viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS REGIOMONTANAS (Noviembre de 2002)

Mi alias en el foro Uacinos fue, hasta que el olvido se encargó de olvidarlo "Cafiolo del Tirol".

Il cafiolo in Kaiserberg


Primera Epístola a los uacinos

Uaxini, el mensaje original, previo a estos dos litritos de cerveza regiomontana, parece haberse esfumado en el ciberespacio transecuatorial. Les contaba que habíase hecho realidad mi viejo sueño uacínico de conocer en la carne a la Leti y al Giuseppe Luigi[1]. Estoy, pues, en Monterrey desde ayercito, llegado con todo y un chingo de lagañas tras el siguiente itinerario: a las 17:00 entregar habitación en Lima. A las 17:30 montar en el coletivo que nos transportó al suntuosísimo y colonialísimo palacio de Torre Tagle, equivalente de nuestro ídem San Martín, donde funciona la peruana cancillería. A las 20:30 don Portugal me hace subir al móvil que rige para llevarme al aeropuerto. A las 00:05 se ponen en marcha las turbinas del aparato de AeroMéxico que me depositará sano, salvo y soñoliento en el aeropuerto del DF a las 5:50 de esa misma madrugada. A las 7:30 despega otra aeronave que me deposita a las 8:45 o algo así en el aeropuerto de Reggiomonte, donde me reúno al fin con mi fiel maleta y entro furiosamente a los ósculos con el comité de recepción que encabeza la Leti y completado por la Carmen y la Hortensia, que me está esperando impacientemente por otra salida. De allí sin escalas al Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de esta (ciudad) donde, aprovechando que soy invitado y es la primera vez, les zampo a todo un auditorio de pichones en su mayoría pichonas menos las tres mencionadas mayorcitas y otros más que se conoce que no tenían nada mejor que hacer, entre ellos nada menos que el mismísimo Charro en persona, toda mi teoría con chirimbolos y todo. Solo se me como que durmió una güerita de lo más mona eso sí en fila cuatro al centro pero se despertó a la hora de la pausa para manducar (¡pueden creer que esta gente no conozca verbo tan elemental!) que sirvió de pretexto para unos deliciosos tamales pero con coca (cola).
Endijpuej, el Charro, que me disculpó noblemente la conferencia de como ocho horas, me vino a buscar con su guapérrima chata para llevarme a un sitio donde se nos arrejuntaron la Leti, la Carmen, un intérprete simpatiquísimo de cuyo nombre no quiero acordarme porque nos peleamos por culpa de su incomprensión de mi teoría (tratose del Nick Gibler, luego convertido a la verdadera religión y su esposa gringa Katy y dos profes (maestros que les dicen aquí, N. del T.)), Bertrand francés y Argelia azteca, que se habían venido diz que especialmente para aburrirse conmigo desde Morelia o Sonora o Tamaulipas u otro sitio lejísimo(s) pero muy simpáticos y me dieron a comer un cabrito que le dicen ellos pero que es un chivito del carajo como dicen los cubanos.

Hoy me levanté tras como ocho horas de que Morfeo abusara de mí (no sin una amable interrupción a eso de las 05:30 a cargo de un nutrido y vocinglero grupo de adolescentes oligofrénicos que festejaban la alegría de vivir en el corredor) y las tres mosqueteras me vinieron a buscar para llevarme a comer (o sea almorzar, que aquí todo lo dicen al revés) a un restorán en la montaña desde el cual me juran que hay una vista acojonante de esta (ciudad) cuando no está nublado. De camino al manducatorio me llevaron al Museo Planetario donde me pasé una hora jugando con los chiches interactivos y hay un (el, que es el único que hizo) vitral maravilloso de Rufino Tamayo para el cual se mandaron un edificio ad hoc en forma de tubo que es una maravilla digna de la maravilla del vitral y en este país hacen cosas así.

El Charro me suplicó que saliéramos por la tardecita, pero yo estaba in extremis y le dije que mañana pero no pude con mi genio y me fui a tomar mis cervecitas con mis taquitos aquí al ladito mero del Jólidei In y ahora ebrio de gozo y lúculo (con perdón pero creo que la cerveza se hace de algo parecido) me detengo ante la computadora gratuita para mandarles esta mi primera crónica monterregia que no puede dejar de mencionar dos encontronazos telúricos que son:
Uno: la saga del adaptador. Sucede que resulta que me olvidé el adaptador de enchufe como la gente al enchufe maricón de dos lengüetas como los gringos que usan aquí. Bueno, que pese a ser día de guardar me fui a ver si conseguía pero donde no estaba cerrado no tenían y ya me resignaba a no poder usar la compu ni recargar la batería de la videocámara cuando doy con un como supermercado para oficinas donde igual no tienen solo que el vendedor me dice “Deje ver si encuentro uno que a veces nos llegan aparatos de muestra de Europa y quién sabe” y hete aquí que yo ya me mandaba mudar cuando aparece con el adaptador y me lo regala.
Dos: la libación en el bar de al lado. Adonde fui pese a que todavía no termino de digerir el cabrito porque me dio no sé qué (bueno, sí sé: sed) irme a la camita así sin despedirme de nadie. Me atendió una señorita de lo más de ver (y quisiera uno de tocar y etcétera) que me preguntó si hablaba español (es que once años que se cumplen el primero del mes entrante en Austria dejan su huella) y me invitó a sentarme a la barra donde había dos barténderes jovencitos y de lo más amables con los que me pasé charlando entre sorbo y sorbo y que me trataron tan bien y con tanta cordialidad espontánea y cálida que me quedo muerto de envidia de este maravilloso país.
Lamento la falta de notas pintorescas a la Palermo, pero hasta ahora estos aztecas no han sido más que padres.

Bueno, que ahora sí me voy a hacer dos litritos de pis y a la camita que mañana empieza mi curso propiamente dicho.

Segunda epístola a los uacinos

Bueno, que tras las contradanzas de antier (como dice esta gente para referirse al sábado), y los periplos orogastroetílicos de ayer, hoy sí comenzó la cosa todo lo en serio que las cosas saben comenzar conmigo de por medio o sea no mucho. Me desperté a las ocho de la madrugada, desayuné nominalmente (café y frutas, que aquí son rarísimos, pero no el banquete con huevos y frijoles y guacamole y tortillas y jugos de cincuenta frutas y demás accesorios de la frugalidad azteca) y me vine caminando al Tec, donde me recibió ni más ni sobre todo menos que el Licenciado Jaime Dorantes, que es el factótum y mandamás. La Conferencia (primera de diez) fue para maestros (que es, recordarán, como esta gente les dice a los profesores, de modo que tuve que elevar el ángulo de tiro). Les tiré (surprise!) con la teoría, pero no aún con el modelito en versión matética (o sea con los chirimbolos). Eso pa´ horitita (es decir a las 17:00 que es a la hora que esta gente regresa de comer, que es como dicen por almorzar, inconscientes que son de que comer es a la noche). Bueno, que me llevaron a comer a un restorán de por aquí el Licenciado, Argelia, Bertrand y el insigne Giuseppe Luigi (que se me güelve hoy pa´ la USA) y comí... chachachachán... ¡MOLLEJAS! Si señor, y de vaca, y bien ricas, aunque demasiado pasadas por la parrilla, y me las comí vernáculamente, oséase, en tacos: tacos de mollejas, pues, y bien picositos con una salsita de chile poblano mezcla con habanero o algo así. Y de postre unas glorias que eran sendas ídem: son como bolitas de dulce de leche abrillantado con nuez. Esta gente, como sabrán los más cosmopolitas, llama al dulce de leche “cajeta” vaya uno a saber por qué atavismo inconfesable. Y se comprende, porque no es que sepa igual, pero igual sabe rico lástima que engorde.

Horita me toca la segunda conferencia (de 17:00 a 20:00) y después salimos a ponernos una buena peda en tren valedictorio el Charro y un servidor. Le dije que a comer no, porque ando medio como que es más fácil saltarme que darme la vuelta, pero que a beber en cambio por favor porque me deshidrato fácil. Seguro que se nos van a pegotear la Leti y la Hortensia.
Mañana, no bien se me pase la cruda (que es como en un ataque incomprensible de zoofobia llama esta gente a la mona) les cuento lo que me acuerde.

Lamento que todavía no me haya ocurrido nada disparatado, pero es que esta gente es muy formal, no como nosotros los italianos.

Tercera epístola a los uacinos

El lunes, cuando ya había yo tirado la toalla y me encontraba ensobradito y camino casi de apagar la tele, me llama de la recepción el Charro. Desciendo raudo y nos vamos al bar de al ladito (Applebee, que se llama), a proceder a una libación valedictoria, como he dicho, ya que el susodicho se piraba, como también he dicho, a la USA. Bueno, que entre pitos y flautas nos mandamos tres yardas (como lo oítes) de cerveza cada uno. Sucede que esta gente vende y bebe la cerveza por metro (bueno, por yarda, que para algo viven colgados de los EEUU). Las yardas vienen a ser como metros brasileños (o sea exagerados, porque no tienen más que 50cms), medidos desde la base hasta la desembocadura de unas como probetas industriales, sostenidas por un armazón de madera pa’ que no se caigan, y que uno empuña con tremor de que el culo del armazón no tropiece con nada camino de abandonar la superficie de la mesa, porque ahí sí que la cosa pierde rápidamente su primigenia verticalidad y te tirás un metro brasileño de cerveza encima (o, en el mejor de los casos, se lo tirás encima al vecino de mesa). Una vez salvada la superficie de la mesa, hay que ir bajando el metro brasileño como quien arría una enseña patria hasta que la boca de ella -la yarda, que no la enseña, no que no la enseñe sino que la enseña patria- quede razonablemente a la altura de la boca de nosotros. Se establece allí contacto directo de esta con aquella y se pega el primer sorbito, que es el fácil porque la cerveza está ahicito no más. Pero tras ese primer, y acaso un segundo, sorbito, la cerveza entra a quedar más pa´ dentro, de manera que hay que encontrar el ángulo idóneo que permita que el líquido vaya aproximándose al borde de la boca de la yarda. Al mero principio es relativamente sencillo, porque la cerveza no se ha ido demasiado lejos y una inclinadita de apenas tres o cuatro grados basta para que vuelva a ponerse a distancia deglutible. Esos tres o cuatro grados de giro, claro, suponen que la vertical entra a diagonalizarse, de forma que uno se tiene que echar como para atrás, porque cuando el tubo de la yarda topa con la mesa que tenemos -recordémoslo- delante, esta rehúsa retroceder. Ocurre, entonces, que a medida que la cerveza se trasvasa de la yarda a nosotros va haciéndose mayor el ángulo menester para que aquella (la cerveza, no la yarda) siga acercándose al borde de la boca (de la yarda primero y nuestra después). Y como la mesa que -volvámoslo a recordar- sigue delante de nosotros continúa negándose a retroceder, toca aumentar proporcionalmente nuestro propio ángulo de abandono de la verticalidad. Por ello conviene, por un lado, no estar sentado en silla con respaldo, ya que este se mostrará tan reacio como la mesa a ceder, con lo cual una de dos: o ya no podemos completar la libación que nos han de cobrar lo mismo, o nos veremos obligados a transmitir la diagonalidad a la silla, lo que no podrá menos de redundar en que se despeguen las patitas delanteras del suelo, quedemos haciendo cada vez más precario equilibrio sobre las traseras y, como a los treinta o treinta y cinco centímetros de cerveza nos caeremos irremediablemente de culo, lo cual no es tan grave si se trata de la primera, pero complica las cosas más y más de allí en adelante. Queda, pues, la muy azteca solución del banquito sin respaldo, que permite que uno se caiga de culo pero sin arrastrar consigo al banquito (es que esta gente piensa en todo).

Con el Charro, decía, nos bajamos tres metros brasileños y medio por barba (bueno, él por bigote), y me consta que la conversación fue tan amena como instructiva, pero no recuerdo ni una palabra. Con el Charro estuvimos luego largamente abrazados en la acera, jurándonos amistad eterna y alianza cerrada contra los enemigos de cualquiera de los dos, presas ambos de una sentida emoción que más de un viandante desavisado o incluso avieso habrá malinterpretado como una tranca de la puta que los parió, y cuando finalmente nos lograron separarnos el taxista que se lo llevó y el concerje que me metió de un empujón en el hotel debían de ser como las dos... bueno eso creo.

Ayer, en cambio, fue cazuela de pulpo en lo de Leti, pero la anfitriona me hizo jurarle, por las dudas, que la dejaría contar a ella.

El curso (bueno, son dos) está saliendo pipón pipón, y mis estudiantes van comprendiendo por fin las ventajas de la notación simbólica (¡todo un triunfo personal, carajo!).

Ahora me voy al Tec.

Epístola a los atimacuates

Que me voy mañana a la mañanita pa’l De Efe y después pa’ Viena. De más joven habría yo regado la ruta al aeropuerto de lagrimones como lascas del corazón. Dejo jirones de lo mejor que traía, pero me voy mucho más rico de lo que vine. Yo estoy acostumbrado -¡para qué contar la del pobre huérfano!- a que me traten bien donde voy. Los únicos malos recuerdos que podría regurgitar son los de un par de borracheras mal administradas y un par (bueno, de decenas) de mujeres remotas que no quisieron ser para mí (después conocí a la turca y ya ni aunque quisieran, porque la turca es, como toda esa gente hirsuta y malentrazada de tanto no creer en el Dios verdadero, de bombas poner). Pero pocas veces -acaso ninguna, pero no quiero exagerar- me había tratado tan bien tanta gente tanto tiempo. Como dice el tango del cafetín: Me diste en oro un puñado de amigos. Me los estoy llevando en contenedor. ¡Lástima el tiempo que es siempre tan poco y cada vez menos! Lástima todo lo que no vi: los museos, la catedral, Pichinque sin lagañas, Bastián y Bastiana esta noche en el Tec, el Coro de Cámara de Vancouver ayer, la Biblioteca de la U., más calles del casco antiguo. Lástima que no pude volver a ver a la muchacha que conocí el jueves tomando café en la ciudad vieja (y menos mal pa’ la turca y, acaso, para mí), lástima que los cursos terminaron, lástima todas esas kaiserberguianas de feminidad reciente y ya desenfrenada que desde la protosesentena se ven tan cerquita y tan distantes como la felicidad del vecino. Lástima que me tengo que ir porque la vida sigue... Y qué suerte que sigue, aunque me tenga que ir. Girones de lo que traía, reggiomontescos atimacuates, por los adoquines de la ciudad vieja y los vocingleros traspatios del Tec. ¡Pisar con cuidado!

[1] Uacinos infiltrados, nativos todos en y residentes todos de Moneterrey, Nuevo León, México. "Atimacuates" son los que se autodenominan "atimacos", por cofrades de ATIMAC, Asociación de Traductores e Intérpretes de Monterrey y la "A" y la "C" Dios sabe.