viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS BRASILIENTAS (Noviembre de 2003)

Fiesta de Santa Bárbara en la ciudad de Jorge Amado

Aprovecho para narrarles una experiencia fenomenal: la misa para la fiesta de Santa Bárbara en la Iglesia del Rosario de los Negros (Rosário dos Pretos) en pleno corazón de la ciudad de Jorge Amado. Es un templo barroco, no muy grande y, como corresponde a un país donde cuando la temperatura se desploma por debajo de los 25 grados, la gente, aterida, no se atreve a salir de su casa, abierta a la calle. La nave está atestada: familias enteras, casi todos mulatos, algunos negros de un azabache azulado y fulgurante o de un mate que se traga los colores, otros blancos del todo o casi. Los hay de todas las edades y, dentro de ciertos límites, condición social, aunque predominan, como en el mundo, los pobres. Son las ocho y falta media hora para que comience la ceremonia. Llego con mi cámara delatora y culpable temeroso de que me asesten miradas justamente torvas, pero no, todo es sonrisas, ademanes cordiales, gestos de bienvenida. Pareciera que no cabría un alfiler, pero sigue llegando gente. A las 20:30 salen los oficiantes y entran a retumbar las elementales máquinas de hacer ruido sobre las que se erige el pasmoso edificio de la música afroloquesea. La gente, toda, rompe a cantar. No se oye una voz desafinada. El ritmo es arrollador. La masa humana ondula como el mar al viento. De pronto, vaya uno a saber cómo sincronizadas, se elevan todas las manos, de pronto vuelven a descender. La homilía es cálida y comprometida: Líbranos, Señor, de la injusticia, del hambre, del desempleo, de la violencia, de las drogas. Paz, Señor, para el Brasil y para el mundo. De improviso, unas mujeres de guardapolvo azul que hacen las veces de ujieres nos piden que nos apartemos hacia las veras del pasillo central. Entra una muchacha bellísima vestida de Santa Bárbara, llega hasta el altar, da media vuelta y se pone cara a la multitud alzando un cáliz en la mano izquierda y una espada en la derecha. La música arrecia. Luego, una interminable fila india de mujeres de diversa edad y complexión trayendo cestos de pan para ofrecer a la Santa. Detrás vienen algunos hombres. Las mujeres avanzan sinuosamente, contoneando caderas y sacudiendo bustos, cantando, con los cestos milagrosamente inmóviles sobre las testas mitad sonrientes mitad en trance. Las que más me sorprenden son las ancianas, algunas esbeltas como garzas de ébano, otras reducidas por los años, los trabajos y la miseria a una mínima expresión de fibras y canas, todas culebreando al ritmo de los tambores con la misma gracia de las adolescentes opíparas que abundan por todos lados para melancólico solaz de este geronte. Cierra el cimbreante cortejo un negro cincuentón, tallado en ónix como por el propio Miguel Angel, de espaldas omnipotentes y rostro sin un solo rasgo curvo. Trae una delicada efigie de la Santa que, quiero imaginar, ha tallado él mismo con esas manazas de triturar rinocerontes. Con toda timidez pide permiso a una ujier de unos dieciséis abriles que le cierra el paso como Circe a Ulises. No está previsto, parece, que haya ofrendas no comestibles. Pero Circe cede y Ulises deposita su efigie entre los cestos de pan con gestos casi femeninos. La cosa sigue, tumbadora va y homilía viene, durante unas dos fugaces horas. Al final, el sacerdote ruega a la feligresía que nadie se vaya sin haber probado el pan. Vuelven a pasar las mujeres, esta vez ofreciendo la ofrenda a los propios oferentes. Atrapo un pan tierno y sabrosísimo que devoro con unción. Robo más para unos chiquilines que se aburren entre las piernas de madres, tías y abuelas. Son cuatro: dos muchachitas de, digo yo, seis y siete años, que vaticinan sendas soberbias mujeres, y dos gurrumines tan negros que parece que los ojos y los dientes flotaran deslumbrantes sin rostro fijo, como la sonrisa sin gato del gato Chesire que maravilla a Alicia en un país mucho menos maravilloso que este.


Yo, que no soy creyente, también pedí, con esta gente chisporroteante y desamparada, a ese Señor que no me ha dado demasiadas razones para creer en Él que nos librase de la injusticia, del hambre, del desempleo, de la violencia y de las drogas, y que nos diese por fin paz (han pasado, en definitiva, más de dos mil años) al Brasil y a la Argentina y al mundo. Total, nunca se sabe, y pedir, después de todo, no cuesta nada.


Crónica quasipaulista

Encontronazo en el ariopuerto de Mangrullos

Acabo de regresar de un intenso periplo brasiliense que me llevó a Salvador primero y a São Paulo (así, escrito raro, como escribe esta gente, que ni les digo cómo habla), es un decir, porque en realidad, a São Paulo, lo que se dice São Paulo, no fui un cazzo, a menos que consideremos tal el ariopuerto de Barullos o como se llame, que es donde me bajé del avión y donde luego me volví a subir, aventura que paso a narrar mediante. En salido que hube maletas en mano -o, en rigor, a la rastra- me interpela un individuo de cómo un metro setenta y dos y medio de estatura, expresión torva, ademán artero y gesto taimado, tez olivácea natural, cabello más bien canoso y cortado que un poco más y el peluquero lo decapita, complexión robusta, abdomen que se ve que no se priva de ningún gusto, gafas circulares y ningún otro detalle digno de mención porque yo en la ropa mucho mucho no me fijo, ¿vió?, que me ofreció -al menos así lo interpreté yo aplicando mi modelo- un taxi que recusé sabedor -o, mejor dicho, confiador- de que fuera del aerodrómico predio aguardábanme personas autotransportadas. Ante el fracaso rotundo de su abordaje por el lau del tasi, el sujeto de marras depone la parte menos inteligible de su portugués y pasa a identificarse como un tal Orlando Piccione, alias Rolando (pero yo no se lo creeré jamás) y que viene recomendado por un tal guacinos.

Superado mi inicial y comprensible recelo, procedí a abrazar al susodicho RoRlando –a quien, para evitar molestas confusiones, llamaré en adelante Rolls- con toda la ternura que me permitió la videocámara interpuesta entre ambos esternones. Rolls cogió solidariamente la valija más liviana y ambos dos nos dirigimos hacia uno como café medio pringoso a cuya vera determiné las presencias que paso a detallar: Una muchacha de cabello que ni leidi godaiva pero renegrido, de diría yo un metro sesenta de estatura, que se identificó con el sugestivo apodo de Malu, pero que ella pronunció Malú que no es como lo escribe, a la cual besé con toda la efusividad que me fue dada por una segunda -o tercera, si contamos a Rolls, o cuarta si me contamos a yo, o incluso quinta si comprendemos a una señorita de gorrito blanco que nos miraba desde el otro lado del mostrador sin entender ni mu- presencia, esta de un señor que se elevaba una distancia considerable sobre el nivel del mar, acabado -el señor- en una testa decididamente teutona, portador del no menos teutón apelativo de Udo, y que resultó ser el namorado (así, sin “e”, porque para qué ir despilfarrando consonantes) de la Malu/ú de marras, a quien también abrace -a Udo- pero no tan efusivamente en vista de que nunca en mi puta vida lo había visto, tenía cara de alemán, me llevaba tres metros de estatura, era namorado de la Malu/ú y todavía me dolía el esternón del abrazo a Rolls.

Allí habría acabado este breve introito de no ser por una presencia adicional que yo no advertí como pertinente dada la tierna edad de su propietaria -lo cual explica que no formase parte del inventario precedente-. Como no se iba pese a la sucesión de escenas eróticas que acabo de narrar, colegí que acaso tuviera algo que ver con el trío ya mencionado. Tratábase de una muchachita ayer no más niña, de tez impecablemente blanca pese al país, casi como que pequitas, cabello castaño oscuro, gafas y bluyín -que no los zapatos de charol, calcetines de algodón, falda escocesa, globo y chupetín de colores más inmediatamente esperables en una criatura de tan tierna edad- en quién hipoteticé yo la hija o nieta de Udo (que era el único cromáticamente plausible del trío), pero que resultó ser ni más ni menos que Ilce (ojo que no Ilse ni Ilze, que también hay, pero no había en ese momento en el ariopuerto), la namorada (siempre sin “e”) del Rolls, que no solo vive con él en una resignada aceptación del estupro, sino que tienen un acuario lleno de pescados vivos en vez de un televisor grande en el lugar originalmente destinado al mismo pero me estoy yendo por las ramas. A criança -que así se llamará durante lo que resta de esta breve crónica- se mostraba visiblemente emocionada ante aquella abundancia de argentinos, porque téngase presente que aunque numéricamente solo dos, cronológicamente estaba flanqueada por 112 pirulos de experiencia rioplatense, 58 míos y los demás calculen.
Una vez que nos secamos los sudores que habíamos entreverado en los entreveros, salimos del ariopuerto de Garbullos y subimos al 4x4 (=16) en que los ya cinco protagonistas de esta sucinta narración emprendieron camino de la costa (atlántica), o sea después de la rotonda a la derecha, con destino a Ilhabela (o Ilha Bela, según se escriba), unos queseyó doscientos kilómetros para la derecha, la izquierda, derecho y atrás pero básicamente en bajada. A medida que se iba rompiendo el hielo -que en el Brasil francamente no dura mucho- fui enterándome de las cuatro biografías pertinentes, por ejemplo que el Rolls y a criança miran pescados, que el Rolls está en el Brasil desde hace como ocho años, que a criança es de Paraná de ellos y que se conocieron por laburo, que Udo tiene una empresa, que la Malu/ú no, pero se quieren igual, que a criança está estudiando para ser traductora (pobrecita!), que la vida del Rolls da para quince brolis pero que la cuente él que yo soy muy discreto, etc.

Y así curva va, curva viene, paramos a almorzar. Una caipirinha preventiva, un pescau que no quise preguntar cómo se supo llamar en vida, pero que estaba delicioso, un vinito blanco y postre. Luego, curva viene, curva va llegamos al mar, tomamos el ferry, descendimos en Ilhabela -que es inmensa, pero realmente hermosa- y recalamos en el telo que la Malu/ú había reservado: una pieza para el combo que conformaba con Udo, otra para Rolls y criança y otra para mí, que estaba con las manos vacías, como no cesé de percatarme durante todo el trayecto y especialmente en la playa. A todo esto habíase cumplido un lapso prudencial desde el almuerzo, con lo que yo, que estaba con las manos vacías, comencé a obsesionarme con la cena. Pero antesmente pasamos por una especie de centro cultural donde asistimos a un hermoso espectáculo de ballet clásico. Daba gusto ver la primera fila atiborrada de gurrumines que disfrutaban como locos, y, para alguien con las manos vacías, mucho más el escenario, donde fulguraba una docena de brasileñas de las de más en serio que yo ni me acuerdo qué música bailaban. Doppodichè se fuimos a un restorán que no puedo calificar de menos que deputamadre! Tras las caipirinhas preventivas, una orden de ostras, que en Europa quiere decir seis bichos y veinte euros y en Brasil al revés y otra de unos bivalvos neozelandeses, parecidos a mejillones, pero del tamaño de quelonios, que venían en una salsa, valga la pobreza del léxico, deputamadre. Todo ello rociado con una botella de un excelente shardoné local. Como a a criança no le gustan los mariscos y a Malu/ú le gustan pero solo de a uno, las ostras hubieron de distribuirse entre los tres adonis. Aprovechando que a las naifas no les daba por ahí, decidimos, entonces, pedir otra orden. Luego llegó el badejo (que es un pescado) acompañado de los camarones que estaban, y perdonen ustedes lo reiterativo, deputamadre. Los mismos merecieron una segunda botella de vinito. Luego vinieron los postres y luego la cuenta que insistí en bancar porque estos brasileños desconsiderados no me dejaron garpar ni el telo!!!!

Al día siguiente, cafezinho en el telo, poi doppo en la playa, intercambio de chanzas, chascarrillos y retruécanos van y los mismos vienen, fue siendo hora del almuerzo, para lo cual Malu/ú sugirió ir a un restorán por ella conocido que quedaba a unos veinte kilómetros para arriba, para abajo, para la izquierda y para la derecha, para delante y para atrás, pero eso sí, no derecho. Whereby hangs a tale, porque fue ese...

El trauma rodoviário

En efecto, uaxini, aquella experiencia tan auspiciosamente iniciada y proseguida en medio de tamaña leticia habría de empañarse con la mefítica vaharada del destino más vil. Porque la Malu/ú le dijo al Udo que manejara él. Y el Udo le pasó la pelota -es un decir- al Rolls. Y el Rolls aceptó (claro, con ese apodo!). Y a criança me dijo que me sentara adelante (porque ya no podía deshabituarse a vernos juntos). Y yo acepté. Y el Rolls puso primera. Y el 4x4 (=16) arrancó. Y ahí a criança, desde la insospechable retaguardia, demostró que criança las pelotas, porque me lo entró a poner al Rolls culo al Norte. Fueron veinte kilómetros de reproches, reconvenciones, advertencias, amenazas y ultimátumes a la derecha, a la izquierda, para arriba, para abajo, para atrás, para adelante, pero eso sí, nunca derecho. El Rolls, visiblemente apabullado y consciente del triste espectáculo de aquella relación aparentemente tan simbiótica y sinergética, con pescaditos y todo, pero que de pronto mostraba la frágil consistencia del hombre, especialmente cuando la que rompe es una mujer.

Llegamos, communque, al restorán, que fue, una vez más, deputamadre, frente al mar, como a sesenta metros encima del mismo (mar), al aire libre... Manducamos unos mejillones brasileiros, o sea como quelonios, en un molho entuavía más exquisito (en el sentido castellano, porque para ellos naquever) que los bivalvos neocelandeses de la víspera. Luego, aplacados ya el hambre y los ánimos, hubimos de retornar, para arriba, para abajo, para atrás, para adelante, a la derecha y a la izquierda al ferry. Solo que al mando de Udo, de forma de dar al Rolls y a a criança la oportunidad de salvar, si era posible aún, el agonizante protocadáver de aquella relación rodeada de peces, menester al que se aplicaron con meritoria fruición para mayor comodidad de la Malu/ú que pudo repantigarse en las tres cuartas partes del asiento que le quedó para ella solita. Solo frente al volante y la ruta, Udo depuso su automovilística teutonía y dentró a guapear en las curvas, amedrentando a unos y desafiando a otros, lo cual le valió, a su turno, las filípicas de Malu/ú. Y yo, riendo último con toda fruición, bendije nomás al cielo por andar con las manos vacías.

Y así, curva va, curva viene, para adelante y para atrás, pero básicamente cuesta arriba llegamos al ariopuerto de Mangrullos, donde nos abrazamos todos tiernamente (es decir, todos, pero de a uno, a mí solo y viceversa).

Y yo tomé mi avión (bueno, mío lo que se dice mío no, porque era de Lufthansa), y aterricé en Frankfurt, y volvía tomar mi avión, y aterricé en Viena, y escribí esta crónica.