viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS AFRICAUSTRALES (abril de 2007)

Conocí a Amanda Forsythe en uno de los cursos que se organizan cada agosto en Cambridge. Era y sigue siendo una muchacha rubia, pecosa, alegre y gigantesca. Venía a profesionalizarse. Hicimos magníficas migas. Yo resulté el segundo ser humano en llamarla Amandita: el primero había sido un novio también argentino que, por suerte, nos había hecho quedar bien. Desde entonces seguimos en contacto virtual. En febrero pasó por Baires con su padre y su hermano y pudo conocer a Alguienita y a Xóchitl (Sóchil). Hace unas semanas me escribió para ver si me interesaría trabajar tres días para el Foro de lucha contra la corrupción y por la integridad que se celebraba aquí, en Johannesburgo, del 2 al 6 de abril y si tenía colegas que recomendar.

El avión fue el mejor en que me haya tocado viajar en mi vida: flamante, decorado con perfecto gusto en colores alegres sin ser chillones, comodísimo aun en económica, con amplio lugar pa’ lah patah, y con consola y pantalla individual en la que uno podía ver cualquiera de cómo doce películas cuando quisiera. La comida, por cierto, excelente y los vinos ni qué hablar. Yo casi me lo pierdo porque dormí como un niño, que llevaba desde las 7:00 del día anterior sin parar y tenía que dar un taller de siete horas no bien desembarcara (claro, no estaba previsto que llegáramos con más de dos horas de retraso, casi a las 10:00 en vez de a las 7:20). Nos llevan al hotel donde ya está Amandita impaciente. Me doy una ducha escueta y salimos para la oficina de su viejo, donde alrededor de una mesa de estas de ejecutivos, aguardan ocho colegas: una peruana de Ciudad El Cabo, una mozambicana portuguesa de Pretoria, una congolesa local… en fin, que de cada pueblo un paisano.

Entretanto, mis colegas PepeLú y Rut han ido a visitar Soweto. Nos reencontramos esa noche de casualidad en la Plaza Nelson Mandela, que queda en medio de un shopping monumental y donde cenamos con Amandita unos frutos de mar deputamadre con vino que nuestro experto en enología superior elige con tino infalible. Nos han alojado en el Town Lodge, un hotel de lo más simpático donde irán apareciendo todos los sapos de otro pozo, que para el magno evento se han congregado otras tres o cuatro docenas de colegas: Cinco o seis egipcias esféricas que caminan como patos envueltos en trapos sin ángel, una rosarina casada con un egipcio y residente en El Cairo, una cordobesa que vive en Pretoria (casada, claro, con un sudafricano), un porteño hijo de criollo y gringa que se ha pasado la vida dando vueltas por el mundo y acabó recalando en Barcelona, una chilena que conocí en NY y terminó casada con un mozambicano y residiendo en Maputo, una colega colombiana que se quedó en NY tras jubilarse de la ONU un año antes que yo, y, last and definitely least, dos cubanas, madre e hija, preciosa ésta, que pergeñarán a cuatro manos las infames traducciones al español.

El foro comienza el lunes con un discurso del presidente Tabo Mbeki, tras el cual hay un espléndido número vivo de danzas y cantos de diferentes etnias, con uno negros atléticos y unas negras previsiblemente esculturales o sorprendentemente hipopotámicas que bailan y cantan como diosas (amarcord la misa para los pobres en la iglesia de Rosario dos Pretos, vide crónicas correspondientes subidas hace unas semanas). Por la tarde empiezan los grupos.
El factótum y mandamás es Aron, un sudafricano de treinta y cortos que se empeña con empeñoso empeño pero no tiene ni puta idea. Lo único que marcha sobre ruedas es, precisamente, el transporte. Pero nos arreglamos igual. El martes cenamos unos quince en The Butcher’s Shop, otro de los manducatorias de la Plaza Mandela, especializado, parece mentira, en carnes. Al PepeLú no le gusta demasiado su avestruz, pero mi eland (una especie de antílope de la sabana sin acento) es una verdadera delicia. Uno de los locales (francés radicado en El Cabo y, en su doble identidad de franchute y sudafricano, manya un toco de vinos) elige los elixires que, en efecto, lo son.

El miércoles por la noche, Amandita nos lleva al PepeLú, Ric (el malevo semiyanqui), Rut, las pichonas y a este mediador intercunilingüe a The Carnivore, un restorán no vegetariano que queda como a cuarenta kilómetros y al que llegamos las naifas en el VW amandino, y los chomas en taxi. El lugar es inmenso. La cosa funciona así: el precio es fijo y los mozos pasan con sus gigantescos pinchos con carne de, literalmente, todo bicho que camina -o, en rigor, caminaba. Al centro las guarniciones y las salsas: chimichurris a lo bestia, rábano picante, etc. El pan es –como ha sido hasta ahora- una genuina delicia. Empezamos con una sopa de tomates celestial. Pero la fiesta no empieza hasta más tarde. Pruebo impala, avestruz y cocodrilo (ah, y pollo y costillas de cerdo). Los vinos vuelven a ser responsabilidad pepeluesca.

El foro terminaba hoy, ya sin nos los pajueranos, pero como no ha habido lugar en el vuelo de la fecha, los organizadores me han pagado la estadía hasta mañana, de modo que puedo cumplir (ay, solo en parte!) con un viejo sueño que me llevé de visita anterior: conocer Soweto.

Amandita viene a buscarme a la una en punto, almorzamos una ensalada deliciosa en otro shopping de maravilla, y enfilamos para Soweto (acrónimo de South West Township), la villa miseria exclusiva para negros donde los estudiantes se alzaron en protesta porque les querían imponer la instrucción en afrikáans. Empezamos en la Plaza Hector Petersen, el pibe de trece años asesinado ese día por el fuego indiscriminado de las “Fuerzas del orden”. La foto en que se ve al vecino que lo lleva en brazos junto a la hermana que llora a gritos dio la vuelta al mundo. Me detengo por primera vez a mirarla bien. No puedo dejar de admirarme de la expresión concentrada de dolor, dignidad y odio de ese hombre joven que camina hacia los policías con el cadáver del pibe chorreando sangre, la cabeza balanceándosele como la de un animal sacrificado. Se lo comento a Amandita y ella me cuenta que, Una vez, a poco de asumir Mandela, un amigo negro miembro del ANC me contó que había millones dispuestos a pasar a degüello a todos los blancos apenas diera la señal. Pero no. Salió de la cárcel después de 27 años, 27 años! Y lo que dijo fue lo que siempre había dicho, que nuestros blancos no tienen adónde irse, y que había que aprender a convivir, que ya había corrido demasiada sangre, y que no había llegado la hora de la venganza sino de la justicia. Ahora comprendo qué cerca estuvimos de un baño de sangre, porque ese odio era absoluto, y generalizado. Todos ellos nos odiaban a todos nosotros, y con cuánta razón, si lo pensás bien.

Llegamos al museo y cinco o seis negros de entre 18 y veinte años compiten por cuidarnos el coche. Son dicharacheros; piden sus monedas bailando, We take good care of your car, sister!, prometen a coro o en contrapunto. Insisten apenas más de lo necesario y pronto se resignan a que se impongan los dos primeros en haber acudido. No hay hostilidad perceptible. Por el contrario, parece una pobreza (tal vez miseria, pero no dan esa impresión) cordial.

Entramos en el museo. Tenemos poco tiempo. Soweto se crea en los años cincuenta y se ordena a toda la población negra que vaya a vivir allí. Los viejos barrios se demuelen para construir casas para la cada vez más próspera clase media blanca. Por la pantallas de los televisores, imágenes de los camiones cargados de muebles y enseres, de las familias apelmazadas sobre ellos, de las calles sin pavimentar y las viviendas endebles. Hay cotos de dormitorios para los trabajadores migrantes, que vienen a los socavones que lombricean bajo la ciudad, y que no pueden traerse a sus familias. Se acaban de aprobar las “Leyes de pase”, que prescriben estrictamente el lugar de origen y residencia. Nadie .nadie negro, claro- puede estar en ningún sitio que no esté mencionado explícitamente en su pase. En 1960, durante la primera protesta masiva, la policía asesinará a 69 manifestantes inermes. Es la ahora célebre matanza de Sharpeville. De ahí en más, la lucha se hará cada vez más violenta. El ANC –fundado en 1910- se divide. El grupo más radical proclama que todos los blancos son enemigos y que la liberación está exclusivamente en manos de los negros. No quiero ni pensar cómo habrían sido las cosas si Mandela, Biko, Sisulu, Mbeki y Ramaphosa no se hubiesen impuesto. Bien es posible que Sudáfrica se hubiera transformado en una nueva Camboya. Las imágenes son estremecedoras: trenes, autobuses y tranvías en los que no cabe un alfiler, mientras los blancos viajan holgadamente estirados en asientos de fieltro. Mucamas vestidas de negro y con impecable delantal blanco cargando, los pies enterrados en la arena, las valijas y canastos de los blancos de short y camisa hawaiana. Los carteles de “Baños para negros”, “Prohibida la entrada a negros”, “Los negros deben entrar por la puerta trasera” y demás son, por su parte, idénticos a los que por la misma época adornaban las calles, puertas y ventanas de Selma, Alabama, o Savannah, Georgia, Atlántico traviesa en diagonal hacia el norte. Hay una foto notable: Un menesteroso duerme tirado sobre un banco de plaza, el rostro tapado por una Biblia desportillada y entreabierta que lo protege de la luz (!). Amanda me explica que los negros tienen este dicho: Los blancos trajeron la Biblia mientras nosotros teníamos la tierra. Ellos nos dieron la Biblia y se quedaron con la tierra.

Salimos y Amandita me lleva a la única calle del mundo donde han vivido dos Premios Nóbel: Nelson Mandela y el arzobispo Desmond Tutu. Tutu sigue viviendo en esa casita cuando está en Johannesburgo. A Mandela, su mujer, Winnie –una fiera corrupta y asesina de la cual, por suerte, no tardó en divorciarse apenas puesto en libertad- le ha hecho fabricar una casa de lujo. Él se niega rotundamente, y seguirá viviendo en ese chalecito de ladrillo hasta dejar la presidencia y retirarse a su aldea natal, acompañado de su nueva esposa, la viuda de Samora Machel, el líder del FRELIMO y primer presidente de Mozambique… cuando el FRELIMO todavía era revolucionario.

Soweto es inmenso. Conviven ahora las casas de material, de clase media baja, como las de Mandela y Tutu, con chabolas dignas de cualquier villa miseria argentina. Pero una cosa me llama poderosamente la atención: las calles –al menos las pavimentadas, porque Amandita no se atreve a meterse por las laterales- están impolutas. Sí, algunos papeles, latas y botellas en los baldíos, pero nada de la inmundicia podrida de nuestros pintorescos barrios marginales.

Salimos, repartimos las monedas condescendientes entre las manos ávidas y rumbeamos para el Museo del Apartheid, que queda en medio de un parque de diversiones con casino casi idéntico al de la Costa, es decir a todos los parques de diversiones del mundo. La chica de la boletería nos dice que hacen falta cuando menos dos horas y media para recorrer el museo, que las 16:30 y cierra a las cinco. Explico que quiero ver lo que pueda y nos deja pasar sin cobrarnos.

El museo es tremebundo. Apenas si podemos recorrerlo a los apurones y detenernos unos segundos a leer en diagonal este panel, indignarnos o lagrimear ante esa fotografía, sentirnos enanos junto a la mole imponente de un Kessir, esos como máquinas infernales salidas de la batalla de Star Wars II, desde los cuales la policía arrojaba bombas de gas lacrimógeno o abría fuego contra los manifestantes. Solo leo con detenimiento la historia del Partido Comunista sudafricano, fundado por laboristas blancos de izquierda en 1921 (todos los partidos comunistas de Europa, como los de América latina, son desprendimiento de los viejos partidos socialistas debidos al influjo de la Revolución Rusa). Es un partido fundamentalmente obrero, pero con un fuerte componente de intelectuales, muchísimos de ellos judíos… Es le mismo modelo del mundo industrializado. Solo que los comunistas sudafricanos pronto comprenden que las líneas de la explotación no son de color y deciden crecer entre la cada vez más nutrida clase obrera negra. Fundan los primeros sindicatos y federaciones, organizan las primeras huelgas… son, sobre todo, el primer partido multirracial del país. Su secretario general, el lituano Joe Slovo, sufrirá el mismo destino de cárcel que Mandela, y su mujer resultará asesinada con una carta bomba.

El ideólogo principal y principal ejecutor del Apartheid, cuando el Partido Nacional gana las elecciones (impolutamente blancas, claro) de 1948, es el troglodita de Voerwoerd (orador magnífico, por cierto, como se ve en las pantallas). Sufre un primer intento de asesinato a manos de un irlandés. La obra la terminará un polaco. Son la contrapartida transoceánica de nuestro judío polaco Simón Rodowitzki y de nuestro alemán Kurt Wilkens que ajusticiaron respectivamente al nunca mejor llamado comisario Ramón Falcón, asesino de la Semana Trágica, y al menos felizmente bautizado coronel Benigno Varela, verdugo de la Patagonia rebelde. Hay una foto aérea de una serpeante fila de unos dos kilómetros de negros que esperan para votar por primera vez en su vida en las primeras elecciones libres tras la desintegración del Apartheid. Amandita me cuenta que acompañó al entonces ministro de Transporte francés a una entrevista con un alto dirigente del PC y que el ministro narró que, en su recorrida de Soweto el día de las elecciones, había visto a una viejita retorcida y nudosa como rama de árbol seco que aguardaba pacientemente encorvada sobre su báculo elemental, Cuánto hace que espera?, Ocho horas, Ocho horas! Pero eso es una enormidad para una persona de su edad!, Vea, yo llevo esperando este día desde hace sesenta años; bien puedo esperar unas pocas horas más. Tuve que interpretar esto, Sergio, y se me quebró la voz, como se me quiebra ahora. Y a mí se me quebraron los ojos al oírlo y se me vuelven a quebrar ahora que lo escribo.

Al salir, mientras a nuestras espaldas se iban cerrando las puertas a medida que las transponíamos, Amandita me cuenta, Creéme, Sergio; yo vivía a menos de 30 kms de donde todo esto estaba pasando y no tenía ni idea. Claro que la TV informaba, pero nos decían que eran unos revoltosos que incendiaban autos, saqueaban escuelas y arrojaban piedras y bombas molotov contra la policía. Y yo me lo creía, Y cuándo te diste cuenta; cuándo te despertaste?, Tendría como doce años. Yo iba a una escuela inglesa muy liberal, donde habíamos organizado una especie de club adonde invitábamos a chicos negros y de color (o sea, de origen indostano). Me acuerdo que una vez un chico negro se puso a gritar: “Qué carajo venís a hablarnos de democracia y respeto mutuo, blanquita de mierda, si a ustedes les dan los libros de texto gratis, toditos, y se los pueden llevar a casa, y estudiar bien comiditos hasta que se los manden a la camita, mientras que a nosotros nos dan un juego por cada siete, y no nos lo podemos llevar a casa porque no alcanzan, y aun si pudiéramos, yo no podría tener la vela encendida en el cuarto donde dormimos mi padre, mi madre, mis cuatro hermanos y mi tío, porque los hombres se tienen que levantar a las cuatro de la mañana a trabajar!!!” Y lo que más me impactó no fue tanto lo terrible de las cosas que contó, sino el odio profundo que le salía por los poros. Por qué me odiaba tanto, pensé, si ni siquiera me conoce, si soy de los pocos blancos dispuestos a hablar con chicos como él, a respetarlo? Bueno, la cosa es que esa misma noche me pregunté por primera vez dónde vivía mi mucama, por qué había tenido que dejar a sus hijos con sus padres en la aldea, por qué el marido tenía que vivir en un dormitorio para hombres y no podía convivir con ella. Me acuerdo que en uno esos encuentros me hice amiga de Wanda. Me acuerdo que lo primero que me llamó la atención era que tenía un nombre poco común entre los negros. Un día le propuse ir al cine, le pedí permiso a mi madre y ella me explicó que estaba prohibido, que ni nos dejarían entrar, y que podía meter a la familia entera en problemas. Fueron diez o doce baldazos de agua fría uno tras otros. Así me desperté. Y después, cuando fui a estudiar a Bélgica, me enteré de muchísimas cosas más. Ahí supe cosas de mi país, de la historia de mi país, de lo que pasaba en mi país, que viviendo en Johannesburgo, mimada y aislada en mi barrio blanco con mi escuela para blancos, mi iglesia para blancos y cines para blancos quién sabe cuándo habría sabido. Suena conocido, cumpas?