viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS PUREHPECHENSES (Noviembre de 2003)

Donde hace irrupción subrepticia "alguien"



Morelia y los sutiles útiles de la tortura

Puréhpeches que no aztecas son -o más bien han sabido ser- los indios de por estos pagos. Heme aquí, pues en Morelia, capital del Estado de Michoacán, adonde me ha traído a desparramar teoría por la Universidad la colega Argelia Calderón, a quien conocí en el curso que di en Monterrey hace casi exactamente un año. Les narro.

Morelia es una ciudad colonial diz que de unas 750.000 almas, mexicanas en su inmensa mayoría, salpicada de iglesias churriguerescas y palacetes de patio bordeado de columnas con vastas escalinatas imperiales al fondo, que se doblan sobre sí mismas al chocar contra imponentes murales en los que campean, solos o en combo, Hidalgo y Morelos (que anduvo naciendo por acá y pasó a epónimo de la urbe). Son murales nietos de los de Orozco, Rivera o Siqueiros, de colores contundentes y figuras peleonas. La plaza de la Catedral abunda en árboles cuyas copas han sido cuidadosamente podadas hasta parecer sombreros hasídicos y cuelgan por ellas ristras de foquitos que les dan un aire como de empapadas de lluvia luminosa que les cae por todos lados. A la vuelta, una larga recova -siempre colonial, se entiende-, como de 200 metros, abriga la vanguardia del mercado de dulces, que luego retrocede y se adentra en un enorme patio. ¡Mercado de dulces! La policromía gastronómica de esta gente es de ver. Quiosco tras quiosco atiborrados de toda suerte de pomos, frascos, botellas, estuches, cajas y bandejas que no repiten un color. La gente, como es la gente en este país de maravilla, de una amabilidad sincera que jamás se arrima siquiera al borde de lo untuoso. “Cómo no, señor; con muchísimo gusto”, “Para servirle, señor, y que lo pase bien”, “Lo siento, señor; si no, con el mayor gusto”... Sigo dando vueltas, me tomo una cerveza helada que entibia apenas el suave tiple de un guitarrero ambulante, y continúo paseando mi argentina nostalgia. De pronto, en un edificio -se entiende, colonial- sombrío, un museo de instrumentos de tortura: no voy a contaminar este emilio con descripciones truculentas, pero estaban allí las muestras del infinito ingenio que ha sabido tener el hombre para supliciar al hombre. Vienen todos de la Europa católica (parece que los protestantes, más distraídos en su ética del trabajo, no tenían tanto tiempo para perder torturando a herejes): Austria, Alemania, Italia y, sobre todo, claro, España, donde los dominicos se aplicaron concienzudamente a empalar, arrancar pezones y testículos, descuartizar, descoyuntar, lacerar, desgarrar, calcinar, decapitar y demás verbos de este alegre campo semántico. Algunos de estos chiches -refinados, por cierto, como el triturador de cráneo, que ahora acolchaban por dentro para que no quedaran huellas visibles- lo usaban hasta hace poco milicos de pro como los del ibérico Generalísimo o, menos remotamente, los nuestros. Al menos así dicen las respectivas leyendas de esta exhibición tan feroz como apasionante.
Bueno, me vienen a buscar Argelia y su marido para llevarme a pasear a Pátzcuaro. Ya les vuelvo a contar.

Janitzio y Pátzcuaro

Dejé los instrumentos de tortura detrás para regresar a la vida que en este país deputamadre despunta incontenible por todos los poros de la tierra. En un bar, asomado de un edificio del sXVII hacia una plaza verde, me bajé mi religiosa -al cabo, estaba libándola, calzada por medio, frente a una adormilada iglesia del sXVI- Negra Modelo bien gélida. Luego me fui camino del hotel dejándome acariciar por esta Morelia mágica que nunca pensé que existiría. Recovas atestadas de gente, portales repletos de gente, plazas atiborradas de gente. Gente siempre de colores, vendiendo y comprando cosas de colores, vistiendo y comiendo cosas de colores.
Al día siguiente, con Nadia -una ex alumna mía de Monterrey que se ha venido especialmente al curso y para en el mismo hotel-, Argelia, su legítimo esposo Osvaldo, y sus no menos legítimos chilpayates -o algo por el estilo, y que yo confundo secuencialmente con huitlacoches, zopilotes y cachalotes- que es como por acá les dicen a los escuincles, Osvalditodetrés y Andreadeseisymedio enfilamos hacia Pátzcuaro, a cuyas puertas desayunamos a lo bestia, como hacen todo por acá, en una vieja hacienda. El paisaje ha depuesto sus verdes pusilánimes y reptantes para hacerse casi alpino. Árboles de frondas que se amigan por encima de la carretera, troncos en prolija y abundante legión. Abandonamos el camino real para cruzar en lancha colectiva a Janitzio, la mayor de las siete islas que interrumpen el lago de Pátzcuaro, homónimo o epónimo, que no lo supe averiguar. El embarcadero apenas si podía con la variopinta multitud. Hordas de domingueros de paseo: padres de hirsutos bigotes, mujeres en diversos grados de gravidez, chilpayates hormigueantes y alborotados de todas las edades armados de polícromas redes para cazar mariposas hacia arriba o de pescar hacia abajo, músicos ambulantes con sombreros de paja y chaquetas de cincuenta botones que nunca se han abrochado ni se abrocharán jamás, vendedoras de tacos, tamales, cherales (o sea mojarritas purehpechenses), papayas, piñas, garrapiñadas y otras dieciocho mil cosas de comer y en general dejar la boca hecha un volcán, vestidas de blanco que estalla en deslumbrantes bordados de colores vivísimos para festejar la aparición de la carne morena que sube camino de rostros precolombinos. Hay amarradas al muelle unas veinte o veinticinco lanchas que se van llenando, partiendo y reemplazando con otras. La nuestra está que no cabe un alfiler y quedamos sentados al aire libre en la popa. Dentro avanza -o retrocede, según- hacia nosotros un trío de músicos. El acordeonista es un hombre de unos sesenta años que parece arrancado a una película del Indio Fernández. Es más fácil imaginárselo con ese mismo sombrero castigado, una treinta treinta en banderola y las cartucheras cruzadas que verlo acariciar el fuelle sibilante como una locomotora castrada. Rostro cetrino y curtido, sonrisa que exhibe una milicia irregular de dientes saqueados de otras dentaduras, ojos encendidos, barba de tres días que debe de haber mellado mil navajas, bigotes casi sólidos y en rigurosa forma de manubrio de bicicleta, manazas que han debido ser camaradas del machete. El guitarrista es, me gustaría, su hijo; aparenta la cuarentena; atildado y de mirar seductor, más próximo del Latin lover de las películas de Carmen Miranda, con sombrero reluciente y chaqueta impecable. Y, al tambor militar, insisto, el nieto; un muchacho que anda por estrenar la pubertad, vivaracho de ojos, pero muy serio de porte y expresión, de piel perfecta, inminente embarazador de muchas de esas chicas que avanzan implacablemente hacia un futuro colmado de hijos y miseria hasta que no quepa en este país deputamadre un solo chilpayate más, y entonces los Estados Unidos sabrán por fin cuán flaca defensa son los portaaviones nucleares, los lavarropas de diez programas y las limusinas de seis metros. Es, de lejos, el que más botones ostenta.

El lago es, como nuestro río, color café con leche o -¡salve nuevamente, insigne Leopoldo Marechal!- color de yegua tordilla, inmenso, degenerado en esteros y con un nutrido tránsito de lirios que, me dicen, van asfixiándolo poco a poco y desnudándolo de peces. Hace apenas treinta años las aguas eran azules, pero la batalla parece perdida. Los pescadores que bogan en sus agudas piraguas -¡salve, insigne Nicolás Guillén!- arrojan sus enormes redes en forma de mariposa más para distracción de los turistas que para escarnio de la ictiología. De ocho o diez que vemos desde la lancha que se ha detenido en obvia connivencia, solo dos sacan de entre las arpas gemelas sendas mojarritas que se acercan a mostrar a la algazara de los niños. Los padres consienten algunas monedas. Es el salario de la nueva pesca. Parece que la captura de Sadam no termina de hacer mella en las desventuras del Tercer Mundo.

Damos la vuelta completa a Janitzio, acaso un par de kilómetros de circunferencia, tal vez menos, ciñendo un cono trunco casi perfecto por el que remontan casas modestas pero vistosísimas, con jardines, alféizares y pérgolas encendidos de flores. Las más abundantes son unas frondosas matas de “medias noches” o algo así de un carmín encendido -¡salve insigne José Martí!. En la cima, un colosal monumento al cura Morelos, la mano en alto y el puño cerrado, remeda en granito la Estatua de la Libertad del vecino de arriba en todos los sentidos. Atracamos en el puerto, atestado él también de músicos y vendedoras, y de tiendas de todo tipo y de restoranes rigurosamente idénticos. Cada tres o cuatro metros alguna parienta lejana de María Félix ofrece agua de maguey, garantizada variamente y entre otras cosas contra “la fatiga, los malos pensamientos, la impotencia y el sida”. Me sorprende cómo se parecen estas islas para turistas: Serdeña, Elba, Corfu… por un momento me creo en el Mediterráneo que nos parió. Pero hay algo en que el Mediterráneo, con toda su gloria, no puede competir: los colores. Colores para ponerse, para beber y para comer. Colores hasta para oír desde los pájaros. Colores caminando trepados o aferrados a cuerpos de todos los talles concebibles de mujer o de niño. Colores de todos los colores y de todos los olores. Toda Janitzio es un bazar en caracol ascendente. Llegamos, finalmente, al tope. Desde el pedestal del monumento a Morelos se atisba completo el lago rodeado de colinas -los michoacanos insisten en llamarlas montañas- verdecidas. Dentro, suben en espiral los murales que narran la apasionante historia de este cura que como el otro, su mentor y maestro, Hidalgo, encabeza la primera guerra de la Independencia de América. Nacido pobre, no se sabe cómo ni cuándo aprendió a leer y escribir. Su proclama, que trataré de conseguir porque vale la pena, es un documento extraordinario por su lucidez y grandeza. Cae prisionero y muere fusilado por la espalda en 1814. Por cierto, el tribunal que lo juzga y lo condena es el de la Santa Inquisición; las leyendas de los murales no aclaran si se ensayaron en su carne algunos de los vistosos instrumentos de la víspera. El monumento se erige a iniciativa de otro michoacano que ha hecho historia de la buena, el “tata”, como le dicen todavía con inquebrantable veneración sus curtidos paisanos, Lázaro Cárdenas, el gran Presidente de México, el que nacionalizó el petróleo, ayudó activamente al legítimo gobierno de la República Española durante la guerra civil y abrió generosamente las puertas de su país, acaso el más antigachupín de América, a los niños y a los adultos que huían de la saña fascista que pronto se comería a los que, contemporizando con ella, dieron vergonzosamente la espalda a la España obrera y campesina de Machado, Lorca, Hernández, Alberti, Casona, Casals, Picasso, de Falla, Unamuno y Buñuel, para nombrar los que me invaden la memoria en este instante (es que a mí, como entonces a Vallejo, me sigue doliendo España).

Cherales con chile y Negra Modelo por medio, retornamos a Pátzcuaro y ahí sí nos metemos a explorar la ciudad. Mejor, casi, que Morelia: más pequeña y más colonialmente concentrada. Generosamente verde. Fue la capital original de la colonia. El primer obispo de América, Don Vasco de la Vega, que llega al Nuevo Continente ya de provectos sesenta años, hace sede en ella. Visitamos varios palacetes, pero dedicamos más tiempo a la Casa de los Once Patios, de los que quedan únicamente siete y que supo ser convento hará unos trecientos o cuatrocientos años, no recuerdo bien. Completamente restaurada, es hoy en día un laberinto de tiendas para turistas, pero de las buenas, con excelente platería y artesanías auténticas.

Al día siguiente, o sea antier -como insisten en decir acá-, desanduve los 400 kilómetros, soslayé, bien que a paso de tortuga por el tránsito implacable, un DF cada vez menos vivible y terminé en el aeropuerto, presa ya de la nostalgia por este pinche país del que no logro irme del todo por más que llevo como veinte veces tratando.