sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS PONTOCÁMICAS (agosto de 2006)

Ebben, heme aquí nuevamente en Quéimbrizh. El año pasado no pude venir porque si lo hacía me perdía mi último par de semanas en Viena y la ONU. Qué bueno corroborar que los de entonces seguimos siendo los mismos: Chris, Julia, Tom, Gisela, Loreto, Sasha. Hay algunos profesores nuevos: Lena, Doctora en Lingüística de la Universidad de Moscú, Martine, irlandesa, permanente de la OTAN, Claudia y Sara, hoy profesionales de pro e in alio tempore estudiantes de este mismísimo curso. El grupo estudiantil consta de tres rusas, dos alemanes, cinco tanos, tres mexicanos, una española, una ecuatoriana, dos brasileñas, una gringa, un inglés, una croata y dos franceses. Se empieza a las 8:30, se dispone de hora y media para almorzar y luego se sigue hasta las 18:30. Debe de ser el curso más intenso del plantea. Tanto los organizadores como los docentes trabajamos de forma estrictamente voluntaria. Solo se nos pagan los gastos. Aun así, los trece días en el Royal Cambridge Hotel, el alquiler de las cabinas y demás equipos (grabadoras, fotocopiadora, etc.), los honorarios del técnico, los gastos de los invitados especiales que vienen a hablarnos de diversos temas, etc. Hacen que el coste raye en lo astronómico. Por suerte, la opinión unánime es que vale hasta el último centavo. Casi todos los estudiantes de este año han venido a recomendación de gente que ha hecho el curso en algún momento. Pero, con todo lo que me apasiona enseñar y lo tan a gusto que me siento con estos colegas en esta ciudad maravillosa, me temo que puede ser mi última vez: Esto de estar permanentemente del otro lado del charco y del ecuador se va haciendo pesado, y no creo que Alguienita lo vaya a seguir aguantando cuando Xóchitl deje de ser un bulto inquieto. Por eso estoy tratando de disfrutar cada segundo… y vaya si es fácil!

Cambridge también sigue siendo la misma de entonces, Deo gratias, y el placer de recorrer los mismos sitios se parece al de volver a gustar un vino añejo y entrañable. Solo el tiempo ha estado más huraño que lo que recuerdo de otras veces, pero sin saña desmedida, con sus indulgentes relumbrones y ramalazos de calor.

La primera semana casi no salí del telo, pero el sábado subió de Londres mi sobrino Gastón y nos dimos una panzada. Recorrimos a pie heroico cada rincón de esta vieja ciudad que empezó celta o algo por el estilo, hasta que llegaron los romanos, que se piantaron en el s.IV y fueron reemplazados doscientos pirulos poi doppo por los anglos, que fueron corridos por los vikingos (la parte más antigua de la city sigue llamándose Danish Town), que fueron asimilados por los anglos, que fueron corridos por los normandos despuecito nomás de la batalla de Hastings en 1066, de modo que para cuando llegaron los disidentes de Oxford (“that other place”, que le dicen los lugareños, Cruz diablo!) a fundar la universidad allá por 1280 año más año menos, la urbe ya tenía su edad. Almorzamos junando el Cam en un restorán italiano sorprendentemente bueno y poco caro (que es lo más parecido a barato que hay por estos pagos). Luego dimos, como es de norma, la vuelta en el doubledecker turístico protegiéndonos alternativamente del sol, el viento, la llovizna, la lluvia, el frío y el calor. Y por la noche acudimos a un concierto a capella en la ídem de Trinity Collage. Afuera ya llovía sin miramientos. Tanto más acogedores y emocionantes el ambiente solemne de la capilla, las togas de los doce coreutas, la unción del público, la maravilla que es la Missa in Illo Tempore de Monteverdi y los motetes de Palestrina y Gabrieli zio. El coro era sencillamente deputamadre. Pibes de, si acaso, veinticinco abriles que no volverán ni por putas, magníficamente afinados, de voces angelicales las sopranos, aterciopeladas las contraltos, de bronce los tenores y de madera profunda los barítonos. Durante el intervalo dimos una vuelta por el espacioso patio en el que se filmó la carrera inicial de Carrozas de Fuego. Por la ventana del inmenso comedor se vislumbraba un banquete sacado de una novela de Somerset Maugham: unos veinte comensales, ellos de smoking, ellas con todos los discretos perifollos de su rango, los camareros de guantes blancos, candelabros sobre la vasta mesa, botellas de champán en los baldes bruñídos, fuego amigo en el hogar monumental, todo bajo la mirada acerada de los óleos de época que interrumpían prolijamente la boisserie. Y afuera, la lluvia crepitante sobre el césped de seda y la mirada hambrienta de nos.

El domingo el día empezó, por suerte, más auspicioso, con lo que los más aventureros nos fuimos con Chris a puntear, o sea, a bogar en “punts”, que son esos botes casi barcazas que se propulsan desde la popa (no así en “that other place”, donde el puntero va en la proa, y es otra de las diferencias irreconciliables que perpetúan la enemistad entre ambos colosos), como si fueran góndolas para pobres, mediante una pértiga que el punteador ha de clavar en el limo, desclavar con un movimiento semicircular de la muñeca, extraer hasta que la punta asome del agua y volver a clavar. El secreto es no permitir que la pértiga quede atrapada y, caso contrario, elegir el bote que no la pértiga, no vaya a ser que pase lo que me pasó hace dos años, que fui quedando cada vez más horizontal sobre las gélidas aguas del Cam hasta que hube de dar con mi opípara humanidad en el fluido (vide crónicas pontocámicas de entonces).

Y así fuimos viendo desfilar con toda la molicie de los siglos los vetustos y señoriales colleges, los jardines inmaculados, los sauces lloviendo desde las orillas, pasando bajo puentes de diversa factura, esquivando las barcazas que trataban de ir o venir timoneadas por turistas mal improvisados e intercambiando miradas cómplices con las que, como nosotros, zizagueaban airosas a manos de los profesionales del ramo con sus ranchos de paja.

Almorzamos en un pub ribereño y de ahí enfilamos para la estación. Media hora después nos segaba la respiración la gigantesca catedral de Ely (pronúnciese “ili”, y llamada así por la pretérita abundancia de anguilas en las que se pagaban los reales impuestos). Es una catedral por supuesto normanda, inmensa como otras que los quídams se dedicaron a erigir allá por el s XI, que fueron los años locos de ellos, durante los cuales anduvieron por todos lados, por ejemplo Sicilia, donde dejaron, por ejemplo, el Duomo de Monfalcone descripto por este fiolesco cronista en aquellas primeras crónicas palermitanas (recordates, gerontes?). La catedral todavía no se decide decididamente por el gótico, que recién empieza a sacarle cuerpo al románico, pero no le hace hueco al espacio. Vista de frente, le falta el colmillo izquierdo, derruido parece que ni se sabe cuándo, de modo que le queda la torre poligonal de la derecha, la interminable torre central (66 metros) desde la cual se ve toda la comarca, y nada. Para atrás se alarga hasta el crucero, de donde asoma la torre octogonal que en 1320 hubo que improvisar para sustituir la normanda que se vino abajo. Y detrás sigue siguiendo. A la altura del ábside en 1349 le adosaron la verruga de una hermosa capilla gótica toda ventanal.

Dentro ensayaba otro coro -esta vez de adultos-, también entogados, que inundaban por completo el interminable recinto con lo que luego averigüé era un motete de Stanford (inglés del s XX). Por desdicha, no pudimos subir a la torre (pero no desesperéis, que todo aquel acojonante paisaje está consignado en las crónicas precedentes).

Tras una hora de deambular boquiabiertos y al borde de la tortícolis salimos parque traviesa a visitar la casa que supo ser de Oliver Cromwell y flia., y en la que el que casi sale primer y único Presidente de Inglaterra moró 1536 a 1647. Una típica construcción Túdor, de estuco impoluto aunque algo abombado entre las vigas de roble que han ido abjurando poco a poco de la estrictez horizontal y vertical, tejado bermejo, ventanas pequeñas de cristales telarañados de barras de plomo, techos bajos, paredes revestidas de madera y muros espesos. Es uno de tantos viajes en la máquina del tiempo. En la sala huele a madera quemada en el hogar, y en la cocina a guiso y especies.

Salimos y desandamos camino hasta llegar al río. Como ya son las 17:00 llegamos tarde a tomar el te, que el único lugar del mundo donde el five o’clock tea se sirve a las cinco es Buenos Aires. Hemos de conformarnos con un refrescante Pymms con pepino, menta y limón (tomad nota viajeros que viajáis, que no habréis bebido esta cultura hasta que hayáis libado este néctar).

Dos o tres trenes cancelados después, regresamos a Cambridge. Gastón se volvió a Londres y yo a telefonear, como todos los días, a Alguienita portaXóchitl, que sigue invadiendo más y más espacio con su panza. Xochitl, por cierto, ya se ha colocado testa abajo, impaciente, dijérase, por ver el planeta con sus propios ojos. Es posible que se adelante. Me vendría de perlas, que así vuelvo a tener una mujer de circunferencia normal y una hija biológica con su propia ontología, que ya es hora, caramba!

El oso de Byron y el perro del Decano

En Trinity College estaban prohibidos los perros y los gatos. Ello disgustó profundamente a un estudiante libertario de nombre George Noel Gordon Byron que, tras un minucioso estudio del reglamento, advirtió que nada se decía contra la tenencia de osos, y se trajo, entonces, un simpático plantígrado. Apiolado que se hubo de esta suerte el Consejo Académico, no vaciló este en enmendar el susodicho reglamento para prohibir lisa y llanamente las mascotas cualquiera su porte o número de patas. La única excepción, por razones que los historiadores aún procuran determinar, fue que el decano (Master o Head Master) conservó del derecho de tener hasta un (1) gato. Pero hete aquí que hace unos veinte años nombraron maistro a un coso que tenía un can, que la tronapa del coso dijo que si no los dejaban venir con todo y pichicho, minga maistro! Ello precipitó las cosas. El Consejo Académico se reunió con toda urgencia y, tras un agitado debate en que abundaron las tosesitas y los “hum”, resolvió por unanimidad que “during Profesor’s XX tenure as Head Master, the professor’s dog shall be called the Master’s cat”, o séase que durante el desempeño del profesor X como decano, el perro del profesor se llamará el gato del Decano”.

Si Inglaterra no existiera, habría que inventarla!

CRÓNICAS PATERVALEDICTORIAS

COMO ENTONABA PIERO…

Era un gran tipo mi viejo.

Queridos cumpas,

gracias a todos los que por privado y aquí me han expresado sus condolencias. No hay, genuinamente, de qué. Les cuento:

El viejo ya arrastraba hacía rato sus 96 a duras penas. Cuando estuve en enero anduvo internado y todos sabíamos que era cuestión de poco tiempo. Las cosas se precipitaron justo cuando tenían reserva Alguienita y Valeria, de modo que yo adelanté mi propio regreso para encontrarme con la noticia en el aeropuerto. Dejé que mis hembras siguieran para casa y me tomé un taxi a La Chacarita, adonde llegué justito para la cremación. Estábamos, por supuesto, los íntimos, pero también muchos de sus camaradas de lucha, porque mi viejo se afilió de veinte pirulos al Partido Comunista a raíz del golpe de Uriburu y siguió de hierro hasta que la sabiola lo fue dejando plantado en el cuerpo. Su último puñetazo en la mesa fue un libro que escribió con su hermano Julio, el abogado que tanto se jugó por los derechos humanos en lo más duro de la dictadura (Jorge, el cirujano, murió hace unos años). Eso fue hace menos de veinte meses, cuando ya acariciaba los 95. Su colaboración fue oral, porque andaba ciego desde tiempo atrás.

Hubo solo dos discursos, breves, de su colega Fernando Azcoaga, en nombre de la profesión a la que dedicó la otra mitad de su vida y que defendió (y yo eso lo aprendí de él) con uñas y dientes: para adentro, por la dignidad profesional y el reconocimiento social y -cómo no- económico, y para afuera, como misión sagrada y noble ante la humanidad, sobre todo los más vulnerables, los pobres, y del Secretario General del PC, Patricio Echegaray. No se me había ocurrido que, al cabo de 76 años de militancia inclaudicable, el viejo era el más antiguo que quedaba. Bueno, no es del caso hablar de política, pero sí de lo que dijeron y sabíamos: que no aflojó ni aunque vinieran degollando (y vaya si vinieron!), que se aguantó la cárcel con Perón y con Frondizi y con Onganía y con Videla, que lo echaron ignominiosamente junto con Jorge y otros médicos correligionarios del Hospital de San Fernando donde, igual, trabajaba gratis. Yo solo intervine para recordar algo que me dijo cuando el desmoronamiento colosal del mundo en el que habíamos creído los dos: Yo pensé que tenía en mis manos la pala con la que se iba a enterrar de una vez por todas la explotación del hombre por el hombre. Me equivoqué. Pero esa pala existe, y algún otro la va a encontrar.

Y yo vi desaparecer el féretro cubierto con la bandera argentina y la roja con tanto orgullo que no me quedó lugar para la pena.

Parafraseando el final de un poema criollo que alguna vez le escuché recitar a Berta Síngerman,

Yo no sé qué les parece,
digo yo, pero pa´ mí
que algún respeto merece
quien supo vivir así.


EL JARDÍN DE LOS SENDEROS QUE CONVERGEN

Allá por 1928, mi viejo entró a militar en el Centro de Estudiantes de Medicina, en los llamados Grupos Insurréxit. Era, también, católico militante (y se afilió al PC dejando claro que lo era). Fuera de los fascistas, con los que nunca transó (y es otra cosa que aprendí de él), había otra agrupación nacionalista de derecha, cuyo nombre no recuerdo. La encabezaba Jorge Taiana, que después fue Ministro de Educación con Cámpora y a quien mi general Perón tendió la cama para reemplazarlo con el troglodita de Ivanissevich, el de la notoria “misión ídem” (recordates, gerontes?). Pues hete aquí que casi setenta años después, en 1992, los pude juntar en Viena. Taiana estaba de embajador argentino. A mi padre el viaje se lo pagué yo, porque él no tenía un mango y murió pobre como una rata. Menos mal que el hijo mayor ganaba en euros.

YO QUIERO, CUANDO ME MUERA

Por cierto, el PC quiso mandar una corona, pero mis hermanos dijeron que lo que el viejo hubiera querido sería que esa plata la usaran para dar de comer a algún necesitado.

En Santiago de Cuba, en un sencillísimo mausoleo, reposan los restos de Martí. El féretro cubierto con la bandera cubana y, al pie, un florero sin pretensiones con un ramo de rosas rojas sobre un pedestal con su copla:

Yo quiero, cuando me muera
sin patria pero sin amo,
tener en mi tumba un ramo
de flores y una bandera.


MI VIEJO EN AUSCHWITZ

Fue en 1956 y el regresaba con la primera delegación de médicos argentinos en visitar China (eran quince, entre ellos mi viejo y dos rojos más, el resto radicales, demoprogresistas y socialistas). Me contaba (yo todavía de diez años), Yo pude ver eso con la frente alta, porque yo contra eso había luchado toda mi vida.

Y le quedaban exactamente cincuenta años para completarla.


MI VIEJO Y CHOU EN LAI

Me contaba el viejo (y yo de diez años) que Chou le había explicado que, Antes éramos un país miserable; ahora somos un país pobre.

Todavía no habían sucedido Hungría (aunque faltaban semanas), ni Praga, ni el Gran Salto Adelante y su Revolución Cultural Proletaria, ni el juicio a Daniel y Siniavski, ni Afganistán. Aunque sí los procesos de Moscú, el asesinato de Trotzky y la "conspiración de los médicos judíos". Es lo malo de la fe: que no puede serlo sin estar aunque sea un poco ciega. Pero eso es lo de menos. Lo importante es llegar a abrir los ojos, verle la cara podrida a la verdad y seguir creyendo que el mundo puede ser mejor, y que si puede... DEBE!

MI VIEJO Y EL SUYO

Mi abuelo era radical de pura cepa, y de unas bolas a prueba de dinamita. Cuando se enteró de que mi viejo se había hecho comunista casi le da un infarto. Pero cuando su hijo iba a hablar en algún mitin en la plaza de San Fernando, donde vivían, abuelo Viaggio se calzaba aquel 38 largo digno de Wyatt Earp y les decía a sus hijos menores, Jorge y Julio, uno estudiante de medicina y el otro todavía estudiante secundario, Vamos a cuidarlo al Negro. Y se quedaba inmóvil escudriñando el paisaje humano desde detrás de un árbol... pero bien cerquita de la tribuna.

Ese bufoso, por cierto, lo heredó después mi viejo y yo lo sacaba a escondidas, para jugar a los cowboys frente al espejo. Poco antes del golpe del 76, apenas llegado yo a Nueva York, la triple A hizo volar por los aires nuestra casa de San Fernando. Vinieron a ayudar todos los vecinos, hasta el tano de al lado, que había sido oficial del ejército de Mussolini durante la Segunda Guerra Mundial. Apuntalaron el techo del consultorio y la sala de espera, que amenazaba con derrumbarse, improvisaron una nueva puerta de calle y un montón de cosas más. Cuando por fin vino el golpe, mi vieja, vestida como para una canasta de beneficencia y jugándose, literalmente, la vida, se metió el fierro en la cartera para ir a deshacerse de él por ahí. Menos mal, porque si cuando dos años más tarde el ejército allanó el dpto donde tuvieron que mudarse y se llevó a mi vieja y a mi hermano (al viejo lo fueron a buscar al consultorio) lo encontraba, yo llevaría de huérfano treinta pirulos, no veinticuatro horas.

Parece mentira. Hace años que no me acordaba de esto. Y ahora, lo que son las cosas, extraño aquel Colt.

MI FAMILIA EN LA 19

Por suerte, con los milicos, que destrozaron el dpto, venía un destacamento de la Policía Federal y el comisario maniobró para llevarse a mi vieja y a mi hermano y para que lo dejaran ir a buscarlo a mi viejo. Fue así como terminaron en la Comisaría 19. Por falta de lugar (y acaso presencia de mala leche) a mi vieja la metieron en el calabozo con las putas, que resultaron tan timberas como ella y se la pasaban jugando a la canasta. Al viejo y a mi hermano, creo, los pusieron juntos en otro.

Una mañana entra matoneando el Oficial de Guardia y le grita, Señora, venga conmigo, Yo con usted no voy nada!, Venga conmigo, carajo, o lo pagan su marido y su hijo! Mi vieja, entonces, lo sigue. Párese aquí! le grita. Y después le susurra, mire para allá, que está su hija, y yo tengo orden de prohibirle pasar.

La vieja, que era excelsa cebadora, terminó tomando mate con la guardia nocturna. En una de esas tertulias, entró de sopetón el comisario. Pánico, me imagino, entre la milicada. Pero el tipo no se inmutó. Se le sentó al lado y le dijo, Menos mal que los pudimos traer con nosotros, porque se los querían llevar a Campo de Mayo y de ahí sí que no salían vivos.

Otro día, la mandó llamar para contarle que, Los detuvieron por una denuncia de que tenían armas en la casa. No le puedo decir quién, pero fue un amigo de la familia.

Hasta el día de hoy ignoro quién fue, pero, parafraseando a Nicolás Guillén:

Si yo lo cojo y lo aprieto,
caminando,
ese la paga por todos,
caminado,
a ese le parto el pescuezo,
caminando,
y aunque me pida perdón,
me lo como y me lo bebo,
me lo bebo y me lo como.
Caminando, caminando,
caminando.

Y de dónde la buena voluntad de aquel comisario que, ahora que lo pienso, también se la jugó? Era amigo de otro comisario, hijo ilegítimo de mi tío Alberto, hermano de mi abuelo, y conocía a mi viejo por referencia.

Y pensar que Borges tenía que inventar tigres soñados para poder escribir!

MI VIEJO, UN IMPRESCINDIBLE

Hay hombres que luchan un día y son buenos.
Hay otros que luchan un año y son mejores.
Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos.
Pero los hay que luchan toda una vida:
Esos son los imprescindibles.

Bertolt Brecht

EN CANA CON ALFREDO VARELA

Fue en 1955, tras la asonada militar del 16 de junio, con los trolebuses acribillados, las iglesias y el Jockey Club en llamas y la euforia del cinco por uno (por cada uno de los nuestros que caiga, vociferaba sin saberse póstumo Perón, caerán cinco de los de ellos). Bueno, en Devoto cayeron unos cuantos comunistas (a pesar deque el PC se opuso de frente al golpe), entre ellos mi viejo. Creo recordar que en esa redada cayó también el escritor Alfredo Varela, a quien cuatro años antes aquel peronista irreducitble que fue Hugo el Carril venía a visitar diariamente a la cárcel para dar forma al guión que basaba en su novela El río oscuro y que se estrenó como Las aguas bajan turbias. Caminos que convergen, al viejo lo trajeron esposado a despedirse de mi abuelo, que agonizaba. El inspector que mandaba el grupo le hizo dar su palabra de que no intentaría piantarse y le quitó la indignidad de las esposas antes de que entrara en el cuarto. Al salir, le dijo, Doctor, tengo una buena noticia: me acaban de ordenar que lo deje en libertad. Todavía no había desaparecidos. Pero a Amoresano y Lombilla, los célebres torturadores de la Federal peronista, ya se les había pasado la mano con más de uno, entre ellos el inolvidable colega de mi viejo, Juan Igalinella.

LA GENTE QUE, SIN SABERLO, ENTRÓ EN PARA SIEMPRE EN MI VIDA

En casa se hacían muchas reuniones. Entro a evocar al tuntún: María Teresa León y su dorima, Rafael Alberti, Saulo Benavente, el escenógrafo, Annemarie Heinrich, la fotógrafa, Inda Ledesma (casada entonces con otro médico rojo), Juan Carlos Castagnino, Enrique Policastro, Raúl Monsegur (desaparecido en los Andes cuando intentaba ganarle el envido a unos rápidos endemoniados), artistas plásticos (en el (álbum hay una foto de mis viejos rodeados de caballetes y señores manchados de pintura y muy concentrados: Castagnino, Soldi, Policastro y dos o tres más pintando todos el mismo paisaje en las barrancas del Paraná). Una noche vinieron a cantar cuatro inverosímiles negros norteamericanos, The Jubilee Singers, que vaya uno a saber de dónde habían salido y cómo habían llegado a San Fernando! Por el lado de la vieja caían los Hermanos Ábalos, con Adolfo tocando el piano que había sido de mi abuela, que fue fundadora de la Wagneriana, y al que se supo sentar, de mozo, un rusito retacón de orejas de Yoda y nariz sin concesiones: Arturo Rubinstein, que después se hizo como que famoso, y un chilenito que se quería ir a estudiar a Alemania, de apelativo Claudio Arrau. Y el pelado D’Almastro, cardiólogo y bolche él también, pero menos prosapioso: hijo de madre soltera, había aprendido a leer y a escribir a los deiciocho años. Y Pedrito Grosso, con una pinta maldita de suboficial del ejército, que en los años treinta viajaba en trenes de carga sindicalizando zafreros y algodoneros. Y el dentista a pesar suyo Ismael Arcella, de vocación, verdiano, que fue el que me enseñó a no reírme de los valsesitos tipo La donna è mobile. Y el marido de Annemarie, un poeta bastante malo, de seudónimo Álvaro Sol, que fue el primero en decirme, Dale pibe, pero no seas tan cursi. Y el psiquiatra Julio César Cabral, diminuto y anteojudo, con cara de cura, salvajemente torturado en le época peronista, que un día llegó con el paquete de galeras corregidas al sótano donde se imprimía clandestinamente el semanario La Hora en medio de un allanamiento a todo vapor, con los compañeros contra la pared brazos en alto mientras los canas pulverizaban muebles. El comisario que mandaba la cuadrilla de demolición lo ve entrar y le increpa, Y usted qué carajo está haciendo aquí? A lo que Cabral, con su voz de tiple a tres octavas del do central le contesta, Yo estoy mirando, NO SE PUEDE MIRAR!!!! MÁNDESE MUDAR INMEDIATAMENTE O ME LO LLEVO A USTED TAMBIÉN!!!!! Y se fue. O el abogado Eduardo Warsczaver, que, cuando el director del Penal de Ushuaia prohibió fumar a los presos políticos, le envió una carta que empezaba, De fumador a fumador. Todos están muertos, decía no recuerdo qué poeta colombiano (socorro Manolo!), la mano que esto escribe es de ceniza y sobre ella vuela un cuervo.

MI VIEJO Y EL TROESMA OSVALDO PUGLIESE

El que sí compartía el pabellón de los presos políticos con el viejo en 1955, aparte de Pedrito Grosso y el Doctor Rulo, fue el inolvidable Osvaldo Pugliese. Miren cómo me acuerdo: No podía entrar más de un visitante adulto por preso. Una vuelta, vino con mi vieja y conmigo (que tenía nueve añitos, apenas tres más que Valeria), otro camarada, que entonces dijo que venía a visitar a Pugliese (y yo no tenía ni puta idea de quién era). No sé si los gerontes recordarán que mientras el troesma estuvo en cana, la orquesta tocaba sin nadie al piano, que tenía encima un clavel rojo, como la furia de la esperanza. La orquesta funcionaba como cooperativa y la guita se repartía por partes iguales.

Añares después (si no yerro, 1988, a juzgar por lo que aparece como encabezamiento) conocí en Montreal al que fue primer bandoneonista, otro rojo, el troesma Arturo Penón. Me meto a hurgar en mi archivo “poemas” y extraigo estos dos de aquella noche:

MONTREAL, abril de 1988 (?)

Attenti, maestro Penón,
no se olvide de acordarse que su bandoneón y usted
tienen, después de todo, ontologías independientes.
No vaya a ser que en una de esas
se deje la nariz entre los pliegues
o en la estrujada pierda una oreja!

LOS ARGENTINOS DE LA DIASPORA

A algunos nos corrió la pobreza que se venía
y a otros la que se vino.
Otros buscaban un futuro más ancho...
un laboratorio más completo,
tocar la Kreuzer en un Stradivarius.
Hubo quien salió corrido por los disparos
y también quien fue corrido a tiros.
Hay quien voló en alas del pavor
y a quien tuvieron, en cambio, que arrastrarlo de los pelos.
Algunos buscaban simplemente respirar
y otros solo buscaban
donde les fueran a pagar treinta dineros.
Otros, los menos, añorábamos nomás el horizonte.

Según el último censo, somos, a ojo de buen cubero,
como dos o tres millones.
Y esta noche de abril en Montreal
nos habremos juntado una veintena.
Y el que no lagrimea por fuera, solloza para adentro.
Todos lloramos.
Porque somos eso,
unos ítalo-hispano-judeo-panterrestres sentimentales,
gauchos wagnerianos, de ingenio veloz y orgullo frágil,
anclados al cabo de una larga cadena melancólica
en una rada perenne que, para no complicar la geografía,
llamamos simplemente Buenos Aires.

LA ÚLITMA NOCHE

Me lo contó mi hermana cuando volvíamos del cementerio. El viejo murió a las seis de la mañana de ahora antes de ayer. La noche anterior vinieron a despedirse varios camaradas de aquella época (Echegaray dijo, entre otras cosas, Cuando vino la gran derrota, hubo muchos desengaños, renunciamientos, abandonos, deserciones, y algunas cosas que se parecen demasiado a esa palabra tan fea: "traición"; pero los que fueron a despedirse no eran de esos). Entre ellos, el Doctor Rulo, o sea "Rulo" Dratman, no se sabe bien si ayudado o estorbado por su bastón indomable, tan petizo que el diccionario malgasta en él el sustantivo "estatura", atesorador de esporádicos pero tenaces dientes que muestra de a dos o tres según el radio de su perenne sonrisa, uno de los tres rojos que fueron a China (el otro fue José Itzigsohn, que en el 48 se fue a pelear a Israel y luego regresó a la Argentina) en aquel viaje improbable, compañero de cárcel y de aventuras que yo apenas si consigo adivinar (una vez, íbamos con el viejo caminando por Río Bamba camino de Córdoba y él, que siempre caminaba de prisa, ralentó apenas las zancadas y mirando a un primer piso cualquiera dijo -no me lo dijo a mí, lo dijo solo, como saldando una cuenta o, tal vez, cerrando un recuerdo-, Aquí trajimos una vez a un compañero herido. Es todo lo que sé), perdido en el arcano de unas ropas que nunca le deben de haber quedado bien, separado de las formas y los colores por unos anteojos desmesurados, zezeando por atavismo y, ahora, por necesidad, al que a algún irresponsable o desavisado no se le ocurrió nada mejor que servirle el combo demoledor de un vaso de vino y el álbum de fotos. Y el Doctor Rulo se puso a soltar recuerdos, Mirá, Lucho, exclamaba poniendo las fotos telarañadas delante del rostro ya abandonado, te acordás de esta? Aquí estoy yo hablándoles a los chinos de la situación política en la Argentina! Qué carajo les habré dicho, no me acuerdo, pero sí que hablé como media hora. Pobres chinos, seguro que no entendían una mierda! Pero se la aguantaron sin chistar. Claro, son un pueblo paciente. Salú, Lucho!, exclamó alzando el vaso delante de los ojos inútiles. No importaba que al viejo el alma se le hubiera adelantado al cuerpo. Si total ya estaba a punto de ser inmortal.

EL JARDÍN DE LOS SENDEROS QUE CONVERGEN

Me acaba de escribir Miguel Rojas, desde Rhode Island, que conoce a José Jr., el hijo de Itzigsohn (el tercer rojo que viajó a China con Rulo y el viejo), que ahora vive en Israel. Le pedí que le mandara las crónicas para que se las pasara a su viejo. Lástima no estar bichando para verle la cara!

Fue un instante, un instante tan dulce como efímero, pero al recibir el emilio de Miguel, mi primer impulso fue chapar el teléfono y gritar, Viejo, a que no sabés con quién me acabo de poner en contacto!

Ya se encontrarán todos, Sandino y José Sr. y Camilo Torres y el viejo y Ho Chi Minh y el Che y Lumumba y Maurice Bishop y Allende y Ben Barka en la última y alegre carga de caballería contra los molinos -ay, tan poco eólicos y tan pero tan monumentales!- de la explotación del hombre por el hombre: Puedo verlos en sus armaduras, con la escudilla de barbero por yelmo, espoleando impacientes los croquis huesudos de sus Rocinantes, discutiendo a cada paso que si la táctica o si la estrategia, puro ruido de latas y de gloria.

CRÓNICA BALNEARIODOCTORÁNDICA (julio de 2007)

La cosa comienza allá por 1995, si no yerro. Yo había adquirido cierta notoriedad entre las escuelas de interpretación de Europa por mi decisión de hacer venir a cuantos estudiantes cupieran a pasar unos días practicando en la cabina muda. La noticia llego a la U. de Bath, que ese septiembre mandó durante la Conferencia General del Organismo Internacional de Energía Atómica un cardumen como de 20 estudiantes chinos (!) acompañados de una profesora. También vino, por un día, Steve Slade, el director de la escuela de T&I, para formalizar –innecesariamente, según se enteró en seguida- la relación entre la ONU y la U. Al año siguiente, me invitó a dar dos o tres días de cursos y a partir de entonces fui todos los años sin cobrar más que mis gastos de desplazamiento y estadía (lo cual, sospecho, influyó decisivamente en la idea de nombrarme tordo honoris causa, o sea, que en realidad fue honoraris causa).

Como fuera, la cosa es que me lo dieron, y esta es la historia.

Llegué a Londres pasadas las 22:00 del miércoles 27 de junio y pasé la noche con mi sobrino Gastón y su novia (ellos en su cuarto y yo en el mío, se entiende). A la mañana siguiente me tomé el subte a Paddington y el tren a Bath. Al llegar, a eso de las 13:00 me quedé esperando como un boludo que se abriera la puerta del vagón. Cuando vi que no había caso, traté de hallar la manivela, pero no había. Ahí me apiolé que las cosas seguían siendo como en las épocas gloriosas del ferrocarril inglés: había que bajar (a pulso) la ventanilla, sacar la mano, y abrir contra natura. El taxi me deposita en el Bath Spa Hotel, un boliche lujientérrimo, cinco veras estrellas, reabierto que ha sido por su de ella Alteza la Princesa Real en persona nomás en febrero de este año. Me abre la puerta un valet de pantalón gris a rayas y levitón negro. Entro en un vestíbulo donde, por mucho que estemos una semana entera verano adentro, arde un hogar (y menos mal, porque hace un frío de cagarse). Las habitaciones se entregan a partir de las 14:30, pero a mí me pasan a buscar a las 14:10 (menos mal que me he venido previsoramente trajeado). Me dicen que van a ver. Entretanto, me tomo una Guinness al gélido aire libre, porque estamos en verano, qué joder, y además parece que acaba de haber o hay o va a haber sol (en Inglaterra nunca se sabe si el sol es recuerdo, vaticinio o espejismo). Como a las 13:30 me dan le cuarto, 511, a todo trapo, con robe de chambre sobre la cama y pantuflas al borde de la ídem, vista colina abajo sobre la ciudad magnífica. Luego averiguaré que, de haberla pagado yo, la camita de esa noche me hubiera costado unos 400 dólares. La cosa va evidentemente grande, como que, en efecto, la botellita de Guinness me costó veinte verdes.

A las 14:10 aparece mi –sí, señores, qué carajo!- limusina: un Audi interminable, con asientos de cuero y control individual de temperatura para cada asiento. El auto más de rico en que me ha tocado viajar hasta ahora. Lástima que puedo disfrutarlo tan poco, porque a los cinco minutos me deposita frente al Guildhall, oséase la alcaldía, oséase el ayuntamiento, oséase la municipalidad. Allí me mandan para el británico lado de los tomates, encreyendo que soy cualquier cosa menos el del cumpleaños, pero todo se esclarece oportunamente y termino en el salón donde están los graduados dendeveras, los profesores, el rector la vicerrectora, el maestro de ceremonias y el tambor mayor (el mace bearer, portador de una, en efecto, maza fálica y enorme que parece de oro macizo), todos poniéndonos la toga y el birrete, con miras a lo cual me habían pedido oportunamente talle del torso y diámetro del cráneo. Las togas de los Báchelors (o sea, de los solteros) son de cuello verde, los de los Másters (o sea, de los amos) no me acuerdo y la de los Pieichdís tampoco, pero las de los profes, decanos, portamaza y, yaquestamos, mía son de suntuoso cuello dorado, como puede apreciarse en las fotos que aparecen en gúguel. Los pendejos portan el típico birrete tipo mesa de luz da testa, pero nos los más encumbrados lucimos una especie de boina a lo Enrique VIII, eso sí, siempre con el colgajito a la izquierda, if you please. David Gillespie, que es el profe de ruso y a quien han encomendado la misión de servirme de Virgilio me presenta a tutti quanti. El portamaza me explica la minuciosa cuan estricta coreografía: Salimos todos en procesión, con el rector y la vice a la cabeza, luego los profes, detrás los graduandos en orden ascendiente seguidos del portamaza seguido de David y el infraescricto seguidos de nada. En la nave de la abadía mediohueval ya estará acomodáu el amable público y a los costados los graduandos de las facultades de administración y de sanidad. Será la última de tres ceremonias de este último de tres días de académica fiebre y orgía.

Es decir, que este fiolo viene a ser el broche de oro viene a ser. Me han precedido de a un tordo ad honorem por ceremonia. Los asientos en el altar ya están reservados. Al medio uno como trono para el mandamás, Lord Tugendhat. Dos hileras de cinco sillas mediohuevalmente incómodas a foro derecha y otros dos a foro izquierda. A mí me toca la más a la izquierda de la derecha o al revés, según, pero en todo caso a la vera del Padre, como Jesucristo en el piso de arriba. Tengo que ir con el birrete bajo el brazo izquierdo y sentarme derechito sin hablar hasta que me digan. Primero dan unos premios al mejor alumno y buena conducta, luego los diplomas de abajo arriba y, cuando todo el mundo crea que ahora por fin se puede mandar mudar David va a decir su oration tras lo cual se dirigirá al rector para informarle con todo desparpajo (de) que merezco, cómo no, el merecido honor. Ahí me toca levantarme, ir a la mesita del costado a firmar un bibliorato de aquellos y regresar camino de mi silla, solo que me va a interceptar el Rector, me va a dar un golpecito de carpeta en la sabiola, me va a decir, Y bue, queselevacer, lo declaro Tordo ad Honórem, me va a dar (momentáneamente) la mano y ahí sí puedo calarme por fin el birrete, tras lo cual he de dirigirme al podio a agradecer hasta cinco minutos y que no me olvide de empezar Canciller, Vicecanciller (es decir, Chancellor, Vice Chancellor). Una vez que cierre el pico y sin demasiado tiempo para volver a meter el orto en la silla, el Canciller va a decir, Ite, missa est y todo el mundo a los pubs, salvo los disfrazáus que tendremos que devolver toga y birrete. Eso sí, como los últimos serán los primeros, que no los de atrás, los que vamos a ir ahora a la cabeza somos David y yo, qué joder!

No bien el portamaza termina la pormenorización de supra, me tocan las fotos. Primero solo, después con David, después con el Canciller y finalmente con el Canciller y La Vicecancillera que, con el típico anderstéitment de la Isla me dice, No le vendría tal vez mejor guardar los anteojos, y es donde caigo en que los llevo colgando como si fueran el escapulario que me dio mi madre cuando partí del pueblo para no volver y que aparecerán, claro, en todas las fotos salvo en esta.

Mientras tanto, los chicos han formado. Canciller y Vicecancillera ocupan sus sitios, el emcí se pone a la cabeza, David y yo a la cola, y… largaron! La cana ha cortado el tráfico como si hubieran anunciado un atentado conjunto el IRA y Al Qaeda. Los turistas, incluida una nutrida delegación japonesa y una numerosa hueste china, nos sacan millones de fotos convencidos de que es el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham. Avanzamos lentamente por la calzada, penetramos en la plaza que une o separa, según, baño turco romano de abadía, pegamos la vuelta a la izquierda y dentramos en el templo que, para qué decir una cosa por otra, es una gloria. Huelga aclarar que nos reciben los portentosos acordes del órgano.

El portamaza me lleva de la toga hasta mi sillita y me recuerda que no me siente hasta que vea que se sientan los demás (y menos mal que no les han dicho a todos lo mismo porque, si no, todavía estaríamos parados como unos pelotudos). Los demás, en efecto, se sientan y dentra a parlar el Canciller, que habla muy bien de la Universidad. Yo busco solapadamente a mi discípula Silvia Cryan, que es la única persona conocida que no ha dicho que vendría con el mayor gusto si pudiera pero lástima que no tienen con quien dejar el perro, pero no la ubico y dentro a pensar que ella también se ha quedado sin puppy sitter. Endijpuej reparten los premios. Endijpuej entran a desfilar los solteros. Endijpuej los amos. Y endijpuej los pieichdís, a quienes el Canciller les da el carpetazo en la cucuzza y el rollito con el título. Son docenas, de modo que la cosa, como ciertas naifas que me han tocado en suerte –es un decir-, parece de nunca acabar. Pero, a diferencia de las susodichas, al cabo acaba y ahí es donde David se pone de pie, se dirige al podio y lee su oración, que se ve que está llena de circunstanciales porque dura como cinco minutos. La verdá la verdá que el tipo se porta como un amigo, porque termina nomás recomendándome para el puesto. Ahí me toca ponerme de pie, firmar el libro de visitantes, inclinar el marote para el carpetazo litúrgico, ponerme el birrete, chapar el diploma (que no viene enrollado sino en un como menú de restorán argentino, oséase, de tapa gruesa y dura) y dirigirme finalmente al podio a decir muchas gracias.

En el tren me he acordado de que me había olvidado de escribir las susodichas, lo he hecho y me las han impreso en el hotel, pero a la hora de ver las columnas góticas que se entreveraban allá lejos allá arriba, los vitrales, las togas multicolores, los padres lacrimosos, los flamantes graduados todo sonrisas y, más que nada, la conciencia de que, como la cola de un cometa, se extienden detrás de esta toga tan inesperada, siglos y siglos de historia y de cultura que para un argentino como yo son tan inconcebibles como la vastedad del cosmos, decido que me meto el discursito en el orto e improviso. No recuerdo del todo lo que dije (aunque sí que dije, Canciller, Vicecanciller), pero sé que conté que tras como diez años que venir a una de las ciudades más bellas del planeta a hacer lo que más me gusta y, de ñapa, visitar amigos entrañables, y todo en vez de trabajar, para que, para colmo, me concedieran un honor tan descomunal, era un tremendo orgullo, y que se lo dedicaba a mis tres mujeres, Nadia, Valeria y Xóchitl. David había mencionado en su oración que por cuestiones de amor no me había quedado en Santiago de Chile, donde andaba andando en busca de laburo, y que eso, seguramente, me salvó la vida, ya que, unos meses más tarde, todos los que hubieran sido mis colegas en el Instituto Pedagógico fueron arreados directamente al Estadio Nacional, de donde no volvió a salir ninguno. No pude menos de recordé a mis queridos compañeros caídos. Fue el único momento en que, como ahora que lo escribo, se me desmañó la voz y encocoraron los lagrimales. Paro con todo y eso, no creo haber hablado más de uno, si acaso dos minutos.

El Canciller dio por concluida la fiesta y salimos como estaba previsto, David, yo y los demás de comparsa. Nueva apoteosis fotográfica sinonipona, entrega de atuendo y salida, ya de civil, a la calle. La Silvia no aparece. Luego me contará que sí estuvo, pero que no se pudo quedar porque tenía dos horas de tren con puerta que se abre raro.

David me llevó a un pun ínfimo, donde escuchando la conversación entre dos parroquianos habitués y el barténder me enteré (de) que, a la hora del almuerzo, servían un diz que estupendo chile con carne. Dos pintas de cerveza más tarde David me acompaño al hotel, que quedaba como un kilómetro de casas eduardianas y parque y colina. Eso fue todo. Casi tan breve como la ceremonia de casamiento con Alguienita. Así han sido los grandes momentos de esta vida mía. Es que el buen vino no se bebe en jarro.

En el hotel me di una ducha y salí en busca de un sitio para cenar. Fui, como de costumbre, oliscando restoranes y creo haber dado con uno deputamadre, solo que no tenían mesa. Eso sí, dos parejas que acababan de sentarse me reconocieron y felicitaron, algo es algo. Terminé en otro manducatorio, donde me mandé un risotto ai funghi e parmigiano que no estaba mal, sobre todo acompañado de un buen merlot chileno (había también argentino, pero no en media botella). A la salida, caí en cuenta de que estaba en la plaza del teatro, dirigido por Peter Hall, donde en cinco minutos empezaba el Pigmalión de Bernard Shaw (oséase, My Fair Lady, pero con un final en serio, y no el edulcorado epílogo holywoodiense). Una puesta muy pero muy buena . Y así terminé la velada.

Al día siguiente, aproveché que era la primera vez que estaba en Bath lejos del invierno y que Febo festejaba el festejo para recorrerm Bath, literalmente, de arriba abajo. Subí colina arriba a verla desde encima. Bajé hasta el arroyo que le acaricia la cintura por detrás de la estación (diseñada nada menos que por el insigne si bautizado con saña Isambard Kingdom Brunell), me hice amigo de un inglés rubicundo que paseaba su perro y me contó muy poco británicamente sus cuitas de amor (es la tercera vez que me pasa, la primera fue en una trattoria en La Haya y la tecera en el Churchill Arms de Notting Hill); debo de tener demasiada pinta de orejón comprensivo para que todo un pueblo abjure de su idiosincrasia), me tomé una Guiness, volví "a por" un chile con carne, y, por fin, con los pies martirizados por los zapatos de vestir y la camisa pidiendo aire dentro del traje reestrenado al cabo de años, enfilé a tomar el tren.

El fin de semana en Londres siguió de sol y yo de peregrino, pero todo excurso sería un anticlímax.

Acabo estas líneas ya de madrugada, tras haberlas demorado casi diez días. No termino de asimilar esta soberbia caricia del destino. Valeria se ha quedado en casa de las "pimas" y Xóchitl y Alguienita duermen allá lejos, en el ala norte del palacio. Ronronea el ventilador del disco duro. Pasa un coche. Y yo vuelvo por enésima vez a preguntarme en premio de qué virtudes o en perdón de qué pecados...

CRÓNICAS ITALIÉTICOVALEDICTORIAS (octubre de 2005)

Jueves 13

Seis horas de Alpes que van perdiendo su infancia camino de la frontera con Eslovenia, frontera y, ya entrada la oscuridad cada vez más precoz del otoño, Pirán (o Pirano, según), ciudad natal de Giuseppe Tartini y sospecho que de nadie más. Joyita ínfima, a la que los de extramuros entramos a pie tras dejar las ruedas en el parquin. Ex puerto romano, ahora medieval, lengua de callejuelas apretadas y mar por los dos costados y en la puntita, de espaldas a la montaña y a una portentosa muralla que sesga los cipreses allá atrás y arriba. Nos alojamos en el Hotel (o Albergo, según) Tartini (qué otra cosa?). Veriginoso desensillaje y a la calle, porque Valerita va a ver, por vez primera y no puede esperar... el MAR! Qué bonito, mami! Qué bonito, papi! Pero-pero-pero, hay tibudónez? Exclama primero e indaga, evidenciando un inusitado interés por la ictiología. Cenamos sobre el ídem.

Viernes 14

Reensillamos y a... Venecia (o Venedig, según). Qué bonito, mami! Qué bonito, papi! Y-y-y puedo pazear en ézoz botes négdoz? Y, claro, podémoz. Por primera y, espero, última vez, escarbo el fondo de todos los bolsillos para regalarle a Valerita su paseo en góndola. Pod-pod-pod qué son tódoz-tódoz-tódoz bótez que van pod el agua, papi? Y no-y no-y no hay ádoz, papi? Y me-y me-y me puédez compdad un-un-un bote de ézoz négdoz? Y, claro, le compro un transatlántico de plástico que, ay!, no cabe en el lavatorio y en el hotel no hay bañadera sino cubículo con ducha, pero se conforma. Y yo miro Venecia por última vez de local en Europa. Cuándo regresaré? Algún día, espero.

Sábado 15

Pasamos por Boloña y Alguienita ze compra doz párez de bótaz y Valeria me persigue o se hace perseguir por la plaza mientras el sol se va poniendo con un adiós bermejo encendido. Ya volveremos a vernos, me digo, algún día. Entonces salimos para Forlí pero con el acento al revés solo que este puto teclado no lo tiene. Interminable periplo para dar motorizadamente con La Foresteria, en la calle Pisacane (sic!) cerca del centro. Dejo por fin coche y féminas y me voy a pie a buscar la llave antes de que no sea demasiado tarde, como dirían los franeces en el idioma más lógico del orbe, porque es la residencia de la Universidad y el encargado se las pira a las 20:00. Recojo la llave y otra vez a ver de acercarme rodando. Niporputas! Detengo a un señor que pasa en bicicleta, seguido de un segundo birrodado con su mujer e hijita. El tipo me lleva, dando catorce mil vueltas, y me deja en la puerta. Por fin, la Italia que recuerdo y que temía fenecida. Cenamos en un bolichito, sobre la vereda, y me amigo de un cardumen de purretes a los que informo de que Valeria es, en verdad, una princesa mexicana, que Alguienita es la reina y que quien les habla por escrito nada menos que un rey. Los admito en mi corte como la marchesina Anna, il cavalier Davide, la contessa Magdalena, etc. En determinado momento le digo a la marchesina que vaya adentro y le diga al patrón que el Rey quiere más vino. Al rato sale el susodicho, que venía a ver qué cazzo acontecía, que Anna le había dicho que afuera había un rey que quería vino.

Sábado 15

Descendemos unos cincuenta o sesenta kilómetros a la República desde 895 de San Marino, encaramada en la montaña, señorial y adusta de torres y almenas, y atestada de turistas. Hemos conocido, así, otro país.

Domingo 16

Por una ruta meandrosa nos adentramos en un paisaje de otoño festivo, con toda la gama que va del verde indeciso al rojo furibundo, pasando por todos los amarillos de Van Gogh. Almorzamos en Siena y luego enfilamos para esa maravilla que es San Gimigniano (quienes haigan visualizado Té con Mussolini podrán evocarla, con sus cinco torres porque sí).

Lunes 17, Día de la Lealtad Popular

Salgo tempranito para ir a la Scuola Superiore di Lingue Moderne per Interpreti e Traduttori de l´Universitá pero con el acento al revés de Boloña, donde voy a dar ocho horas de clase estos tres días.

Miércoles 19

Embarcamos en el postrer trayecto de mi fiel Mazda Xedos 9 azul metálico camino de... Camisano Vicentino, culminación indiscutida de este mi postre periplo de local en Europa, donde, cien metros a la izquierda del primer semáforo hay que virar nuevamente a la izquierda hasta Marconi y luego a la derecha hasta la esquina de Leonardo da Vinci y tocar el timbre del número uno para cenar con Giovanni, Francesca y Mariela de Marchi, con lo que tacho otro intruso más. Valeria y Francescadetrés hacen imediatas migas pese al abismo generacional mientras Mariela descansa su desmedido vientre dentro del cual se impacienta el hermanito en ciernes y Giovanni prepara una pasta (claro, es italiano). Charlamos hasta por los codos. Luego sentida despedida y yo meto pata hasta Viena, adonde llegamos a las tres de la mattina.

Viernes 21

Vendo entre lágrimas mi Mazda. Pero la transacción merece crónica aparte que aquí va.

Como regresábamos de Italia el jueves 21 y partíamos de regreso a la lontana patria el domingo 24, mal imagineme yo cómo podía deshacerme dignamente de la entrañable macchina en tan solo 24 horas que ni serían tales, de modo que jui del concesionario el viernes antes de emprender el periplo a ver si me lo compraban y a cuánto. Los austriacos son, para estas y otras cosas, gentes seria: Los precios se fijan por modelo, año kilometraje y estado general, se meten en una lista electrónica, y andá a cantarle a Gardel! Vea, me dice el muchacho, su coche en el mercado está a 11.000 euros; nosotros, claro tenemos que tener un margen, de modo que le damos 9.000. Perfecto! El viernes que viene lo traigo!

Salgo llaves en mano y me topo con un señor de unos cuarenta pirulos que está mirando estudiosamente mi chiche, No lo vende?, me pregunta, Sí, pero la semana que viene, Y cuánto quiere? Mire, el concesionario dice que vale 11.000 euros y ellos me dan 9.000; qué le parece si hacemos 10.000 y nos ganamos mil euros cada uno? Trato hecho! Aquí tiene mi tarjeta, El viernes se lo llevo a su oficina.

Y así fue. Llegué a la susodicha oficina, estacióne por última vez mi hasta hace poco único amor verdadero, subí, pregunté por Herbert Mann (que así se llamaba y sigue llamando Herbert) y cuando apareció le dije, Aquí tiene la llave; el auto está afuera, por si quiere cerciorarse de que sigue intacto, Es que en Austria primero el comprador lo tiene que hacer revisar por un mecánico para verificar que todo esté en orden, Mire, yo me voy pasado mañana, así que hagamos así: le dejo la llave, le firmo la transferencia, le dejo mis datos bancarios, usted lo lleva al mecánico y, si está todo bien, me deposita las diez lucas, y si hay algo que arreglar, me lo descuenta y chau, Así nomás? Así nomás, o me equivoco al pensar que usted es un tipo de ley?, No, no se equivoca.

Y me depositó, así nomás, la guita. Y desde entonces nos seguiremos viendo cada vez que venga a Viena.

Domingo 23

Última misa de Mozart en la Jesuitenkirche con Jorge y Noemí Dolín, argentinos que he rescatado ayer y que mañana se van a Israel y dentro de una semana regresan a Baires. Luego voy a votar y me encuentro con el pectoral dilema de escoger entre Moria Casán y Zulma Faiad (vamos, todavía!).

Ahora cierro este ordenador, como dirían los íberos, y me pianto a rehacer las valijas que Alguienita no está pudiendo cerrar.

CRÓNICAS VIENEROLIROMAÑOSAS (28 de abril de 2007)

Oder mehr kuhlo als kalzonen

Tras dos semanas de días peronistas y un sábado final más peronista que todos, decidí probar suerte en la Staatsoper, a ver si me amañaba para conseguir una entrada para La fille du regiment, con Natalie Dessay y el peruano Juan Diego Flórez. La cosa es que me constituí en la susodicha a eso de las 18:45, oséase, 45 minutos antes de la función, terminantemente decidido a erogar no más de cien euros, pero con ciento cincuenta en el bolsillo por las dudas. Fue no más llegar y toparme con una multitud de japoneses, australianos, alemanes y gentes de otras latitudes, munidos (valga, aunque no valga, el galicismo) de cartelitos o cartelotes en que suplicaban algún billete por caridad. Me dije que mis probabilidades eran menguadas, pero, aprovechando mi casi olvidada baquía para estos menesteres, cuando supe conseguir los laureles que me permitieron presenciar tantas producciones memorables en el Met neoyorquino, salí a la calle, atravesé el piquete de avanzada (dos japoneses con cara de pocos amigos para con el resto de la humanidad y entre sí, y una pareja emperifollada que era una gloria), y ut non volet rem me planté estratégicamente en el cogote de la “y” en que confluían la aguada que descendía por Kärtnerstrasse y el manantial que brotaba de la boca del metro. Y ahí nomás, con todo el descaro propio de nuestra raza, dentré a mendigar una volta in inglese ed un’altra in tedesco “Una entrada, por favor”, tratando de caer simpático y de no perder demasiado rostro en la batida, especialmente en vista (ajena) de mi sartorialidad deficiente (no era, es cierto, el único en jeans, pero sí de lejos el más antiguo).

Uno de los inescrutables orientales de cartelito se me vino por detrás y me rodeó por el flanco, receloso (lo llevan en la sangre) de que anduviera haciéndole competencia desleal. Yo, por suerte, no tenía cartelito, de modo que cuando lo fiché me hice el perfecto forro, cerré el pico y aguanté el gélido escrutinio. El niponcito se dio por tranquilizado y volvió a hacer guardia frente a la puerta. Por mí que se meta todos los Toyotas en el orto. Al rato aparecieron unos tipos mal entrazados, palmariamente “extracomunitarios”, digo yo que ex yugoslavos, que andaban revendiendo localidades vaya a saber cómo obtenidas y quién sabe si auténticas al mejor postor, negociando con todo sigilo, como si estuvieran traficando heroína. Me ofrecieron una de 50 euros a 200, que arrebató raudo el emperifollado, quien, además, les compró otra. Entretanto, se deslizaba a mis lados la viandante multitud. Algunos me sonreían, otros me expresaban su conmiseración, y los más engominaus seguían de largo, ensoberbecidos y proctofaciales.

Así se hicieron las 19:20. Ya empezaba a desconfiar de mi estrella cuando se me acerca una pareja que resultó de holandeses del mismo sexo, muy amables, que me preguntaron si necesitaba una localidad. Admití, que en efecto, y uno de ellos exhumó de un sobre una entrada que, me explicó, había comprado por correo con sobrecargo, es decir, veinte en lugar de diez euros, en fe de lo cual me mostró el recibo. Es que aquí la cultura del curro no existe (eso es cosa de las penínsulas meridionales, ultraalpinas y transpirenaicas y de las planicies ciscarpáticas, que degeneran casi sin solución de continuidad en su prole rioplatense). Palco bajo No. 2, asiento 6, inadergüerds, endetrás de todo, con vista parcial sentado e incompleta parado y estirando el cogote que ni una cigüeña, pero qué carajo!

De más está decir que apenas los neerlandeses desenfundaron el número premiado se vinieron al humo los dos piqueteros asiáticos y cinco o seis pordioseros cultos más, que me vieron apoderarme del cartoncito con ojos bañados en llanto o inyectados de sangre.

Compré mi programa, me metí en el palco, corrí un poco las sillas 4 y 5, aún desocupadas, para que me obturaran lo menos posible el panorama (claro, quedaron tantito apretadas, pero en fin), dejé sobre mi asiento prismáticos y programa y, para no tener que cruzar miradas con los ocupantes de los asientos corridos, me fui a recorrer el teatro. No cabía un alfiler. Gente joven, parejas de edad media y avanzada, autóctonos, adoptivos o visitantes, algunos vestidos como yo, que daba pena, y otros a lo bestia, que daba lástima, pero por el gusto espantoso (en mi experiencia, solo a los checos les sale peor el obvio y estrenuo esfuerzo por vestirse bien). Había señores de smoking comprando champán para señores tapizadas como sillones, muchas escotadas indecentemente, dadas las tetas deleznables evidenciadas con tan poco criterio. Había jóvenes contando monedas para pagarse un agua mineral. Había niñas estilizadas, casi interminables, y otras con las carnes desbordando entre breteles y botones. Las había que se notaba que se creían bellas y otras que lo eran sin creérselo. Había un hombre cuarentón, macizo, una especie de Bernard Tapie (alguien sabe qué fue de su vida?) pero sin gracia, de smoking caro y gusto barato, con el pelo abundante hacia atrás, como el de Ringo Bonavena (recordates, gerontes?), que fumaba boquilla de nácar por medio, y que no dejaba de aquilatar con el rabillo del ojo el efecto que producía. Y había chinos fotografiando hasta los canapés mordidos abandonados sobre las mesas.

En eso sonó la campanilla por tercera vez y todo el mundo al aula. Los de los asientos 4 y 5 se habían escurrido como mejor pudieron en la ranura que les quedaba. Yo ni hice ademán de sentarme, sino que me monté sobre el apoya pies de mi butaca (la silla 6 es casi un banquito de bar) y entré a otear el foso donde estaba sumida la banda de pingüinos musicales. Luego salió el director, un tipo joven de apelativo Yves Abel (en ese orden) que hizo como que quería echarse a volar y ahí nomás sonó el primer corno. La obertura, como todas, salvo las de Rossini y las mejorcitas de Verdi, poco memorable, para qué decir una cosa por la otra. Es que los italianos pareciera que si no hay nadie que cante no saben bien qué hacer con una orquesta.

Pero entonces izaron el telón y empezó la diversión. El elenco es un lujo. La gala Dessay canta y actúa que es una maravilla. El Sulpice del malagueño Carlos Álvarez la secunda magníficamente. La tudesca Janina Baechle está perfecta como la Marquesa de Berkenfield y el autóctono Clemens Unterleitner es un Hortensius como pintado para la denominación de origen. Pero el que se va a robar el primer acto es Flórez, que se manda un O, mes amis, que jour de fête de antología. Con los nueve agudos (si bemol, creo) clavados como dardos en el centro de la nota. La ovación dura varios minutos. Los alaridos de “bis” resuenan desde todos los rincones. Jodemos y jodemos hasta que tenor y conductor intercambian un gesto que acaso solo se ve desde mi palco… y “encore”. Es mi primer bis en cincuenta años de liromanía. La sala vuelve a venirse abajo. Caí en la cuenta de que miraba todo a través de unos lagrimones espesos, conmovido hasta el caracú por tanta belleza. No sé si fui yo, que puse cuarta, o los artistas, pero de ahí en más lo que había empezado simplemente como un espectáculo soberbio devino una experiencia simplemente mágica.

Para cuando terminó el primer acto estaba claro que todos sabíamos que esta no era una velada común, ni siquiera para Viena, donde las veladas comunes son rarísimas.

El entreacto duró una media hora durante la cual logré abstenerme de libar, sabedor de que en una de esas luego me darían ansias de micción en el mejor momento. Ya estaba por aflojar cuando volvió a sonar la campanilla y todos volvimos del recreo.

La acción ya había pasado del Tirol al castillo de la Marquesa, que recibe la visita de la Duquesa de Crakentorp, quien tiene fama de ser digna de la eufonía de su apellido. Entra una gorda vestida de domingo, que se va apartando del diálogo en franchute para improvisar (bueno, es la impresión que me da) en alemán, preguntando por el mayordomo Holander, que le han dicho que se va a retirar. El público se caga de risa. Es que el inicialmente rumano Ion Holander es el Director más o menos que vitalicio de la Ópera de Viena, una especie de Ministro sin cartera en este país en el que este teatro tiene más presupuesto que el ejército. Yo me asombro de comprender que entiendo todo, y me río genuinamente a carcajadas. La gorda tiene un salero increíble. De pronto le toca cantar una canción tirolesa, cosa a que se aplica con una gracia incomparable y el mucho cambio que le queda de una voz gastada por todos los escenarios del mundo. Cuando termina, la ovación es frenética. Como a los cuatro o cinco minutos la señora pide silencio con las manos. La sala se va acallando. Pero antes del silencio total, alguien se desgañita “Wir lieben dich!”. La catarata de risas es generalizada. La señora hace gesto como de que va a hablar. Callamos. Y nos dice “Ich liebe euch auch, mais la chanson est finie”. Otra vuelta de risotadas. La señora acaba de cumplir 74 pirulos. Yo tengo grabada su primera visita al Colón, una Turandot de 1965 en que, pebeta de 31 abriles (literalmente) le tocó esquivar la sombra de Birgit Nilsson. Se llama Montserrat Caballé.

Cuando suena el último acorde los aplausos y vítores estallan como una bomba de hidrógeno. Saludan primero todos, incluidos el coro y los comparsas. Luego los protagonistas, de a uno. Acto seguido llaman al director. La casa no acaba de derrumbarse. Al rato dejan caer la mortaja carmín. Pero los aplausos no menguan. Se abre el cortinado y vuelven a salir los protagonistas, todos juntos. Después de a uno, la Caballé de última. Los aplausos a la Dessay y a Flórez son de agradecimiento por esas dos horas memorables, los a la Caballé de agradecimiento por toda una vida. El público sigue ensordecedor.. Vuelven a salir. Yo entretanto desciendo y me cuelo en la platea. El espectáculo es sobrecogedor. Todo el mundo de pie. Delante de mí, una petisita entrada en carnes alza y agita lo brazos (luego me enteraré de que, claro, era gallega). A la salida número veinte dejo de contar. Los artistas comienzan a aplaudir ellos también. Los espectadores nos ponemos a patear. Ellos nos imitan. Como a la media hora, la Dessay sale con una silla y se sienta en el escenario, inmovilizada en una reverencia. La gente ríe y aplaude y patea y ríe. Al rato salen Flórez y Álvarez y se la llevan cargada. Pero ninguno de nosotros hace ademán de mandarse mudar. Vuelven a salir cuatro o cinco veces más. Al rato, la Dessay, que no ha dejado de hacer payasadas acordes con su personaje y su persona, deja asomar el brazo y saluda ya invisible. Pero los aplausos no cejan. Entonces vuelve a salir, hace señas para que nos callemos y dice “Gutte Nacht!”. Risas, y, ahora sí, los últimos aplausos. Todos nos hemos percatado a una que tal vez los cantantes tengan ganas de hacer pis ellos también. Al salir al pasillo lateral miro el reloj: son las 22:55; el telón había caído a las 22:15.

Yo solo había vivido una experiencia similar, pero menos apoteótica. Fue en 1981, con ocasión de la extraordinaria de Otello con Plácido Domingo, Teresa Zilis-Gara y Renato Bruson. Amarcord la cola que hice desde las 17:00 del domingo hasta las 11:00 del lunes (tenía el lugar 235). Amarcord que los primeros diez eran unos linyeras a quienes espectadores de pro habían pagado unos mangos para no tener que pasar la noche a la intemperie. Amarcord las facturas y el mate con que los más precavidos invitaban a los como yo. Amarcord que temíamos que las mejores entradas ya se hubieran repartido entre los milicos y que nos pusimos de acuerdo en que cuando abriera la boletería a las 10:00 uno que era escribano iba a entrar a labrar un acta en que constara si sí o si no estaban todas las entradas debidamente enrolladitas y metidas en los correspondientes orificios del palomar. Amarcord que sí estaban, y que llegaban los colimbas mandados por mi General fulano y mi Almirante zutano a colarse y los sacábamos cagando, sin temer a los Falcon sin chapa que seguían merodeando por la ciudad. Amarcord que vendían un palco entero o dos entradas por persona. Amarcord que el linyera número tres empezó a dejar pasar a los que venían detrás porque su representado no se presentaba. Amarcord que le pagué dos o tres lucas para que entrara y me comprara el mejor palco que quedase. Amarcord que conservé mi lugar en la cola y cuando me tocó el turno pude comprar el último palco cazuela, que repartí entre los colegas extranjeros que estaban laburando conmigo en la Conferencia del Tratado Antártico. Amarcord que fue cuando se vino abajo la tablita de Martínez de Hoz con Martínez de Hoz y todo, sustituido por Lorenzo Sigaut, quien había prevenido que “los que apuesten al dólar van a perder”. Amarcord que dólar había cerrado el viernes a 2.000 pesos y abierto el lunes a 7.000. Amarcord que llamé a mi vieja para que viniera con dólares y cuando calculé que quedaba media hora para mi turno la dejé en mi lugar y fui a cambiar… a 9.000! Amarcord aquellas entradas que al final me costaron casi cuatro veces menos de lo que costaban cuando empecé a hacer la cola. Amarcord un Otello de aquellos, pese a que en la entrada del Moro que llega a despachar a Desdémona cada uno de los ocho contrabajos de la Estable tocó en una clave diferente y ninguno en la que indicaba Verdi. Amarcord todo eso, pero esta vez fue mucho, muuuuuucho más inolvidable.

Y con este regusto salí a la calle, acariciada ahora por un vientito apenas malevo, consciente de haber vivido un momento absolutamente singular que quién sabe si tendrá parangón en lo que me queda de vida líricamente útil. Y pensé en Xóchitl, a quien sorprendí chapando por primera vez el biberón con las dos manitas de caucho inflado mientras Alguienita enfocaba la cámara. Y en Valeria, que corre al encuentro de sus ocho años sin enterarse del calentamiento planetario, de Bagdad ni de Darfur. Y en esta ciudad maravillosa donde me ha tocado cambiar para siempre tres veces de vida. Y me he vuelto a preguntar en premio de qué virtudes o en perdón de qué pecados el Demiurgo tan cruel con casi todos mis congéneres ha elegido premiarme a mí con tanta desmesura.

CRÓNICAS VICARIAS (mayo de 2006)

Esta semana que se acaba (o que, según los almanaques oficiales, acaba de empezar) anduve ambulando por Vic, Catalunya profunda, a unos 60 kms del Mediterráneo y casi a la vista de los Pirineos. Conocí a la primera directora, Martha Tennent, en una conferencia en Las Palmas no bien llegué a Viena, y ella me invitó apenas se inauguró la entonces Escuela y hoy Facultat de Traducció, Ciences Sociales y Documnetació de la Universitat de Vic. Desde mayo de 1993 que concurro todas las primaveras. Me ha tocado conocer a todos los estudiantes de la Facultat, desde el primer primer año al quinto de este. Es la escuela con la que lazos más profundos y asiduos tengo, y esta primera invitación ahora que soy un has-been me corrobora que no me querían por mi dinero. (Acabo, por cierto, de perderme la primera camada de vicarios venidos a Viena a hacer prácticas en la cabina muda Ander new management).

Como siempre, tomo el tren que, se supone, me lleva directo del aeropuerto de Barcelona a la Plaza Catalunya. Pero esta vez no, porque están probando las flamantes vías del Mediterráneo de alta velocidad que pronto ha de unir Barcelona, colgada ya de Europa, a la Madrid de la que cuelga ya Sevilla. Y pensar que cuando desembarqué del Giuglio Cesare en esta ciudad, una mañana de julio de 1965, me consternó la provinciana pobreza de sus bulevares sin semáforos, sus coches prehistóricos y sus gentes vestidas de triste.

Vic es un pueblito venido a más, que ha puesto, como gallina urbana, toda una serie de huevos medio monstruosos a su alrededor. Me trae un tren cómodo, limpio, silencioso y raudo, como los que supieron ser en Buenos Aires -pero no en el resto del país- cuando la Argentina supo ser como supo, que me despide en una estación recientemente enterrada para que no moleste. La Facultat queda del otro lado de las vías, y a un par de cuadras, el Can Pamplona, mi segundo hogar. He decidido no anunciar mi arribo para disfrutar de una comida en solitario, antes de que mis amigos no me perdonen. Me cambio y, a la zaga, como siempre, de mis volutas, me voy pa’l centro de rompedor (como decía de “Garufa” su autor, aquel yorugua Soliño que también compuso “Niño bien” y anduvo de taquígrafo de la ONU en Nueva York en tiempos de la ñaupa anterior a la mía).

Son si acaso seis o siete cuadras y doy con el bulevar que, como en Viena, ha venido a sustituir la vieja muralla. La gallina original es una apretada telaraña oblonga de callejuelas peatonales, a cuya cabeza campea una plaza sin pavimentar del todo (deja abierto un cuadrado de unos 70 metros de lado cubierto de entre tierra y arena, nadie ha sabido explicarme por qué, aunque seguro que era para los caballos), cercada de recovas cuyas columnas se clavan desde edificios ya no originales, de pasteles bondadosos, balcones sinceros y arabescos tirando a revueltos. Para tan poca cosa, Vic tiene joyas de metrópoli: En media manzana se amontonan un templo romano del s.II, en cuyas columnas no terminan de cicatrizar los balazos de la Guerra Civil (ahora que caigo, los dos países por los que he estado ambulando estos días han padecido atroces guerras fratricidas), que tiene a su vera las contiguas sobras de un castillo románico del s.XI y detrás una iglesia románica del s.XII. Otra iglesia ostenta murales de José María Sert, el pintor daltónico que también decoró la sala principal del Palais des Nations de Ginebra, al que algún día volveré y seremos, si la cosa sigue así, cuatro.

Los vicarios son catalanes a ultranza; casi no se oye (ni lee) una palabra de castellano. Cuando hablan conmigo se les nota el esfuerzo por reacomodar la boca. Mis oídos no terminan de habituarse a taladrar ese acento duro como el granito, tan incongruo en esos rostros sonrientes todo amabilidad y coretsía.

Ceno en un restorán que acaba de abrir y me permito la apostasía dietética de un vaso de riesling, que el filete de dorado con una especie de mousse de cebolla bien merece. Hacia las diez de la ahora noche vuelvo a rumbear pa’l suburbio. Me aguardan tres días de varias horas de clase. La última será el viernes por la mañana. Allí me encuentro con mi estudiante Judith, que se especializa en interpretación a lengua de signos catalana (que nada tiene que ver con el catalán oral, y que también difiere de la lengua de signos madrileña).

Pero esto merece crónica específica.

NO HAY MEJOR SORDO QUE EL QUE QUIERE OÍR

Judith me ha pedido que dé una charla a sus colegas del colegio para oyentes y sordos en el que trabaja. La perspectiva me entusiasma, porque quienes más han enriquecido últimamente nuestra comprensión del lenguaje, el habla y la interpretación han sido, precisamente, estos puentes entre lenguas que no se ven y lenguas que no se oyen. Quienquiera esté mínimamente al tanto sabe que toda la nutrida cháchara de los traductólogos ante el retrato inasible de la “equivalencia” (similitud transitiva o reversiva, se pregunta todavía en su gélida Finlandia adoptiva el bueno de Andrew Chesterman, sin sospechar que se dedica efusivamente al onanismo intelectual).

Pasamos primero por un despacho en el que tres o cuatro mujeres de entre 20 y 45 años discuten acaloradamente sin intercambiar sonidos. El espectáculo es acojonante. Como si la mano invisible de un dios soñoliento hubiera apagado el volumen del mundo. En el salón de actos habrá una treintena de jóvenes, en su inmensa mayoría del sexo de enfrente. Me precede un especialista en historia de la comunidad sorda, sordo de nacimiento también él, que pronuncia su conferencia como personaje del cine mudo. Judith y una colega me flanquean para irme interpretando lo que dice. Les he advertido que no me digan nada que calculen que no me va a interesar.

La historia es apasionante. Hipócrates juraba que los sordomudos padecían de una enfermedad incurable. Platón les negaba la posibilidad del pensamiento abstracto. En nuestra era, los sesudos exegetas del Evangelio llegaban a la conclusión de que eran de ñapa sordos a la palabra de Dios y por ende condenados de antemano a la eterna amansadora del Purgatorio. Pero en el s.XVI un acaudalado noble burgalés se encuentra con tres de sus hijos sordomudos, entre ellos el que, muertos los dos hermanos varones normales, queda de primogénito, y ahí comienza a cambiar, lenta pero segura, la cosa. El burgalés, que ha resuelto confiar a sus dos hijas silentes a un monasterio en que impera el voto de silencio observa que las monjas se hablan con las manos. La escena, por cierto, se desplaza a Francia y a Inglaterra, solo que en Francia se comprende que el habla por señas no puede ser remedo mimado de la oral. Dicho sea de paso, nos queda de Goya una serie de dibujos de manos que por más de un siglo se tomaron por estudios, pero que ahora se sabe que no eran otra cosa que el alfabeto castellano en lengua de signos del que se valía en sus últimos años.

A todo esto, en los EEUU don Gallaudet enseña pacientemente a su hijita a comprender el habla del mundo. Se dedica de lleno al problema, visita Francia e Inglaterra, regresa a su país y lega el cetro a su hijo, fundador de la escuela homónima que, con el tiempo, se transformará en la única universidad para sordomudos. Gracias a su labor pionera, hacia 1880 se termina de comprender que le habla oral es solo una forma posible (la obviamente servida en bandeja), y que los sordos socializados desarrollan espontáneamente lenguas de signos que, como el habla oral misma, comienza a ser icónica (el equivalente óptico de la onomatopeya) pero que pronto se emancipa. Y así han nacido infinidad de lenguas emparentadas o diferentes, como las demás, que quienes las han aprendido tarde “hablan” con acento. Nosotros, dicho sea de paso, tenemos la lengua de signos argentina. La ponencia de las dos colegas que lo explicaron en el penúltimo congreso lo explicaba con lujo de detalles.

Los sordos se consideran comunidad minoritaria -y, como no podía ser de otra manera- discriminada. Tienen, como saben, una cultura específica, con reglas y protocolos ajustados a las posibilidades y limitaciones de su lengua.

La charla es amena. Me asombra hasta qué punto puedo entender gracias a la iconicidad de las expresiones faciales (más que de los gestos, que se suceden a la velocidad de cuatro a cinco por segundo, me explican), las ilustraciones y lo que termina narrándome mis intérpretes.

Corona la exposición un aplauso tan cerrado como inaudible de manos alzadas.

Me toca a mí y hablo de lo mío, de la función fundamental de los profesionales no ya de permitir la comunicación sino de facilitarla. Al fondo, un intérprete va mostrando a mi predecesor y a otros lo que digo. Me entienden perfectamente, como lo demuestran las preguntas: qué hacer frente a las barreras culturales, si tengo algún ejemplo de mi experiencia personal, etc. Les cuento la historia (que cito en “The Pitfalls of Metalinguistic Use in Simultaneous Interpretation) del delegado argentino que asevera que “hay que coger el toro por las astas… en el sentido español del término” y del desconcierto de los demás ante la hilaridad de los latinos. Y esa historia, basada en las características que distinguen un dialecto castellano del resto del idioma pasa intacta la barrera del silencio. No me pregunten cómo.

Me voy a la vez contento y orgulloso. No somos muchos los que les llevamos siquiera tantito el apunte a estos abnegadísimos colegas. Ellos también quedan felices de la dignidad reconocida y proclamada. Ahora les toca arrancarse los grilletes de la docilidad y de la sumisión “al cliente”, igual, sin ir más lejos, que los plomeros.

CRÓNICAS MENDOZOICAS (abril de 2006)

Con Ernesto Acher no nos veíamos desde hace seis o siete años, desde que se mudó de Buenos Aires, a La Cumbrecita primero y finalmente a Chile. Habíamos quedado en encontrarnos en Baires a fines del año pasado, pero con la huelga del Colón le suspendieron el concierto y, como diría Alguienita, ya no vino. De modo que cuando me escribió para decirme que daba un concierto en Mendoza el domingo 16, no vacilé. Alguienita, como siempre comprensiva, abnegada y solidaria, me dejó que la dejara. Como no puedo con mi genio -es un decir- de apóstol de la traductología, me ofrecí de paso a dar un taller o lo que fuera, la ClauMart se aferró a la idea y el resto es esta crónica.

Aterricé vía San Juan a eso de las 21:30 y casi soslayo a la Clau, que es de la talla -es otro decir- de Alguienita, con lo que vive permanentemente sustraída al horizonte de la visión horizontal, pero me pegó un grito y finalmente nos encontramos. Estaba con Luis, su dorima, que, aparte de ser un gran tipo, reservado y cariñoso, tiene ojos que confirman mi teoría, ya que se amoldan a la luminosidad ambiente, de suerte que los tiene color depende. Ya en la casa, cenamos con el trío de vástagos, en orden descendiente, Francisco elmayor, María Soledad lademedio y Juan Pablo elmenorcito. La Clau, maternal hasta el tuétano, me preparó un bifecito dietético, que yo deshonré con abundantes libaciones de vino (que, al cabo, estoy en Mendoza, qué joder!). Endemientras, Luis, silencioso y solícito, me organizaba el lecho in medias livingroomis.

A la madrugada siguiente, desayunamos y nos mandamos pa’l centro de rompedores. Durante el trayecto, esa mañana de sábado relativamente santo, engarzado en un frío inaugural y, según diagnosticaron mis esfínteres, de cagarse, tuve mi primer atisbo de la ciudad que había visitado por vez primera en enero de 1972, reciencito retornado de la URSS (qepd!) camino de Chile, a ver si conseguía laburo en el Instituto Pedagógico, donde por suerte, como veremos, no. Agua del recuerdo, voy a navegar, anunciaba Guillén desde los graves profundos de su voz. Iba yo amancebado con una novia entrañable, que se parecía en todo lo bueno y mucho a Alguienita y que yo, más forro que treinta y cinco pirulos doppo, o supe valorar ni aprovechar. Si no, otra habría sido mi historia, pero mejor me quedo con esta. La única noche que pasamos con Susy en Mendoza cenamos con unos amigos ecuatorianos en una pizzería de lo que ahora es la inmensa peatonal. Estábamos en la vereda, discutiendo animadamente, que es la única forma de discutir, de filosofía clásica. De pronto advierto que se nos ha plantado de silente centinela un hombre de unos cincuenta años, de aspecto vencido, ropas que ya habían olvidado sus tiempos lozanos, barba de varios días, expresión melancólica y manos incongruamente delicadas que sostenían un manojo de fundas de cuerina, de esas que se vendían para las cédulas, libretas cívicas y libretas de enrolamiento, aquellos dinosaurios administrativos del pleistoceno previo al DNI. Era -pensé- evidente que aguardaba el primer intersticio de la conversación para meter la cuña de su spiel de vendedor de baratijas. Me hice el indiferente, pero no pude evitar el inevitable nanosegundo de silencio, que el hombre aprovechó, claro, para establecer su presencia: "Ustedes no se imaginan, jóvenes -casi susurró con un ya distante acento ibérico-, la satisfacción que me da oírlos hablar, a su edad, de filosofía clásica. Yo hace mucho que no la releo.” Exhuma de entre algún bolsillo un papel ya casi inexistente y nos lo enseña: era su credencial de afiliado al Sindicato de Actores de la República Española. "Como ven, ahora estoy en la mala. Pero hay un proverbio árabe que me ayuda a seguir viviendo", y nos lo recita en árabe, para luego traducir: “La verdadera grandeza del hombre no estriba en no caerse nunca, sino en levantarse cada vez que se cae. Ahora, jóvenes, los dejo.” Y se fue sin saber que yo no me olvidaría jamás de él.

Esa noche, en el hotelito medio de mala muerte donde dormimos las pocas horas hasta que salieran los taxis de CATA que entonces penduleaban entre Mendoza y Santiago, estrené mi flamante título de Licenciado en Filología Rusa. La muchachita que me tomó el documento preguntó:
-Profesión?
-Filólogo.
-Filósofo!?
-No, señorita, filóLOGO!
-Y eso qué es?
-Soy especialista en lengua y literatura rusas.
-Ay, señor, qué difícil. Yo pongo “empleado”.
Y ya no recuerdo haber usado el título nunca más.

En Chile nos alojamos en casa del hermano de un ex compañero de la Lumumba, que también alojaba a su hermano, César Verduga Vélez, casado con otra ex compañera, Ana Jusid. Ella es ahora periodista y escribe en Caras y Caretas. Él fue ministro de economía y del interior en el gobierno de Roldós (accidentado aéreamente casi al mismo tiempo que el panameño Omar Torrijos, fíjense qué casualidad!) y anda últimamente exiliado o algo así en México. Yo conseguí laburo para el año lectivo siguiente y como nos quedamos sin guita nos volvimos a Buenos Aires a esperar que transcurrieran los catorce meses que faltaban. Por esas cosas de la vida, nos separamos y yo me enganché con la que luego fue mi primera mujer legítima. Y ya no regresé. De no haber sido así, no sé si habría contado este cuento ni ningún otro, porque el 11 de septiembre de 1973, a mis compañeros del Pedagógico se los llevaron derechito al Estadio Nacional y no salió ninguno. Ana y César (que trabajaba en el Ministerio de Economía) se asilaron en la Embajada Argentina y retornaron en el Hércules de la Fuerza Aérea que finalmente los vino a buscar. Los tuvieron varias semanas de cuarentena en el entonces Hotel Internacional de Ezeiza, donde durmieron un una habitación que todavía tenía manchones de sangre de cuando al gente de Osinde y López Rega torturó a los miembros de la Juventud Peronista aquel infausto 17 de octubre en que Perón regresó a la Argentina. Los historiadores la llamaron “la matanza de Ezeiza”.

Volví a Mendoza añares después, con mi sobrino. Calculo que habrá sido allá por 1982. Ahí sí pude verla con más detenimiento. Habíamos viajado en "El Libertador”, con coches pullman con interior de madera y cuero, camarotes impecables, comedor de primera y vagón cine. Claro, eran otros tiempos. Recordaba el perenne matrimonio de los árboles que se daban la copa por encima de las calles, las avenidas y los bulevares. Recordaba las acequias rumorosas que hacían de la ciudad una especie de Alambra interminable. Recordaba las señoras encerando las veredas. Recordaba el susurro de los trolebuses (soviéticos, canjeados por vino!). Recordaba un calor seco que menguaba la inclemencia de un sol sin concesiones. Pero no había tenido ocasión de desparramarme por los suburbios. Clau y Luis viven en un barrio que se me hace prototipo de todos los barrios de todas las ciudades argentinas. Casas chatas, sin pretensiones de ninguna especie, simplemente cálidas, bien cuidadas, con las calles casi inútiles, pavimentadas casi de blanco, salpicadas de autos esporádicos que parecen en perpetua siesta, acá una panadería, en frente una carnicería, más adelante la farmacia, del otro lado un taller mecánico sin ruido, de pronto, el apagado bochinche de un colectivo errante… Un barrio donde cuesta creer que los matrimonios se disputen o los pibes refunfuñen los lunes por la mañana, donde, en suma, hay que forzar la imaginación para concebir que la gente no pueda ser feliz… Eppur!

El taller sería en una chalet que ahora funge de apéndice de la Universidad donde labura la Clau. Acudieron unas veinte chiquilinas, la MarLos, la ClauMart y dos varones dos. Yo no tardé en desenfundar mi teoría, como es lógico, y luego meta ejercicios. Almorzamos en una pizzería donde las pizzas eran ovaladas (tremendo cambio de paradigma!) y seguimos otras tres horas por la tarde.

La Clau me dejó en el Hotel Huentala, donde me había dado cita con Ernesto. Fue un encuentro como lo son los de los amigos porteños endurecidos y ablandados por los años. Ernesto me presentó su flamante polola, Karen, chilena ella, de 27 pirulos (él vadea su sexagésimo quinto!). Yo, para no ser menos, saqué documentos gráficos en los que constaba la existencia y el semblante de Alguienita y Valeria. No pudimos dejar de pensar en los estragos que hacemos los patrios vejetes entre le juventud latinoamericana (mi amigo Ricardo -ese al que le hicieron los tres simulacros de fusilamiento- a punto de contraer nupcias desde sus 64 con una brasileña de 35). Vamos todavía! Contaba Ernesto que había acariciado la peregrina idea de volver a radicarse en la Argentina. Hete aquí que para reingresar los instrumentos musicales que, como constaba en mil papeles, había sacado del país, le pedían… CERTIFICADO DE MÚSICO!!!!! Como se imaginarán, dejó de acariciar la idea ipso pucho.

Esa noche invité a la Clau y al Luigi a cenar a un restorán especializado en pastas, cuyo menú había caído en manos de un copista analfabeto (samballón al marzala, raviolis, fetuchinis y demás oprobios a la ortografía) pero cuyo cocinero sí sabía lo que hacía (pensándolo bien, mejor así que al revés).

El domingo asadiamos chez la MarLos, que habita como a treinta kilómetros, en una hermosa casa con pileta, su marido Germán y su hijo de ambos Pedro de cuatro, que se dio una panzada de adultos en tren solidario. Ahí fue donde pude confirmar la infinita dulzura que calla Luis. El asado fue de gloria, con mis primeros chinchulines en vaya uno a saber cuántos años. El cielo era de un azul intenso y parejo. Acá nomás, diríase, la cordillera serrando el firmamento, con su segunda fila de dientes cubiertos de nieve. Alrededor, un paisaje seco, de verde desganado, picado de casas salteadas y tajeado de calles ocasionales. Me dormí la siesta en dos magníficos turnos oscilando en una hamaca paraguaya. De allí salimos como a las 18:30, hicimos breve escala en la casa y partimos para el Teatro Independencia, a cuya puerta hicimos casi una cola de amansadora porque las entradas (libres y gratuitas) no eran numeradas.

Pero valió sobradamente la pena. Fue el espectáculo “Gershwin, el hombre que amamos”, solo que sin Rubén López Fusrt (qepd!) y, en cambio, con el trío de Jorge Navarro. Ernesto se había quejado de que la orquesta (rejuntada entre la Sinfónica de la Universidad y la Filarmónica de la Provincia, porque Mendoza tiene DOS orquestas sinfónicas) no terminaba de sonar, pero a mí me pareció estupenda. En el momento en que Ernesto alzaba la batuta, sonó un telefonino (alguno que se lo habrá traído de Palermo? (vide Crónicas Palermitanas)). Ernesto, impertérrito, depone la batuta, se da vuelta y dice, No estoy! Carcajadas. Alza nuevamente la batuta… y TIRIRÍ TIRIRÍ!!! Vuelve a darse vuelta y, Che, que no insita: NO ESTOY! Empezaron con una obertura que Ernesto arregló entramando temas del gran George. Luego vinieron varios "temas" como se está diciendo, algunos con trío y orquesta, otros con piano e ídem y otros con el trío solo. Magnífico. La gente ovacionó frenéticamente. Vinieron los agradecimientos, que culminaron con el debidamente debido a la orquesta, Quiero agradecer especialmente a esta orquesta. Estos chicos son casi todos músicos. De las orquestas de la Provincia y la Universidad. Sí, por algo ha sido Luthier!

Nos despedimos con Ernesto und polola en el foyer y regresamos a cenar a casa. Como le dije a Soledad, es nuestra última noche, pero ella, tan joven y tan bella, claro, no se hizo plenamente cargo de la carga patética de la situación. Luis volvió a tenderme la cama, en el buen sentido del término, nos despedimos emocionadamente (porque la familia madruga pero yo ni por putas) y ahora estoy contrabandeando en la computadora, a la espera del taxi que ha de llevarme al aeropuerto.

Fine laus Deo!

CRÓNICAS PAULÍMICAS (diciembre de 2005)

El sábado, oséase antier, como diría Alguienita, a las 19:45 me embarqué pa´ Francoforte sul Meno y ahí transbordé pa´ Sao Paulo. Pensar que Varig supo ser una compañía de las más mejorcitas... ¡qué desastre! Como viajaba con mi postrer pasaje onusiano, me tocó bisnes. ¡Qué habría sido en económica! El enchufe para los audífonos no funcionaba, la comida resultó indeglutible. Como había devuelto el pato (¡nunca mejor dicho!) intacto, pregunté si podía, en vez de elegir entre queso y fruta, optar por ambas dos cosas, Vamos a ver si queda cuando se hayan servido los demás, me explicó en su aproximación (es un decir) al inglés la azafata de las gafas cual tafanarios de botella. Por suerte (es un decir), quedó, pero la fruta estaba tan madura como Valeria hace tres años. Por suerte dormí como un infante, de modo que ni me calenté porque el café da manhá estaba gélido, el croissant ladrilloso y el jugo aguachento.

Saliendo del ariopuerto de Barullos estaba aguardándome el Rolls, que se conoce que está pasando por un mal momento económico, sentimental y psicológico, porque ha adelgazado muchísimo. Pensar que cuando lo conocí hace tres años tenía una porte tan saludable como el mío, ¡pobre hombre!

Como no tenía lugar digno en su casa, me explicó, me había conchabado en el hotel Parthenón con hache, que resulta que había pagado de su propio peculio con lo que se había ahorrado en calorías esa semana. Orgulloso como es la gente humilde y de trabajo, ni quiso saber con que le pagara, y yo, para no herir su susceptibilidad, acepté, como ya había aceptado la otra vez en Isla Belha (vide CRÓNICAS de entonces). Es que soy así, vea, no sé decir que no.

Del ariopuerto de Garbullos, el Rolls me condujo por una especie de anillo para evitar el centro. Vamos por una avenida de seis pistas que avanza de este lado del río y retrocede de a seis pistas por el otro. Clavados como mojones, los portentosos edificios de acero y cristal me recuerdan a Monterrey. Alguienita se habría conmovido.

Una vez instalado y aseado, fui invitado a la morada de los Pixione, donde estaba, cómo no, a crianca con cedilla, que, fuerza es admitirlo, anda por cumplir veintiocho diciembres, cosa que la tiene muy contrariada dada la inminencia de la senilidad. La consolé mentándole que Alguienita me acaba de cumplir veintinueve pero se acuerda de todo. En el dpto de los Pixione pude por fin conocer personalmente a los pescaditos de colores, que habitan un acuario inmenso, bajo el cual, ocultas tras unas puertas de madera muy monas, se esconden toda suerte de grifos, mangueras, bombas y ainda mais. En otro ambiente están instaladas las computadoras de la pareja, con sus cables, módems, faxes, teléfonos y demás chirimbolos de plato volador, desde done escribo estas sentidas líneas.

Como yo venía a un país tropical en ciernes candentes de estivo, me traje el par de medias y la camisa de manga larga que me exigió Viena y de ahí en más remeritas y calzoncillos de red. Cuál no habrá sido mi sorpresa al experimentar un frío de defecarse, rociado él de una lluvia que habría desanimado al propio Noé. Es que Sao Paulo está como a mil metros de altura, me explicó, como disculpándose, el Rolls, admirablemente convencido de que, en efecto, me estaba dando una explicación. La cuestión es que me puse el abrigo y los mitones y salimos a buscar a la Malú Cumo, y ya de a cuatro enfilamos pa´ Embú. El Rolls es poseedor de un sentido de la orientación raro en un hombre de su edad. Tanto, que casi nunca lo encuentra. Pero entre que finalmente descubre para dónde tiene que ir y hasta que vuelve a perderse es un piloto consumado. ¡Qué yunta rodoviária harían con su quasi tocayo Orlando! Me los imagino, il Furioso acariciando con sus guantes chetos el volante de su feroz BMW, rasgando el asfalto a cuarenta kilómetros por hora, y el Rolls de copiloto, indicándole en riguroso desorden todos los caminos que no conducen a Roma.

El hecho es que Embú queda a unas dos cuadras de Sao Paulo, pero el Rolls insistió en andar y andar, hasta que preguntamos en una estación de servicio y el "moco (con cedilla)" nos informó que quedaba a treinta kilómetros... para atrás, pero que no nos atribuláramos porque ahicito, nomás, a cinco kilómetros, se podía regresar.

Embú, cuando finalmente se arriba, es una ciudad verde, atiborrada de artesanos, donde compré una tonelada de adminículos "dózaz" para mi hija Valeria. Almorzamos un lechoncito al horno que casi tengo que batirme a duelo para que me dejen pagar. Regresamos en línea prácticamente recta y me depositaron en el Parthenón con hache, donde me quedé profundamente dormido hasta hoy. Esta mañana desayunamos en un café aquí a la vuelta y nos dirigimos al centro a comprar a) una tanga para Alguienita y b) un traje de odalisca sambeira para Valeria que se lo había prometido.

Sao Paulo es un infierno. Todo el ingenio de los urbanistas es en vano: por más que las autopistas se entierran o asoman o se elevan o giran o saltan por encima de leguas y leguas de concreto y cristal, el tráfico las desborda. Nos estacionamos frente a una plaza, al pie de una colina que se escarpaba en las cuatro direcciones. Multitudes apretadas de viandantes de toda laya trepaban como salmones o bajaban como conejos. Muchachas espléndidas que pronto dejarán de serlo, mujeres desvencijadas espléndidas no hace tanto, hombres agraciados de todas las edades, niños de todos los tamaños, negros musculosos arrastrando carros atestados de todo, vendedores callejeros prontos a escurrirse de la policía, negocios abiertos a la calle con altavoces pregonando gangas... todo el ruido del trópico desmintiendo la gelidez del aire. Así ha de ser Calcuta. Así es Bangkok. Pero con calor.

Sao Paulo es una ciudad que querría ser de colores, pero nada logra alontanarse demasiado del magneto implacable del gris desteñido. Los viaductos tienen un aire vetusto de cemento añoso. Los edificios que han sido señoriales muestran las llagas que los nuevos locatarios ya no tienen medios para curar. Las casas retaconas de entonces (estamos en el San Telmo paulista), con sus molduras precariamente adosadas a las paredes manchadas, parecen caries en la dentadura desprolija de la ciudad. Apartándonos del centro, la arquitectura insolente que muestran las fotos de las agencias de turismo. Algunas calles insisten en retener sus árboles. Son pocas, y en ellas logro acordarme de la inminencia de Buenos Aires.

Vamos a un supermercado interminable, entramos en un shopping de diez pisos... todo es o mais grande do mundo, o maior do planeta, o mais immenso do universo. Y gente y gente y gente. El Brasil es -ya no hay cómo no verlo- la China de Occidente. Algún día los dos gigantes se abrazarán de norte a sur y de este a oeste y este. Algún día. Y el mundo habrá dejado de ser como es. Cómo será cuando deje de serlo? Sao Paulo vive bajo un enjambre de helicópteros. Los ejecutivos que manejan los bancos y las empresas que manejan la economía que cuelga del Río Grande han renunciado a reptar con los demás mortales. Las precauciones que hay que tomar me reconfortan: Buenos Aires está más cerca de Oslo de lo que creía. La cámara en una bolsa. No salir de noche ni a la esquina. Los robos son "de arrastrón": todo un parking, un edificio entero. El Rolls, sin embargo, está encantado. Y verlo feliz con su Alguienita propia es parte de esta felicidad que siento.

Ahora vamos a cenar. Mañana el mundo volverá a ser como fue hoy. Pero ¿y pasado?

CRÓNICAS SIBERIALGIOSAS (septiembre de 2008)

con memorias nuevas que hacía tiempo que no me visitaban. Creo que la relectura merece la pena.

Viajé a Moscú en agosto de 1966. En mayo de 1965, en el entrevero militante y festivo de una enorme manifestación por mayor presupuesto universitario, casi pierdo un ojo y me enamoré hasta el caracú por vez primera. Poco después, a fines de junio, los acechantes milicos de turno dieron su zarpazo, destituyendo a un gobierno supuestamente inepto que, ahora que lo miramos con el infalible ojo del culo, resultó mucho más eficiente de los que vinieron después y, a diferencia de todos ellos, un modelo de probidad: el viejo Arturo Illia fue el único presidente que murió tan pobre como siempre había sido, en su casita de Alta Gracia, pagada por suscripción entre sus pacientes. Lo primero que hicieron fue, como volverían a hacer veinte años más tarde y, de creer las noticias sobre espionaje y cohecho, parece que seguirían queriendo hacer ahora, solo que ya no les da el cuero, fue poner un poco de orden: abolir el derecho de huelga, descrismar la Universidad y proscribir el PC junto con la matemática moderna –que parece que contradecía la verdad de la Santa Madre Iglesia- y la ópera Bomarzo -reñida ella con la moral y las buenas costumbres-, que la City Opera of New York había encargado a Ginastera para el inicio de su temporada de aquel año. Para no dejar las cosas en el atrio del Primer Coliseo, mi comisario Margaride se empeñó en una santa razzia contra el pelo largo en los varones, las faldas cortas en las mujeres, y su pecaminosa intimidad en los hoteles alojamiento, que desde entonces tuvieron que llamarse albergues transitorios… Es que las cosas se hacen bien o no se hacen, qué carajo! Oh, argentinos de memoria endeblemente selectiva, tened cuidado, que ya prevenía Hegel que quienes se olvidan de la Historia están condenados a repetirla.

Narro estos antecedentes porque explican mi involuntario paso a la clandestinidad. Léase quedarme juiciosamente en casa sin asomar por la facultad ocupada y cambiar el billete Buenos Aires – París – Moscú por dos, uno más inocente, Buenos Aires – Montevideo, y el otro ya descaradamente subversivo. Los narro también porque me tocó separarme de aquel gran amor que luego resultó poco resistente al tiempo y la distancia, como suelen ser los amores de todo tamaño. La cosa es que en el aeropuerto de Carrasco, durante la amansadora interjet, reconocí, entre cuatro rostros, el de uno que sabía también estudiante y militante de la FJC. Tras unas cautelosas aproximaciones (Qué tal, Qué tal, Adónde viajás?, A Europa, y vos? También, a Europa…) nos sinceramos, total, estábamos en la –ay, quién lo habría dicho, efímera Suiza del Terzo Mondo. Las otras tres caras completaban la complexión de dos argentinos del interior, Ricardo, laburante raso de YPF, neuquino, al que luego torturarían brutalmente casi un año antes del siguiente golpe de estado, harían, no uno, sino tres simulacros de fusilamiento, y terminarían poniendo en libertad por falta de méritos dos o tres años después, y Bruno, santafecino, cuyo padre, según me enteré cuando fui a mostrarle las fotos de su hijo, laburaba de laburante en una estación de servicio de Olivos, pernoctando en una pensión de mala muerte mientras su familia residía en Rosario (ahora que lo pienso, el arreglo resultaba poco comprensible, pero vaya uno a saber). El tercer semblante venía en la cima de un paraguayo enhiesto, delgado, de castellano difícil y exiliado primero en la Argentina y ahora de la Argentina, Ireneo, a quien vi por última vez en el ferry de Leningrado (R.I.P.) a Helsinki, cuando ya regresaba con mi novia siguiente, mientras él no sabía muy bien cómo haría para llegar a Londres, al consulado paraguayo más próximo, a ver si le renovaban el pasaporte a ver si podía volver aunque más no fuera a América latina a ver si le salía al menos acercarse a la patria que quién sabe cuándo podría volver a sentir bajo los pies. Amarcord que con mi novia nos miramos y bastó esa mirada para que le diéramos cinco de los treinta dólares que habíamos juntado y que tendrían que darnos de comer, viajar y dormir hasta que encontrásemos laburo en Estocolmo, nuestra intermedia parada laboral.

De Ireneo y Bruno no he vuelto a saber. Ricardo vive en Lugano (la paqueta, la de Suiza) y sigue siendo el ser humano más puro que me ha tocado conocer en la vida… y eso que, Deo gratias, tiene fuerte competencia, porque yo he tenido con los amigos la suerte que solo cuarenta y cinco años después se me derramó por fin a las mujeres.

Como mi vieja andaba por París, entre Orly y Le Bourget me descolgué una semana, arrastrando a un Ireneo torpe de tan pajuerano, al que alojaron sin preguntar los amigos que ya tenían de convidada a la vieja. De modo que llegamos a Moscú en el vuelo siguiente de Aeroflot (uno por semana entonces, los sábados, en el Túpolev 114, de turbohélice, entonces o aviao mais grande do mundo, como todo lo soviético de avanzada y nada de lo demás, pero me estoy adelantando). La cosa es que llegamos una semana más tarde y no había nadie esperándonos en el aeropuerto, de modo que cambié diez de mis sesenta dólares y con mi ruso de dos meses de previsor denuedo y el poco inglés de los nativos logramos que un taxi nos dejara en el predio de la Universidad de la Amistad de los Pueblos "Patrice Lumumba", en la otra punta de una Moscú que ya vimos como era y resultaría el resto del país: enorme, tosca, ineficiente y fea. El taxi nos dejó en medio de nuestras abultadas valijas frente a lo que después supimos cafetería y que nos arregláramos. Un estudiante latino que atinaba a pasar nos llevó hasta la puerta de una argentina y aquí empieza a comenzar la historia…

Que sigue cuatro años más tarde, en julio de 1970, tras el golpe de los coroneles en Grecia, la Guerra de los Seis Días, la muerte del Che Guevara y del cura Camilo Torres (lo recuerda alguien todavía?), las trizas de la Suiza del Terzo Mondo, las primeras escaramuzas armadas entre China y la URSS, el alunizaje de la misión Apolo, el deceso de Ho Chi Minh, la Primavera de Praga, el Mayo parisino de 1968, la defenestración de Gomulka en Polonia –que Kania, Gierek, Jaruzelski y Walesa por medio desencadenaría el dilatado pero inevitable desmoronamiento del socialismo "real"-, el bombardeo de la Camboya hasta entonces neutral, y tantas cosas que ahora veo como la línea divisoria entre la posguerra que todavía lamía sus cicatrices y el mundo de hoy que escribo estas líneas. La cosa es que para ese verano, y con el penoso fin de saldar mis deudas de juego (al único que le pude ganar algo de guita fue a un tal Ilich Ramírez Sánchez, un venezolano frívolo y medio forro, al que ya habían expulsado por no haber dado un solo examen en un año y vivía ilegalmente en diferentes cuartos de diferentes residencias universitarias hasta que la Milicia dio con él y se lo llevó derechito al aeropuerto, y que luego sería conocido como El Chacal y expía ahora en París el haber asesinado a principios de 1974 a dos agentes de la Sureté francesa y a un soplón y de haber secuestrado en Viena a todos los ministros de la OPEP) decidí conchabarme para hacer trabajo voluntario.

Es que en verano decenas de miles de estudiantes soviéticos (salpicados de alguno que otro alienígena) se desparramaban por las tierras vírgenes (por ejemplo, los alrededores de Tselenograd – Tierrasvirgenesburgo-, hoy Astaná, desde donde mandé mis primeras fotos ferroviarias) o se alienaban sudorosamente para reparar los miles de kilómetros de rieles que la nieve siberiana soltaba dos meses al año. Como habrán adivinado, yo opté por estas últimas. Amarcord que era un muchachito esmirriado y apenas emigrado del raquitismo, poco abultado de músculos y sin antecedentes ni propensión para todo esfuerzo físico que superara la energía imprescindible para mover las piezas del ajedrez y que el médico que me hizo la profusa revisación de norma me preguntó si realmente creía que me las iba a poder arreglar. Amarcord que, haciendo gala de un heroísmo que me tomó totalmente por sorpresa, le contesté, Si pueden los demás, puedo también yo. Amarcord que, para maravilla aún mayor, pude, pero ya llegaremos.

Los del destacamento éramos unos setenta, varones casi todos, y extranjeros unos pocos (un mexicano, un colombiano, un costarricense, un boliviano, un argentino –yo, claro- un palestino, un jordano, dos japoneses, dos kenianos y un senegalés). De Moscú volamos, con parada en Omsk, a Irkutsk, la capital de Siberia, adonde aterrizamos unas doce o trece horas y cinco o seis husos horarios más tarde. De la noche que pasamos allí, seguramente en una residencia universitaria, recuerdo poco y nada. Debió de haber sido una ciudad más gris, más tosca, más ineficiente y más fea que Moscú, toda ella como los aledaños soviéticos de la estación de trenes de Astaná. Irkutsk queda al pie del lago Baikal, el más antiguo, grande y profundo del planeta, y que alberga creo que dos tercios del agua dulce no congelada. Unos 700 Km. al norte y transversal al río Angará, que no desemboca sino que nace del Baikal, y se engancha tras un par de vueltas de casi 1.700 Km. con el Yeniséi, quedaba la entonces mais grande do mundo represa de Bratsk. Allí llegamos en un bimotor Antónov y, tras una visita a las portentosas instalaciones, tomamos –por fin!- un tren de vagones verde olivo y cuchetas de madera que, 23 horas después, nos dejó creo que en Krasnoyarsk u otro nudo ferroviario donde pasamos a un tren ya de cercanías, también de –esta vez asientos- de madera, que nos dejó doce horas más al norte en un paraje ya protodesolado, donde nos subimos por fin a un tren de carga que en dos horas nos depuso en la aldea de Iguirma, mil habitantes si a

caso, a cinco kilómetros de lo que sería nuestro campamento… cuando lo construyéramos. Ocurría que los soviéticos andaban construyendo Angará arriba como cinco o seis represas más, dos de ellas mayores que la de Bratsk, a cuyos efectos habían tendido previsoramente una línea férrea de casi 1.500 km cuyo único fin era abastecer de materiales, provisiones y estudiantes voluntarios los diferentes emplazamientos y, shakestamos, aprovechar para volver cargados de madera. Porque, contrariamente a mis expectativas y temores, la tundra no fue un desierto de liquen congelado, sino un bosque tan tupido que teníamos estrictamente prohibido meternos sin avisar, en grupos de menos de cuatro, apenas unos metros… y mucho cuidado con los osos! El año anterior, un rusito quiso compadrear y se metió escopeta en mano. Lo encontraron cuatro días después, muerto de hambre pero vivo. Otro tuvo menos suerte.

Erigimos el campamento a orillas de un afluentito, agua de deshielo ella, los únicos que nos lavábamos por la mañana para bañábamos por la tarde éramos los japoneses y los latinos (quien haya probado afeitarse con hojitas de aquellas en aquella agua ha conocido la ira de Dios). Los moscovitas. Por cierto, EL baño público de Iguirma (no los había privados: como hasta hace poco en el resto de Europa y aún hoy en muchas partes de Inglaterra o Francia, sin ir más lejos, las casas tienen letrina, muchas veces adosada desde fuera, de modo que para entrar hay que salir) cerraba los dos meses de verano, de modo que la población se enjuagaba por última vez a fines de junio y por primera a principios de septiembre… Montar el campamento (despejar y aplanar el terreno, talar los árboles, ahusarlos, clavarlos, armar las carpas casi como de circo –tres para las sendas brigadas, una para la administración y otra para el hospital-, construir la cabaña para lo cocina y el tinglado que serviría de comedor y, claro, las distantes letrinas) nos llevó dos días de alborozada estrenuidad. Amarcord que al pie de los árboles más hercúleos persistían los manchones de nieve del invierno apenas superado y que de noche salir a mear era meterse en una heladera cósmica de cinco o seis grados bajo cero, que hacia las diez nos despojábamos de nuestras Tielogreikas (literalmente "calientacuerpos", esos abrigos espesos que uno asocia justamente con el Gulag) y que entre las 13:00 y las 15:00 nos asábamos a 42 grados centígrados de sol despiadado.

Las cinco o seis chicas se ocupaban de la cocina y de supervisar y remediar nuestra escasa habilidad para despejar mesas, lavar vajilla, barrer pisos, lavar ropa, coser botones y, en general, mantener un símil de pulcritud general. La comisión directiva la integrábamos el mandamás (designado, supongo, por el Komsomol, oséase la Juventud Comunista), los jefes de brigada, elegidos respectivamente, el médico y un representante de los extranjeros, servidor!). Entre las cosas que nos tocaba elucidar se contaban el paulatino y alarmante enflaquecimiento de las provisiones (terminamos devorándonos papas como las que el primer mes habíamos desechado por incomibles), la epidemia de ampollas y picaduras de insectos de los primeros días y algún que otro caso de indisciplina erótica, casi siempre con ocasión de los viernes, cuando más de alguno no regresaba al campamento por haberse quedado apretujado a una rusita, atrapado por las luces de Iguirma, que pasó a hacérsenos una metrópoli mezcla de París, Sodoma y Gomorra, y/o etílica, cuando, pese a la estrictísima ley seca, se producían brotes de un pedo épico como del que son capaces únicamente los rusos.

El desayuno consistía de unos macarrones con carne enlatada y te. El almuerzo de carne enlatada con unos macarrones. Y la cena en las sobras de ambos. De fruta teníamos toneladas de manzanas. La merienda se inauguró cuando empezamos a trabajar en serio. Eso fue, como decía, dos días después. Esa mañana desayunamos a las siete de la mañana, marchamos a Iguirma y montamos en un vagón de carga arrastrado por una inmensa locomotora diesel que nos fue dejando a quince, treinta y cuarenta y cinco kilómetros vías arriba, junto con el equipo electrógeno rodante, las apisonadoras, las palas, las barras de metal, los veinte gatos mecánicos y el respectivo capataz. El nuestro se apodaba "Mítrich", apócope de Dimítrievich, cuyo nombre de pila nunca pude averiguar. Un ruso unos cincuenta años y una guerra, fibroso y arrugado como un árbol, un tanto hediondo, de colilla permanentemente pegada a los labios y manazas de acero. A mí me tocó el último tramo, lo que me permitió dormir una hora más. A las 9:00 Mítrich nos dispuso barra en mano en dos hileras a cada borde de uno de los rieles, se sentó en un extremo, montó un como miniteodolito, y nos fue diciendo, A la izquierda, A la derecha, Los de la derecha tengan firme, los de la izquierda tiren o empujen…

Y así fuimos enderezando a pulso y no del todo nuestros cuatro primeros kilómetros. La línea llevaba apenas uno o dos años de tendida y no había terminado de asentarse. En dos meses tocaba enderezar y nivelar sus mil y pico de kilómetros, para lo cual, obviamente, no alcanzaban todos los siberianos juntos, de donde nuestra presencia y la de cómo cuarenta destacamentos más, uno de ellos también de nuestra universidad. Había que clavar la barra con todo, para luego tirar con todo. Yo no lo logré de entrada y me entré a dar unos porrazos de antología. Al cabo del primer turno, Mítrich nos advirtió que había quien trabajaba poco. No dudé de que yo era uno de ellos. Y tampoco el capo del destacamento, que me dijo, Por última vez te prevengo: te volvés a caer y te regresás a Moscú! Pero inmediatamente se desdijo, Perdoname; si no tiraras con todo, no te caerías, pero aprendé cómo. Con el tiempo comprendí que había varios que imitaban la coreografía, pero casi no movían un músculo. Entre ellos los dos kenianos, que de tan inútiles fueron ascendidos a vigías, cada uno a cien metros delante o detrás de la cuadrilla, con una bandera roja, por si se acercaba algún tren. Los rusos les decían ziemliakí, "los paisanos". El senegalés, en cambio, laburaba literalmente como un negro. Gran tipo. En el pueblo, los chicos, que lo adoraban y no terminaban de acostumbrarse a su piel de ébano lustroso, le decían "tío Michel".

Ese primer día me enteré de lo que es el laburo realmente físico. Hacia las once, despojados ya de las tielogreikas, nos moríamos de hambre. A esa hora se hacía la pausa para la merienda: media hora en que se repartían por cabeza una rebanada como de centímetro y medio de espesor de un pan negro gomoso y casi inmasticable cubierta de una tupida montaña de azúcar, y una cebolla tamaño pomelo, casi morada, que con cada mordisco agredía todas las papilas a la vez con su sabor –bueno, es un decir- lleno de aristas. Cómo llegué a ansiar esa media hora y a sentir que ese pan de caucho cubierto de azúcar y esa cebolla eran lo más parecido a la ambrosía que habían probado los hombres.

Los rieles se extendían en medio de una franja de unos cien metros que afeitaba el monte de sur a norte. Tras diez meses de cagarse de frío en sus crisálidas se arrojaban encima de cualquier cosa que se moviera nubes de moscas, moscardones, mosquitos, tábanos, abejas, abejorros y demás especímenes de la entomología de combate. Pudorosos, los latinos nos fuimos a mandar nuestro meo inaugural entre los árboles. Terminamos con las vergas como choclos color frutilla.

Hacia las 14:00 llegó la pedorreante zorrita en que las chicas traían el caldero de la sopa y el del plato sólido, heladas ambas cuarenta y cinco kilómetros y dos destacamentos después. Pero qué importaba. El descanso era de sesenta minutos. Después a laburar. Al día siguiente se conectó el grupo electrógeno, nos dividimos en dos grupos y pidieron dos voluntarios para colocar los gatos. La Providencia, en su bondad infinita, me hizo ofrecerme. Los gatos pesaban diez o doce kilos cada uno y teníamos que ponerlos cada cinco o diez metros y entrar a alzar el riel. Con el ojo metido en su como teodolito, Mítrich nos iba diciendo hasta cuándo. Entretanto el grupo uno iba paleando balasto mientras el dos le iba en zaga apelmazándolo con las apisonadoras neumáticas. Cuando el primer par de gatos quedaba atrás, corríamos a sacarlo y llevarlo al otro extremo. La cosa avanzaba de tal modo que la corrida era constante. Cuando los gatos iban bajo cada riel, entre el último quedaba entre 50 y 100 metros más adelante. Cuando solo había que nivelar uno, la distancia se duplicaba. Así que los gateros sacábamos los cuatro gatos ya inútiles, corríamos 50 ó 100 metros con uno en cada mano, los colocábamos, los ajustábamos, y volvíamos a correr los 50 ó100 metros a buscar los nuevos pares.

Se consideraba el trabajo más pesado, de manera que nos íbamos turnando. Lo más aburrido era echar pala, lo más estremecedor (literalmente) avanzar centímetro a centímetro con las apisonadoras, que eran como los ensordecedores martillos con que se rompe el asfalto, solo que terminados en una especie de puño. El problema era que, por mucho que tuvieran un freno automático, cuando uno soltaba una mano lo mandaban a la mismísima mierda, con lo que resultaba imposible espantarse los entomológicos escuadrones de caza. Y así se explicaban las monstruosas picaduras en los párpados, en los labios o dentro de la nariz. Menos mal que en cuatro o cinco días se generaban los anticuerpos y ya ni nos dábamos cuenta. Lo grave, lo realmente grave del laburo era la lentitud insoportable del avance: cuatro apisonadoras, una en cada ángulo de durmiente con riel, o sea, que ocho en total, minutos interminables de tracatraca, un salto a la voz de ahura, y minutos interminables en la próxima encrucijada, cuarenta centímetros más al sur. Los de las palas iban más rápido, de a metros. Pero los gateros llevábamos cada vez el último gato cincuenta o cien metros más adelante. Para mejor, era la tarea menos monótona: llegar corriendo con los mastodontes, colocarlos, ajustarlos, regresar corriendo, desencajar los traseros, llevarlos corriendo. Al cabo de tres días me ofrecí a no hacer otra cosa y todo el mundo pensó que estaba haciendo un favor. Resulté tan eficiente que me quede de gatero singular – con lo que se me duplicaron las distancias por (re)correr; pero sarna con gusto... Para mí, la cuadrilla pasó a avanzar entonces a velocidad pasmosa, y llegaron a detestarme porque siempre decía, Vamos, gente, cien metros más! A veces había que soliviar los rieles apenas unos diez o doce centímetros, pero otras era precisa toda la longitud del gato, como treinta o cuarenta centímetros, que el balasto parecía no poder llenar nunca. En esas ocasiones nos tocaba echar pala a todos, incluidos el mecánico que velaba por el veleidoso autógeno y este servidor. Esos tramos se me hacían interminables. Cada quinientos metros bien apisonados, volvíamos a enderezar los rieles, ahora con mayor fineza. Con eso se daba por concluida la cosa y volvíamos a empezar. Un laburo casi hercúleo, en medio de la canícula implacable, los moscardones impíos y el hambre inclemente, pero qué bien lo pasé. Y nada de sábado inglés! Era, me decía sin equivocarme, el interés tardío que el Demiurgo me cobraba por haberme salvado del servicio militar. Ah, y otra cosa: como tantos -pero claro que no todos-, estaba convencido de estar contribuyendo a la obra magnífica y generosa de crear un mundo nuevo, más humano, más justo. Esa línea férrea torpemente enderezada no pertenecía a ningún magnate y el único beneficiario de nuestro trabajo de sol a sol era el pueblo soviético. Nos iban a pagar, eso sí (y mucho: con esa guita pude viajar a Buenos Aires a buscar material para mi tesis). Pero para mí, como para otros -pero, claro, no todos- era lo de menos. Un día lo donamos a las víctimas del terremoto que había sufrido el Perú pocas semanas antes. Otro, como era de rigor, a Vietnam.

A las cuatro de la tarde volvíamos a enfundarnos en las tielogreikas y seguíamos traca y traca hasta que llegaba el tren a buscarnos, a las seis, o sea, unas nueve horas más tarde. A medida que iban montando los demás, la fiesta se animaba: canciones de todo el planeta, chistes, anécdotas. Como la noche polar tiende a ser larguita, llegábamos como a las 20:00 a plena luz del día. Los boludos de los japoneses y los latinos nos metíamos entonces en el río a lavarnos las ateridas pelotas con jabón y hielo. Los rusos se cagaban de risa… y de envidia. A las 20:30 cenábamos y luego el costarricense, el mexicano y yo nos quedábamos charlando y tomando litros de te hasta el toque de queda informal, dictado por la inapelable ley de la Naturaleza. Cómo me arrepentía yo cada noche de esas deliciosas tasas de te que tenía que evacuar a verga congelada en medio de la noche.

Así fue pasando el tiempo. La primera brigada se acercaba cada vez más a Iguirma, la segunda adonde había empezado la tercera y nosotros a empalmar con el tramo arreglado por la segunda. Los domingos eran nuestro merecido y ansiado día de descanso. Nos podíamos levantar más tarde (solo que el reloj biológico casi siempre nos lo impedía). La comida se hacía festiva. Por los altavoces el equipo de sonido instalado en la intendencia pasaba música típica rusa y, a mi insistente pedido, el único disco clásico que se había colado misteriosamente entre los otros, el Concierto No. 2 de Chopin, que entonces no conocía y pronto me aprendí de memoria. Las chicas terminaron todas en buenas manos, solo que, por desdicha, no tan buenas como las mías. La más linda tuvo un tierno romance con Benia, el jefe de nuestra brigada, un tipo de mirar casi inescrutable que todo lo escrutaba, reservado, casi taciturno, estudiante creo que de ingeniería, y que quizás columbraba ya entonces el desastre que sobrevendría treinta años después. Vaya uno a saber! Otro personaje era Misha, enormemente gordo y decididamente apestoso, portador de un sentido del humor desopilante, que leía todo el tiempo en voz alta a Pushkin para luego exclamar, Nunca nadie ha vuelto a escribir el ruso así! Misha era uno de los que no hacía el mínimo esfuerzo. El prototipo del elemento "subversivo", pesimista inveterado, cínico, sarcástico, cáustico, profundo conocedor del revés de la trama de ese tapiz que tanto queríamos que nos deslumbrase. Cierto día hubo un duelo futbolístico entre los soviéticos y los extranjeros. Quién gano?, preguntó uno que había preferido los mimos de una rusita del pueblo. Y, Misha, replicó raudo, La amistad! Tenía la virtud casi mágica de destrozar cualquier cliché con solo llevárselo a los labios. Por esas fechas, Parvda ("La verdad", para los aficionados a la ironía) anunció con gran pompa la nueva composición del Comité Central de PCUS. Quién hay?, preguntó uno, y Misha, que leía los folios con sigilosa unción, respondió, Gente nueva; gente nueva con respecto a los años 50. Yo no supe querer interpretar la carcajada apenas contenida de todos los soviéticos, ni los dos milímetros que se estiraron las comisuras de Benia.

No recuerdo qué domingo se celebró una especie de carnaval. No sé quién ni cómo ni cuándo construyó una balsa sobre la que reinaba la versión eslava del Rey Momo, con túnica y barba y voz grave y estentórea. A bordo iban también sus turiferarios y prisioneros, acusados todos de graves crímenes de leso socialismo, como haber torcido una barra u olvidado ponerle combustible al grupo autógeno, que, como castigo ejemplar, fueron arrojados a las gélidas aguas del río. Todo en joda, por supuesto, porque cuando ya no quedaban pecadores por bautizar los turiferarios arrojaron al propio Momo, que cayó con estudiados coreografía y estruendo.

Otro domingo se organizó en nuestro campamento una fiesta con todos los que estaban trabajando río arriba o río abajo que pudieran llegar en un día. Los únicos que tenían foráneos eran los dos de nuestra universidad. Los demás provenían de diferentes ciudades. Cada uno presentaba un número, pero el que se llevó las palmas fue uno de no recuerdo qué instituto de por ahí, todos varones disfrazados de mujer, salvo el acordeonista (apoteótico) y el pintón (quien haya visto este tipo de ballet ruso sabe de que hablo: el lindo del pueblo con su camisa de cuello alto, cordel al cinto y botas de caña alta pavoneándose ante el hembraje arrobado, de pollera larga, blusa bordada y pañuelo a la cabeza). Yo medio como que tuve una medio como medio aventura con una rusa piponérrima, pero casi no hubo cuándo y dónde no hubo del todo; queden nomás estás líneas de recuerdo.

Otra vez el tren que nos vino a recoger llevaba de arrastre una segunda diesel maltrecha. El chasis estaba intacto, pero le habían dado flor de coñazo en la trompa. Aproveché para montarme en ella y compartí el trayecto con los dos maquinistas, siberianos profundos, veteranos de guerra ambos, que, como el resto de los lugareños, no dejaban de asombrarse y de preguntar: era el primer occidental (bueno, no tanto, pero ellos no se dieron por enterados) que veían.

El penúltimo sábado por la noche hubo fiesta en el pueblo, en la que intervenimos los artistas visitantes y locales. El boliviano se mandó una payasada de pésimo gusto y yo canté acompañándome con la guitarra. Todavía conservo la foto, con el uniforme de gala, una especie de trajecito safari color verde olivo, de lo más mono, con cinturón ancho del Ejército Rojo, con su hebilla descomunalmente dorada, que compré antes de salir. Para rematar la facha, llevaba una boina del ejército inglés que le había cambiado por la mía a un usurpador de las Malvinas hacía unos años en Berlín entonces Occidental. Qué pinta, mamita! Lástima que no me sirviera de nada. Amarcord que Mítrich contrajo en pedo sublime y me abrazaba lagrimeando como un infante. Seriozha, gemía, nunca me voy a olvidar de vos: ya no dábamos más y vos, Vamos, cumpas, cien metros más! Por cierto, llevaba puesta su medalla al valor. Amarcord que, regresando al campamento, comenté que Mítrich debía de haber sido un verdadero héroe. No vayas a creer, Seriozha –me esclareció uno de mis compañeros soviéticos-, como ese tenemos miles. El 24 de de agosto celebré mi cabalístico cumpleaños número 25. Fue el único de esos dos meses y los de intendencia se habían traído unas botellas de champán soviético (buenísimo, por increíble que parezca) y las chicas se mandaron un pastel. Al día siguiente levantamos literalmente campamento y esa noche emprendimos el camino de regreso. Durante la noche cayó la primera nevada.

"Amarcord que en Irkutsk el mexicano me dio la guita para que se la guardara y se fue a emborracharse con unos rusos que había conocido en la residencia. Lo trajeron casi en andas a la mañana siguiente justo a tiempo para abordar el tren. Y amarcord, por último, de una gitana que nos preguntó de dónde era Michel. Ah, que maravilla tener un hijo suyo!, exclamó, y fue la única vez que pude asomarme un milímetro al alma de un pueblo que nunca ha dejado de sufrir. Nadie recuerda que la "solución final" los comprendía, nadie habla de ese otro holocausto. Claro, son diferentes… demasiado."

Este es, queridos cumpas, mi pasado ferroviario en un país que ya no existe y que, como aquellos veinticinco abriles, no volverá.