viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS DUBAIÓNICAS (febrero de 2006)

Heme, pues, aquí, carissimi, en el Golfo que en un pintoresco alarde de corrección político-toponímica los cubanos dan en llamar Arábigo Pérsico. Esta vez me ha tocado Dubái. La sorpresa no habría podido ser mayor. Si Qatar era un inmenso campamento beduino de cristal y acero con camellos marca Mercedes Benz y Roll Royce, Dubai es una ciudad. Recién venida y acomodaticia, es cierto, pero inconfundiblemente ciudad. Vamos, pero, por históricas partes. Me entero de que hasta 1830 ni existía, y de que hacia 1965 seguía, prácticamente, sin existir: una adormilada aldea de pescadores y buscadores de perlas arrinconada contra el mar por una interminable alfombra de arena. Salvo que en 1966 los ingleses, que llevaban tiempo achicharrándose al pedo con tal de controlar la entrada al Golfo, descubrieron el petróleo subyacente. En los tres años siguientes se resolvió la repartija y se clavaron los pozos, y antes de 1970 se inauguraba la última gigantesca protogasolinera de la región. En 1971, lo siete emiratos esparcidos por estos pagos resolvieron unirse con (o, nunca mejor dicho, bajo) los benevolentes y desinteresados auspicios de su Graciosa (es un decir) Majestad Británica y como quien dice los Estados Unidos. 3.600 quilómetros cuadrados de Dubai y unos 83.000 más para los otros seis, de cuyos nombres no hago el mínimo esfuerzo por acordarme, salvo Abu Dabi, que se me evoca solo y funge de capital del ispa.

Habitan el mismo (ispa) 1.200.000 señores y señoras, de los cuales solo el 20 por ciento son de genuino uniemirista pedigrí. Los demás son expatriados, aunque muchos han nacido aquí, o sea, que más bien sinpatriados. Como en Qatar, son los que laburan. Los ex pescadores de perlas ya no cantan en la ópera de Bizet, sino que se la pasan, cuando la pasan aquí, entre el aire acondicionado de sus espléndidas villas y departamentos y el de sus BMW. Porque el clima tiende como que a cálido, tanto que la tradición humanista de estos últimos seis lustros quiere que cuando el termómetro se inflama arriba de los 50 grados celsio los pibes no vayan a la escuela.

Dubai es, como Qatar, una metrópoli empeñada en administrarle al Todopoderoso un cada vez más intenso tratamiento de acupuntura arquitectónica, pero aquí los edificios son, a la vez que más monumentales y menos pretenciosos o, en todo caso, menos gélidos. Aun así, me cuenta el guía naturalmente pakistaní de mi tour, tienen, entre otras cosas de admirar, el único hotel de siete estrellas del planeta, con heliplataforma adosada para el servicio directo al aeropuerto (habitaciones con aire acondicionado y baño privado desde 3.000 euros por día más propinas), y el hotel más alto del mundo, y las torres gemelas más encumbradas (355 metros la mayorcita y la menor tantito menos), el shopping más voluminoso del terzo mondo, y, apenas estrenada, la más gigantesca (acaso por única) pista cubierta de… esquí. Pero como si esto no bastare, señores pasajeros, estanse construyendo en estos precisos momentos el tercer aeropuerto más grande del orbe, el shopping más enorme y, lastbatnolist, la torre más p’arriba: 900 metros extensibles (porque Su Alteza de ellos pretende que siga siendo la más alta por mucho que a otros les dé envidia). Para que se den una idea, unos tres Empire State clavados uno en el culo del otro.

El ómnibus nos lleva por avenidas en construcción que surcan barrios en construcción que bordean un océano sospecho que en destrucción. Hoteles y hoteles y marinas y marinas y hoteles y hoteles. La excursión se detiene brevemente frente al Oasis, para que los turistas fotografíen pasmados el único hotel cuatro estrellas de la costa. Supongo que lo conservan como curiosidad. También se detiene ante la única mezquita en la que pueden ingresar no musulmanes, previo permiso del Ministerio de Entendimiento Cultural (debiera ser un mal chiste, pero no… ni siquiera es chiste). Imaginaos, carissimi, que a la Catedral de Notre Dame solo pudieran acudir los no cristianos previa licencia ministerial correspondiente. Y menos mal que hay un Ministerio de Entendimiento Cultural, porque parece que, últimamente, tienden a cundir los malentendidos. Por cierto, hablando de amplitud de mentes, hay un Banco Islámico de Abu Dhabi. Algún día, espero, los habrá Budista de Katmandú, Shintoísta de Tokio, Evangelista de Carolina del Sur y Animista de Haití.

Me entero de que en Dubai no hay cartero, o sea, que el correo no se reparte a domicilio, y de que las calles no tienen ni nombre ni número (razón por la que no hay cartero o viceversa), que estos suntuosos palacetes que estorban nuestra vista del mar son viviendas populares construidas por el gobierno “para los nacionales”, que el agua potable (se desalinizan 250.000 galones por día) es más cara que el petróleo y que el oro bruno representa hoy apenas el 10% de la renta, mientras que este servidor y los demás turistas nos ponemos con el 85%. Es que el petróleo se acaba en menos de diez años y los emires unidos han resuelto sabiamente correr las fichas de número.

Hasta aquí también más o menos Qatar. Pero Dubai tiene transporte público abundante, y ubicuos cafés y restoranes (en los innúmeros bares y cafeses, los filipinos, indios, somalíes, pakistaníes o tailandeses preparan un café turco veramente exquisito, las medias lunas no tienen nada que envidiar a las franchutas, austriacas o patrias y diz que la comida marina es estupenda), y gente caminando, y bañistas en las playas (todos blancos, eso sí), y puerto de pescadores, y chiringuitos étnicos donde por dos guitas comen los laburantes venidos de toda la redonda, desde Bangladesh y las Filipinas a Somalia y Camerún, y taxis como los demás (bueno, por fuera y por dentro, como los demás del primer mundo) yirando por las calles, y tiendas y todos los chiches de la civilización de veras. El tránsito es nutrido pero disciplinado, con unos pocos bocinazos anacústicos y raramente destemplados. El taxi que me llevó al Centro de Convenciones, por cierto, tenía sendas pantallitas de vídeo en el apoyatestas de cada asiento delantero. Tal vez por más cosmopolita o, si se prefiere, normal (o más sindudamente al revés), allí donde Qatar, con sus legiones de albas chilabas y chadores funéreos, parecía un gigantesco juego de ajedrez, Dubai semeja, en el mejor de los casos, un final de partida.

Los periódicos locales anglógrafos, cada vez que mencionan (con el debido respeto, eso sí: nada de caricaturas) a este chico Mahoma, escriben: The Prophet (PBUH), acrónimo, no de Sociedad de Responsabilidad Limitada, sin de La Paz Sea con (o, por las dudas, Con) Él (si es sordo, porque con el quilombo de chillidos y bazukazos de sus devotos fieles, no veo muy bien cómo). Pero aquí nadie ha quemado todavía ninguna embajada dinamarquesa (acaso porque son pocos y no son dados a juntarse de a pie).

Bueno, ya me toca ir a laburar.

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No logro reconciliarme con Morfeo y, tras un café turco y una media luna, subo vadeando la ría que separa los labios de esta vagina de cristal y acero. Atracados perezosamente al muelle interminable, buques restorán, yates de lujo. A medida que se aproxima el Golfo, la cosa se pone más comercial. Pilas y pilas de cajas y cajones de toda suerte de chiches, venidos en su inmensa mayor parte de la China omnipresente. Es un puerto casi sin ruido. Los somalíes, indios, filipinos, etíopes y kurdos cargan y descargan en silencio. De improviso, el atracadero de los precarios ferries de madera que cruzan esta humanidad de un labio al otro. Me siento entre ellos. Me miran con cierto azoro. Con mi sombrerito medio maricón, mis shorts caquis, mis sandalias y mi sempiterna pipa, debo evocar olvidadas memorias de Lawrence o de algún arqueólogo incomprensible, de los que los hacían escarbar en la arena para llevarse inservibles trozos de vasijas vaya saber adónde y para qué. El cruce, veo, cuesta a los más prietos, medio dirham. Pago con cinco y el taciturno capitán coge el billete y sigue de largo. Un gentil tirón de mangas le recuerda que me debe el vuelto. Me lo da malhumorado. El agua es de un verde intenso. Cinco minutos después desembarco en pleno suk: una o dos cuadras de chiringuitos cobijados bajo una galería. Regateo de 465 a 400 una cámara digital (china, por supuesto) que, sospecho, habría podido sacar en 300 (el dólar ha cerrado a 3,17) y me adentro entre cafés y bolichitos de comidas étnicas y negocios cada vez de mayor envergadura hasta el puerto, donde imperan los cargueros descomunales, los paquebotes de excursión y demás embarcaciones de los ricos de hoy. Busco…

El Museo de Dubai

Es una verdadera joyita, todo él subterráneo, para no perturbar la inocente prepotencia de las cuatro murallas ahora perdidas entre los edificios de pro. Porque queda en el viejo fuerte que guardaba la margen izquierda de la dilatada ría. Un cuadrado medio trapezoidal, de 40 metros por treinta, como en el que se defienden del asalto a la civilización Gary Cooper y sus colegionarios en Beau Geste. Sirve de refugio y residencia al mandamás, que todavía no vive como un rey. Data de hacia 1830, cuando 800 beduinos al mando del primer emir decidieron que ya estaba bueno de sacudirle la arena a los dátiles y se dedicaron a pescar perlas. Los buceadores se sumergían unas cincuenta veces al día de a tres minutos por vez en aguas caras a cien especies de tiburones cargando una piedra de cinco kilos y con un broche para el naso por toda parafernalia profesional. Un buen día los dejaba vivos y con unas 500 rupias en el imaginario bolsillo. Sin tener que aguantar la respiración ni mojarse ni correr el riesgo de un encuentro mortal con la fauna icitiológica local, los mercaderes recaudaban 1.500. Como siempre, la mejor manera de dar de comer a una familia no era exactamente laburar. Pero retrocedamos. Los beduinos ahora comienzan una intensa industria naval. Hacia 1850 producen la friolera de 50 dhows al año, algunos hasta capaces de cruzar el Golfo. En verano moran en casas hechas de hojas palmera que dejan pasar la brisa, de dos habitaciones espaciosas, con un lecho de palmas adicional a la intemperie para cuando llega el calorcito. En invierno se mudan a sus tiendas, más abrigadas. En 1850 Dubai se transforma en puerto de paso para el tráfico naval que sube del Índico o que baja, pero todavía le faltan cien años para la electricidad y el primer puente. En 1969, como dije, los ingleses descubren por fin el petróleo que buscan desde hace casi veinte años, y en 1974 el oro negro pasa a valer lo que el amarillo. El resto es historia. El documental comienza con precarias imágenes de los abuelos de mis anfitriones sacudiéndose sobre el lomo de burros alforjados o camellos de zoológico. De pronto y de la nada aparece una topadora, luego diez, luego cien. Crece de la arena el hotel Oasis, el primero, que aún puede verse sobre la costanera, con su anacrónico aire de albergue de medio pelo en Santa Teresita. La población empieza a inflarse. 25.000, 80.000, 150.000, 250.000 (ya estamos en 1980!), todos inmigrados. Pero todavía faltan casi todos los portentos mais grandes do mundo que me tocó admirar en mi circuito por las playas del Golfo.

Regreso al hotel y me tomo mi café turco poniéndome al día con lo que ocurre por ahí afuera, en el mundo. Pero no tengo que alejarme demasiado para enterarme. Hay una noticia de que aumenta la cantidad de solteros que optan por dormir en el coche. Tanto, que lo primero que hacen ahora muchos recién llegados es comprarse un auto cualquiera y sacar el permiso. La razón: no pueden costearse, no hablemos de un departamento, ni tampoco de una pieza… no, no pueden costearse “bed space”, o sea, un lugar donde instalar un catre. Resuelven, los más civilizados, alquilar “household facilities”, es decir rentarle a alguno más afortunado unos minutos de lavatorio y ducha y, en ciertos casos, hasta tabla y plancha. Narra un pakistaní que se levanta a las cinco, se lava, desayuna en algún café, va al trabajo, almuerza por ahí, luego sigue trabajando, después cena por ahí y vuelve al automóvil a buscar nuevo sitio donde estacionarse (porque está prohibido pernoctar en vehículos) para escurrirle el bulto a una policía que, auténticamente, no tiene mucho más que hacer. Es que, crédito donde crédito es debido, el Islam es un muro de contención mucho más eficaz que cualquier otro contra los robos y los hurtos (no así, pareciera, la violencia política, pero nadie es perfecto). Pienso en estos jóvenes que han dejado atrás familias multitudinarias que no volverán a ver quién sabe en cuántos años con tal de hacerse de unos dirhams indignos de los hijos de aquellos pescadores de perlas que aún no tenían electricidad cuando yo jugaba con trenes eléctricos. Pienso en los 250.000 (de menos de un millón) de trabajadores indocumentados que el gobierno quiere repatriar antes de hacer venir a sus suplentes. Y en los 500 trabajadores (indios, somalíes, kenianos) de una empresa de construcción de hoteles pentaestelares que han marchado (por segunda vez, porque el año pasado ocurrió lo mismo) en protesta porque les deben cinco meses de sueldo. El dueño no se explica tanto escándalo. “No les hemos podido pagar, explica, porque tenemos otros proyectos urgentes (sic), pero les hemos prometido formalmente pagarles dos meses juntos a fin de enero. Francamente, me parece una actitud totalmente inaceptable.”

Miro en mi torno. Toda esta ciudad es un monumental monumento al trabajo. El césped y las flores -omnipresentes, polícromas, bellísimas- crecen, como en Israel, desde la arena. Por todas partes caños de irrigación. Porque donde falta una gota de agua despunta, impertérrito, el desierto provisionalmente vencido. Pero el trabajo de quién? No de estos fantasmas al volante de sus Mercedes, ni de estas perennes viudas vestidas de Gucci y oro bajo sus trapos negros. Nopo. El trabajo despreciado de toda esta multitud, de este 80 por ciento de literalmente descastados. Y la grande ironía es que viven mucho, muchísimo mejor que de donde vienen, y que sus familias comen, allá lejos, mucho más que sus vecinos.

Miro en mi torno. Esparcidos de a uno o de a chatos montones, caseríos de chalets de una planta, de negocios de un piso. Parecen naipes que se les hubieran caído a los urbanistas, distraídos en su afán por construir castillos más y más altos.

Esta noche me ha tocado la entrega del Premio Zayed al Ambientalismo, o algo por el estilo. La sala está abigarrada y semipenumbrosa. De pronto estalla una música como de Súperman, atestada de bronces y timbales. Ha entrado en el recinto, nos anuncian, Su Alteza de ellos el Sheik Alekh-o-Bakh al Akh-Khawla, o como cazzo se llame el fantasma mandamás. Todo el mundo de pie. Solo cuatro o cinco intérpretes nos quedamos sentados. Y empieza la payasada. Condolencias sentidísimas por el prematuro (¿en qué sentido?) deceso del Sheikh de denantes, que parece que fue un gran visionario y jefe, misericordioso y munificente, benigno y candoroso, gran defensor de los derechos humanos y del ambiente. Su Alteza se digna esparcir algunas guturales palabras que yo sustituyo con un meo y, para compensar, otro café. La payasada continúa a todo volumen y a nada de luz. Y entonces viene el premiado con el primer premio, un africano canoso, de andar sin vueltas, suave, discreto, casi silencioso. Y mi Secretario General se manda un discurso como los que da gusto interpretar. Tiene, desde luego, que rendir su pleitesía al fantasma difunto y a su heredero, pero dice lo que tiene que decir: que así la cosa no va, que no puede ser que el afán de llenar los bolsillos de pocos vaya a acabar con el planeta de todos. Lo dice en serio, con delicadeza, sin gritar, sin un adjetivo fuera de lugar, pero lo dice. Y al terminar abandona el discurso de dos páginas para improvisar unas palabras. Comprendemos, dice, el dolor y la irritación de los musulmanes ofendidos por lo que toman por una falta de respeto a su Profeta (SRLtda o lo que sea), pero las cosas como son: No hay justificación alguna para la violencia, sobre todo para la violencia contra inocentes. Y lo dice aquí, se lo dice a los fantasmas, que se la tienen que aguantar.

Luego viene la plenaria del foro mundial sobre el ambiente. Preside, desde un castellano infranqueable, el ecoministro yorugua (voy a presentarles el estado de situación, dice; gracias a la intervención del delegado de Chotolandia, dice: se está procesando una discusión interesante, dice). La reunión empieza con una hora de atraso. Tienen que aprobar unas enmiendas sacadas con fórceps o metidas con calzador en el proyecto de informe. El secretario lee las enmiendas al texto inglés y me resulta casi imposible traducirlas en abstracto. Pido por el micrófono que lean los párrafos enteros. Cuba y Dominicana exigen que, por lo menos, proyecten el original en la pantalla. Elemental, mi querido Guatson, pero tardan diez minutos en encontrar al técnico. Bueno, ya está, y los Estados Unidos, claro, no abren la boca sino al final, cuando todo está casi cocido y recosido para acotar que NO! Y se les acaba el tiempo de interpretación. Y mañana (hoy, casi) será otro día. Y el carrusel de la farándula sigue andando. Y el planeta pelando, secando o inundando, caldeando y acabando. Y, pese a las plagas que debieran los estar diezmando, los hambrientos se siguen multiplicando.

Pero bueno, mejor hablemos de teoría de la traducción.