viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS ALICANTANTES (noviembre de 2004)

Es una ciudad sumamente agradable. Hay una ciudadela vieja casi imperceptible, que ondula montaña arriba con vagas reminiscencias de Casbah, pero hay que subir a buscarla, y Alicante es para quedarse abajo, donde la peina y la despeina la vasta caricia del mar. Un mar como son los mares en otras partes: azul y sereno; nada de la verdosa insolencia del Atlántico sur. El centro se va amontonando pendiente abajo para terminar en un bulevar generoso en árboles del que se desprende el rectángulo de restoranes que abraza la marina erizada de mástiles. De la axila norte de la rada, sobre el bulevar transformado en costanera y luego en cornisa, que poco a poco pierde pretensiones ante el empuje vertical de las colinas, y con el auspicio del fuerte allá arriba encaramado y desde el cual parece verse España entera, nace un tren ligero moderno, limpio y silencioso que va serpeando entre la costa y las lomas. Estas exhiben, de a ratos, una poca verosímil pretensión de montañas, pero sin osar acercarse demasiado al agua. Sobre ellas van trepando las viviendas balnearias. Todo es limpio y está impecablemente mantenido. Quién diría que no hace setenta años de este puerto, último bastión de la República, baluarte postrero de la primera guerra contra el fascismo (cosa que Franco jamás le perdonaría, como que nunca lo visitó), partirían las barcas de pescadores atestadas de refugiados. Uno de ellos, como tantos embarcado al largo cabo rumbo a Buenos Aires, puso a su hija Aitana porque la sierra epónima fue el último atisbo de España que le tocaría guardar durante cuarenta años. Yo lo recuerdo vagamente como un señor con melena de director de orquesta, que venía de vez en cuando a casa de mis padres a la vera de su inseparable consorte, María Teresa León, allá por cuando agonizaban los años cincuenta. Luego supe que se había mudado más cerca de aquella sierra postrera, a Italia. Cuando pudo por fin regresar a España, ya anciano, fue diputado comunista mientras le duró la vida. Se llamaba Rafael Alberti.

En esa misma axila norte de la marina ladran y agitan la colita por la vereda unos ínfimos perritos; hay como diez o doce en diversos estados de trance mecánico sobre una superficie de unos diez metros cuadrados. Son unos bichitos simpatiquísimos y es el primer regalo que voy a comprarle a Valeria, la hija de la persona que me cuidaba de la fiebre en Taxco. Los perritos cuestan tres euros… nada. Tomo uno blanquito y oteo el entorno en busca del vendedor. Me identifica y se acerca un señor sesentón, alto, esbelto, de porte distinguido, vestido con un pantalón de lino que hace juego impecable con la camisa de algodón y los mocasines que lo delimitan. Compatriota inconfundible, me digo, pero el acento me hace desviar el tiro unos grados. ¿Uruguayo?, pregunto y tengo detrás preparada la felicitación por el triunfo del Frente Amplio. No, argentino, de Santa Fe, inundado. Literalmente, como me explica; de los tantos que lo perdieron todo con la última riada, que fue la que fue porque los metros finales de las obras que debían impedir que lo fuera nunca se llegaron a erigir. En la Argentina, imagino, habría sido un comerciante acomodado. En Alicante vende por la calle a tres euros perritos de pilas. ¿Cuántos de los españoles sesentones que se pasean tan prósperamente por el bulevar esquivando esos animalitos de alambre forrado habrán comido de chavales viandada argentina -¿recordates, gerontes?-, casi que como la única carne que hubo en España durante los diez años de posguerra? Llegaba de regalo. Como llegaba de regalo para comer en Austria, y por eso cerca de mi casa hay una calle agradecida: la Argentinierstrasse. Nostalgia de los tiempos que han pasado, arena que la vida se llevo, pesadumbre de barrios que han cambiado y amargura del sueño que murió, lloraba Homero Manzi, pero él no sabía tanto por qué.

El campus de la Universidad es una versión plausible del paraíso terrestre. Por lo pronto, ostenta el venerable simbolismo de haber sido una base aérea militar. Queda, por lo tanto, en las cada vez menos afueras de la ciudad, desparramada por un predio infinito, cruzado de alamedas bondadosas y surcado de opíparas estudiantes sobre las que cae, con milenaria bondad mediterránea, el mimo perpetuo del sol. Estamos a inicios de noviembre y el aire puede, todavía, malbaratar 24 grados de temperatura mientras el resto de Europa se apresura a exhumar guantes y bufandas. En el centro geográfico, la vieja torre de control mira azorada en su torno esta multitud imprevista de jóvenes sin uniforme y muchachas de ombligos desafiantes que jamás arrojarán una bomba sobre Bagdad o Belgrado. Espero que se alegre. Yo, si fuera torre, en todo caso, me alegraría. Acaban de estrenar el nuevo laboratorio de interpretación simultánea: una maravilla de once cabinas que casi que interpretan solas. Todo informatizado. El profe se sienta no ya a una mesa sino ante una consola que prodiga cuatro pantallas y lo hace parecer un mutante entre académico y comandante de un submarino nuclear. Las instalaciones anteriores se han marchado a Cuba. Allá me las encontraré, acaso, cuando me vuelva a tocar irme con la teoría para el Caribe.

El profe de marras, por cierto, se llama Diego Carrasco, enseña consecutiva y simultánea francés-español y vuelta. Lo conocí hace cuatro años en el jurado de los exámenes de la Escuela de Intérpretes de Mons. Él andaba organizando esta y me invitó a que viniera. Es mi cuarta visita y más tarde, al almuerzo, voy, parece, a negociar mi futuro avatar de profesor visitante (o sea de visitador perpetuo) ahora que las Naciones Unidas van a decirme, don’t call us, we’ll call you las pelotas. Yo, como dicen por acá, encantao. Pero veremos. Diego ha sido, además, la eminencia gris que ha movido cables, cuerdas, hilos y piolines para que la Universidad me publicara el libro. El libro, como creo haber gritado, lo presenté finalmente ayer, a las 19:00 teóricas, como lo son las horas en el Mediterráneo que nos parió. En la sala original empezaron a no caber las estudiantes de ombligos a ver si te atreves, de modo que nos mudamos a otra, algo más holgada. Yo, claro, encantao. Para mi eterno rencor, no hubo papparazzi, ni siquiera un fotógrafo de mierda, de modo que van a tener que creerme. Me presentó el vicedecano (que el decano propiamente dicho no pudo asistir en razón de compromisos contraídos con posterioridad), que, pobre, se tuvo que hojear el broli en diez desesperados minutos, cual se notó en los comentarios que hizo, entre ellos lo agradecida que estaba la Universidad de que yo hubiese consentido que recayera precisamente en ella el peleado honor de dar a luz a mi criatura, un poco como la Virgen María, sin pecado. Luego habló Diego, que sí se lo había tenido que leer y que dijo una cosa que me hizo sentir como me siento: “Esta teoría se podrá criticar y discutir, pero de lo que no cabe duda es que es un ladrillo arrojado a un estanque donde hacía rato que el agua ni se movía”. Por fin me toca a mí. No puedo menos de confesar que, en rigor, no es que los editores se hayan agolpado ante la sede de la ONU en Viena gritando, “¡Yo!”, “¡A mí!”, etc., y que yo haya dicho: “Bueno, a ver… la Universidad de Alicante”, sino que la Universidad de Alicante -Diego y sus maquinaciones por medio- fue la única que dijo, “¡ma sí!”.

Los chicos preguntan lo que preguntan los chicos que preguntan cuando los chicos que preguntan preguntan sobre traducción: ¿se puede no ser literal? ¿se puede mejorar el original? ¿se puede no decirlo todo? Y yo, con todo el hermetismo de que supieron ser capaces en sus buenos tiempos la Pitonisa y Casandra, replico... “¡DEPENDE!”. Y aclaro que esas quinientas páginas que ustedes pueden comprar por tan solo 22 euros, o sea que ni céntimos cada una, señoras y señores, son un dilatado y pormenorizado “depende”. Les confieso también que a mí, a mis años, me habrá dado vaya uno a saber por qué escribir un mamotreto de quinientas páginas, pero que no me lo harían leer ni a cañonazos. De gud ñus, esclarezco, es que no hace falta, Deo gratias, leérselas todas, porque difícilmente a ningún lector, salvo al más empedernido o sin novia, le va a dar por enterarse con igual ahínco de la interpretación de conferencias y de la traducción en verso del Eugenio Oneguin de Pushkin al italiano y al catalán. Advierto que hay que armarse de paciencia franciscana hasta la página 69, donde, como su mismo número indica, las cosas entran a ponerse más amenas, y que la introducción es perfectamente prescindible, porque en ella digo lo que no pienso, cosa que va a quedar más clara cuando diga lo que sí pienso, que es en el capítulo primero (tomar debida nota los uaxini que os aprestáis al desembolso solidario).

Veo que me he olvidado de acordarme de que el martes Diego me llevó al periódico local, que sale todos los días y bien podría llamarse diario pero en fin, La Información (¡nombre piantalectores si los hay, digo), pero que en una ciudad de 300.000 habitantes tira 100.000 ejemplares (la basura esta atestada) y es el único periódico diario rentable de España. Viene un señor joven que se conoce que de traducción sabe y quiere saber como yo de alfarería zulú, que saca una libretita y un bolígrafo y me mira. Yo le cuento en qué consiste mi teoría y por qué considero que a la humanidad le va a venir tan pero tan bien que se haya publicado, sobre todo en Alicante, y él, periodista que al cabo es, anota. Luego me saca al jardín, me pone un ejemplar entre los brazos que lo sostenga como si le estuviera dando de mamar, me ordena “párese ahí”, saca una camarita, hace clic y me dice “mucho gusto”. Al día siguiente, La Información publica en el ángulo inferior derecho de su plana 27, junto a un aviso de quiebra judicial, un gran titular gran que reza: “El jefe de interpretación de la ONU en Viena afirma que en España ‘se enseña muy mal el castellano’”. Después vienen las… a ver… treinta líneas de… a ver… cuatro centímetros, en “L” para dar cabida a mi foto (en colores, if you please) dando el pecho al libro que, ahora que me fijo, estoy sosteniendo al revés. El texto, claro, es mucho más explícito, toda vez que puntualiza que: “Viaggio destacó la dificultad añadida para los jóvenes de las autonomías con lenguas vernáculas y subrayó que ‘el castellano es más útil internacionalmente’”. Y vamos por la línea… a ver… diecinueve. O sea que aún restan… a ver… nueve para exponer sucintamente mi teoría, a saber: “Respecto de su obra, el intérprete de la ONU señaló (y van dos de las nueve líneas) que es novedoso porque plantea por primera vez una visión de la traducción desde la relación entre el traductor y la persona que va a leer el texto: ‘Se trata de que yo sepa lo que a ti te interesa saber de todo lo que yo sé, y hacer que lo entiendas’”. Más claro, agua, digo yo, ¿no? ¡Es que periodista se nace, no hay nada que hacer!

Huelga señalar que, esa mañana hube de abrirme paso entre una turba desaforada que blandía, antes de tirarlos, los 100.000 ejemplares de La Información del día, abierta en su plana 27, clamando por un autógrafo: “Ponga: ‘Para la tía Amparo’”; “Escriba: ‘A Isauro’”; “Yo me llamo Concepción, pero usted puede poner…”. Y como huelga señalar (y yo siempre he sentido un gran respeto y solidaridad con los huelguistas), me voy a abstener de.

Y en medio de todo esto, como plasta de boñiga en un encaje de Flandes, la reelección (¿o ya se puede decir “relección”?) del cavernícola ignaro (asno con garras, como le dijo al dictador Machado, morigerado precursor de Batista, el poeta Rubén Martínez Villena). ¡Ya pagaremos el precio, uaxini! Por si putas pudiere, ¡apresuráose a comprar el libro, que el siglo empieza con el pie izquierdo!