Llegamos al Nikko como a las 21:00 y, muertos como estábamos, nos fuimos a la cama a ver si reavivábamos, aunque pesaba entres mis vaticinios el inicio de la Conferencia, que reclamaría me presencia, esta vez vestido y calzado, a las 7:30 de la madrugada.
Y ahura les escribo mientras labura la gilada, ¡qué joder!

JORNADAS DÉCIMA Y UNÍDEM

El lunes me levanté medio como mal, pero lo atribuí a la insuficiencia onírica, que habíamos estrenado lecho olímpico. Pero me equivoqueme fiero, porque me encontraron 38 grados de fiebre en el sobaco. Hice la reunión de la tarde como pude (por suerte aquí se habla mero castellano, oséase, que es como trabajar en cabina inglesa) y a las 17:00 me zambullía en el lecho olímpico temblando como una hoja. Media hora más tarde apareció esta otra persona, que se puso a cuidarme que me dieron ganas de no curarme nunca. ¡Cuántos mimos!, ¡qué plétora de arrumacos!, ¡qué diluvio de atenciones!, ¡qué torrente de cuidados! Aun así, a las tres y media de la matina hubimos de llamar de urgencia al galeno, porque yo estaba temblando como el Bosco cuando oye “mediación Inter(cuni)pingüe”, solo que de frío, con unos chuchos de antología. Y ahí fue donde me dieron la primera inyección en la nalguita derecha, que era la que quedaba más cerca. Me pasé cuarenta y ocho horas in extremis, al cabo de las cuales, la nalguita derecha me quedó hecha un cedazo, tal que la primera margarita que me tomé días después empezó a chorrearme como por una regadera.. Paracolmamente, tenía una cefalgia de cabeza que me impedía leer o mirar la tele, con lo que bien puede perecer de aburrimiento de no ser por esta persona que no se me movió de al lado (y, a veces, de encima, para qué decir una cosa por otra). Y así llegué a la mañana del joives, que me desperté más animado y repuesto, habida cuenta de que la reunión se había suspendido (claro, sin migo ¡qué sentido tenía!) y nos íbamos todos a Taxco.

JORNADA DOCÉNICA

CRÓNICA DE TAXCO

La Naturaleza ofrece al hombre, cada tanto, pruebas irrefutables de su misteriosa sabiduría. Una de ellas me ha tenido por materialización incontrovertible, uaxini, toda vez que me dio el patatús justo cuando había que ponerse a laburar y me lo desdió justo cuando había que irse de excursión a Taxco, Estado de Guerrero, a unos 180 kms del DF, porque la reunión, aprovechando mi ausencia, estaba saliendo tan bien que los súper canas decidieron tomarse y darnos un diita de asueto, que ellos aprovecharon para ir a visitar la AFI (Agencia Federal de Inteligencia) y nos para ir dejarnos acariciar por una de las ciudades más mágicas de este pinche país deputamadre que ya no encuentra qué regalarme y yo ya no sé qué más le podría aceptar.

Enefectivamente, cuando me tocó el pinchazo de las 19:00, mientras ya les contaré quién estaba mirando las piruetas del Ballet del Bolshói aquicito enfrente en el Auditorio Nacional, me dije que mañana estaría sanito sanito colito de ranito y pos que a Taxco que ya estaba bueno de estar encerrado todo el día, bien que deliciosamente, chucho más, chucho menos, como tal vez les voy a contar pero no se distraigan que la cosa no va de eso sino de Taxco. Y cuando el despertador despertó y me y la y nos despertó a las siete de la madrugada, yo supe que volvía a ser el roble de antes, solo que algo más blandito, pero no se me distraigan. Y me tocó la frente y me dijo que ya no estaba calientito (así, con una "i" acariciando la sílaba acentuada, que le sobran caricias hasta para eso) y que vayásemos nomasito (solo que eso lo dijo con un subjuntivo de ley). Y vayimos nomás: Khalid, el pakistaní, María Elena, la ecuatoriana, Michaela, la austríaca (con acento en la "í", ¡carajo!), Jesse y Mónica, los gallegos propiamente dichos y propiamente entrecasados, Sheila, la gringa de Monterrey, ex-México, el chofer (funcionario de la PGR), dos integrantes del SWAT (Special Weapons and Tacticts) Team local (¡en serio!), yo, y ella vigilándome la temperatura, que al principio quiso encocorarse pero que me la bajó con un Támpax o Témperax o algo así que me hizo comprar y deglutir.

Salir del DF es más complicado que un divorcio, pero, como con un divorcio, con paciencia y buena voluntad, si se quiere, se puede. Y nos quisimos y pudimos y de pronto México se abrió como un inmenso aguacate, verde y generoso, a nuestras veras, mirado con reciente ternura por el sol. Y empezamos a tirabuzonear montaña arriba por una carretera de las que me temo que en la Argentina todavía no hay y quién sabe cuándo, en medio de un tránsito díscolo pero sin maldad, como son estos pinches mexicanos de mi alma. Montañas verdes a un lado, y al otro: montañas verdes; pueblitos y pueblitos; sembradíos y sembradíos; y, de pronto me avivo, un como hueco negro: salimos de México a México sin atravesar ningún cenagal de villas miserias. ¿Dónde viven los pobres del DF? Así llegamos a lo alto, y, como en la vida misma, de ahí p’abajo. Es, en todo caso, lo que me van a contar en un par de horas, porque el roble todavía anda endeble, y entre que la temperatura le ha subidito y lo apapachan tantito, se adormece en una miniatura del reposo del guerrero. Por eso se pierde la entrada en Taxco, que se pronuncia TaSco, y se despierta y se despega del apapachamiento y mira Taxo y aunque ya lo había mirado en marzo de 1974, camino de empezar la vida que ahora va camino de concluir (¡oh, los jardines de los senderos que se bifurcan pero al cabo circulares!), lo mira por vez primera y por primera vez se asombra. Taxco es Janitzio al revés: Janitzio se iba clavando de a colores en el cielo; Taxo está clavada de a colores en la montaña, cono invertido y hueco, que se va escapando de su punta ladera arriba hasta desaparecer y caer, digo yo, del otro lado. Taxco es de una limpieza casi Suiza, pero por suerte humana. Taxco es, pensándolo bien, un inmenso pastel colonial de crema llovido de frutas abrillantadas. Taxco tiene una iglesia de Santa Prisca, de mediados del siglo XVII, que tiene una fachada y dos torres de repostería de jengibre y altares, púlpitos, curules y pórticos de chocolate. Taxco tiene una plaza con odeón y casas con balcones que el repostero ha adornado con una generosa manga llena de crema de malvones. Taxco tiene edificios que cesan en espléndidas terrazas desde donde pueden admirarse mutuamente. Taxco tiene una como Casbah con un como Suk, de estrechos y recónditos corredores cubiertos donde se venden cosas de Suk: chucherías, frutas, carnes, chucherías, carnes, frutas, frutas, carne y chucherías. Y las vende gente de Suk: campesinas de manos de nopal y campesinos de rostros al cincel y gurrumines como hormigas cargadas de hojitas y palitos de plástico y color y que comer. Taxco entra, de pronto, a parecerse a El Cairo y Marrakesh y Túnez. Pero hay diferencias esenciales: Nada de la mugre y la hediondez, de la miseria sin ángel, del caos de humanidad al borde mismo de su condición. Un Suk donde nada espanta la nariz ni amedrenta las yemas ni disuade la lengua. Un Suk, ¿cómo lo digo?, nuestro. Nuestro de ellos, claro, nuestro como no lo podemos tener en la Argentina.

Taxco reaparece como por arte de magia al cabo de un pasillo y vuelve a esplender al sol que la muestra con orgullo de padre. Taxco tiene, entonces, como antes, sus negocios de platería. Todo Taxco fulge con su magnífica chatarra argentada. Taxco suelta a todos sus escuincles y a sus hombres y a sus mujeres y a sus viejas vendiendo sombreros, vasijitas, ceniceros, serpientes de madera, sombrillas, cestos, pergaminos, muñecos, dulces y demás cosas de reflejar la luz. Taxco se vuelve un inmenso y concentrado y omnícromo caleidoscopio blanco… ¡oh, misterios de la dialéctica! Taxco -¡ay!- también secreta sus turistas pecosos, de piernas bermejas y sombreritos ridículos; leucocitos que se defienden como pueden con sus cámaras y sus bolsas repletas de platería frente al asalto jovial pero implacable del subdesarrollo autóctono. ¿Quién de otro foro me mirará a mí entre ellos y se preguntará intrigado por esa figura diminuta que no me suelta la mano y cada tanto se pone en puntas de pie para ver si no me ha vuelto a dar fiebre?

JORNADA TRECENA

La reunión finiquitó al mezzogiorno, todos nos besamos o abrazamos, según, tiernamente y yo emprendí rumbo al Nikko a buscar a esta persona y llevármela pa’ Chapingo a terminar la cosa en capicúa (¡averiguad, quintacolumnistas foráneos!). Anduvimos de Feria del Libro, y esta persona me recomendó la Utopía, de Tomás Moro, que parece que es muy interesante, pero me desaconsejó Nietzche porque le “cae gordo”, aunque en cambio me regaló El arte de amar, de Erich Fromm, a ver si aprendo, que a ella Fromm le gustó mucho, pero sobre todo este, y fíjate que tienen el Emilio de Rousseau, lástima que no tengan el Contrato Social porque ese no lo leí y tú has leído a Fromm y a Nieztche y yo que claro, pero que hacía mucho y que entonces no me acordaba así bien bien. Yo quise regalarle algo que no hubiera leído y ya estaba por comprar las Vidas paralelas de Plutarco (que terminé comprándomelas para mí, a ver por qué le gustaban tanto a Colas Breugnon) cuando vi Bola de Sebo y otros relatos de Maupassant y, ¡oia!, esta persona no los había leído y yo, como sobrándola, le dije, Te van a gustar mucho, que a la juventud hay que orientarla en sus lecturas, ¡carajo!, y para eso estamos los mayores que hemos leído tanto, Fromm más Nietzche menos y Rousseau ni te cuento. Porciertamente, los libros de a veinte pesos y tres por cincuenta, o sea, que de a menos de dos dólares y tres por cuatro y centavos... ¡Pinches mexicanos, qué se creen!

Esa noche cenamos en casa de Chano unos rigattoni al pimiento amarillo cuya receta es: un pimiento amarillo más o menos grande por persona. La mitad se troza en cubitos, la otra se mete en el fudprósesor hasta que quede pulpa. En cacerola adecuada se pone pátina de aceite de oliva y luego los cubitos hasta que estén. Se agrega entonces la pulpa y un cubito de caldo de carne, que se tritura y revuelve bien. Esa es la salsa: no hace falta ni sal ni pimienta. De plato juerte me mandé dos clases de hongos, unos finos de a tres dólares el quilo y otros más modestos de a dos así preparados: Los baratieri: manteca abundante, cebolla abundante y ajo abundante, luego los hongos bien lavados. Cuando están por estar, un vasito de brandy y hierbas provinciales. Los más finos con cebollón y un chile que parece como papel rojo, no demasiado picante.

JORNADA CATORCENA Y FINAL

Desayunamos huevos estrellados que hizo esta persona y luego invité a todo el mundo a almorzar a un restorán argentino a ver si esta persona por fin comía algo de carne con gusto a carne. En el boliche había un cantor -es un decir- que se acompañaba -es otro decir- con su guitarra. Malo malo, dije entre mí. De entrada pedimos unas mollejitas que estaban, eso sí, muy buenas. Pero después nos trajeron los bifes de chorizo hechos suela de zapato. Como teníamos los minutos contados, hubimos de engullirlos aunque no precisamente sin chistar. Luego vino el flan con dulce de leche, o, mejor dicho, no vino, porque lo que sí vino fue una especie de híbrido entre budín de pan y pizza con -con perdón- cajeta, que es, en efecto, dulce y de leche, pero de cabra bien cabrona que no pega ni con cola. Por suerte que pedimos unos ricos espressi. Digo por suerte que los pedimos ricos, porque si no vaya uno a saber qué nos hubieran traído en vez de sendas tasas de nescafé mal disuelto. ¡Qué colofón espantoso! ¡Menos mal que no aceptaban tarjetas de crédito y entonces tuvo que pagar Chano, que a mí me habría dado vergüenza invitar a mis amigos a tamaño bodrio!

Una vez que Chano encontró dinero suficiente para saldar el almuerzo, salimos camino del aeropuerto, donde hube finalmente de sacarme a esta persona como quien se arranca una prótesis, que así de apretadita y consustanciada venía, o sea, que como apapachada a ultranza, ¿vio? Y esta persona se volvió a Regiomonte y yo embarqué camino de Francoforte sul Meno y me pasé doce horas viendo cómo carajo me sentaba para que no me dolieran los lugares de donde me faltaba esta persona que tanto y tan bien me cuidó el cuerpo y el alma y el corazón... ¡Pinches mexicanas!

Y así termino estas crónicas ya en Viena tres días después mientras suena La dama de pique, del gallego Chaikovski, y esta persona me mira constantemente desde esta foto que no puedo dejar de mirar.

GLOSARIO

Apapachar = mimar
Apapachamiento = acción pero en mi caso sobre todo efecto de “apapachar”
Cabrón = hijueputa
Fome = chilenismo de uso múltiple, “sin gracia”, “inane”, “rivial”, “peado”, “puajjj”
Harto = chilenismo por “muy” o “mucho” o “un chingo”
Nopal = la hoja del cacto (del verbo “cactar” = “comprender un concecto”)
Mero = “puro”, “simple”