viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS BANGKOKÍMICAS (abril de 2005)

¡Oh la sufrida existencia de los intérpretes onusianos! El sábado regresé de Nairobi; laburé en Viena domingo, lunes, martes, miércoles y jueves; ese mismo jueves entre las 18:30 y las 21:00 enjuagué los calzoncillos, volví a meterlos en la valija y salí para Schwechat, que a las 23:20 me tocaba embarcarme para Bangkok. En ese vuelo éramos como veinte, entre funcionarios, delegados y familiares (sí: uno viajaba con mujer, criaturitas y baby sitter… ¡la guita que le habrá costado!).

En el aeropuerto (inmenso) nos estaban esperando con la proverbial hospitalidad de los orientales. Todo eficiencia, esmero, solicitud y cura. Que faltan carritos para el equipaje y cinco o seis muchachos de impecable pantalón azul y camisa celeste corren a traerlos de Hanoi. Que uno de los críos tiene sed y aparecen cuatro manos con sendas botellas de coca cola o agua o naranjada o seven up. Luego el largo safari hasta los autobuses y, al salir del edifcio, el encuentro con los colores. No los estridentes de Nairobi, tampoco los macilentos de Marruecos, ni los sobrios matices de mi Europa de ahora, ni el colorinche sin ángel de mi Nueva York de antes, ni los tintes exactos de mi Buenos Aires de siempre, ni la pegajosa ensalada tropical de Río, ni la fiesta omnícroma de Janitzio. Acá los colores son como las mujeres: innúmeros, discretos, pequeños y perfectos (salvo, las cosas como son, las ocasionales sobredosis de dorado). El interior de nuestro autobús parece un cuarto de niña: cortinitas rosadas de pliegues primorosos y atadas con un moño de regalo de bodas (en el cuarto del hotel me aguardará un plato de frutas que ni Cezanne si hubiese visitado a Gauguin en Tahití y un como cenicero octogonal de vidrio lleno de agua con una flor violácea flotando con absoluta placidez; sobre la almohada, una tarjeta de bienvenida y, apenas atrapada, otra flor).

Saliendo del aeropuerto, me azora lo manso del tránsito (porque Nairobi, al lado de Bangkok, es Bucarest un lunes de madrugada), y el generoso intercambio de baldazos de agua entre las nutridas tripulaciones de las pick-ups, y las legiones de adultos y niños armados de toda suerte de recipientes y adminículos para mojar.

Es que es el último de los tres días del Año Nuevo thai, y es de ley que todo el mundo empape a todo el mundo. A muchos les han arrojado una especie de jabón blanquecino que los hace parecerse peligrosamente a aquellos tenebrosos fantasmas que Martin Sheen descubre donde termina el Mekong en “Apocalipsis ahora”. Pero la similitud termina apenas comenzada. Porque el intercambio de baldazos se da entre sonrisas y carcajadas, sin un gramo de malicia ni mucho menos de maldad. El guía nos previene: si salen a la calle antes de las 18:00, prepárense para los chaparrones.

Por la autopista elevada se columbra hacia delante el perfil de acero y cemento de una Bangkok que no por nada anda cerca de Singapur. Y cada tanto, al costado, apenas visibles, casas de lata como las de La Boca, pero todas del tinte primigenio del metal, o de madera. Resabios, digo, de cuando el Asia era toda pobre y toda colonial.

Son las 16:00, y pese a las cinco horas que me ha robado el nuevo meridiano, decido darme una ducha, ponerme shorts de baño, sandalias de goma y la peor remera, y salir a compadrear. En efecto, hasta los guardias de seguridad de los bancos aledaños están calados hasta los huesos. Alguna muchacha se ha peinado imprudentemente y ruega clemencia, pero ni eso la salva de un bondadoso pero ineluctable chorrito simbólico donde moleste menos. Se conoce que no están acostumbrados a blancos de buen humor, porque nadie se anima conmigo. A pocos metros del hotel, tres pibitos me miran como cachorros hambrientos. Los padres los retienen. Me detengo justo donde están, los brazos cruzados sobre el rostro con gesto de espanto. El más intrépido moja apenas los deditos en su tazón y me asperja como para bendecirme. Entonces le hago gesto de que me muero de calor y me echa un chorrito más. Ahí es cuando otro se atreve a zamparme el equivalente de un vaso. Cuando ven que no hay peligro… ¡para qué! Me bañan de arriba abajo. Los padres se me acercan a estrecharme la mano y, supongo, agradecerme. Ya me alejo cuando siento detrás de mí el leve repiqueteo de unos piecitos en punta: atino a girar justo para recibir el baldazo valedictorio en plena jeta. ¡Ni les cuento el jolgorio de los pibes! Cinco metros más adelante, son varias muchachas, básicamente hermosas y dijérase adolescentes, las que entran a ducharme con toda fruición. De pronto, siento que me han pellizcado el culito. Me vuelvo, y veo a una que me guiña sugestivamente el ojo (lo sé porque el otro se sigue asomando entre los párpados perpetuamente semicerrados). Caigo en la cálida cuenta de que me estoy duchando en la vereda de un quilombo (en efecto, la vitrina del negocio del que han salido dice "Thai Massage. Your pleasure is our pleasure", que, traducido según la teoría que propugno, quedaría como "Pasá nomás que vas a ver cómo te cogemos").

Cada dos metros hay un restorán o un chiringuito o un quiosco o un carrito o un vendedor ambulante de cosas de comer: Pollo asado, carne en brochetas, buñuelos, guisos; arroces de diversa factura; pescados, mariscos y hasta insectos fritos; dulces de colores que casi los de Morelia, frutas de otros planetas… Todo el mundo se la pasa comiendo de todo a todas horas. Cómo harán para mantenerse tan delgados? Es algo, ahora que lo pienso, del subdesarrollo. Del subdesarrollo tropical, que es el de veras (el cono sur es una aberración): en México y en Lima, y en Jamaica y en Kenia y en Marruecos y en el Líbano, por todas partes, vendedores de lo que sea para llevarse a la boca. Pero nada tan variado y sabroso como aquí. Y tan limpio. Es lo que tiene el subdesarrollo asiático sudoriental: esta limpieza. Limpieza, es cierto, en ciertos casos relativa. Pero al lado de Yaoundé, de Rabat o de Guayaquil, Bangkok se parece a Berna.

Doy una dilatada vuelta y compro dos o tres kilos de fruta cuyo nombre no llego a averiguar. Va a ser mi cena, ahora que me he puesto rellenito. Llego al hotel y ya han sacado la cobija, entreabierto las sábanas y dejado una flor sobre la almohada. Mantengo heroicamente mis párpados separados hasta las 20:00 (o sea, la una de la madrugada vienesa). A la una y media me despierta Alguienita para ver si he dormido bien (la pobre no ha calculado que la diferencia con Monterrey son justito doce horas!). Le replico que, llamada más, llamada menos, sí. Retorno a las sábanas y me despierto sobresaltado. Son ya las diez (o sea las cinco allá en casa) y he perdido la "navette" de las nueve al Centro de Conferencias. El taxi me ve pinta de pajuerano y me estafa: 60 bhat… dólar y centavos. El centro todo bulle ante el inminente X Congreso de las NNUU para la Lucha contra la Delincuencia. Cardúmenes de tailandesas que no pueden reír y mirar al mismo tiempo, porque si estiran apenas las comisuras los ojos se les cierran con hermetismo de almejas, hasta no dejar más rastro que un apretado cantero de pestañas. Enjambres de tailandeses serviciales a los que el inglés se les atora entre la glotis y los dientes. El Centro es enorme y magníficamente decorado. He hecho mi administrativa aparición en remera roja, shorts y sandalias. Las chinitas del mostrador de inscripción me miran incrédulas. ¿Cuál es la ventanilla para los funcionarios elegantes?, pregunto, y dos o tres segundos después se ríe la primera y, a la voz de ahura, todas los demás. Me presentan el batallón de oficiales de sala (unas veinte), que parecen de quince años. Me preguntan mi nombre. ¿Cómo se dice "darling" en tai?, indago. “Tirat”. Bueno, así me tiene que llamar: “tirat”. Y ese será mi apodo. Sospecho que la voy a pasar bien. Bueno será, porque es mi última misión de mandamás y me quiero despedir comme il faut.

Pero hay nubarrones: el viernes de la semana pasada, las autoridades rigorizaron el régimen de visados y muchos de mis 72 intérpretes no se han enterado. El primer mensaje con que me topo al abrir al compu es de un argentino a quien casi no dejan embarcarse en Milán (lo ha logrado, tras dos horas inútiles de regateo) yéndose de contrabando al mostrador de Primera, pero teme que en Londres lo reboten o, peor, que no lo dejen entrar en Tailandia. Urgente fax a British Airways en Heathrow. ¡A ver cuántos de los 72 aparecen finalmente el lunes!

Saliendo del Centro Reina Sikrit, me entero de que sus compañeros le han preparado a Johnny, un libanés del Servicio de Conferencias, una sorpresa de cumpleaños. Me invitan a colarme y acepto enardecido: vamos a un cabaret de travestis. ¡Qué mujeres espléndidas! ¡Qué ojos, qué boquitas, que ñatas, qué piernas, qué cintura y qué tetas perfectas! Si uno no maliciara atento al ancho relativo de los hombros respecto de las caderas sería imposible percatarse del timo. Hay una gorda, que ni encaramada sobre unas plataformas de quince centímetros puede imitar una estatura plausible, totalmente deforme, de cabeza gigantesca, cuello inexistente, abdomen que le da literalmente la vuelta, piernas de rinoceronte retacón, brazos más gruesos que largos y manazas de troglodita, que se mueve con una gracia desopilante. Las demás tienen cara de guachitas, pero esta lleva una expresión extrañamente bondadosa. Acaso compensa con la proverbial belleza de dentro. (¿Cómo será saberse un esperpento y decidir, sin embargo, exhibir la monstruosidad como espectáculo? Este hombre era un Quasimodo transexual, doble esperpento). Baila vestida de geisha con otras dos, estas sí, más ostensiblemente masculinas. Los trajes de una opulencia que ni en el Moulin Rouge. Las parejas ocasionales son unos tipos de frac blanco y enorme flor carmín en el ojal, mariconísimos, y todos mas bajitos que ellas. Hay uno, en especial, que tiene una formidable cara de aburrido. Se mueve bien, pero está obviamente en otra galaxia. Cada tanto, la solista de turno desciende del proscenio hasta la segunda fila de butacas, donde estamos nosotros, para dar un beso a Johnny (es parte de la sorpresa). Finalmente lo llevan al escenario y se pone a bailar con las locas. Aplausos frenéticos de la nutrida concurrencia. A la salida nos están esperando con sus enigmáticas sonrisas orientales. Solo la voz de estibadores con que descargan el mangazo quiebra la magia del instante.

El tránsito de Bangkok, como el de Nairobi, es de un silencio casi sepulcral. Claro, el parque rodante es más vecino al siglo, aunque también es cierto que abundan esos simpáticos mutantes entre la motoneta y el taxi, salvo que no pedorrean ni zumban ensordecedoramente como los de nuestros ancestros italianos. Hay, además, el Sky Train (¡y algún trasnochado habrá al que se le ocurriría traducirlo como Tren Celestial!) y también el subte propiamente dicho. El tren celestial es, como su nombre lo sugiere, elevado y si es, sin duda, moderno, limpio y veloz, el subte, en cambio, es modernísimo, impoluto y vertiginoso. Las estaciones abundan en personal solícito que literalmente lleva de la mano al extranjero a las expendedoras de pasajes y, a veces, se encarga de apretar la secuencia de botoncitos. En las del celestial hay guardias cuya única función es cuidar que nadie se acerque a más de medio metro de la vía. Me enteré cuando con toda amabilidad me hicieron retroceder. En las del metro, no hace falta: el andén está herméticamente separado de las vías por una pared transparente, interrumpida a los intervalos exactos por las que serán también las puertas de los vagones. El único accidente posible es romperse el cráneo tratando de curiosear si viene el tren. Y es, en efecto, posible, tan perfectamente traslúcidos y límpidos son los paneles. Hasta aquí, todo bien. Pero una pregunta se abre paso, para variar, entre mis neuronas de marxista irredento: ¿Cómo es que, en una ciudad de entre catorce y dieciséis millones de habitantes, los trenes de las tres líneas de transporte rápido urbano tengan apenas tres vagones? ¡Sencillo! Primero, el pasaje es, para los locales, exorbitante; solo puede permitirse el lujo una minoría relativamente selecta. Segundo, no queda a tiro de la red ni un solo barrio popular; solo sirve para los empleados, estudiantes y demás especímenes de la clase media.

La gente es de una cortesía excepcional. A mí hasta me conmueve el gesto como de plegaria contrita y retraída que sustituye nuestro apretón de manos (esta gente casi no se toca; sospecho que es un truco que le ha enseñado la evolución para no contagiarse las pandemias). Las mujeres son casi tan bellas como los travestis, y, casi como los travestis, de una feminidad supliciante: el cabello renegrido y lacio, la piel apenas olivácea y como de seda, las cejas a gatas insinuadas para no hacer competencia desleal a los ojos prodigiosamente avellanados, las naricitas nimias, las bocas perfectas. Las orejas, a veces un tanto saltonas tras el cabello a menudo recogido hacia atrás, hacen pensar en azucareras de finísima porcelana que llevaran pintadas rostros radiantes. Son lolitas menudas, de sonrisa perpetua y constantemente al borde de la risa. Los hombres no.

La comida (y he comido en los sitios más dispares) es exquisita, y para los paladares de novios de mexicanas, adictiva. Conserva respecto de la china una distancia sorprendente que los palitos no logran hacer olvidar. Yo la encuentro más sutil, pero, claro, no soy experto en ninguna de las dos. La variedad es acojonante. Por lo pronto, nunca había visto yo crustáceos más literalmente variopintos: entre la langosta y el camarón hay un teclado de diez o doce tamaños y cinco o seis colores. Hay como langostinos azulados y gigantescos de patas lánguidas que se disuelven en unas pincitas sin gloria. Hay longitudinales cigalas verdosas. Hay gambas apenas si rosáceas. Hay camarones color sandía. Hay, además, los frutos de otro planeta. Los erizos que mencionaba, y guanábanas descomunales, y nísperos gigantescos, y guayabas de todos los colores, y piñas que dañan los ojos de tan pero tan amarillas, y cosas que ni sé cómo podrán llamarse, de todas las formas, de todos los tintes y de todos los sabores. Hay legumbres y hortalizas tampoco de este mundo. Hay de todo en todas partes, y todo el mundo comiéndolo a todas horas, y no hay, quién lo dijera, el olor concomitante. La comida es como el tránsito: omnipresente, densa y variada, solo que inaudible el uno y respetuosa de la nariz la otra. Cosas de orientales esta discreción abrumadoramente discreta. ¿Cómo hacen para ser tantos y tan pobres y tan limpios y tan gayos y tan omnívoros sin hacer casi ruido y sin efluvios delatores? ¡Ah si el secreto se hubiera abierto camino hasta las alforjas de Marco Polo! ¡Cuánto más gratas Roma y su sobrina, Buenos Aires!

Es precisa, seguramente, esta disciplinada disciplina de la convivencia multitudinaria para haber inventado y no soltar el alfabeto que desparraman sobre los carteles. No hay dos letras iguales, aunque tampoco las hay que parezcan obedecer a una voluntad consciente de hacer que se distingan. Van, además, salpicadas de una precipitación demencial de acentos y diacríticos a veces más complicados que las letras que complementan. Las palabras –si lo son- lucen interminables. He llegado a contar sesenta caracteres sin respiro. Sorprendentemente, eso que se ve tan raro suena fácil, dulce y suave. No parecen tener más fonemas que nosotros, y si bien de vez en cuando se pegan un saltito en mitad de cláusula (como los vietnamitas, solo que ellos no descansan jamás en una sola vocal), todo suena liso, dulce y suave. ¿Para qué carajo necesitarán tantos dibujitos tan intricados? ¡Oh los inescrutables misterios del Oriente!

Ya lo vaticinaba Kipling cuando Inglaterra ganaba guerras con países más grandes: East is East and West is West and ne'er the twain shall meet.

Anoche, los colegas de la cabina española y aledaños me organizaron una cena de despedida (esta es, al cabo, mi última misión última de gran jefe gran). Vale la pena detenerse en la lista de comensales. La cosa la organizó Jean-Pierre Allain, paraguayo, hijo de franchute e inglesa, radicado desde hace 20 pirulos en Malasia, en yunta con Luigi Lucarelli, gringo, residente en Bangkok desde hace algunos pirulos. Vinieron Jesús Baigorri, ex taquígrafo devenido ex intérprete onusiano, ahora director de la rama de interpretación de la Escuela de T e I de la U. de Salamanca, historiador de profesión original y autor de una estupenda “Historia de la interpretación simultánea”; Socorro Botero, colombiana, que supo vivir por estos pagos y ahora anda radicada en Francia; César Quintana, rosarino, ex intérprete de la OACI en Montreal y jubilado de la ONU en Ginebra; su mujer, Vera, francesa, freelance; Isabel Rivas, colombiana radicada en París; Daniel Weissbein, argentino, casado con francesa, radicado en Italia; Michel de Las Heras, íberofranchute, de la oficina de la ONU en Nairobi; Susana García Matos, española, que vino de estudiante a hacer la cabina muda a Viena y ahora es permanente en Nairobi; su marido, Maurice, irlandés y funcionario normal de la ONU en Nairobi; Fernando Núñez, el otro paraguayo de la profesión, ONU-Nairobi; Jesús Menjón, gallego, ex intérprete del FMI y de la ONU-NY y ahora jubilado de la ONU-Ginebra, casado con argentina de idéntico pasado profesional; Catalina Deuss, argentina, radicada en Venecia (!); este protojubilado de la ONU-Viena; y Virginia y Carla, estudiantes de Salamanca que han venido de voluntarias a interpretar para las ONG. Faltaron Mónica Varela y Jesús Concha, gallegos pero de Galicia, tanto que están casados entre sí (aunque él de cabina francesa), mis súbditos vieneses, que andaban de paseo por esos templos de Dios.

La cosa fue en un sitio de lo más simpático, al aire casi libre (teníamos toldo encima), entre árboles y flores. Con Jean- Pierre y Luigi vinimos directamente de la conferencia y llegamos tres cervezas antes que los demás. Ahí fue donde averigüé lo que sigue: Luigi siempre se interesó por las culturas y las filosofías orientales. Se pasó un año en China de editor de una revista de propaganda y, de regreso a la USA, resolvió que quería más Asia y vino a dar con sus huesos a Bangkok. JP vino de casualidad para estos pagos de voluntario para una ONG de protección a los consumidores y decidió que se quedaba. Su casa se salvó milagrosamente del tsunami porque, aunque sobre la playa, está a tres metros y medio sobre el mar. La mayor de las tres olas fue de tres metros y arrasó con el pueblo, dejando tras sí unos 60.000 cadáveres por la zona. La cosa fue así: Primero el mar se fue como de paseo, dejando infinidad de peces camino de ser pescado, coleteando en la arena. Allí fue cuando bajaron a curiosear millares de lugareños, especialmente niños, y entonces los arrasó la primera ola. Cuando se retiró, bajaron a socorrer los vecinos que quedaban, y fue cuando vino la segunda ola y se llevó otra camada más. A la hora y media llegó la tercera y más fuerte, pero no encontró nada que romper ni a quien llevarse sino más tierra adentro, adonde no habían llegado sus precursoras.

Era de risa comprender de pronto que estaban reunidos (y sin siquiera saber de la existencia del otro) los DOS paraguayos del oficio, uno asiático y otro africano, uno residente en Penang y el otro en Nairobi, convocados en Bangkok por el argentino que maneja la cosa en Viena. Las estudiantes españolas, asomadas apenas a la profesión, no salían de su asombro.

Se conversó de todo, claro, y se comió ídem y, las cosas como son, deputamadre por lo sabroso y deputaparió por lo picantito. Del menú se fueron encargando los dos orientales postizos: dos o tres sopas, dos o tres pescados, calamares, camarones, pollo, cerdo, cantidades industriales de arroz y hectolitros y hectolitros de cerveza (hay, y es de no creer, vinos tailandeses de discreta pero honesta bebilidad; ¡ya no se puede confiar en nadie!).

Les explicábamos a las salamanquesas que las cosas de los mediadores interlingües orales que andamos por el circuito de las organizaciones internacionales son así: Con Susana, Fernando y Michel, por ejemplo, nos habíamos conocido apenas diez días antes… en Nairobi; César y Jean-Pierre, por su parte, no se veían desde hacía dos meses, cuando se encontraron en Manila. Las misiones son las ocasiones privilegiadas para encontrarse. A diestra y siniestra y enfrente de uno restalla el ping pong sociogeográfico: No te veo desde Bali, No, yo en Bali no estuve, nos vimos el mes antes en Oslo, No, porque a Oslo no pude ir, o sea, que debe haber sido en Sydney… ¿o fue en Río?, ¡Ah, no, ya me acuerdo, fue en Nueva York!, ¡Claro, cuando venías de Lima y yo me iba para Pekín!, Por cierto, ¿vas a Yakarta la semana que viene?, No tengo Varsovia.

Y así libamos, manducamos, rememoramos y acoquinamos a las estudiantes Susana que acaba de empezar, Jesús que enseña, Jesús que se ha jubilado, Fernando que anda por la mitad de su carrera, Luigi de Bangkok, Susana de Nairobi y Catalina de Venecia… Y en medio de todos y de todo este teórico, paladeando el trago agridulce de la vida que termina para que la otra empiece y ensayando la nostalgia por este puesto maravilloso que le toca abandonar para siempre.

La insondable y milenaria sabiduría oriental

El Bangkok Post de hoy anuncia con cierto tremendismo que "World Buddhism event falls apart" (o sea, “Cónclave budista mundial se descalabra”, sí, ya sé, no dice "conclave", sino "event", pero yo soy así). ¿Cómo es posible?, ¿por qué?, me pregunto presa de la alarma y me apresuro a leer. Sucede que parece que la World Visakha Bucha celebration (es decir, la celebración Visakha Bucha Mundial, no sé si me explico) no se va a materializar después de todo dadas las inconciliables diferencias entre el Consejo Sangha (¡ese mismo!) y elementos que caracteriza de parias budistas que han llevado a que la cosa se haga en dos sitios diferentes, lo cual ha asestado al gobierno un golpe humillante (no es para menos, digo yo).

La cosa de jodió cuando a mi Teniente General Chamlong Srimuang (Cham, para los amigos), nombrado organizador de las festividades le contaron que el Consejo Sangha (¡sí, el mismo!) había resuelto conferir a la Oficina Nacional Budista autoridad exclusiva para organizar el evento. Mi Teniente General se pegó el gran julepe porque nada menos que el Primer Ministro, don Thaksin Shinawatra (Th, para los íntimos) le había conferido, en su calidad de capo del centro para la promoción de la moral, la misión de celebrar la cosa uniendo a todos los estratos del budismo, incluida -fíjense lo que son las cosas- la secta Santi Asoke, proscrita en 1989 por el Consejo (Sangha) debido a su adherencia a una doctrina heterodoxa que "imitaba" el budismo. El organismo supremo del budismo prohibió todo contacto con la secta porque -¡quién lo hubiera pensado!- predicaba enseñanzas aberrantes, como prohibir gestos de respeto a las imágenes de Buda. ¡Pero eso no es nada! Los monjes Santi Asoke visten, para colmo, túnicas de otro color y, como si eso no bastara, no se depilan las cejas. ¡Yo no sé adónde vamos a parar!

La cosa es que a mi Teniente General lo sacaron a la mierda (¡también, con la cagada que se mandó!) , pese a que, como parte de la campaña "Una persona, una lealtad, una verdad" (¡otra que la Campaña del Desierto!) , había instado a que los participantes efectuaran un juramento de virtud e integridad morales. Lo sustituyo nada menos que el Viceprimer Ministro en persona.

Menos mal que la tradicional sensatez del nirvana nunca deja de columbrarse, toda vez que Phra Kittisak Kittisopano (Phr, para la barra) señaló que el Consejo Sangha (que no otro) y el gobierno tenían que hablar.

Bueno, que ahora puedo volver tranquilo a mi nirvana. ¡Uuuuuuf!

Son nada menos que las 4:30 de la mattina y aquí estoy, en mi oficina del Queen Sikrit Centre, mientas mis súbditos la yugan en cabina. La cosa se ha atascado y tienen que aprobar la próximamente histórica Declaración de Bangkok, como diría Alguienita, a como dé lugar. Han tenido equipo de 10 a 13, y de 15 a 18:00, y de 19:30 a 22:30, y de 23:30 a 1:30, y ahora de 2:30 a 5:30, y tengo otro pronto para recoger la antorcha hasta las 8:30. Son, en total, 72 colegas, y si me hacen hacer venir el próximo equipo, con los dos que necesitan mañana propiamente dicho para terminar la Conferencia, habrán utilizado hasta la última gota disponible. No sé cómo cazzo van a hacer para celebrar la plenaria prevista para las 10:00 (que debe terminar a las 13:00 para reanudar a las 15:00 para clausurar a las 18:00, ni un minuto más tarde porque la mayoría tiene vuelo esa noche a partir de las 23:30). La verdad, que como despedida, bastante movidita.

Es, como decía, mi última misión y he escogido a mi tripulación con lupa. Tenemos cinco intérpretes permanentes de la Comisión de la ONU para Asia y el Pacífico (sita en estos mismos pagos), seis o siete de la ONU Ginebra, ocho de la ONU Nairobi, diecisiete de la ONU Viena y los demás freelance, incluidos tres jubilados y varios desertores. Me la he pasado en esta oficina desde entre las 8:00 y las 9:00 hasta entre las 19:00 y las 21:00 desde el sábado 16, no he tenido tiempo de nada, salvo mi show de travestis antes de que comenzara la conferencia (18-25 de abril) y, ayer, una recepción, como dirían la susodicha de supra, a todo dar en un palacio de lo más mono, en un sitio de los más privilegiado, con una vista de lo más acojonante (Bangkok a toda luz allende el río).

Nos llevaron en ómnibus con sonora escolta, que iba apartando tránsito como Moisés las aguas, durante como media hora. Al llegar, fuimos desfilando entre una doble hilera de señoritas que nos saludaban con su gesto de "por favor". Luego un puente chino iluminado. Después los jardines del palacio con quiosquitos de comida y bebidas típicas, y grupos de bailarines ídem. Más adelante, las escalinatas flanqueadas nuevamente por señoritas que "por favor". Arriba, última doble fila de suplicantes y tras ellas el enorme salón donde tocaba un conjunto de música de todo. A lo largo de los muros y en medio, más quioscos o mesas de comida típica: sopas de pescado, camarones, calamares y pollo, mejillones gratinados, carnes de diferente tipo, toda suerte de fideos de arroz, diversos currys… todo servido con primor por señoritas suculentas. Y todo más frío que la puta que lo parió (salvo la cerveza, que estaba tibia). ¡Qué espanto! Para peor, apareció el Primer Ministro (uno con cara de chino) que entró a pronunciar un sentido discurso como de veinte minutos acerca de la significación planetaria del Congreso. ¡Qué papelón! Nadie, pero absolutamente nadie le dio ni cinco de bola: todo el mundo andaba dando vueltas en busca de algo caliente que comer o frío que tomar. Cuando terminó, lo aplaudieron los de una claque y entonces le tocó el turno a mi Director General, que, para no ser menos, habló otros veinte minutos ("I've found your speech very inspiring", comenzó mintiéndole con todo descaro al chino). Yo perdí el último miligramo de paciencia y me mandé mudar. Cuando salí a la fresca intemperie (ni 35 grados) caí en que era el éxodo jujeño. Nos íbamos de a decenas. ¡Qué bodrio!

Fuera de eso, he comido deputamadre. En el Centro de Conferencias tienen un restorán típico buenísimo, y en el barcito que me queda cerca de la oficina venden cocos que decapitan ad hoc para que uno se tome el agüita congelada. ¡Una delicia! (Aunque los pinches aztecas le ponen limoncito y tequilita y queda como que mejorcito).

Perdón por lo poco enjundiosa de esta entrega, pero me estoy muriendo de sueño y aburrimiento y escribo más para mantenerme despierto que para narrar.

Ah, meseolvidaba lo más importante: ¡¡¡¡¡he firmado mi primer contrato de mercenario!!!!! Cinco días en Doha, Qatar, un seminario de seguimiento de este Congreso organizado por los turcos del Golfo (la ONU no puede contratarme en tanto no hayan transcurrido seis meses de mi deceso administrativo). ¡¡¡Albricias!!!