viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS PALERMITANÉTICAS (Diciembre de 2000)

Caro huésped, esta que te espera es la primera de chuiquicientas crónicas. La escribí para consolar al moderaror del foro de traductores Uacinos, el venerable Enrique García, que andaba desvelado y muerto de ofri en su Canadá adoptivo y mendigaba con quien chatear. A pedido de los colegas la fui actualizando día a día. Va casi tal cual. Todas las crónicas que siguen fueron destinadas originalmente al foro, lo que explica alguna alusión que se te escape (aunque me he esforzado por eliminarlas).



Prólogo: Misión de reconocimiento

Va el cuento.

Sucede que del 12 al 16 de diciembre ha de celebrarse en Palermo una conferencia de la ONU para la firma de un convenio de lucha contra la delincuencia organizada. Los tanos se han ofrecido a auspiciarlo y como sede han elegido Palermo (it figures!). Me tocó ir con el equipo técnico de avanzada, a desfacer los entuertos del equipo político, que no tiene nilamaspu. En el aeropuerto de Palermo (22 grados, sol como solo en el Mediterráneo), nos aguardaban ya al pie de la escalerilla las autopatrullas de civil con la balicita azul encaramada en el techo. Me siento junto a uno de los choferes (Giuseppe), con los dos técnicos en electrónica (libaneses ambos dos) que le preguntan si hace falta enchufarse el cinturón de seguridad. Yo, mediador abrevado en la teoría, traduzco “Ci allaciamo o siamo in Italia?” a lo que Peppe replica “Siamo ancora in Italia.” La caravana de Lancias y Alfa Romeos se lanza a 200 por hora a sirena tendida (sin un solo chofer, todos ellos canas, con el cinturón puesto) a contra mano, esquivando buses, camiones, autos, motonetas y peatones en vertiginosa coreografiá. Yo me sentía como en una de Clint Eastwood; tengo todo el trayecto en cámara, incluida una señora de azul que casi viene con nosotros hasta el hotel montada en el capó de nuestra Lancia.

Encuentro con el Prefetto en la Prefettura

Como los carabinieri son milicos (no policías), nuestros homólogos son todos de coronel en más. Negociaciones para arriba y para abajo por la interpósita persona de una amable señorita de por ahí, que habla poco ingles y un montón de italiano. Con la venia de mi jefe (un islandés entrado en años poco avenido a laeuforia), tomo cartas en el asunto y dentro a mediar interlingüe e interculturalmente, ¿vio? Los tanos espantados ante la aparente inflexibilidad del paleovikingo, pero yo los voy tranquilizando de a uno en apartes: “No se calienten, que se hace el malo, pero es un pan de Dios”; y a él: “los tiene cagados en las patas, afloje un poco”; y así de seguido, pa'meter un galicismo. Al cabo del día estábamos todos como chanchos, el vikingo, el finlandés capo de nuestra sicurezza, su adjunto austriaco, el luxemburgués/canadiense encargado de apoyo técnico, el ruso de protocolo (Znamenski, a quien ni una vez la pegaron con el nombre, que atravesó varias metamorfosis dignas de Ovidio, entre otras, Zamneski, Zimunski y Zamenoski), los libaneses electrónicos, la austriaca de servicios de conferencias y el infraescripto, por un lado, e il Colonello Cardona, il Generalo Rossini, la Dottoressa Belgiorno y demás italohomólogos por el otro.

Visitas

Eso fue la mañana del jueves

Por la tarde visitamos el Teatro Massimo (el Colón de ellos) donde se celebraraá la inauguración, y el Palazzo di Giustizia, donde se harán las plenarias, y el Palazzo dei Normani (sede de los seminarios paralelos). Los tanos ya saben que las cabinas tienen que ser como e ir donde yo diga, de modo que no hay problema. En el Teatro me quieren enchufar las cámaras de la TV delante de las cabinas: no way! A la noche, reunión de balance, donde mi jefe les dice que esta muy impresionado por lo que ha visto. Sonrisas ubicuas, pero hay que convenir el programa del viernes: helicóptero a Corleone (donde el Secretario General va a inaugurar un centro garpado con guita confiscada al malevaje internacional) y a Catania, donde va a celebrarse otro seminario. Mi jefe quiere salir a las 9:00 y yo, mediador interlingüe e intercultural, le digo, “en ese caso diga que a las 8:00” Expresión demudada por el terror en los italocircunstantes. Finalmente se acuerda que a las 8:00 nos vienen a buscar al telo. Por supuesto que salimos a las 8:30 y que los cóteros despegaron a las 9:00... más o menos, por las causas que se explicitarán en la sección que sigue. Communque gran poroto intercultural del infraescripto cuyas acciones comienzan a cotizarse en su justo valor. Esa noche somos huéspedes de honor del Prefetto que nos da de morfar como a obispos. Solo que yo en bluejeans porque no tengo otra cosa. Ahí es donde me puse a apaciguar los tanos.

El helipuerto misterioso

Enefectivamente, a las 8:30 de la madrugada todo el hotel, céntrico a más no poder, y con él todo el microcentro palermitano, amaneció rodeado de autopatrullas y motos. El equipo aerotransportado, compuesto por el paleovikingo, la austriaca de servicios de conferencia, nuestro finocana y un técnico, se distribuye en dos Alfas Romeos, se cierran con un clic de película de espionaje las portezuelas, enloquecen las balizas, deliran las sirenas, braman los motores de las Lancias de escolta y Alfas de transporte, pedorrean furiosamente las motos y ¡zoooooooom!, todos contra el respaldo de los asientos como pilotos de caza sorprendidos por la catapulta.

El barullo infernal culebrea demente por el arbitrario trazado de la urbe, sale por fin a la campaña acariciada de sol y mimada de brisa, arroja dos camiones y una motoneta a la banquina, pega una vuelta unánime a la izquierda sin desacelerar ni para un eructo, y penetra en un helipuerto de la Fuerza Aérea atestado de guardias armados hasta los dientes que nos rodean con cara de pocos amigos (es que la Fuerza Aérea está peleada con los Carabinieri que están enemistados con la Policía). Descienden impetuosos como tres coroneles y cuando menos un general. Sicilia les va quedando chica para tanto gesto: los coroneles y el general hacen ademanes como para arriba, mientras que los siete u ocho oficiales de la FA, que han acudido con manchas de café recientes en las solapas, los hacen como para afuera (lo cual resultaba altamente ergonómico, ya que los ademanes raramente amenazaban con cruzarse). A la final, gana la FA. Es que ese era, cómo no, un helipuerto, pero no el helipuerto. De modo que de vuelta a culebrear a los bramidos, a volver a meter en la banquina los dos camiones, la motoneta y un furgoncito cargado de hortalizas, a virar nuevamente sin aflojar los aceleradores y meternos en otro helipuerto, este de la Gendarmería (que, por supuesto, no se habla con la Policía y detesta a los Carabinieri), donde ya están, vibrando y a los tirones como corceles segundos antes de que suene el clarín de a degüello, dos helicópteros. Chaleco antibalas pa' todo el mundo, y encima del mismo, chaleco salvavidas, de modo que nos vamos aproximando a una mutación entre Falstaff y un extraterrestre de la Guerra de las Galaxias.

Corleone y Catania

La reunión en Corleone fue en el ayuntamiento, que queda detrás de la placita donde en su momento fue depositado el cadáver sin vida de Salvatore Giugliano. Encuentro con los notables notables, que nunca han visto un Secretario General y están nerviosísimos. Ahí me entero de cómo se arreglan estas cosas: el itinerario se discute segundo por segundo, los de la sicurezza local, federal y onusiana inspeccionan la zona palmo a palmo. La reunión con los jóvenes en la iglesia no va: nada de símbolos religiosos. Para la sicurezza es un problema, porque solo queda la plaza, que es más difícil de proteger. A la final se ponemo de acuerdo, se ponemo, y nos piantamos en cótero para Catania, sobrevolando la Isla entera, que es una joya. En Catania la cosa es más fácil porque el SG no va. Regresamos dando la vuelta por el mar y pasamos por el estrecho de Messina. Desde arriba Taormina, Siracusa (el barrio de Arquímedes) y otras yerbas.

Caravana demencial de regreso al hotel

Todo el mundo nos abre reverencialmente el paso menos un grupo de desempleados que protesta por la falta de trabajo frente a cierto edificio público. (¿Habrán hecho los tanos, sexta o séptima potencia industrial del mundo, todos los hospitales, las escuelas y las carreteras que tenían que hacer que ahora falta trabajo?). Luego a visitar los posibles hoteles para que se aloje el personal, con un traguito de cortesía por hotel. Yo reservo el Albergo delle Palme para los mediadores interlingües y los telos de segunda para la gilada.

Reunión en la Prefettura

Ya esta claro que los tanos están haciendo todo lo que tienen que hacer y muy bien. Mi jefe se deshace en cumplidos y la reunión es una fiesta. En determinado momento preguntan qué tipo de gafete les van a dar a los invitados personales del Presidente de la Republica. Gran debate interno entre el ruso de protocolo (a estas alturas apodado Zemanski, Znimunski y Zemniski), el finlandés de la seguridad y la austriaca de los servicios de conferencias: que si, que no, que azules, que mejor marrones, que quién sabe, que hay que preguntar, que mejor les decimos por fax la semana que viene. ¡Interpretación, per piacere!: “La semana que viene les contestan por fax.” Desconcierto en la tribuna local: “Tanto tiempo para decir solamente eso?” “Si quieren, les traduzco todo el cuento, pero la moraleja es esa.” Hilaridad de alivio y a otra cosa.

Epílogo

Esa noche, el Colonello Cardona nos ha hecho a mi pedido una reserva en una trattoria local que nos ha recomendado, donde invitamos a Peppe y a Marco, nuestros “autistas”. Peppe ha hecho la escuela de hotelería y es chef aficionado. A él confiamos nuestra suerte gastronómica y la comida se torna un banquete que termina saliendo chirolas. El sábado últimas reuniones. En tren de recogimiento y reflexión, opto por abrirme del grupo y encontrar un buen restorán cerca del puerto. Doy con una trattoria pequeña y recoleta, en una callejuela lateral, donde como unos gnochetti sardi, una orata ai ferri y una casatta siciliana (na’ que ver con la nuestra, que es helado) de antología y ya mismo organizo la cena para los 40 intérpretes más invitados (no los 40 intérpretes que han sido más invitados, sino a los 40 intérpretes y, además, a algunos invitados). Viene la cuenta con las originales L45.000 tachadas y convertidas en L30.000 (ni $25!). ¡Ya sé como hacer! A la tarde, sirenas enloquecidas al aeropuerto, pero el vuelo de Alitalia a Roma esta cancelado. Nos pasan como pueden a uno de British Airways que no cuaja del todo con el de Alitalia Roma-Viena que tenemos que atrapar. En Roma el avión esta esperando a los de la ONU: los pasajeros nos ven llegar solazados.

La Conferencia y sus fantasmas

Y se armó la discusión. Acá me ando en Palermo el no de San Benito a 48 horas de que comience la gran conferencia de la ONU la gran. Hace calor (unos 18 grados calculan mis terminales nerviosas que se aguantan fenómeno con un suéter livianito). Los tanos han laburado como locos, todo esta casi listo... Ah, there’s the rub, como decía Hamlet en símil trance, porque tener todo casi listo es como estar casi vivo. Aun así, o, mejor dicho, precisamente por eso, estar aquí es una experiencia maravillosa. No sé ni por dónde empezar. Llegamos el miércoles al mediodía, solo que a diferencia de las otras dos veces, cuando aguardaban al pie de la escalerilla las Alfa Romeos y Lancias de la cana, esta vez no había ni un perro perdido... Como decía il Generalo Esposito esa misma tarde, “c’è stata una confusione”. Bueno, que igual llegamos al hotel, donde algunos sí pero otros no teníamos habitación reservada, ya que, al decir del Generalo Rossini al día siguiente, “c’è stata una confusione”. El problema casi se solucionó. Es decir que nos dieron cuarto a todos, solo que a algunos doble, que es más caro. Entonces exigimos que nos cobraran a todos lo mismo. Como dijo il Generalo D’Amico, “è, però, difficile”. Pero todo parece haberse arreglado. Las oficinas estaban casi listas, salvo las computadoras que faltaban, y las que no faltaban pero no se podían configurar, y las que no faltaban y sí se podían configurar pero no estaban conectadas a la internet, y las que no faltaban y sí se podían configurar y también estaban conectadas a la internet pero que igual la internet no estaba conectada a la red, y las que no faltaban y sí se podían configurar y sí estaban conectadas a la internet y la internet sí estaba conectada a la red, pero tenían teclado italiano que no inglés. Pero, como dijo il Generalo Vaccaro, “tutto si risolverà opportunamente”.

Luego vinieron los detalles estratégicos de último momento, a saber: una aspiradora porque la máquina que transforma las laminotas de plástico en laminitas con el nombre de las delegaciones produce mucho polvo. De conseguir los fondos y la autorización correspondientes se ocupó il Maggiore D’Alessio, solo que compraron una aspiradorita de mano como para sacar el polvo de la solapa de un traje de primera comunión. Tras un agitado debate, se resolvió que bueno, que pasaríamos la aspiradorita varias veces en vez de una sola. Solo que il Maggiore D’Alessio había mandado devolverla y tocaba volver a obtener los fondos y la autorización. Superado que se húbose el trance, tratóse de las 50 (cincuenta) perchas para los uniformes de los de nuestra onusiana seguridad, ante cuyo pedido, la Dottoressa De Risi inquirió “y dónde piensan colgarlas”? A lo que nuestro capo, el finlandesísimo Uusitalo, replicó que “en los armaritos”, a lo que la susodicha Dottoressa exclamó “¡Es que no tienen travesaño!”. Ante este hecho incontrovertible, nuestra atención se volcó íntegramente a los casilleros para la distribución de documentos, que los tanos habían mandado confeccionar de conformidad con nuestras teutónicamente estrictas y exactas medidas, o sea de 15 centímetros de ancho por quince de alto por 27 de profundidad para poder meter los documentos minuciosamente impresos en papel tamaño A4, solo que por “una piccola confusione” según explicó il Colonello Armani, el fondo era de 6 centímetros, de modo que el papel poderse meter, se podía, pero quedarse metido, no se quedaba.

Mientras tanto yo me paseaba por el Teatro Massimo, una joya que llevaba 24 años abandonado y que han restaurado, perdón, comenzado a restaurar, para la conferencia, cuyos 50 metros de palco escénico son mas vastos que los de La Scala o la Opera de París (no así del Colón, ¡respirad, compatriotas!) -donde las cabinas se estaban montando despacito porque la orquesta ensayaba la Novena del Sordo y no había que hacer demasiado ruido- y por el Palazzo dei Normani donde todo casi estaba, micrófono más micrófono menos. Entre tanto, mi amigo Filippo, el de la empresa encargada de instalar las cabinas, me preguntaba si no podía conseguirle pases a sus colaboradores y familiares más íntimos, cosa que se arregló inmediatamente merced a la intercesión del Maggiore Vinco. En gratitud por lo cual los ocho técnicos encargados de instalar las seis cabinas me invitaron a almorzar unas dos horas y media. Filippo y los demás tanos andan todos con prótesis acústicas, que de vez en cuando se extirpan y parecen teléfonos celulares como los demás.

Me pidieron que contratara yo tres intérpretes italianos para el Secretario General y los suyos. Tras varias idas y venidas, una colega de la Scuola de Trieste me sugirió contratar a Raffaela Merlini. La Merlini había sido alumna mía de gurisa, cuando debuté en Trieste en marzo de 1992. Entretanto se graduó, inventó un programa electrónico para ayudar a capacitarse como intérprete (¡sic! y espléndido por añadidura) y ahora enseña ella misma en Trieste. Yo, que tengo naso para los mediadores natos, me di cuenta enseguida de los puntos que calzaba la Raffaeletta y me hice inmediatamente amigo y mentor, en fe de lo cual le había cambiado una cena por una visita guiada de esa Trieste, otrora que fue puerto del Imperio Austrohúngaro y de la que partió el pobre Maximiliano a ver si podía ser emperador de México y cerca del cual Rilke escribió las elegías de Duino, que tengo -la visita- grabada en videocasete. ¡Y ahora la veo a aquella pendejita de ayer hecha y derecha, interpretando en las más encumbradas esferas, y se me caen las medias!

En el Cantiere alla Zisa, ex fábrica de algo, también abandonada poco después de estallada la Revolución Industrial, están construyendo un centro cultural con un pabellón para la ONU. La oficina de la Dottoressa Belgiorno esta en el segundo piso de un chalecito en el que funge la Sociedad de Amigos de la Lírica, y donde trabé amistad en si bemol mayor con un señor bajito, dientudo y de anteojos como faroles de un viejo Rolls Royce, con quien nos pasamos la mañana tirándonos con óperas ignotas del maestro Verdi que el otro debía identificar con al menos una melodía. Me adivinó I Due Foscari y le adiviné Attila, me adivinó Aroldo y le adiviné Giovanna d’Arco, pero me cagó con la Battaglia di Legnano. Lo más emocionante de todo este folclore, sin embargo, fue esto: La vez pasada expliqué al Colonello Cardona que teníamos una intérprete andicapata que necesitaba silla de ruedas. Cardona me prometió que haría lo posible, pero que no me lo podía asegurar. Hace cuatro días, horas antes de venir yo para acá, me llamó a Viena para preguntarme a) cuánto pesaba (¡muchísimo!), b) cuánto medía y, agárrense, cumpas, c) si era zurda... ¡porque la silla eléctrica se la estaban haciendo prácticamente a medida! Llegamos aquí y Cardona me explica: lo de la silla fue fácil, ¡pero no te imaginás lo que tuve que pelear para conseguirle el auto especial! Porque es Italia, cumpas, el Mediterráneo, la cuna de todo lo que somos casi siempre para bien aunque a veces para mal, donde todo se termina por hacer de alguna manera y termina saliendo de alguna manera bien. Como dice el personaje que interpreta Jeffrey Rush en Shakespeare in Love, “Nobody knows how: It’s a mistery!”

Vaca yendo gente al baile

El caso de la interprete andicapata

A pedido del público, continúo con el anecdotario, que da para diez horas (y la Conferencia apenas si empezó hoy!). Voy a referirme a la increíble y jocunda historia de mi intérprete andicapata y del jefe del aeropuerto almado (¿hanse fijado que en castilla no tenemos antónimo de “desalmado”?). Zena, que así se llama la susodicha, se encontró de meretriz casualidad con otra colega, Nassab, turcas del Líbano ambas dos, que venía también pa’ Palermo en calidad de intérprete de ídem. Como Zena estaba andicapata, la metieron en business, pero a Nassab la enchufaron, conforme a su pasaje, en fila 21 de económica (¡es que los funcionarios internacionales de cuya abnegación, integridad, cacumen e ingenio depende en no poca medida la paz mundial, ya no viajamos como antes!). Zena monta la primera, empujada por Nassab y le dice a la azafata que ha debido haber un error, que su accompagnatrice debía estar siempre a su lado, o sea en el 3A, pero que la habían mandado al culo del aparato. Porsu que le sientan a la accompagnatrice a su diestra y comienzan a verificar las tarjetas de embarque en busca del desdichado tenedor de la ventanilla business 3A para mandarlo inceremoniosamente al culo del aereo.

Llegado el mismo (aereo) a Palermo, viene a buscar a Zena un tropel de sicilianos armados de una silla de ruedas. Suben mediante un complejo montacargas portátil, heredero directo de aquellas maquinas infernales que Arquímedes había pergeñado para frustrar el sitio de Siracusa, se apersonan ante Zena, y el capo, señalando el fateuil roulant siciliano, imbuido -il capo, que no el fateuil- del espíritu de Pilatos, Poncio, exclama: “Signora, ecco la sua seddia!”. La montan a Zena -en la silla, no a Zena tout court, que habría sido descortés y, francamente, demasiado complicado-, le hacen entrega del telecomandito por acciones y el neoPilatos, devenido Jesucristo ante Lázaro, le dice “Signora, vada!” (sin el “levántate”, por razones obvias). “Ma come vado?” pregunta Zena, tratando de establecer las partes superior y delantera del telecomandito por acciones. “E non sò signora. È la sua!” explica Jesuponcio. Finalmente, Zena descubre la orientación óptima del telecomandito, oprime no sé que botón y la seddia parte rauda hacia atrás. La atajan los fieles miembros de la scuderia. Vuelve Zena a intentar ponerse en marcha hacia adelante, y esta vez lo logra, ya que la seddia se proyecta velozmente camino del montacargas y allende él, con lo que el siciliano tropel se abalanza para chapar cada uno, respectivamente, una rueda, el manubrio, el sillar, los apoyabrazos y a Zena propiamente dicha antes de que termine de aterrizar en Palermo por las malas. Depositada en tierra, Jesuponcio explica que él es el emperador del aeropuerto, y que todo lo que ve (o sea la seddia, el telecomandito y el tropel de sicilianos soplándose las llagas de las manos) lo ha organizado él mismo. Pero me reclama el insistente ulular de mi telefonino, de modo que... Continuará.

La saga continúa

Habíamos dejado a mi andicapata sana y salva en la pista del aeropuerto de Palermo cuando hube de obedecer el insistente llamado del deber y piantarme del Palazzo dei Normani al Palazzo de Giustizia, de do el cuentus interruptus de ieri. Mi spiego: Tenemos un equipo en la tensostruttura (o sea en la carpa) erigida en el predio del Palazzo de Giustizia, donde se desarrolla -es un decir- la plenaria, y otro en la Sala Ducca de Montalto del Palazzo dei Normani, donde se desarrolla -es otro decir- el seminario sobre el Estado de Derecho, no sé si me explico. Ahora bien, la reunión en el pedeene esta prevista de cuatro a siete peeme, en tanto que en el pedegé lo está de tres a seis. Solo que en el pedegé necesitan seguir porque el Ministro polaco tiene que hablar después de las seis. Única posibilidad de extender el pedegé es abreviar el pedeene. De modo que tras tensas negociaciones entre los respectivos dueños de los intérpretes quedamos en que a las seis en punto de la tarde los intérpretes del pedeene salen como escupida de músico a zambullirse en el ónibu especial que ha de trasladarlos al pedegé para relevar al equipo que habriola comenzado a las tres. En esas me agarró la alarma de mi telefonino a las seis menos cinco de ayer. Retomemos, pues, el filo de la narrativa.

Ya en tierra firme, Jesuponcio regurgitó su “Signora, vada!” tras lo cual Zena, la finta accompagnatrice y el aerodrómico séquito, encabezados todos por Jesuponcio en persona, se dirigieron a la sala d’attesa “Business”; solo que Zena captó que a la derecha de la misma figuraba la sala d'attesa “Ambasciatori” en la cual dio en penetrar todo lo rauda que su mini Rolls Royce se lo permitió. Jesuponcio le explica un tanto alarmado, “Signora, questa sala è per gli Ambasciatori!”, pero Zena, que será turca, pero lleva años de casada con un bergamasco, lo tranquilizó con “Non si preoccupi, mi arrangio communque”, que en buen romance quedaría como “No se preocupe que igual me arreglo.” En el ínterin, hubo de tratarse de desempeñar las maletas de Zena y su presunta acompañanta, Nassab. La de Zena apareció oportunamente, pero no así la de Nassab, que no daba señales de vida (la maleta, porque ella, la dueña, estaba perfectamente histérica). Se reclaman marca, tinte, dimensiones, estado y contenido de la pieza de equipaje. Niente. Llamadas a Roma. Niente. Vuelven a reclamarse marca, tinte, dimensiones, estado y contenido de la pieza. Llamadas a Ginebra (donde habían embarcado en el primer tramo). Niente. Llamadas varias a Sydney, a Montevideo, a Vancouver, a Pekín y a Catania por las dudas. Niente. Nassab al borde del soponcio, se niega a abandonar el recinto si no es acompañada de su fiel maleta. Zena rehúsa hacer girar ni un grado ninguna de las dos ruedotas ni de las dos rueditas del mini Rolls Royce si no es acompañada de su presunta acompañanta. Jesuponcio in extremis, pánico en el aeropuerto, cuando de pronto... ¡Riiiiiiiiin! Jesuponcio echa mano a la cintura, desenfunda el telefonino 45 y cubre con él su perfil derecho íntegro. Expresión de angustia en los rostros de mis colegas y de alivio mezclado con ira en el de Jesuponcio. Mitad de la conversación de la que han llegado noticias a la posteridad en la trémula voz de Jesuponcio: “Ma come è mai arrivato? Sicuro? Ma è veramente verde? E Samsonite? Ma come è di larga? E appunto! E addesso domando la signora. E beh... ma... senti, aspetta un atttimino...”. Cambian de rumbo la voz y la mirada de Jesuponcio, dirigidas esta vez a Nassab. “Signora, la sua valiggia è verde, vero?”. Nassab sollipea un “sí” miserable. “Una Samsonite, certo?”. Nuevo “sí” húmedo de lagrimas y mocos. Jesuponcio vuelve a meter toda la oreja y toda la nariz en el telefonino. “Ma dev’essere quella!”. Misterio develado: en el compartimiento de carga del avión, olvidada del mundo y de la historia, quedaba, precisamente, una valija, verde, Samsonite, de las dimensiones adecuadas... ¡Sííííí! ¡Era ella, era la valija! Júbilo en las tribunas. El tropel se abraza entre risas aliviadas y lágrimas de alegría. Emotivo reencuentro de Nassab y su fiel maleta. Alegre y abultada marcha precedida por Jesuponcio, seguido de Zena y los fieles miembros de su scuderia, Nassab y un señor de marrón que ha venido a buscar a su sobrina (que seguramente ha de haber aterrizado en Alaska) y no entiende nada. Apoteótico ascenso de Zena al auto speciale, coreografía que, al coincidente contar de varios testigos, se parece al monumento en que los marines americanos, comandados por John Wayne, clavan la bandera de la democracia en lo que resta de Okinawa. Se intercambian augurios y preces entre el libanocombo y la italoscuderia tras lo cual, con gesto que ni el propio Quintiliano, Jesuponcio pone digno colofón al episodio con estas luminosas palabras: “Signora, in Sicilia, se si può, si fà!”

No se pierdan el próximo capitulo de esta apasionante aventura: El Teatro Massimo y el Misterio del Agua!

Il Teatro Massimo ed il Mistero dell’ Acqua

Antes de entrar en tan sabrosa materia, les cuento que, of course, intérpretes bilaterales non avemus, de modo que cada vez que aparece a suplicar apoyo lingüístico, por ejemplo, la delegación de China, que necesita un tete à tete con la de, por ejemplo, Finlandia, los sacamos carpiendo. Solo que esta mañana apareció un señor de corbata, muy comedido, que nos encareció a ver si no podíamos dar una lengüita al Ministro de Dinamarca que tenia que reunirse con el Minitro ’e Cúa, mas conocido en el ámbito internacional como Ministro de Cuba, para firmar un acuerdo bilateral de extradición. Accedí, como es de ley, y me dijeron que a las 10 en la sala 3. Allí me apersonéme puntualmente a las 10 para topar con los turiferarios del Ministro de Dinamarca, con quienes mantuve una amable cháchara hasta las 10 y 15 sin que el Minitro ’e Cúa diese señales de existir. Les dejé el numero de uno de mis tres telefoninos y me vine a finiquitar la saga de la andicapata y Jesuponcio (que, as it has now turned out, non è mica finita, pero para ello tendréis que aguantárose). A las 10:30 sonó no más mi celular No 3 y me fui a mediar entre el Ministro y el Minitro. Solo que no, que era un nibelungo del Minitro que había venido para preguntar si la firma no podía ser a las 11:00. Así que me fui a esperar que me llamaran... son las 12:30. Bueno, pero al grano.

Ayer fue la inauguración solene en el Teatro Massimo, que, como les decía otramente, anduvo abandonado un cuarto de siglo, durante cuyos cinco lustros solo fue utilizado para la escena del último Padrino, en que le dan a Ali Wiesel una caja de canoli algo envenenados que se morfa póstumamente en un palco, ¿recordates? Doble fila de Carabinieri en uniforme de gala, con el bicornio emplumado, las banderolas y guantes blancos, la casaca y pantalón negros, con botones espléndidamente plateados aquella, y banda furiosamente roja, los sables bruñidos hasta el delirio, erguidos como delgadas vestales de plata entre los brunos cíclopes de las botas relumbrantes. Una pinturita, bah. Toda la plaza y sus aledaños vaciados de público viandante y rodante. Delegados estilizados, embajadores panzones, generales picados de medallas, coroneles de espadín y genio cortos, funcionarios graves, esposas de unos y otros y otros y otros y otros uncidas de collares, engrilletadas de pulseras, con las orejas prolongadas de fúlgidos aretes, oscilando espaciosamente dentro de o, según, implacablemente ceñidas por sus prendas de múltiples y seguramente onerosos colores. Y, corriendo contra corriente en diversas y encontradas direcciones, los de servicios de conferencias, incluido muy conspicuamente el infraescripto, llevando uno a uno de la mano a los aturdidos intérpretes y depositándolos en las siete cabinas grácilmente superpuestas en las enfrentadas columnas de palcos avant scene. Comienzan a llegar los discursos. De seis que nos están deparados, tenemos ya los tres italianos y el del Presidente de Polonia (cuyo Ministro fue causa de las piruetas que les contaba entre el pedeene y el pedegé). Poco antes de comenzar la ceremonia, aparece perlada de administrativo sudor una adláter del Secretario General con la versión francesa del discurso del quídam. ¡Qué bueno hubiera sido disponer también de la original en ingles! ¡Y que magnifico haber dispuesto asimismo de la de don Pino Arlacchi, nuestro egregio Director de la Oficina de las NN.UU. en Viena y del Programa de Lucha contra la Delincuencia allí sito! Pero ¡qué importaban esos dos discursos en una conferencia de las Naciones Unidas sobre la delincuencia! En todo caso, tampoco había papel, ni lápices... ni ¡agua! Reclamaciones airadas de los trujamanes, vociferaciones descompuestas de su jefe, revuelo culpable entre los responsables. Ajetreos pusilánimes, idas y venidas nerviosas, tramites trémulos, diligencias infructuosas. No se puede encontrar la cafetería (donde, sin embargo, había habido un cóctel la víspera). Alguien exclama “¡Es aquí!”, y allí convergemos todos como la langosta al maizal, pero no se parece a la cafetería de la víspera... Claro, ocurre que, en rigor de verdad, todavía no es la cafetería, porque no la abarca el presuroso programa de restauración del coliseo, como tampoco abarca dicho programa la correspondiente cocina, de modo que, si bien en los baños sí hay agua, en realidad no hay agua. O, en todo caso, jarros en que verterla ni vasos de que beberla. Insurrección larvada en las cabinas. ¿Que hacer? Ya el podio se ha colmado de dignatarios y el SG se aclara la garganta... ¡Qué hacer, Dios mío! Por fortuna, Dios, en efecto, aprieta pero no ahoga (salvo en Rwanda, Sarajevo y otras marginales anécdotas que no vienen al caso, claro y, si a eso vamos, el Titanic). Un rayo invisible da en plena coronilla de mi secretaria (que para eso le pagan): Organiza una improvisada colecta y manda a un italianito atildadísimo que se ve que se muere por pasar a la Historia y ve la oportunidad de su vida a comprar siete botellas de agua mineral al café de enfrente y, además, a pedir prestados una bandejita y catorce vasos que el italianito trae en veloz si precario equilibrio por entre la doble fila de fastuosos carabinieri, esquivando embajadores y generales rezagados, entra en el edificio que ya se silencia, y va depositando, como Esopo sus lonjas de pan, en las cabinas, aliviando a su paso de piso en piso el peso de su carga. Acabada la ceremonia, nos vamos todos a festejar con un apremiado pero sabroso almuerzo en la trattoria de enfrente (al lado del café de donde han provenido bandeja, botellas y vasos), Il 59, que se llama, o como la bautizó el infraescripto Il meno 10. ¡A no perderse el próximo capitulo, La Novena del Inmortal Sordo de Bonn y Telecom Italia! Próximamente en sus pantallas.

La Novena del Sordo y Telecom Italia

Pero antes, el triste y provisorio final de la Rolls Royetta de mi andicapata. Acontece que la susodicha seddia comenzó a manifestar súbitamente síntomas de incomodidad mecánica: que un atraconcito aquí, que un tironcito allá, que un empaque ayer, que una renuencia hoy, que, en suma, non c’è più! ¡Que hacer! Zena, por suerte, puede caminar con muletas, pero entre la fragilidad estructural de sus piernas descalabradas por una implacable esclerosis múltiple y los casi 100 kilos que se bifurcan por ellas, la cosa se le hace más que cuesta arriba. ¿Que hacer, pues? Aquí es donde la ONU pone su mejor pie adelante, como diría un puertorriqueño. La plenaria, les narraba, se desarrolla -sigue siendo un decir- en la tensostruttura adecuadamente circense. Esta enorme tienda cuadrangular está al borde de una reja poco menos que electrificada tras la cual se sumerge la rampa de acceso al estacionamiento subterráneo. Saliendo por la parte trasera de la carpa (que es donde están las ataúdicas cabinas) hay un como corredor alfombrado que pega la vuelta al pedegé propiamente dicho para adentrarse camino del nuevo y espectacular pedegé que ha de entrar en funciones una vez que nos hayamos mandado mudar nosotros. Hemos arreglado la coreografía de tal modo que la furgoneta personal de Zena pueda acercarse marcha atrás hasta casi dentro de la carpa de modo de depositarla o recogerla, según el caso y el dialecto, cada vez. Es conmovedor ver a nuestros guardias azulcelestes y los tanos peleándose por dar indicaciones al Signore Riini (ojo, no Riina, como Totٍò), y a éste luego sumándose al grupo que iza o arría, según, los cien kilos de Zena. Porque la seddia, ci spiace, o tá má, como decía mi sobrinito cada vez que desintegraba algún juguete, adorno o mueble. O, como seguramente diría Jesuponcio, si llegara a enterarse, “In Sicilia, se non si può, non si fa”.

Pero apresurémonos a llegar al Teatro Massimo a tiempo para escuchar la Novena (Sinfonía) del Genial Sordo de Bonn en versión especial de la Orquesta y Coro del susodicho coliseo, con Fiorenza Cedolins, soprano, Hermione May, mezzo soprano y la otra mitad no sé, Marcello Giordani, tenor, y Tigrán Martirossián, bajo (petizo, bah), dirigidos por Zubin Mehta. Para ellos hemos de obtener primero... ¡invitaciones! ¿Cómo, se preguntaréis a coro, ya que estamos, en estando éstas reservadas a los delegados, embajadores, generali, colonelli y funcionarios superiores y las esposas de unos y otros y otros y otros y, sobre todo, las secretarias etcétera de estos ultimísimos? Pues muy sencillo: basta hacer como hizo el infraescripto para satisfacer la sed de música de sus insaciables huestes. ¿Y qué hizo a tales laudables efectos el infraescripto? Acercose al mostrador donde las delegaciones, una a una y una tras otra, habíanse ido acercándose ellas mismas en pos de sus cartapacios, guías, folletos y -you guessed it!- dos invitaciones numeradas por país, fijose en qué países no habían dado señales de existencia, y confiscó ipso colilla todas las que aún quedaban. De modo tal que la cabina inglesa asistió cortesía de la delegación de San Marino, la francesa por amabilidad de la de Rumania y así de seguido, como dicen los que creen que el castellano es más paquete si se habla como si fuera francés. Personalmente, contemplé el escenario desde el palco concedido cordialmente por la delegación de Burkina Faso, que, pese a no ser fumador, escogí en vista de los tradicionales vínculos de amistad que siempre nos han unido a los argentinos con el ex Alto Volta.

Cerrad vuestros dos ojos, uno al lado del otro, los que no seáis tuertos, cerrad el único que os queda si lo sois, y no os toméis el trabajo los demás, e imaginad a mis pies, o, mejor dicho, sotto il mio naso, al nutrido coro, la numerosa orquesta, los cuatro solistas y, muy especialmente, las tetas descomunales de la mezzo, que guardaba su abundante voz en lo que no hubiera desmerecido como proas de sendos portaaviones, si las proas de los portaaviones vinieran envueltas en varios kilómetros de tul. ¡Ah, claro! (me distraje con las tetas de la mezzo), y al director, el célebre indio de veras Zubin Mehta. Aplausos a granel. El maestro alza la batuta, tal un chino distraído que, a punto de llevarse un bocado a la boca, preguntara con los ojos al resto de los comensales dónde esta el otro palito... Silencio sepulcral en la sala, expresión reconcentrada en los músicos, contoneo nervioso de los solistas que todavía tienen para rato, expectante e imperceptible sube y baja de las tetas de la mezzo, inmovilidad absoluta en el coro. La batuta en alto, el maestro arroja una ultima mirada a sus súbditos, alza una ceja, luego la otra, luego un poco más la mano con la batuta y.... ¡Riiiiiiin! Entra a destiempo uno de los telefoninos primeros en Si bemol. Alguien -infortunadamente no el infraescripto- estrangula instantáneamente al dueño. El maestro continúa con su gesto y descarga un feroz batutazo que hace estallar el trémolo en re menor: un murmullo apenas de violas, violoncelos y contrabajos de donde el oído avisado puede entresacar un fagot, tal vez un clarinete... Los violines entran sigilosos, con su Re La... Fa Re, La Fa, La Re... ¡Piririp pririp pririp! irrumpe el telefonino segundo, con su crescendo en Do sostenido. El resto del allegro ma non troppo, poco maestoso se desarrolla con esporádicos comentarios telefónicos en diferentes tonalidades. Llegamos así al rotundo Fa Mi Re La Sol Mi La Re con que, según la partitura, debe acabar el movimiento, en esta caso seguido de un ¡tarará tarará tarará! en Mi mayor.

En semejantes circunstancias, la gente suele no aplaudir, sobre todo si estamos entre dos movimientos de una y la misma sinfonía. No en este caso, empero. Embajadores y delegados, coroneles y generales, funcionarios y secretarias etcétera y esposas de todos lo hacen con cierto estrépito que en vano procuramos acallar los de servicios de conferencias. El maestro se seca la frente, escurre el pañuelo, mira a sus súbditos, alza la batuta y.... ¡Nada! Es decir, nada más que el estruendo del scherzo, con el timabalista amasijando con el mayor entusiasmo los Re en octava. Si sonó algún telefonino, no lo hizo con suficiente estridor. Apenas en el trío volvimos a saber de ellos, uno da caccia en si menor y el otro d’amore en Fa sostenido algo mayor. En el adagio, sumose a la picante salpicadura de Telecom Italia un como ruido de muelas contra vidrio cuya procedencia, bien que a todas luces inmediata, me costó precisar. Pero lo logré: venía del muy islámico rosarito de ámbar que manoseaba un embajador vestido de fantasma en el palco vecino, y a quien le dije poco diplomáticamente que se metiera el rosarito dentro del Corán y este último en el culo. Eso sí, se lo dije sonriendo y en lunfa, de modo que me pidió disculpas y se lo metió simplemente en el bolsillo.

Del finale, cabe destacar el recitativo para celos, barítono y contratelefonino casi en Mi menor, y la suntuosa cubierta de los portaaviones que parecían solazarse navegando en mar picada. Todo terminó bien, e incluso en Re mayor, cual prevé la propia partitura. Después nos fuimos los intérpretes con algunos selectos colados a la cena que habíamos organizado en la trattoria antes invocada, Mocambo, en el barrio viejo, cerca del puerto, donde, de paso, celebramos tres cumpleaños y un vigésimo quinto aniversario de bodas entre abundantes jarros de rosso e bianco, insalata di mare, risotto ai frutti di idem, penne al nero di sepia, spigola ai ferri y casatta siciliana.

Ahora me tengo que piantar al pedeene a ver si puedo traerme ese equipo para aliviar a este. Continuará.

Il segreto del proprio centrallino

Título que, cual divisoria de las lingüísticas aguas, deja de aquel lado a los que sí, y de este a los que creemos saber italiano simplemente porque decimos pintare y bevere. Centrallino es lo que en castellano llamamos “suíchbor”, y proprio en realidad quiere decir “propio” pero pospuesto, o sea que el título que nos ocupa vendría a ser “el secreto de por qué tengo tres teléfonos celulares y de qué catso hago con los mismos y de dónde me los meto y de cómo distingo cuando suena el uno de cuando suena el otro o de cuando suena el otro y de qué pasa cuando pretendo atravesar por un detector de metales”.

He aquí el arcano desvelado (así, con “s”, que es como les gusta a los locutores catalanes de Euronews). Yo tengo, como la mayoría de los mortales de cierta extracción social, dos orejas y un celular, muy mono él, con estuchito de cuero al cinto. Ese es mi celular, o, como decimos en Palermo, il proprio telefonino, que suena con el tema de la fuga de la Toccata e ídem de Juanito Arroyo. Ahora bien, como he de mantenerme en constante contacto con mis colegas de Viena en Viena y con mis colegas de Viena en Palermo, nuestro Jefe de nosotros nos ha repartido telefoninos onusianos, también muy monos, pero sin estuchito. Ese es mi telefonino ONU, con el cual se supone que no puedo hacer llamadas personales y que suena con el tema de una de las partitas para violín del susodicho. Pero, además y como si no bastare, señoras y señores, el Gobierno Italiano nos ha dado a los colegas de Viena en Palermo un tercer telefonino, más grueso, que solo sirve para llamarnos entre nosotros y entre nosotros y ellos. Este es mi telefonino italiano, y suena piririp pririp como el comienzo de la Novena de Beethoven.

Se distribuyen como sigue: 1) proprio telefonino, en estuchito de cuero, al cinto abultando el saco por el flanco derecho, 2) telefonino ONU en bolsillo lateral izquierdo del saco abultándolo por el ídem y 3) telefonino italiano en bolsillo superior dándole al mismo (saco) una forma como de incipiente y exageradamente elevada mama, con lo que el infraescripto remeda un mutante, imagen que se corrobora cuando marcha como yendo y viniendo a la vez, tropezando con árboles y farolas, los ojos puestos en el suelo palermitano, con un telefonino en mano derecha aplastado contra oreja ídem, otro tenuemente aprisionado entre oreja opuesta y hombro ídem mientras con la mano que resta hurga desesperadamente en el bolsillo izquierdo el telefonino ONU que es el que no se puede dejar de contestar porque siempre el que llama es el Jefe, que, dada la contracción muscular imprescindible para que el telefonino equilibrista entre oreja y hombro ídem no caiga a Palermo, ha quedado demasiado alto como para que la mano encuentre el bolsillo así no más, con lo que es precisa una casi desarticulación de brazo y antebrazo por un lado y de brazo y clavícula por otro muy diferente, ejercicio este que suele culminar con éxito parcial, en el sentido de que el telefonino ONU finalmente ve, en efecto, la luz del día, pero no antes de que el Jefe haya colgado a las puteadas contra el infraescripto que deberá decir a un telefonino “Ciao, caro, ci sentiamo dopo perche mi sta chiamando il capo” y al otro “Si, querida, te lo prometo”, para llamar desesperadamente al Jefe que ya está hablando con la competencia así que da ocupado.

Entre tanto, el infraescripto ha llegado al infaltable detector de metales que precede toda puerta que conduzca tarde o temprano a un meadero. Ante la misma, y, para colmo con las piernas ceñidas a cal y canto como las de las novias de cuando era chico, el infraescripto debe proceder a entregar las armas, a saber, proprio telefonino, telefonino onusiano, telefonino itálico, anteojos, llave de la oficina que hay que cerrar siempre, y pase, que aunque la foto no suena, el brochecito de metal si. Todo ello ha de ir en una bandejita blanca, que siempre la acaba de chapar el que va adelante y hay que esperar a que salga del otro lado, y que el que va adelante pase, y retroceda porque se olvidó una monedita en algún bolsillo, y vuelva a pasar, y recoja su singular telefonino, y vuelvan a pasar la bandejita para atrás. Tras lo cual el infraescripto transpone el detector sin abrir las piernas y aguarda pacientemente, siempre estreñido de extremidades, a que aparezca la puta bandejita con los tres telefoninos, los anteojos, la llave y el pase. Ya a punto de echar a correr desesperado camino del providencial meadero, no obstante, siempre hay uno o dos o, por qué no, tres y, si a eso vamos, cuatro italianos de sendas fuerzas de seguridad que no se hablan entre sí pero que sí hablan con todos los demás, que indefectiblemente bromean acerca del curioso espectáculo de los tres telefoninos en la bandejita, ante lo cual el infraescripto, tratando de permanecer erguido sobre sus piernas anudadas, ha de rebuscar en su cacumen algún retruécano ingenioso con los infinitivos terminados en “e” para no dar impresión de misántropo.

Tras este supliciante relato, no ha de extrañar a mis lectores el siguiente hecho. Los gorilas en civil de la seguridad de los cuatro servicios que no se hablan -a saber: Gendarmeria, Guarda di Finanza, Polizia propiamente dicha, que la hay, y Carabinieri- ostentan todos un escudito en la solapa que los exime del agravio del detector de metales. Ayer se me apersona el Maggiore D’Alessio, Comandante en Jefe del Arma de Choferes, y me pide que lo acompañe de lenguaraz para tratar un importante particular referido a la seguridad de la conferencia. Entrados en la oficina de nuestro onusiano Jefe de Sicurezza, el finlandés jocundo que ya he mencionado en estas crónicas, el Maggiore se cuadra y dice que necesita imperiosamente un escudito él también. El cachondo finés trata infructuosamente de desfruncir su ceño habituado a las largas noches polares y explica que, de conformidad con el acuerdo entre ellos y nosotros, puede haber tan solo equis cantidad de personal italiano no uniformado pero armado dentro del predio, que los escuditos se han repartido entre todos los que figuraban en la correspondiente nómina proporcionada no sin codeos por los cuatro servicios que no se hablan entre sí y que el quinto, o sea el Arma de Choferes, no figura ni por joda, incluido, lamentablemente, su mismísimo Comandante en Jefe. A lo cual el Maggiore D’Alessio explica que él no es que tenga arma sino un telefonino que cada vez que quiere pasar por un detector de metales hace como ruido, ¿viste?, y que tiene las bolas llenas.

No, al Maggiore tampoco se lo dieron. Continuará.

Palermo turístico y cultural

Il Palazzo dei Norman. Acabo de regresar del pedeene, donde se está desarrollando -parece que muy en serio, pese a mi escepticismo inicial- el simposio sobre el Estado de Derecho. Deben terminar hoy y a las 13:00 hora local (¡claro!), así que fui a cerciorarme de que los organizadores, clientes que son al cabo, no se aprestaban a jugarnos una mala pasada. De paso, me colé para visitar más detenidamente esta joyita, que procedo a describir someramente. Sicilia es lo más mediterráneo del Mediterráneo, lo más nuestro del Mare Nostrum, el ombligo de todos y de todo (lo relativamente occidental y de vez en cuando cristiano, pero también bastante musulmán y, sobre todo y desde muchísimo antes, judeo). El pedeene esta firmemente asentado sobre los antiguos muros de la fortaleza púnica, construidos, al decir de los arqueólogos, allá por el siglo VI a.n.e., de modo que partimos hace unos dos mil quinientos años largos de los que no nos vamos a bajar más. Piensen, amigos, si la cronología no me falla, Pisístrato (creo que fue él no más, bien que con perdón del nombre) no había dado órdenes todavía de que se anotaran la Ilíada y la Odisea, que aún andaban en boca de los payadores de entonces, y que, obviamente, ya existían sin existir, porque como sabemos, solo existe el habla escrita y si el Quijote no está en el libro, entonces no está, pero ya me estoy yendo por las ramas. Los sicilianos de entonces, decía, no podían leer todavía esas raíces de toda nuestra literatura, pero ya se mandaban unos muros fenomenales. Por cierto que lo grecio llegamo a Sicilia allá por el 735 a.n.e., de modo que las paredes de marras las erigieron dorios de doscientos años, que, ya amansados por los atenienses, se agarraron a trompadas, entre otros, con los Cartagineses. Primero ganaron, después perdieron y después volvieron a ganar, pero la de Pirro fue una victoria muy criticada.

Sobre estos muros dejamos poca huella, parece mentira, los romanos (claro, Palermo no era ni Mesina ni Siracusa ni ninguna de aquellas glorias como eran las de antes) que, eso sí, mantuvimos a raya a los cartagineses, de modo que las próximas piedras importantes las pusimos los árabes, que proclamamos a Palermo capital de Sicilia en 835 -o sea después de que pasáramos sin mayor gloria los godos y los vándalos, que nos portamos como tales, y los otros godos, también anagramáticmente llamados “ostrogodos”- y dominamos la cosa unos doscientos años escasos y ni siquiera. Los árabes nos traemos (supongo que de España), entre otras cosas, los naranjos y los limoneros, que así entran en lo que luego será Italia. La estructura fundamental del palacio es, pues, árabe, lo que explica que se parezca tanto pero tanto a la Alhambra (o sea a la el Hambra, es decir, la el Rojo). Por ahí nomás, allá por fines del 900, desembarcamos en la isla, para dar una manito a los salernitanos que estábamos sitiados por los sarracenos, los normandos, que traíamos el corazón henchido de fe, las espadas teñidas de sangre y los bolsillos ávidos de oro. Los normandos, en realidad, no hacíamos más que pasar, de regreso de un pío peregrinaje al Santo Sepulcro, pero acá se está tan bien, y no hay tanta arena, y se come tan como los dioses, que nos quedamos (a Palermo la tomamos en 1071). Y hacemos muy bien, parece, porque en vez de echar a los infieles al agua, les arrebatamos no más el poder político y las tierras y, de paso, la facultad de recaudar impuestos, pero los dejamos quedarse, sobre todo esos artesanos maravillosos que ahora van a decorar iglesias de la religión verdadera, versión latina de occidente, en vez de diabólicas mezquitas. El resultado se parece al que puede verse en España, y que acabo de ver en Salamanca: las imágenes figurativas son todas de nosotros, porque ellos consideran blasfemo imitar la obra de Dios, y las no figurativas de ellos, que se las arreglan fenómeno. Los normandos terminamos el palacio, que todavía es una fortaleza, y que acaba, por fin, de parecerse a la el Hambra. Se destacan dos recintos particularmente maravillosos, ambos en el mismo estilo y debidos, sin duda, a los mismos arquitectos, artesanos y albañiles: la Capilla Palatina y la Sala del Rey Ruggiero, o sea Rogelio, o sea Roger, o sea “sí” en el idioma de las telecomunicaciones. ¡Ver para creer! Los frescos que cubren todo menos el techo de cedro a la morisca son de inspiración bizantina y nos tiran para Grecia. Los mármoles son de mil colores, y todo está impecablemente conservado. Una gloria, con los altares bizantino y apostólico romano uno junto al otro bajo el techo musulmán. La Sala del Rey Sí está en el mismo estilo, presidida por dos leones normandos que protegen la palmera que para los árabes simbolizaba el árbol de la vida. El período normando se mezcla un poco cuando entramos a tallar los suaves suavos hohenstaufianos descendientes de Freddy Barbarroja, el que se ahogó cruzando el río en aquella tercera cruzada que terminó con San Luis igualmente finado y Ricardo Corazón de León entre rejas acá nomás en Durnstein, mientras su fratello Juan Sin Tierra le afanaba el trono menos mal que el Che Guevara ya se había preencarnado en Robin Hood. Por cierto que aquí funcionó el parlamento más antiguo de Europa, que celebró su primera sesión ordinaria en 1160. No tengo muy claro cómo fue la cosa, pero eso me contaron. Y me contaron, además, que nel doppoguerra el Parlamento isleño volvió a sesionar en 1947, antes mismo de que se promulgara la nueva Constitución italiana. Por esa época, de paso, se realiza la reforma agraria y se acaba con el feudalismo, cosa que no llegó a suceder más abajo, en la Argentina, de modo que el capitalismo arribó a nuestro campo más bien de afuera que de adentro y así perdimos, entre tango y mate, el tren de la Historia al que sí supieron subirse, por ejemplo, países mucho menos mentados como Nueva Zelanda, Australia y el Canadá, pero ya me voy por las ramas otra vez. Endijpuej, o sea en 1268, llegamos nosotros los franceses de Carlitos de Anjou, igual que las peras, y parece que se acabó la fiesta porque en 1282 los italianos amasijamos a los franceses en una ópera mas bien floja de Verdi y entonces llegamos los españoles gallegos de Aragón, que es otro período medio como de esplendor. Los españoles hicimos lo que pronto habríamos de dejar de hacer cuando llegamos a América, que es no romper nada y aprovechar todo y aprender de los que estaban, además, desde luego, de afanarles todo lo que tenían. La presencia gallega se nota más bien por dentro que por fuera, salvo las dos torres normandas que abatieron para construir más salas reales. En realidad, el período medio como de esplendor se apaga con los Borbones, que se hacen cargo de la cosa en 1412 y que a partir de 1734 nos gobiernan desde la otra Sicilia, o sea Nápoles, en el llamado Reino de las Dos ídem. Lo único que hicieron, para variar, fue tapar todas las paredes con retratos propios, muchos de ellos vestidos de cura, por eso del poder temporal entreverado con el intemporal y sólidamente soldado por i soldi. Claro que entre medio Napoleón lo puso de Rey a Murat, y con eso la Revolución Francesa hizo su amago de descalabrar el poder feudal en 1812, pero las cosas salieron como en Waterloo. En 1860, llega, fresco de haber defendido Montevideo del cerco de los brasileños, saqueado Colonia del Sacramento y trabado amistad con Bartolo Memitre, Giuseppe Garibaldi acompañado de su celebre Anita, la Annie Oakley del Resorgimento, animado de la peregrina idea de que Italia era un país, cosa que no se les había ocurrido ni a los romanos. Garibaldi, como sabe cualquiera que haya leído “Corazón” y llegado al capitulo del “Pequeño vigía lombardo”, o sea que haya nacido cuando las fotos eran en blanco y negro, nos unió a nosotros los italianos y nos terminó echándonos a los austriacos, que nos quedamos agarraditos a Trieste como huérfanos a la teta hasta que en la guerra del 18 nos dieron la ultima patada en el orto. Pero ya me fui nuevamente por la enramada. Por acá, en medio de todo eso llegó Visconti a filmar Il Gattopardo. Para cuando se fue el último extra, Sicilia era parte de una Italia unida, pero seguía siendo feudal. Los campesinos oprimidos, hambrientos, ignorantes y, como siempre, folclóricos, hablaban ya de legendarios y sigilosos bandidos llamados mafiosi o maffiosi o maffiusi. Y en eso llegamos los alemanes a cagarnos a tiros con nosotros los ingleses por el control del Mare Nostrum. Menos mal que después llegamos los norteamericanos, que, como los árabes los naranjos, trajimos el chicle. Y después, vencido el fascismo y defenestrados los Savoya, Sicilia se desperezó vastamente de su largo medioevo y la mafia, ahora brazo armado de los latifundistas, se encargó de sacar de en medio a Salvatore Giuliano que estaba influenciado por ideas extrañas, ajenas a la Civilización Occidental y Cristiana, como por ejemplo que la tierra debe ser del que la trabaja. Pero la reforma agraria no la pudieron parar. Tiempo después, ya como pura y simple hampa, se bajaron asimismo al juez Giovanni Falcone, en cuyo merecido homenaje nos pusimos todos nosotros, los asiáticos, los africanos, los oceánidas, los americanos ricos y pobres, los europeos y hasta los argentinos de pie hace tres días, en el Teatro Massimo, donde esa noche se estrenaría la Novena del Sordo en su versión para solistas, coro, orquesta y telefoninos, mientras el italianito atildado que se moría por pasar a la Historia nos traía el agua a las cabinas.

Concierto a Monreale ed altre herbe

Y comienzo, cumpas, por ellas otras hierbas, a saber, las ulteriores peripecias de la seddia della andicapata. Se recordaréis que habíamos dejado los cien kilogramos de Zena a la merced de sus piernas quebradizas y endebles muletas. Como se podréis imaginar, ciò non può star! De modo que las colegas (dico bene: las) se confabularon para obtener de los gobiernos de la República, Provincial y Municipal, así como de la Dirección encargada de la Conferencia, una segunda seddia, aunque más no fuera de tracción a sangre (o “de” sangre, como se obceca la gramática). Para ello, las concabinas coturcas y mi secretaria Dee (oriunda que es de los Estados Unidos (de América)) se apañaron para asediar primero y oportunamente lanzarse al asalto del Colonello Cardona, que es el que había conseguido la silla original y me había llamado a Viena para preguntarme las señas particulares de Zena. A la voz de adesso! mi novia turca marroquí, la turca del Líbano Jocelyn y mi secretaria Dee convergieron por diversas escaleras hacia la oficina del Cardona, lo pusieron contra la pared, lo fueron ciñendo en un cada vez más estrecho cerco de plañidos, arrumacos, roncerías y soflamas y le explicaron que la pobre si bien alimentada Zena, amén de salir de y entrar en la tensostruttura, como cómodamente lo permitía la coreografía convenida entre las cuatro fuerzas de sicurezza que no se hablan entre sí pero sí se hablan con nosotros, la nuestra y el Signore Riini, timonel y estibador del furgoncino que hace las veces de Zenamóvil, tenía, ella también, después de todo, que ir de cuerpo liquido y de cuerpo sólido, y que ahí no había furgoncino que valiera, de modo que se hacía urinaria y escatológicamente imperiosa una nueva seddia. Il Cardona, arrancándose a Dee del labio superior y a Jocelyn de la oreja izquierda, explicó que había dado órdenes a tal efecto no bien fue enterado de la triste defunción de la rollsroyetta original y que no le dijeran que aún no había aparecido su sustituta. Tras lo cual, quitándose a Fouzia (la mía propiamente dicha) de las rodillas, salió al pasillo y cual palermitano y policial Sténtor clamó por su propio harén de secretarias, las cuales acudieron en sudoroso y trepidante tropel desde sus diversas ergástulas. Il Cardona volvió a sacar su voz y vociferó -cuentan las lenguas de las tres féminas que puse yo-, “Io sono il vostro superiore! Quando vi dico di fare, fatte, e fatte immediatamente!” y las mandó en diastólicas direcciones a buscar la puta seddia, misma que apareció, en versión doble, a los cuarenta minutos, de modo que ahora Zena cuenta con una rollsroyetta para cada nalga. Huelga decir que las tres mías, ya más en tren de recompensa que de seducción, se le volvieron a echar encima (parece que es muy carino, aunque yo, personalmente, no le veo nada de especial) y que il Cardona, solazado a su vez en la tranquilidad del deber cumplido, se dejó hacer.

Esto acontecía en el día de la fecha de ayer. La víspera, Jocelyn nos había llevado a cenar a Mondello, simpático pueblito de pescadores sito a unos 20 kilómetros de Palermo, para lo cual nos montamos ella, Zena, la mía propiamente dicha, la seddia y el infraescripto en el furgoncino del Signore Riini, que se dirigió, como el tranvía de Marechal, gimiendo hasta por el último tornillo, a dicha localidad. No les he narrado, por un prurito de elemental modestia, que toda Palermo está cerrada al transito vehicular y pedestre hasta que nosotros nos hayamos mandado mudar, de modo que teníamos la urbe a nuestras anchas, cosa que vino muy bien vistas las circunstancias un tanto precarias del furgoncino y los gestos hasta cierto punto vacilantes del Signore Riini. Así llegamos a Mondello, en busca de un restorán que figuraba prominentemente en la guía de Jocelyn, cuya pasticcera, Patrizia, había ganado due anni fa el premio a la mejor pasticcera del continente (o sea de Italia). El restorán se llamaba (y mucho me temo que se sigue llamando) “Bye-bye Blues”. Hagamos aquí un alto introspectivo, mientras el furgoncino del Signore Riini recobra aliento, para preguntarnos “¿Iríamos nosotros, argentinos de orgullosa y profunda estirpe itálica, ingénita o por contagio, en nuestra propia moto, como se dice en latín, a un restorán siciliano que se llamara “Bye-bye Blues”? No, ¿no es cierto? Y haríamos muy pero muy bien, ¡porque comimos como la misma mierda! Eso si, las cosas como son: nos costó un huevo... a mí bah, porque el Signore Riini manyó de garrón y las chicas no tenían, por avatares de la evolución de las especies, testículo que ofrecer en holocausto. De do la mitad primera de la mufa a que aludía en mi anterior emilio.

Ayer, en cambio, los tanos habían organizado un concierto en el Duomo de Monreale, al que habría de suceder una cena buffet en el Palazzo Comitini, eventos ambos a los que habría de admitirse acceso mediante impresionante invitación impresa, con armas de la ciudad y letra primorosa, dirigida, en mi particular caso, al “Egregio Dottore Viaggio” (no, no mi padre, ni ninguno de mis tíos, ni nungún familiar directo de frondosa estirpe académica, sino... ¡el infraescripto!). Mi invitación, que aún conservo, lleva estampado el numero 0051, no se si empezando de abajo o de arriba. Huelga presumir narrando como los 28 intérpretes contratados por mí y los 14 contratados por los tanos, así como los demás funcionarios rasos que conocen de mi generosidad y espíritu de apertura, me hostigaron a ver si no les conseguía entrar aunque más no fuera de pie. No, explicaba yo comprensivo, solidario y mohíno, es por estricta invitación numerada, ¡esta vez sí que no hay nada que pueda hacer! De modo que regresé al hotel, me enjuagué, me cambié los calcetines del pie derecho al izquierdo y viceversa, sacudí la camisa, di vuelta los calzoncillos, me puse la corbata y el saco cruzado de mi padre y partí al pullman que habría de conducirnos a nos los invitees numerados montañita arriba a Monreale. ¿Y qué me encuentro al subir al susodicho pullman? la conferencia, ¡integra!, porque a la final el que no tiene invitación puede entrar mostrando el pase. Una puta vez que me dan una puta invitación para un puto concierto, resulta que puede ir cualquiera, ¿les parece? Y lo peor es que yo, con la tranquilidad que me infundía el 0051, salí del telo segundos antes de la hora indicada, con lo que casi me toca ir de pie o de a pie.

Bueno, la cosa es que, precedida la serpenteante caravana (porque se imaginaran que la conferencia no cabía en un solo pullman) por las psicodélicas balizas de unos veinte Alfa Romeo de a) la Guarda de Finanza, b) il Corpo di Carabinieri c) la Gendarmeria y d) la Polizia dello Stato, fuimos subiendo por la estrecha cornisa que lleva a Monreale, a unos ocho kilómetros de Palermo por la vertical. El pueblo entero estaba volcado a las calles, apretado contra las barreras metálicas que protegían la calzada, apiñados hombres y mujeres de ambos sexos y ancianos y niños de todas las edades, para vernos pasar y/o llegar, según. Ahí me hice cargo de lo que debe sentir mi majestad Isabel dos palitos cuando sale a pasear en mateo por los alrededores del Palacio de Hurlingham los días de sol. Y ahí recordé oportunamente también la desdichada aventura de su ex nuera con los papparazzi y decidí dejarme fotografiar y que fuera lo que Dios quisiese, ¡que la calle esta dura y los postes no les digo! La caravana da la vuelta a la plaza y nos deposita. ¡Qué fasto! ¡El pueblo esta de fiesta! Como en “Bienvenido Mr. Marshall” (de Bardem y Verlanga, España 1954, que si no la vieron, ¡no se la pierdan!). Carabinieri a caballo, blancos de toda blancura unos (caballos) y negros de renegrido ébano otros (carabinieri). Los carabinieri de la plaza (montados o de infantería) todos con capa negra por fuera pero de forro (con perdón) rojifurioso, tales marciales e itálicos dráculas de gorra con visera. Flanqueando la entrada al magnifico Duomo, sendos carabinieri de gala (que se conoce que venían del Teatro Massimo y que no se habían cambiado en tres días), de bicornio emplumado, botones relucientes, bandoleras albas, sables bruñidos y deslumbrantes botas. Yo, que ya me he apiolado que el 0051 no vale un carajo, me abalanzo a los codazos a ver si dentro del Duomo sí consigo asiento y lo logro. Una vez normalizada la respiración, me recompongo y miro. ¡Qué cosa de locos, gente! El Duomo lo erigieron los mismos normandos que habían comprado el pedeene y es una barbaridad. Enorme, con las paredes cubiertas de mosaicos, presidido en el ábside (¿o es la nave?... la parte del mostrador, bah) por un Jesucristo inmenso astillado en un millón de esquirlas de mármol, la imagen bidimensional más grande del Hijo de María (y hasta cierto punto de José, que lo quería como si fuese propio) que hay en el mundo. La dejo a la turca defendiendo el asiento y me lanzo a la espléndida aventura de recorrer el recinto. El techo en artesonado con motivos árabes. Es como si la Capella Palatina de la que hablé con tanta admiración hubiera explotado y se hubiese multiplicado cien veces. Aprovecho también para salir y darle la vuelta (que luego resulta que no se puede del todo porque la calle desciende en caracol en su torno). El pueblo apelmazado me ve pasear maravillado y solitario y se pregunta, sin duda, “E quello chi cazzo è?” pero yo no me doy por aludido y consiento mansamente toda suerte de conjeturas. De regreso, entran junto conmigo dos que se ve que son capos locales porque los carabinieri de gala se cuadran y les hacen una enguantadísima venia. Yo, para no ser menos y por aquello de que donde fueres haz como vieres, hundiendo la panza, irguiendo el espinazo, juntando los talones y poniendo el rostro en adusto marcial, les hago la mía.

Mientras tanto, sigue penetrando la turbamulta colada sin invitación y se va haciendo cada vez más difícil sacar los telefoninos. El concierto esta a cargo de la Orquesta Sinfónica de Sicilia, dirigida por Nicola Piovani (el compositor –¡argentino!- de la música de La vita e bella), Noa, una cantante israelí, de origen judeoyemenita, un guitarrista también israelí, Gil Dor, y un cantautor palestino, Nabil Salameh (si, ya sé, pero canta lindo). Noa y Nabil llevan mucho tiempo cantando juntos para ver de aportar un grano de sensatez en este mundo descalabrado. Ella es joven y realmente hermosa, esbeltísima, de piel olivácea y cabello abundante y renegrido, con una pastosa voz de mezzo, mitad Amalia Rodrigues mitad Marian Anderson, para amansar rinocerontes. Él es un tenor más discreto, pero que canta con tanta sencillez como elegancia. El guitarrista es un vero manitas de plata mediooriental. Habla Nabil y dice en perfecto italiano: “Cantamos juntos para que este primer bebé que espera Noa no tenga que sufrir lo que las madres judías y las madres palestinas”. Lo tecleo con los ojos empañados, porque es bueno recordar lo bueno de este mundo y de esta especie tan particular que es el homo presuntamente sapiens. Pero basta de sensiblerías, que el concierto acabó y hay que precipitarse al pullman para dir a morfar al Palazzo Comitini, donde, me temo (¡ay, cuan atinadamente!) que la comida prevista para los 0051 invitados originales no va a alcanzar. Tras como media hora de espera matizada por los ruidos de todos los estómagos, partimos al fin, en ondulant caravana, precedida nuevamente por las enemistadas balizas de los Alfa Romeo de las diferentes fuerzas. Y llegamos al Palacio. Y me vuelvo a abalanzar. Y esta vez la solitaria mesa de entremeses está más concurrida de desesperados que la cubierta de botes del Titanic. Resuelvo resignarme y me voy a recorrer el Palacio mientras la mía propiamente dicha me hace pacientemente la fila. ¡Gattopardesco! ¡No falta más que Claudia Cardinale hace treinta años! Los vinos, que los hay de diversas bodegas, todos excelentes. Finalmente, la turca me llega a la mesa y... ¡qué cagada, bienamados míos! Dos cenas destruidas al hilo... en Sicilia! ¡Altro che Duomo ni concierto ni lpqlp! Yo, como tantos, como todos, he nacido con hambre, y no se me ha pasado pese a mis largos veintiséis pirulos. ¿Comprenden ahora mi inusitado malhumor? ¿Eh?

Addio, Palermo!

Como dice el titulo de un libro de poesías de mi amigo “cuano”, Luis Suardíaz, “todo lo que tiene fin es breve”, o, apocopando al Bardo, “all's well that ends”. La conferencia non c'è piu: finita, spenta, andata, morta... Ahora he tenido que devolver mi tercer telefonino (para solaz de mi abusada vejiga), entregar las llaves de mi oficina (de modo que escribo clandestinamente desde una computadora ajena), decir adiós a mis colegas, buscar una trattoria digna para mi ultimo almuerzo (l'ho trovata!), y, en general, aplicarme a los lagañosos menesteres del adiós. Son las 16:30 locales y a las 19:00 está prevista una festicciola con nuestros italohomólogos en la que diré mi abur a Gigi, a Cardona, a Antonella (la secretaria que no tardaron en birlarme los de “Accreditamento”), a D'Alessio, a Rossini, a Esposito, a Peppe I y II, a Marco, a Gennaro, a Grimaldi, a Vinco, a d'Amico, a Jucci y a todos los pintorescos y entrañables personajes que han adornado estas crónicas, seres de corazón más amplio que sus gestos y más generoso que sus vinos. Ítalos como nosotros, sus hijos, ellos mismos hijos de todas las leches del mediterráneo y su área de influencia. Gritones, eufóricos, exuberantes, dicharacheros, caóticos, enemigos declarados de la mínima organización, azotes de todo sistema, trituradores implacables de cualquier atisbo de orden, de ingenio veloz, temperamento corto y lágrima fácil. En fin, que como nosotros. Y, como nosotros, a la vuelta de la Historia, solo que ellos sí que han ido. Cambio y fuera.

Estrambote

Aquí me ando, uacini, en la oficina, mirando la noche negra que aplasta a Viena desde hace una hora (¡son las cinco en punto de la tarde!), y me lanzo a narrarles cómo fue el palermitano colofón. Cuando una conferencia de estas termina cunde una como amenorrea post parto, agravada por la atmósfera valedictoria que gimen las oficinas que se van vaciando, las cajas y los cajones que se van llenando, el tráfico menguado, la cafetería cerrada, los guardias relajados y, en general, todo un triste silencio paulatino que va apagando los rostros. El último emilio, como les decía, tuve ya que escamotearlo a escondidas desde una de las pocas computadoras que aún vivían. Pero hacia las 18:00 (hora local), se produjo el consabido milagro de la resurrección: los tanos habían organizado una festichola (que ellos, en su orográfica inocencia, malescriben “festicciola”, porque parece que nos han copiado el diminutivo) para los íntimos, o sea ellos y nosotros, sin delegados. Gran buffet gran, y vino a raudales, y todos mezclados, y en eso me vinieron a arrancar del plato para que interpretara las flores finales. Discursos de tutti quanti: el Sindaco, el Preffeto, el Generalo Jucci en persona y diez o doce más, luego de mi Director General de la Oficina de las Naciones Unidas en Viena, don Pino Arlacchi, que también se mandó la payada en tano, pero que, consciente de la existencia del intérprete, se detenía cada tanto y me daba la gestual voz de ahura. Los tanos propiamente dichos, en cambio, ¡ni por joda! Y yo sin las herramientas indispensables del gremio, cuales son lápiz y papel. Claro, los tanos se entrefelicitaban profusamente, de modo que eso a la angloconcurrencia no le importaba un pepino, de modo que metí más tijera que el censor Tato en el Ente de Calificación Cinematográfica. A la final, habló el responsable de protocolo e’nozotroh y se hizo interpretar (laus Deo!) de mi ex estudiante Raffaela. Yo salí a entreverarme con el pueblo y me interrumpió el abrazo del Generalo Rossini, seguido del del Prefetto Proferio, que me encomiaron cálidamente, a lo que les comenté “Grazie, ma io sono l’unico stronzo che sta ancora lavorando” y que podría traducirse libremente como “Le agradezco, más quien les habla es el solo segmento cilíndrico de abono que aún continua aplicado a sus labores.” De allí, un grupo nos fuimos a morfar a la trattoria Santandrea, en la plaza ídem, en pleno barrio árabe (cosa que emocionó favorablemente a mi turca). Eramos once: dos argentinos, una marroquí, dos libanesas (una de ellas Zena, que había dejado su seddia en el furgoncino del Signore Riini y a éste a la espera), un ruso, dos francesas, una belga de la cabina francesa que nació en los Estados Unidos (de América) pero en realidad es siciliana (¡como que su apellido es Cusumano!), un gallego y un tano propiamente dicho (el marido de la Cusumano), que era el único sapo de otro profesional y lingüístico pozo (porque el tano, me perdonarán ustedes, pero no es idioma oficial de la ONU). Manyamos ut cardenales y nos reímos ut orates. Al día siguiente (oséase, ayer) me dediqué a recorrer el barrio árabe, ¡que se parece tanto a la Habana Vieja, parece mentira!, azorándome de cómo se azoraban los sicilianos embozados en abrigos y bufandas de verme en vulnerables y sencillas mangas de camisa en medio de ese gélido día de invierno en que el termómetro se había desplomado a 19 grados. A las 13:15 vino a buscar a nuestro grupo el coletivo de los carabinieri. Éramos como veinticinco o treinta con todo lo que habíamos traído más todo lo que habíamos comprado más todo lo que nos habían pedido que trajéramos a Viena los que se quedaban unos días a pasear por la Isla (tal, por ejemplo, mi secretaria Dee, que me endosó una Samsonite que semejaba un ataúd con combinación). Jocundo jolgorio de los que, en nuestra tierna inocencia, nos acercamos a los compartimientos de equipaje del coletivo a cargar nuestras maletas. Inocencia digo, porque no se nos ocurrió pensar que, tal vez, los compartimientos pudieran no estar del todo vacíos, o incluso pudieran estar del todo llenos, que es a lo que más se pareció el espectáculo que no tardó en ofrecerse a los incrédulos ojos de los más audaces. De modo que hubimos de acomodarnos -es un decir- en el coletivo y nosotros y lo que habíamos traído y lo que habíamos comprado y lo que nos habían dado, lo cual no fue tarea sencilla ni breve. El hecho es que oportunamente nos pusimos en marcha por una Palermo ya reconquistada por sus gentes, que festejaban nuestra extinción sacando todos sus coches a la misma calle por la que pretendíamos llegar -ay ya sin las balizas enemigas de las patrullas- al aeropuerto. Pero llegamos, y el coletivo no hizo caso del enorme cartel que anunciaba “PARTENZE” y siguió de largo y se metió en un lugar prohibido, erizado de guardias, que era la parte militar del aeropuerto, y bajamos todos y todo, y nos arrearon hacia una especie de saloncito VIP (o sea ¿Vio que es Imposible Pasar?), tras el cual había otro más donde había un mostrador y dos chicas muy monas, una que recibía los bultos a la vera de la cinta y otra que, junto a ella (o sea a la otra) iba atendiendo a cada uno fiel a la siguiente secuencia: a) pidiendo el pasaje, b) pidiendo el pasaporte, c) verificando el pasaje, d) verificando el pasaporte, e) preguntando cuántas valijas, f) imprimiendo las etiquetas para el equipaje, g) pasándoselas a la otra para que las enredara en los bultos, h) entregando los comprobantes, i) preguntando qué tipo de asiento quería uno y j) dando otro. Dada la desigual distribución de responsabilidades entre la una y la otra, se habrán hecho cargo ustedes. sin duda, de lo a la vez lento y engorroso del trámite. Pero todo lo que tiene fin es breve, decía, y así fuimos pasando de a uno esta vez sí al algo estrecho salón VIP, donde había, como suele suceder cuando se esperan dignatarios tan dignos, todo un bar con una nutrida variedad de vasitos de plástico y botellas de agua sin gas a la invernal temperatura ambiente de 19 grados. Menos mal que el vuelo a Milán se atrasó unos pocos cuarenta minutos, de modo que pudimos disfrutar a fondo la oportunidad de libar en apretado convivio. En Milán, para compensar por el atraso del avión de Palermo, demoraron el de Viena, con lo cual se mantuvieron espléndidamente intactas las tres horas de espera entre uno y otro, que yo aproveché para tocar una toccata en la computadora a raíz de la cual tengo ya cinco páginas de 24 que prometí a una editorial para el otro lunes. En Viena me encontré con que me habían desvirgado la valija, de modo que esperé pacientemente a que la señorita de Alitalia terminara de consolar telefónicamente a un viajero que, según pude colegir, esperaba su equipaje de Roma desde hacía dos meses, asegurándole que venía, si no en el próximo vuelo, sin duda en el del martes. Y así emergí de la sala de equipajes a abrazarme con el marido portugués (porque tiene otros) de mi secretaria Dee, que en pago del ataúd me llevó a casa, donde, exhausto y feliz, me fui a dormir a la medianoche. Ahora la añoranza de Palermo se me va transmutando en ansias de Buenos Aires, de modo que me espera una controvertida semana.