viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS RICOCOSTEÑAS (Abril de 2004)

Orlando García Valverde acababa de ingresar en el foro y ya se había hecho la fama que se corrobora a continuación.



PRÓLOGO:

HO CONOSCIUTO IL FURIOSO

Enefectivamente, uaxini, anoche, a las 20:00 hora de aquí (oséase, 5:00 de hoy hora de allá, en Viena) se apersonóseme ante mí, vestido de jipi, y con un aire tan famélico que le dije, Ma si, te invito a cenar. Trátase de un espécimen de diríase mi edad (o acaso menos joven todavía), canoso, de barba afeitada, estatura mediana y complexión atlética o, cuando menos, flaca, bebedor empedernido y comedor de pro, que empezó y me hizo empezar a mí, por aquello de donde fueres bebe como vieres, con sendas cervezas brunas de confección local, sucedidas que fueron, una vez que logré imponer mi mejor juicio, por un Trapiche Chardonnay que me llenó la boca de reminiscencias patrias y la cuenta de colones. A sugerencia de Jaimie, la moza tan buen ídem que nos tocó -es, por desgracia, un decir- en suerte, iniciamos la manducación propiamente dicha con una crema de zapallo exquisita, seguida de pescado, uno impronunciable el Furioso y una corvina yo, muy de dejarse comer ella, que desembocaron en sendos helados de naranja. Todo ello en el restorán del Radisson Europa en que pernocto, que cuando uno ocupa cierta posición no puede permitirse comer en cualquier sitio, ¿viste?

No paso a cronicar aún el periplo exhaustivo de los supermercados y estacionamientos de San José al que, con miras al ágape de mañana, me arrastró este hombre de cultura tan cosmopolita, gustos tan eclécticos, dos hermanas vegetarianas y tres no, y un sobrino Stéfano de catorce años con el cual, dada la coincidencia de edades mentales y experiencia de vida, no tardé en hacer espléndidas migas. Ahora Mayra, una de las hermanas normales, me está haciendo unos camarones que hemos de acompañar con un Sauvignon Blanc de Navarro Correas a ver si esta gente, tan simpática y con tantas virtudes indudables en otros aspectos, aprende de una puta vez a tomar jugo de uva fermentada.

Esta noche me llega la Turca, de modo que es mi última oportunidad de beber como merezco.


II

El lunes hubo gran parranda gran y opípara cena opípara y menuda peña menuda en casa de Mayra, que es una de las cinco (!) hermanas mujeres (valga la redundancia repetitiva) del Furioso (lo cual, sospecho, explica largamente el estado de ánimo epónimo, sobre todo porque, como adelantaba, dos son vegetarianas y una de las mismas, para colmo de escándalo, no bebe). Por uno de esos malentendidos que tanto han abundado entre nos los uacinos, el Furioso organizó todo para dos horas antes de que llegáramos la Turca y este cafisho. (Él dice que yo sabía, aunque a cuántos les habrá dicho lo mismo, pregunto yo pero el punto, recordemos, va fuera del paréntesis). En todo caso, mi disyuntiva era entre contrariar al Furioso y malquistarme con Mairté, Rocío, Evelyn, Ingrid, Priscilla, Mayra, Stéfano, Gerardo, Andrés y un señor de anteojos y otro de marrón, o volar por los aires a raíz de haber intentado despertar prematuramente a la Turca, que venía con las nueve horas de yetlag bien de punta y había quedado palmada tras la excursión de la tarde en compañía de Ingrid que el Furioso sabe pero no dice no sé por qué. Es más, la experiencia me ha enseñado por las pésimas que es imposible intentar despertar a la Turca de manera otra que prematuramente. Y esta gente turca siendo como esta gente es, no lo recomiendo. El Furioso, como caballero que es salvo a la hora de tratar con minas fundamentalmente en bolas como se habrían enterado si el mismo hubiera condescendido a publicar las crónicas I, supo disimular el estado de ánimo epónimo, pese a que se le habían enfriado los manjares pero no importa porque Mayra me calentó el plato. Pero sigo con la opípara peña.

Il Furioso volcó sobre la mesa la cornucopia amasada durante nuestro exhaustivo periplo de los supermercados y estacionamientos de San José del cual les hablaba en las crónicas I, o, mejor, les habría hablado si el susodicho se dignara -o atreviese a- mostrarlas. A saber, primero y antetodamente que nada, nos sentó en sendos sillones a la Turca y a este fiolo para luego constituirse ante nos en compañía de su fiel sobrino Stéfano (véanse, si Dios quiere, las crónicas I) y aplicarse acto seguido a la solemne ceremonia de “Presentación de las frutas tropicales”, todas ellas en enorme bandeja circular en la que destacaban cocos, melones, granadillas, mamones, manzanas denosequé chiquitas y con olor a azahar, zapotes, papayas, mangos, limones dulces (que son, enefectivamente, limones y dulces, como los de las naifas), guavas (que no guayabas), guayabas (que no guavas) y alguna más que me rebota contra las neuronas. La dicha ceremonia tuvo, como es natural, su parte oral, solo que la parte oral no fue del todo natural, porque Furioso e nipote comenzaron a “hablar en lenguas” como los cristianos nacidos de nuevo en televisión (o menos anfibológicamente, como en televisión los cristianos nacidos de nuevo, aunque sospecho que los más conspicuos, que son los que viven de haber nacido de nuevo, han nacido de nuevo, efectivamente, en la televisión). Cabe destacar el simpático gesto de haber incluido entre los sonidos vagamente discernibles algo someramente reminiscente de Ho Chi Minh (así, con hache después de la ene), que no pude menos de atribuir a una mano tendida a mi solapada ideología que no por nada il Furioso fue embajador (sí chicas, oyeron bien lo que leyeron: embajador) en la ex Unión Soviética que entonces no lo era. No acababa yo de meterme el primer trozo de papaya en la boquita cuando il Furioso me lo hizo tragar de golpe porque había que cenar. A saber, carne, plátano dulce o banano o algo así, plátano del otro o guineo o algo así, una cosa medio gris que no me acuerdo cómo se llamaba, pero vegetal, otra más, pero esta más blanquita, y otra como pepino, y otra como zapallito, y unas papas que estaban deputamadre que las hierve hasta que quedan al dente y luego las reboza con aceite (de oliva, me dijo, pero vaya uno a saber) y mantequilla (manteca, bah) en un guoc de esos chinos, y una ensalada que tenía los tomates más deliciosos que he probado en mi vida y aún antes, después y alrededor, y unos gilipollas o pijabueyes o pajaviaggios o algo así que a los argentinos parece que no les gustan porque son secos (los pajabueyes, que no los argentinos, que somos humidísimos) y que se comen con mayonesa (los giliviaggios, no los argentinos) y que a mí, para qué decir una cosa por otra, me encantaron.

Y después vinieron los postres, o, mejor dicho, EL postre, porque las bananas flambeses de que su ufanaba y anunciaba jactanciosamente il Furioso ¡minga! EL postre salió como Atena del bocho de Zeus de las manos de Mayra y era una especie de bizcochuelo con una especie de crema que estaba deputamadre. Como prólogo a la manducación bebímose un Ethcart Privado Torrontés, y como acompañamiento de la ídem, Trapiche Medalla (ambos dos, previsora previsión de este fiolo, carísimos que me costaron para no hablar del champagne Veuve Clicqot que o se lo tomaron mientras yo no miraba o se lo guardaron para un invitado que merezca más).

Y cuando ya nos íbamos a despedir porque era obvio que el champagne no venía, ¡zás! il Furioso desenfunda su guitarra como de doce mil dólares y rompe con una nada menos que chacarera en homenaje a este apache argentino y como desagravio por el champán que no fue, y al ratito ¡zas! Gerardo desenfunda su propia guitarra de él (al menos eso creo), Stéfano empuña una caña andaluza, Marité arma (con más garbo y eficiencia que Mayra el caballete, como sabrían si el Furioso se hubiese atrevido a publicar las crónicas I) un atril, Mayra arroja sobre el piso un tablado de madera cual si fuera una alfombra de leño, y ¡zas! el Furioso entra a rascar las cuerdas y Gerardo también pero de la otra guitarra, y Stéfano clac clac y Marité también porque entretanto se ha calzado unas castañuelas que parecen guantes de boxeador y además se pone a cantar y el Furioso a hacerle la segunda voz y ¡zas! que sale la Evelyn toda de negro que es la madre de Stéfano a menos que me equivoque de hermana, de madre, de hijo o de sobrino, y ¡zas! tacacacacac tacacacacac con los pies y así con el cuerpo y asá con las manos y después la Mayra con un mantón de Manila pero sin vestido chiné y lo mismo tacacacac tacacacac y así y asá y todo el mundo tan entusiasmado que Ingrid al pasar con la copa de champán vacía me piso el callo que tengo en el dedito del pie derecho y yo grite “¡Ay!” y todos me respondieron “¡Ole!”.

A todo esto, la Turca había recuperado la virtud del sueño y roncaba a pata suelta en el sofá de enfrente (¡y pensar que yo me tiro un flato y ella se despierta!), pero después le conté todo.

III

Es un paisito muy especial, uaxini. Bien mirado, solo tiene para ufanarse su naturaleza espectacular a horcajadas de unos Andes venidos a menos y con un pie en cada océano. No he visto un edificio digno de mención, excepto, quizás, el Teatro Nacional. San José parece la pesadilla goyesca de un arquitecto, y las demás ciudades que conocí no son mejores, salvo Puerto Limón, que es muchísimo peor. Pero... Pero la gente. Es gente bien pero bien maicera, que para ellos, creo, es medio despectivo, pero que yo uso como polícromo sinónimo de “gaucha”. Gente cordial, amabilísima (a lo bestia, a lo mero mexicano), servicial, solidaria, dicharachera, sonriente y -es, como argentino, lo que más me asombra- sin asomo de malicia.

He bajado por la costa del Pacífico hasta el parque Manuel Antonio, y por la del Atlántico (ya Caribe caliente y prieto) hasta la frontera con Panamá (llegué a poner un pie del otro lado en medio del precarísimo puente otrora ferroviario que enlaza los dos países). También me he subido a la montaña. Todo este país es verde. Verde rabioso que se va atemperando un poco a medida que nos alejamos del nivel del mar. Bien mirado, si de Cuba decía Nicolás Guillén que era “un largo lagarto verde con ojos de piedra y agua”, de Costa Rica puede decirse con mucha mayor precisión que es un verde cangrejo con un caparazón de volcanes moteados de flores. De flores como las de Janitzio, pero de mar a mar y de Panamá a Nicaragua.

Extraño paisito este cuyo héroe nacional es el cartero! Tras el conato de guerra civil de 1948 (de 1.000 a 1.500 muertos entre 800.000 habitantes, el equivalente de 60.000 en la Argentina de hoy), tiene una de las legislaciones sociales más progresistas del mundo. El seguro social es eficiente: cualquier tico puede ir al hospital a que le hagan un by-pass o le una operación a corazón abierto. Tanto que hasta los muy ricos no vacilan en recurrir a él. Es, además, el único país a la vez pobre y limpio que conozco (excepto Cuba, claro, pero Cuba no es ni por asomo tan pobre). Supongo que van de la mano el seguro social, los cientos de escuelas, el aseo de la población y la limpieza del país.

La infraestructura vial es más infra que estructura, y la señalización o ausente o ilegible u obsoleta o caprichosa. Con una excepción o, mejor dicho, con lo que parecen centenares de excepciones, como adelantaba: “ESCUELA”, pintado que se lee bien pero bien clarito sobre el pavimento. He visto escuelas en los parajes más remotos y menos poblados. Escuelas que se tornan Escuelas/Schools cuando el país se pone una línea de rimmel a la vera del Caribe. Es la única faja morena y angloparlante. Negros venidos de Jamaica a trabajar en el ferrocarril y rezagados luego para siempre. También hay chinos, montones de chinos, traídos casi como esclavos para el ferrocarril (un caso parecido al del Perú). En realidad, sin el casi, que el Furioso me cuenta que de noche los engrilletaban para que no se escapasen.

Una cosa me da, a la vez, bronca y pena: la yanquización galopante de la cultura. El vocabulario automovilístico, por ejemplo, parece una caricatura: el tanque no se llena, se “fulea”, los furgones son “banes”... El castellano de los periódicos es un escarmiento para traductores: “Bush fracasa en contener a los terroristas”, “Condolezza Rice rechaza contestar preguntas”. Casinos por todas partes, máquinas tragamonedas en todos los hoteles, carteles chillones de neón que parece que ensuciaran los colores de la naturaleza. Pienso en una chiquilina de cinco años que le birla los cosméticos a la mamá y se pintarrajea como un mamarracho.

Y en medio del desastre lingüístico, oasis de frescura: “Ponga atención que el camino tiene muchos quiebres y la rotulación no es de fiar”, me aconseja el empleado de una empresa de turismo donde he entrado simplemente a preguntar adónde me conviene ir a pasar el día.
Y hay algo que no termina de azorarme: pobres blancos, menesterosos blancos, mendigos blancos... Mi azoro es doble: por lo inusitado del espectáculo (veo que siempre he creído que todos los pobres verdaderamente pobres del mundo son negros, o mulatos, o mestizos, o amarillos, incluso en los países ricos), y por lo sorprendente del sentimiento: me choca más la miseria “blanca”, como si ser pobre y blanco fuera ser dos veces pobre o, peor, más injustamente pobre; como si ser pobre pero negro o mulato o mestizo o indio o chino fuera ser menos pobre, o, en todo caso, más aceptablemente pobre. Siento que levanta en mí su sucia cabeza un racismo que creía menos intenso. Y me doy cuenta de que ese racismo -que lo es- no es tanto un prejuicio racial como de clase. Un blanco es como yo, un blanco es, debería ser, cómo es posible que no sea, un atildado burgués, humanista y modosito, pulcro, bien pensante y bien sintiente... un blanco es como uno. SHAME ON ME!

I (¡POR FIN!)

Perdón, perdón, pecado de omision. Me apresúrome a publicar las crónicas ricocosteñas I, con instrucciones del Viaggio, que no puse en la lista ayer ni he leído yo mismo aun por enredos de mi vida. Pero aquí van; después haré las acotaciones MUY necesarias que habrá menester, porque de ya he visto un par de cosas que lesionan mi impoluta trayectoria por aqueste terrenal lugar.

Orlando


Al cabo de una hora de amansadora en Viena, una y media de vuelo a Francfort, dos de amansadora en Francfort, diez de vuelo a Caracas, dos y media de amansadora en Caracas y tres de vuelo a San José, y pugnando con las pugnaces nueve horas de diferencia horaria, heme, como sabéis, uaxini, finalmente en Costa Rica. Tras el breve prólogo de ayer, doy, pues el puntapié inicial a estas crónicas ricocosteñas.

Narraba que il Furioso, en pago de la opípara cena del viernes, no vaciló en mostrarme por dentro todos los estacionamientos y supermercados de esta simpática metrópoli. Pero no sin antes, decía, presentarme a una de sus hermanas no vegetarianas, Mayra, y al hijo de otra, Stéfano. Stéfano no tardó en devenir sucedáneo del “nene” de la SuFís. Un muchacho en peligrosas ciernes de pubertad implacable, inteligente y ameno, aunque no poco predispuesto a dirigirme algunos epigramas poco aptos para la comunicación entre un joven de su edad y otro de la mía, menos mal que yo tengo un vasto repertorio de réplicas igualmente inadecuadas para la comunicación entre un joven de mi edad y otro de la suya, de modo que, al decir de Rigoletto, pari siamo. A guisa de ejemplo, les cito que Stéfano es boiscáu, dato que aproveché para notificarle la conocida definición porteña, que, buen profesional celoso de la precisión a la hora de reconsignar cifras pero profundamente consciente de la necesidad de proceder a las adaptaciones culturales del caso, traduje como, Veinte carajillos vestidos de huevones comandados por un huevón vestido de carajillo.

Dio en suceder que a Mayra se le ha dado por pintar, y que al Furioso se le había dado por fabricarle un caballete de lo más mono, y que a Mayra le tocó desentrañar el arcano de su funcionamiento. No sé si habréis visto aquel corto de Chaplin en que el genial Charlot se bate con una silla tijera. Pues pareja fue la lid de Mayra contra el caballete. Lo primero que tuvo que determinar fue si todos esos maderos apretaditos en una larga recta trazaban básicamente la horizontal o la vertical del caballete en potencia. Superado en breves minutos ese interrogante inicial, Mayra concentró el fuego de sus neuronas persiguiendo distinguir el extremo inferior de abajo del extremo superior de arriba. Stéfano, Doña Carmen (que había depuesto la aspiradora y observaba ahora la intrincada coreografía entre Mayra y el caballete, evocando, tal vez, aquella famosa danza de Fred Astaire con el perchero) y yo pretendimos aventurar consejos y sugerencias, pero el Furioso (al cabo, hermano mayor) nos lo proscribió con un contundente y didascálicamente irrebatible, Déjenla que aprenda, que luego lo va a tener que hacer sola. A las 21:00 hora de Viena, Mayra tenía el caballete sólidamente plantado en su extremo inferior. El próximo obstáculo era extraerle la horizontalidad oculta. Era obvio que el caballete, para no requerir de un equilibrio a todas luces precariamente inestable, tenía que poder abrirse cuando menos en tres patas, y que tales eran varios de los maderos atrapados aún en la verticalidad singular. Armada de este raciocinio, Mayra saqueó su cuenta de lucidez y procuró desgajar las presumiblemente tres patas. Solo que estas, como las de tantas mujeres que me han tocado justamente a mí, rehusaban ferozmente abrirse. Esto yo no lo puedo abrir, admitió, contrita, Mayra, y se y nos preguntó entonces, ¿será mi falta de inteligencia? Eso y el lacito que lo tiene atado -esclareció el Furioso-, en ese orden. Mayra descendió acariciando sospechosamente la vertical de marras hasta tener el nudo mariposa al alcance relativo de sus manos, pero no le resultó. Ante la tozuda realidad de que, a diferencia de Alejandro en Gordia, carecía de una espada, y tras una trabajosa Epifanía, Mayra comprendió que podía transmutar provisionalmente la verticalidad en horizontalidad, apoyar esta sobre, por ejemplo, la mesa del comedor, y ahí sí dedicar toda su astucia al nudo. Así hizo, por fin, no sin antes haber desembarazado la mesa de los platos que aguardaban el almuerzo. Volvió a verticalizar, entonces, la horizontalidad provisional y -¡oh milagro que recuerda al de la multiplicación de los panes ahora que justo estamos más o menos por Semana Santa!- la verticalidad reapareció triplicada y capaz de mantenerse sin ayuda de las sospechosas caricias de Mayra. Alborozo nepotístico de Stéfano desde sus catorce pirulos que -¡por suerte!- no volverán. Asombro doméstico de Doña Carmen desde la aspiradora enmudecida. Leticia interlingüe mía desde detrás de la cámara. Orgullo fraternal del Furioso desde su fe y su paciencia.

¡Y a visitar estacionamientos y supermercados se ha dicho! Se ha dicho, en efecto, pero no termina de lograrse hacer. Porque, entre las muchas prendas que adornan al Furioso -y que les faltan a ciertas minas de las cuales ya hablaremos, o en todo caso hablaré yo solo- no queda, lamentablemente, sitio para el sentido de la orientación. Lo veo dar vueltas a Costa Rica (que, por suerte, es chiquito o chiquita, según) en busca, por ejemplo, de San José, y no puedo menos de angustiarme presagiando que -¡Dios no lo permita pese a su agnosticismo!- de dársele vuelta el inodoro mientras está cagando, il Furioso no podrá ya volver a salir del baño. Menos mal que Stéfano copilotea desde el asiento trasero, mostrándose ducho en el arte que los gringos llaman bacsitdraivin. Pero más mal que el Furioso nunca le hace caso de buenas a primeras, sino que de malas a décimas. Pese a todo, poco a poco vamos llegando adonde queremos y, no sin haber avistado el Pacífico desde una cima y el Atlántico desde la opuesta, damos con la casa de Mayra que equidista salomónicamente de ambos océanos.

Arribados por fin (en Viena ha dado entretanto la medianoche) a casa de Mayra en dos coches (multiplicados ellos como las patas y los panes), ya que se nos ha juntado en uno de los supermercados Victoria, saraca Victoria, la hija de Mayra, que ella sí conoce el camino de y a su casa y llegan un par de horas antes, las naifas y Stéfano emprenden la sagrada tarea de prepararnos el almuerzo al Furioso y a esta cronista: Crema de zapallo (wow!), marlín al ajillo (gee!) con camarones (yeah!), rociados intermitentemente del ayer mencionado Suvignon blanc solo que no Navarro Correas, como mentí, sino Trapiche (¡que lo parió!).

Hacia las dos de la madrugada del día siguiente en Viena, il Furioso me lleva a Alamo Rent-a-car donde me hacen entrega del que será en más mi vehículo personal de la Turca (¡no se impacientéis que ya va a aparecer y se me van a terminar las vacaciones!). De ahí, ya en caravana, vamos (aunque sospecho que no exactamente por el camino más breve) al…

EL ESCONDITE DE ORLANDO

Imaginaos, uaxini, el taller de un carpintero. Imaginaos ahora, el atelier de un fotógrafo de minas todo lo jóvenes, hermosas y en bolas que se pueda. Imaginaos seguidamente el conservatorio de un guitarrista profesional -o sea guitarrero que cobra-, con sus correspondientes carteles, afiches y fotografías de o con personajes célebres. Imaginaos, puestos a imaginar, el abigarrado depósito de un marchand de cuadros y de fotografías básicamente de minas fundamentalmente en bolas. Imaginaos a continuación el estudio de un traductor, con sus ordenadoras, impresoras, resmas de papel, cuadernos, vasitos con lápices en diversos estados de inservibilidad y de lapiceras que ha tiempo han olvidado su función y perdido su tinta. Imaginaos también la biblioteca ecléctica y nutrida de un amante de la literatura, de la filosofía, de la ciencia y de las minas en bolas. Y ya que estáis, imaginaos la cocina de un chef hecho y relativamente derecho, varias veces y ya definitivamente soltero, asiduamente aficionado a las paellas, los guisos, las parrilladas, los potajes, las sopas, los adobos y los aderezos, pero al que, con tanto bastidor o caballete que construir, original -es un decir- que traducir y mina en bolas que acomodar y reacomodar y encoger -es, pero parece que no siempre, un decir- y estirar y enfocar largamente, no le queda todo el tiempo que desearía -ni mucho menos que necesitaría- para lavar platos, cacerolas, sartenes, paelleras, coladores, copas, vasos, platos hondos, platos playos, platos de postre, pocillos de café, tazas de té, vasos, copas, vasitos, copitas, cuchillos, tenedores, cucharas, cucharones, espátulas y espumaderas, ni para deshacerse de latas, envoltorios, cajas, cajitas, cajones, bolsas de plástico y bolsas de papel, ni para guardar los martillos, destornilladores, pinzas, clavos, tornillos, bisagras, goznes y placas, ni para devolver a su sitio diccionarios, enciclopedias, glosarios, gramáticas o volúmenes de escasa relevancia para el mester de traducir y de distinta complexión y aspecto y en diferentes estados de lectura, ni para cerrar la tapa de la guitarra, ni para colgar los cuadros en las paredes, ni para sacarlos, cuando menos, de las sillas, o siquiera de la silla en que podría -es un decir- sentarse un hipotético visitante extranjero, ni para pasar la aspiradora -¿por dónde?- al piso que seguramente se esconde por algún sitio -¿pero cuál?

¿Ya está? Bien, ahora barajad industriosamente esas imágenes de modo que os queden diccionarios en la cocina, bastidores en el baño, paelleras encima del ordenador, martillos en el sofá y fotos de minas básicamente en bolas por todas partes y tratad acto seguido de encontrar lugar para un hombre como de mi edad, complexión regular, cabello cano, chaqueta de cazador y pescador empedernido -juro que sigue siendo cierto- que ostenta, entre los muchos blasones que jalonan su azarosa existencia, la de haber sido pinche en la OEA y embajador de Costa Rica en Moscú y tendréis una ajustada si pálida imagen del domicilio del Furioso. ¡Gonzalo Djembé, move on!

Traductores a fondo que somos los dos, amantes de la literatura como nos encontramos, gourmets como nos reconocemos, gourmands como nos comprobamos, alcohólicos en yunta que nos revelamos encargados de cuidar al sur de Mérida las tradiciones que el Charro y el moderéitor guardan celosamente en la parte superior del globo terráqueo, reminiscentes uno y otro de la Moscú de entonces, consustanciados ambos con la vida en su versión lúdica, no podemos menos de lanzarnos a intercambiar valoraciones, remembranzas, sentimientos y vaticinios sobre lo que tanto nos une: el amor por las minas jóvenes, hermosas y fundamentalmente en bolas. No han dejado de reverberar los escarceos iniciales cuando, atónitos, descubrimos que hemos tenido una novia en común pero -como descubrimos aliviados a poco de confrontar fechas- no al mismo tiempo. Hay cosas, desde luego, de las cuales un caballero no habla (respirad, naifas que sabéis perfectamente quiénes sois) pero dos sí, y que entre un Furioso de las minas fundamentalmente en bolas y un cafiolo de los Alpes son, como no podría ser de otra manera, tema de constante plática (volved, pues, a contener la respiración, chicas). Y como una cosa lleva inevitablemente a la otra, recuerdo va, fantasía viene, el Furioso me pide una descripción minuciosa y jerárquica de las naifas del foro. Como una imagen vale más que mil palabras y cien más que todo un diccionario, le sugiero que nos metamos en la página güeb a prescindir de la representación semántica. Y hete aquí que, pese a que están fundamentalmente vestidas, el Furioso se me queda mojando el teclado de una baba viscosa ante, para no citar más que tres ejemplos escogidos cuidadosamente al azar de mi último bárbequiu en la fifth del Giorgio antes de que nos peleáramos por culpa de Massera y Firmenich, las morenas lolas de la GabGal, los balsámicos ojos de la SuFís y la trenza numérica y característicamente singular de la Margarita Guaymallén de holandés (es que al Furioso le gusta mucho todo lo flamenco).

A eso de las cinco de la mañana hora de Viena, decido que es tiempo de salir hacia el aeropuerto a buscar -¿habéis adivinado?- YES!!!! a la Turca, que me viene de México. Se preguntaréis por qué, si yo vengo de Caracas el viernes, la Turca viene de México el sábado. Es una pregunta natural. No así la respuesta, que es la que sigue: Yo vengo a San José en misión de la ONU, con billete de la ONU, originado en Viena… a San José (¿me siguen?). Pero ella, o sea la Turca, viene a México en misión de la Unión Interparlamentaria, con billete de la Unión Interparlamentaria originado en Ginebra… a México (¿todavía están conmigo?). De modo que ella, o sea siempre la Turca, tiene a) que regresar de Viena a Ginebra con el billete de la ONU el jueves para b) luego volar a México con el billete de la UP el viernes y endespuesmente c) de México a San José, solo que esta vez con un billete comprado de su propio y peculiar peculio (¿van bien?). Y como no le da el horario (que tampoco el cuero) para seguir hacia San José el mismo día, pasa la noche con unos amigos míos en Chapingo (como quien dice La Plata, pero más cerca de Ezeiza) y reanuda su peregrinaje camino de mis brazos el sábado, o sea ayer.

Bueno, ¿pero y San José qué?, os estaréis preguntando desde hace un montón de palabras. Es lo que me pregunto yo: Y San José ¿qué? Porque San José, por desgracia, nada de nada. Es una ciudad quebrada de relieve orográfico y continuidad edilicia, de arquitectura dislatada (con perdón, que me lo sacaron del artículo de la revista de uacinos que me pregunto yo cuándo mierda va a aparecer porque me dicen que no está en el diccionario -”dislatado”, no la revista-), donde no queda ni un edificio colonial, pletórica de casinos de las más diversas layas y carteles de neón. Ya me estuviese yo arrepintiendo de haber metido a la Turca en gastos de no ser por la gran virtud doblemente reivindicatoria de esta urbe: la gastrosocial en sus cuatro vertientes: líquida, sólida, espiritual y culilólica. La gente es amable, dicharachera y hospitalaria. El sistema de salud funciona, parece, a las mil maravillas. No tienen ejército (ni han tenido guerra de la Independencia, de la cual Independencia se enteraron por carta que no están del todo seguros si vino de Guatemala, Nicaragua, Panamá o de una tía chismosa en Belice). Las calles están sorprendentemente limpias para un país alegre. E, inaudito, insólito e intrínseco, hasta los indios y los negros son blancos: Es el país más uniformemente ario de América (¡y nosotros que nos las damos de escandinavos, como el Naidich que nos habla en Svenska con un redondelito encima de la “a”!). Donde más llama la atención es en el mercado (una vez que il Furioso lo encuentra, claro), donde brillan por su ausencia los rostros cetrinos de las María Félix de este mundo: las campesinas que venden sus guanábanas, guayabas y guavas, plátanos, platanitos, bananos y guineos (porque acá cada banana tiene su nombre, como los chicos en Buenos Aires), granadillas, mangos y demás frutas que como los argentinos bien sabemos no existen son de una blancura que ni la ElsBitt en invierno y recién salida de una ducha teutónicamente minuciosa. San José queda en el medio geográfico exacto, o sea que a tres cuadras del Pacífico a la derecha, otras tres del Atlántico a la izquierda, cinco de Panamá para atrás y otras cinco de Nicaragua para adelante (a menos que nos chisten y nos demos vuelta, en cuyo caso hay que revisar los adverbios de lugar, claro).

Por cierto, un dato cultural curioso que, tal vez, explique la hostilidad entre il Furioso y una clara concepción de la geografía urbana puede radicar en el hecho de que las calles están numeradas, solo que no tienen el número puesto y las casas, en cambio, no tienen número. ¿Cómo explicar, entonces, por ejemplo al consumidor potencial, dónde queda la sastrería A la Guayabera Inglesa? Pues como hace el animador radial: Doscientos metros al sur de la Iglesia de San Chucho Mártir, o cincuenta y tres metros detrás de la Plaza al General Inexistente, o a doce centímetros y medio de la gomería “Las Lolas”. Lo cual tiene la indiscutible virtud de la precisión, un tanto mermada, es cierto, por la imperiosa necesidad de que en el paquete hermenéutico del consumidor potencial figure y pueda activarse el conocimiento de dónde mierda quedan la puta iglesia, la puta plaza o la puta gomería. Para convencer a los descreídos de siempre, paso a consignar verbátim las instrucciones para llegar a casa del hijo de un amigo argentino. Dice el hijo al padre que me diga:

“En cuanto a la dirección de nuestra casa (decile que se lleve brújula):

-De la iglesia de la ribera de Belén, 400 m al este
-Frente a los condominios Brittania
-Apartamento *4
-Para más datos le podés decir que queda a 2 minutos de Intel y a 2 minutos del hotel Marriot.

No va a ser fácil que llegue, pero que haga el intento.”

¡Pobre Furioso! Y uno que lo critica insensiblemente sin pensar en lo que ha debido ser crecer en un sitio donde el baño queda tres metros y medio al sur del bargueño que está a trece segundos de la cocina; o realizar el aprendizaje erótico con instrucciones tipo, A veinte centímetros al sur del ombligo y dos segundos arriba de las rodillas, mi amor.

Esta noche, el Furioso ha organizado peña gastromelódica en casa de Mayra (aprovechando la higiene vajillal ambiente). Lo que me hace recelar, empero, es que la Mayra le ha dicho que qué cocinar, en su casa de él que no en la suya de ella, y yo me pregunto, ¿tendrá lugar? Y, más acuciantemente, ¿le quedará alguna cacerola lavada durante los últimos
meses? Pero como ojos que no ven, correte ciego de mierda, prefiero no pensar.

Poco después de finalizados los pasajes precedentes, se me despertó -es un decir- la Turca, de modo que llamé al Furioso para pedirle consejo y este, con una generosidad que promete hacerse legendaria, me prestó a su hermana menor, Ingrid, del departamento vegetariano, que nos llevó a pasear por la mitad de Costa Rica que queda entre San José y el Cono Sur. Sospecho que la repentina generosidad fraternal del Furioso obedece, al menos en parte, al hecho de que le he adelantado el contenido de estas crónicas y él espera, en la conmovedora inocencia de su fuero más íntimo, que no lo deschave tan ignominiosamente. Fat chance! Pero no hagamos esperar a Ingrid, que se ha aparecido, con una puntualidad que hace honor a su nombre indígena, frente al Teatro Nacional para llevarnos a conocer el cincuenta por ciento austral de este país: Paisajes de un tropical morigerado; montañas que no han olvidado sus humildes orígenes como colinas, amables de escarpa y generosas de verdes; ríos que han olvidado provisionalmente la furia de los huracanes; caminos serpeantes, a veces asfaltados y de pronto no; puentes imprevisiblemente angostos y previsiblemente precarios; curvas que ni de mulata en posición fetal; señales todas de franco; tráfico dominguero un tanto lelo; campesinos de sombrero de paja, machete sin malicia y caballos al trote manso del feriado; mujeres y niños que van o vienen probablemente a ninguna parte o de ninguna; familias sentadas esperando nada; y encima de todo, el sol. Un sol que adivino despiadado cuando se pone en tren de trópico, pero que hoy no hace más que quemar tantito, como el guaro blanco cuando no se abusa. Salimos a las doce, y para las dos y media nos detenemos a almorzar en un hotel de ensueño. El edificio parece plagiado a una novela de Somerset Maugham, señorial pero sin pretensiones, rodeado de un parque impecable, a la vera de un río tan espejeante y bonancible que parece plagiado de los ojos de la SuFís. El comedor, elegante y fresco en la semipenumbra que le procura la galería, parece aguardar -en vano, claro está- a los personajes de un misterio de Agatha Christie. Almorzamos unos ceviches de telapia (el pescado favorito de Fleud) que están de re rechupete (salvo Ingrid, que, si bien está asimismo de rechupete, opta por unas papas vegetarianas). Regresamos al filo de las cinco y media.

Depositamos a Ingrid en casa de Mayra y nos aventuramos a encontrar a San José y el hotel -en ese orden- sin más brújula que la intuición. Y mientras la Turca apoliya el sueño de los justos palmados, yo me he venido al bar, a tomar la versión tica del mojito cubano (con guaro blanco, hierbabuena, azúcar, limón y mucho hielo), incrédulo de ver como he logrado asimilar nueve horas de jet lag en apenas doce, porque desde que me desperté ayer a las seis de la madrugada que no he vuelto a sentir que este no es mi horario, acaso porque no he podido sentir que este no es mi país.

Ahora me aguarda la ventura más aventurera y menos venturosa de todas: aventurarme a despertar a la Turca, que sabido es que no hay en el mundo nada más peligroso que un león herido o la Turca con sueño, excepción hecha, claro, del Bosco cuando desde un rincón oscuro le gritan “mediación interlingüe”, pero mejor me callo, a ver si después dice que el que lo busca soy yo.

EL VIEJO TRUCO DEL BILLETE DE CIEN DÓLARES

Largamente he debatido entre mí la oportunidad de dar a conocer esta veta oscura del Furioso. Sucede que el otro día me invitó -como veremos, es un decir- a almorzar en el restorán de un amigo. Hasta ahí íbamos bien. Llegamos y nos sentaron con deferencia no falta de pompa. Que Cómo está, Don Orlando, que Qué bueno verlo por aquí, Don Orlando, que Qué gusto, Don Orlando, que Siéntese no más, Don Orlando, y este otro también, que etc. Era (y probablemente continúa siendo) un restorán italiano, pero eso no tiene nada que ver salvo que pedí linguine al pesto que estaban muy bien, pero esto tampoco tiene nada que ver. Il Furioso, y esto tampoco tiene nada que ver, se pidió, como afirmación de su bien ganado mote, unos spaghetti all'arrabiata. Y tampoco tienen nada que ver el pinot grigio que -diz que para agasajarme- ordenó. Fue, mientras duró, un almuerzo agradable, nutritivo y convivial, a lo largo del cual il Furioso me fue interiorizando de sus diversos avatares. Yo había adelantado su pasado vergonzante como pinche de la OEA y embajador en Moscú, que desemboca con toda lógica en su presente de guitarrero flamenco, cantaor y mediador interlingüe con perdón del Bosco escrito. Cuál no habrá sido mi sorpresa (y, pensándolo bien, cuál SÍ habrá sido mi sorpresa) al enterarme que también fungió de conserje en un club de fútbol (que así interpreto la condición de “portero” de que me informó surgido que hubo el tema). Yo, que sé disfrutar de la buena compañía y de la buena mesa cuando es la compañía la que, de buena, tiene la bondad de pagar, estaba, precisamente, haciendo lo que sabía, o sea disfrutar de la buena mesa y de la buena compañía que me iba a pagar la buena mesa. Y hasta aquí seguíamos yendo bien. Entonces, il Furioso alzó el brazo derecho por encima de su cabeza de diplomático, guitarrero, cantaor, mediador interlingüe con perdón del Bosco escrito, portero de fútbol y pinche, haciendo chasquear los dedos pulgar e índice con una expresión de A ver si me cobran de una vez que tengo mucho que hacer y este coso me tiene repodrido con su teoría de la mediación interlingüe. A lo que acudió presto enarbolando la abultada adición un Ganimedes de anticipatoria sonrisa. Il Furioso examinó la cuenta con aire profesional, como diciendo las he pagado peores, exhumó una billetera que parecía más bien un bibliorato, y escogió con lenta estudiosidad EL (yo, en mi inocencia de ese momento, creí que “un”) billete de cien dólares, que tendió al Ganimedes con ademán a la vez magnánimo y displicente, como quien dice me quedan muchos más pero no se los muestro para no darle envidia ni a usted ni a este y por un prurito elemental de modestia. A lo cual el Ganimedes (y ahora creo recordar un intercambio de guiños de ojo que yo atribuí simplemente a un momentáneo olvido de las preferencias sexuales de norma) replicó contrito que, No aceptamos billetes de cien dólares. Il Furioso se puso ídem (y ahora creo recordar que el Ganimedes hizo un gesto como de repentina constipación que, bien mirado, podía interpretarse como de risa súbitamente contenida) y exigió la comparecencia inmediata del dueño, que, fíjense ustedes qué desdichada coincidencia, no estaba. Entonces que venga la administradora, clamó il Furioso ídemmente. Y vino, monísima, que Qué tal Don Orlando y Qué bueno verlo por aquí y Qué honor que coma nuestros tallarines, pero que Qué lastima que no aceptamos billetes de cien dólares. Como ya se acercaba peligrosamente la hora de la reunión y yo todavía tenía que ir a medio kilómetro al sur de la parada de autobuses, quinientos metros antes de la autopista que va para allá y a diez minutos de la gomería “Las Lolas”, decidí intervenir crematísticamente. Dejá que yo tengo cambio, dije, en un esfuerzo acaso superfluo por tranquilizarlo. ¿Tenés para cien?, preguntó il Furioso con una expresión que ahora evoco como demudada y premonitoria del pánico. No, no me alcanza. ¡Qué pena!, exclamó il Furioso mientras entraba a zapatear ídemmente en un paroxismo que en ese momento atribuí a un ataque de congoja. La cuestión es que sí aceptaban billetes de hasta 99 dólares.

¡Pero, para compensar, esa noche, invité yo! Fuimos a un restorán bien típico bien bueno llamado Nuestra Tierra donde cenamos la tablita de gallos, que no ha de interpretarse como un plato de madera con mariachis desafinados sino como una fuente circular con cuenquitos de mil vainas diferentes y tortillas para rellenar con las mismas que estaban deputamadre y cuatro cervezas bien pero bien frías y gran conversación pero yo me había olvidado la billetera de modo que tuvo que pagar il Furioso, que entonces decidió guardar EL billete de cien dólares para otra oportunidad y otro boludo.

Y ahora, cada vez que salimos, nos vamos a disputar quién invita, para que así termine pagando el otro.

PICHELES, JOFAINAS Y LOS AMIGOS QUE ME PRESENTA IL FURIOSO

En nuestras cabinas tenemos “picheles” de agua (¡qué le vamos a hacer!). Yo creía que era una deformación de “pitcher” (en el sentido de jarra que no en el de lanzador de pelota de béisbol). Igualmente engañado, dijo, había vivido il Furioso, que luego había descubierto que no -es decir que sí, o sea que sí había vivido engañado- y que “pichel” era una palabra de acendrada prosapia castellana, acaso derivada de “picha”, pero esa es mera hipótesis. La discusión etimológica se armó en circunstancias en que il Furioso me había recogido -¡les juro que es un decir, que yo no soy el Ganimedes del otro día!- camino de haber ido a buscar en la casa que aquel que va a venir después de “telefonino” tiene en la montaña y que es -la casa- un ensueño, en ese orden, su telefonino y a Jorge Poveda, un tico que se ufana de haber sido consejero de vayaunoasaberqué y viceministro de nosequecosa (es que acá parece que cualquiera consigue una changa en el gobierno) y que como tal negoció con Fidel Castro la liberación de Húber Matos a quien se trajo en avión de La Habana dando inicio, sin saber, al éxodo de marielitos (¡en serio!) y que antier (como dirían la Leti y el Charro) se la pasó contando anécdotas acaso verídicas pero quién sabe de sus relaciones íntimas con Kennedy y con Rómulo Betancourt y con un montón más de gente que tendrá mucho pedigrí pero que traducir nones aunque Jorge tiene escritas unas mil (¡en serio!) páginas de una historia de la concepción del universo. Bueno, que Jorge (que fue viceministro de nosequé y estaba de corbata porque venía de la Asamblea Legislativa pero en el BMW del Furioso) explicó que pichel era como una jofaina. Y como una cosa lleva a la otra y este es un hombre de vastas y variopintas memorias (claro, como ha viajado tanto y eso) de pronto evocó, dirigiéndose al Furioso: “Jofainas era lo que usaban las putas para lavarse en San José, ¿no te acordás?” No me quedó claro si il Furioso se acordaba o si ya está demasiado viejo.
Es que il Furioso conoce a y es conocido por todo el mundo. Como que vino y se inscribió en la conferencia así con formulario y todo y le dieron un pase con foto y todo y ahora viene como si fuera delegado y todo y todo mentira y entonces me presenta a gente de pro como el Jorge o el Erwin Cantillo que es un pintor deputamadre que la mujer lo sacó carpiendo de la casa y vive -el Erwin- en el estudio que lo tiene todo pintado como si fueran cuadros que solo le falta un retrato en la tapa del inodoro y que algún día les contaré la historia porque es de no creer pero valga de muestra el botón siguiente: Casado que estaba con su primera mujer va y se enamora de otra (que luego lo sacó carpiendo de la casa y por eso vive en el estudio todo pintado como si fueran cuadros pero creo que ya me estoy repitiendo). En medio de esa disyuntiva atroz, decide que hay que tomar una decisión y va y le dice a la que después lo sacó carpiendo que tenemos que hablar porque yo ya no puedo seguir así y justo van y pasan delante de la puerta de la casa de un amigo de Erwin que justo no estaba porque estaba de viaje como por Australia y que justo le había dejado la llave a Erwin que justo la tenía encima y qué te parece si entramos a hablar más tranquilos y se quedaron DOS MESES ENCERRADOS HABLANDO -es un decir- Y SIN SALIR!!!!! con toda la policía, la mujer de él, el esposo de ella, los acreedores de los dos y los empleadores de ambos buscándolos por todo el planeta.

LA OTRA CARA DEL FURIOSO...

O, mejor dicho, la otra ropa. Porque ayer, con la solidaria ayuda del susodicho, organizamos una gran cena gran en un restorán típico llamado Nuestra Tierra, que ya ha sido mencionado en estas mismas crónicas, a la que asistimos los nueve intérpretes (inter nos, tres venidos especialmente de Niu Ior), los tres asistentes de conferencias (dos austríacos y un peruano), la mujer y las dos mellizas de siete años cada una de uno de los intérpretes neoyorquinos, una tica más güena que la más infiel de las traducciones que (la tica, no las traducciones) el gobierno de Costa Rica nos ha facilitado -es un decir- para que nos ayude no se sabe bien a qué pero qué importa, el hijo de un compañero mío de colegio primario (!!!!) y secundario que se casó (el hijo) con una tica y vinieron con otra parejita ídem, un gringo de Nebraska ultramacanudo de nombre Gary y una señora de gris que creo que se equivocó de mesa.

Con il Furioso quedamos en que venía a recogerme -sigue siendo, por dicha, como dicen aquí, un decir- al hotel/centro de conferencias a eso de las seis porque además había una recepción con trago gratis, ocasión esta que il Furioso entre amarrete, indigente y borracho no podía desperdiciar. Yo estaba hablando por teléfono con mi analista (¡y sí, después de todos estos años sigo sin poder romper el cordón umbilical!), de modo que no me percaté de una presencia discreta hasta el sigilo que aguardaba con toda humildad que me dignara darle pelota. Tanto no se la di, que la presencia hubo de increparme con un, ¡Pero che, no te das cuenta que estoy aquí desde hace una hora!

Mis oídos, desacostumbrados a este tipo de desplante por parte de los múltiples subordinados sobre los que me toca reinar, reaccionaron con una sorpresa no exenta de indignación, tras lo cual mis ojos, habituados a una turbamulta genuflexa y suplicante de vacaciones, se pasearon de arriba abajo y viceversa por la presencia de marras, pero sin atinar a atribuirle ontología social precisa. La presencia manifestaba, es cierto, un dejo fisionómicamente familiar. Pero ¿a quíén podían pertenecer aquel traje gris, aquella camisa planchada, aquella corbata hawaiana con pañuelito medio maricón haciendo juego desde el bolsillo superior del saco, aquellos zapatos prácticamente lustrosos? La incógnita persiste, pero al margen de a quién hubieran podido pertenecer, el hecho es que los lucía -y NO ES un decir- el propio furioso en su repentinamente atildada persona.

Huelga describir las expresiones de albricias, leticia, alegría, contento, gozo y exultación que debieron haberse superpuesto y sucedido en mi rostro cuando hube por fin reconocido a mi viejo amigo debajo de tantos oropeles sartoriales. Il furioso, al ver mi mal disimulado estupor ante tamaña apostasía de sus más caros -bueno, tan caros en realidad no, más bien baratísimos- y acendrados principios de jipi, procuró tranqulizarme explicándome que había decidido -y no sin una profunda y contradictoria cavilación- rescatar de un prolongado desuso LA corbata, LA camisa, El traje y LOS zapatos por si había minas jóvenes y hermosas a quienes proponer la refrescante aventura de fotografiarse fundamentalmente en bolas. Yo me apresuré a disuadirlo con el incontrovertible argumento de que, ¡Aquí no, animal, que me conocen! Ante lo cual, il Furioso, elegante, sin duda - bueno, con pocas- pero mohíno, buscó inmediato y abundante refugio en el alcohol.

Unas pocas copas después, elegí para nos dos intérpretes mujeres una de cabina francesa llamada la intérprete Helène y otra de cabina española llamada la otra intérprete Claudia y nos fuimos a Nuestra Tierra. Il furioso se puso a manejar con una mano mientras con la otra entró a revolver entre los abundantes trastos que porta siempre en su BMW verde que tanto impresionó a las dos intérpretes mujeres hasta que encontró la cámara fotográfica y ya iba a solicitarles que por favor a ver si sacaban un poco de ropa que yo, aliviado, grité ¡Es aquí! y entonces estacionamos y las dos intérpretes mujeres descendieron pero no tanto como si no hubiéramos llegado.

Comenzó a caer gente al baile, entre ella la tica antinómica de una traducción fiel, que se sentó a mi lado pero también al del Furioso, que inmediatamente sacó la cámara fotográfica y yo le tuve que dar una patada en los leones recién planchados por debajo de la mesa (la patada, no planchados).

Por cierto que, en un gesto de internacionalismo que lo honra, il Furioso se había tomado el laburo de confeccionar las respectivas banderitas de las respectivas nacionalidades de los respectivos comensales salvo la señora de gris que cero que era noruega, a saber: las de la Argentina, Bélgica, Costa Rica, los EE. UU., Francia, Galicia, México y Perú. La cena procedió sin mayores contratiempos (claro, yo le había escondido al Furioso la cámara fotográfica detrás de una botella vacía, donde sabía que jamás se le habría ocurrido buscarla).

Al cabo del ágape (se me acaba de ocurrir que una cena modesta es un Agapito) nos desplazamos al local contiguo a escuchar a un espléndido trío de guitarras y batería y a solazarnos con el despampanante samba que se bailó la novia del dueño mientras il Furioso buscaba ídemmente su cámara fotográfica en la oscuridad.

Como a la medianoche, y antes de que el BMW se le transformara en zapallo, il Furioso nos depositó en el hotel y se fue corriendo cámara fotográfica en mano en dirección que bien pudo haber sido de la zona rosa, pero nunca se sabe y no es cuestión de sembrar cizaña injustamente así que mejor no digo nada de lo mucho que estoy pensando. Y, además, poco importa en qué dirección haya pretendido partir, porque seguro de que se fue en otra.

Esta noche me ha invitado a cenar en casa de unos primos (fíjense como siempre la invitación es a que me dé de comer otro).

EL TOBOGÁN

El viernes, tras la charla en la U, il Furioso me llevó con Mayra al Tobogán (o Tobogán a secas, que lo del artículo es más que batallón ¡y a buscar la acepción en el mataburros carajo!).
El Tobogán no tiene absolutamente nada que ver con su nombre, salvo que, siguiendo la práctica costumbre local, se sigue denominando como lo que había en la época de la colonia, que era -lo que había, no la época de la colonia-, parece, un tobogán. Trátase de uno como quincho gigantesco, o como caparazón de un inmenso quelonio de paja, al cobijo del cual tocan por noche en sucesión tres orquestas de salsa diferentes. Me tocaron dos de ellas, una mejor que la otra, ambas de dieciséis músicos así divididos: dos trompetas, un trombón, dos saxos, bajo eléctrico, teclados, cuatro frenéticos percusionistas y cuatro vocalistas de frustrada vocación terpsicoreana. A decir verdad, yo no había detectado hasta entonces entre el hembraje local un número estadísticamente significativo de papusas de pro, lo cual me tenía un tanto alicaído y mohíno. No más entrar en El Tobogán comprendí que lo que ocurría es que estaban todas allí, bailando. ¡Qué minas, uaxini de masculina persuasión! ¡Y cómo movían todos los chiches de la carne con que el Señor, en su magnífica si selectiva munificencia, las ha dotado a ondulantes raudales! Era aquello un festín para los ojos, un banquete para los oídos y un suplicio para el corazón de este cafiolo que se bate -el corazón, literalmente- por seguir dando cada vez más menguadas ínfulas a un cuerpo sin remedio senescente. ¡Proteicas naifas de caderas cimbreantes! ¡Grelas espigadas o apenas rollizas de senos turgentes y en perpetua conmoción! ¡Diquerísimos mosaicos de piernas que no conocen más descanso que el del período refractario del varón! ¡Hembras de ojos fulgurantes que anuncian mil muertes deliciosas al hombre que sepa plantárseles de frente, el pecho abierto y el seso entumecido! ¡Minas contundentes, definitivas, terminales! ¡Implacables animales del trópico, aromáticas de caña, de mango y de guayaba, calientes como el sol caliente y lenitivas como la noche estallada en mil astros bonancibles! Os he mirado no mirarme desde una mesa lateral y desangelada, en solidaria desazón con mi Furioso amigo, mientras vosotras le sacabais tropical viruta al piso en brazos de muchachos envidiables o envidiables gerontes de mi estirpe, solo que dotados de piernas de gamo. ¡Oh, señoras mías que ni me conocéis siquiera! ¡Oh, luz de mis ojos y azote de mis pensamientos! ¡Oh, dueñas de mi sueño y suplicio de mi vigilia!

Y como a eso de la medianoche me entré a morir de nono, il Furioso y Mayra -a quien no he dedicado los ditirambos de supra por respeto a su señor hermano, pero que es un minón al estilo la Leti, de ojos que nada tienen que envidiarle a los de la SuFís y piernas que más las quisiera una jovencita menor de sesenta pirulos- me llevaron al hotel, donde adormileme entre ensoñaciones que al poco se hicieron sueños, abrazado a dos almohadas, que venía como embalado, ¿viste?

ADIÓS FURIOSO

Bueno, ya me he ido de Costa Rica y escribo desde mi Viena entretanto primaveral. ¿Qué crónica anotar postrera que haga justicia a mi experiencia a la vez que al país y a la gente que la nutre? ¿Qué crónica anotar que haga justicia al Furioso tico que la hizo posible? Recuerdo que, partiendo ya de Monterrey, se me caían las lágrimas virtuales. Pues helas aquí otra vez por la pantalla de silicio. Salvo tres de las cuatro jornadas con la Turca, vi al Furioso todos los días, o sea que, si mal no calculo -con perdón del término del término- nos hemos visto unas once o doce veces. Cenamos en el hotel el viernes -yo con mis ocho horas de jet lag y 22 de viaje encima que repito hoy con borgiana simetría-, y el domingo en casa de Mayra. Después me fui a dar vueltas por los dos océanos y la montaña que los deslinda. De regreso, el viernes 16 fuimos donde Edwin, y el sábado creo que me di un respiro y el domingo donde Jorge, y el lunes a estrenar Nuestra Tierra y el bar de al lado para escuchar aquel trío de guitarras y que el Furioso se me enamorara de la cimbreña Marcela, y el miércoles a cenar con la turbamulta onusiana en Nuestra Tierra y tras cartón a escuchar nuevamente al trío de guitarras, esta vez con apoyo rítmico, en el bar de al lado y a que el Furioso se quedara embobado mirando bailar a la ondulante Marcela que por tercera vez irrumpe en estas crónicas, y el jueves donde Rodolfo, y el viernes a dejar la ropa en la lavandería de al lado de la casa de los viejos del Furioso, y a almorzar francés en un centro comercial tratando inútilmente de competir, conversación inane mediante, con una reiterada caravana de hembras jóvenes y hermosas, tras las cuales se iban los ojos y la mente del Furioso, que no podía dejar de visualizarlas fundamentalmente en bolas, y después a la U. y más tarde al Tobogán, a envidiar hombres y admirar mujeres, y ayer, sábado, a Puerto Arenas a comer mariscos mirando el Pacífico, y a la noche donde Francisco, y esta madrugada a las ocho el Furioso se apareció para llevarme al aeropuerto y el abrazo que nos dimos (reminiscente del que nos fundió en noviembre de 2002 con el Charro, pero sin que apestara a alcohol) debe haber suscitado las sospechas de más de un malpensado cuando no envidioso.

Il Furioso tiene una familia para todos los gustos: el primo Rodolfo es aproximadamente multimillonario, y su tío Enrique ha sido, entre otras cosas, Ministro de Gobernación (o sea del Interior) y embajador en España y, si no yerro, en la entonces Unión Soviética, veterano de la Revolución del 48 e ideólogo de la socialdemocracia vernácula, pero su hermana del Furioso, Evelyn, se ex-casó con un cartero californiano que se lo presentó el primo bombero (¡sic!) que vive por esos pagos. Contaban ayer Mayra y Furioso cómo de niños su tío, el maquinista del ferrocarril eléctrico al Pacífico (¡RIP!) los montaba en su paquidermo con trole y se los llevaba de monaguillos a guardarlo en el depósito y el padre del Furioso -que también conocí- es predicador evangelista. Il Furioso habla con la misma familiaridad de presidentes y putas (tan cerquita que están alfabéticamente), y artistas y embajadores y ministros y gentes de a pie y traductores y modelos jóvenes y hermosas básicamente en bolas. Y cuenta, además, de sus avatares como pinche de la OEA cuando le tocó casi que desembarcar en Santo Domingo con los marines de nuestro Gran Hermano del Norte, y de cómo el Secretario General lo quiso echar a la mierda pero los embajadores lo protegieron y el del Brasil lo hizo su secretario privado cuando lo nombraron -al del Brasil, que no al Furioso- Presidente del Consejo, y de cómo empezó su fulgurante carrera diplomática de bien pagado embajador en Moscú para terminarla de chofer ad-honorem del Embajador en España, y como fotógrafo artístico de minas jóvenes y hermosas fundamentalmente en bolas, y como traductor, y como cineasta, y como dramaturgo y como dos o tres mil cosas más. Y no sigo porque le he dado exactamente una semana para que lo cuente él mismo con sus propias palabras en un castellano impoluto de localismos cual es últimamente su quimérico apostolado de rebelde a cualquier cordura.

Il Furioso es un hombre adornado de casi tantas prendas cuan resulta menester para compensar por aquellas de las que hace despojarse a tantas minas jóvenes y hermosas a fin de poder captar gráficamente su belleza para solaz de la posteridad básicamente en bolas. Digo casi tantas porque no le caben a él todas las que les hace deshojar a ellas. En efecto, il Furioso sufre de la ausencia de una prenda, acaso secundaria, pero no por ello menos inconveniente: la para otros tan atávica del automovilismo deportivo o, aunque más no sea, eficiente. Il Furioso maneja, creo haberlo especificado, un BMW verde que, estacionado, da la impresión del leopardo al acecho de su presa, presto a lanzarse a un asalto tan raudo como fulminante. Uno se sube al bólido adormentado y se apresura a abrocharse el cinturón como mínimo recaudo frente a la que se anuncia cual aceleración pasmosa que si el conductor no frena a tiempo acabamos de narices en el Canal de Panamá o, si lo hubiere, en el de Nicaragua. Y, en efecto una vez más, antes de iniciar la cuenta regresiva, il Furioso se calza unos guantes chetísimos de carpincho por la parte de las palmas y de un reticulado de finísimo algodón por la del reverso como los que lucía aquel Gassman legendario en el legendario Il Sorpasso (¿recordates, gerontes?). Y luego se abrocha él mismo su cinturón (claro, no va a esperar que se lo abroche uno, ¿y si estuviera solo?). Y acto seguido calza la llave fálica en el vaginal agujerito que esta al lado izquierdo del volante, y la hace girar con una expresión vecina del orgasmo, y el motor se enciende como una hembra penetrada por su hombre (o algún conocido o no tanto pero bien dotado y voluntarioso), y entra a ronronear, tal un tigre que despertara venteando la cercanía de la presa, o -siguiendo por la pendiente del símil inicial- una tigresa penetrada por un tigre que despertara en tren de asegurar la pervivencia de la especie. Il Furioso coge -ya que estamos- la palanca de cambios y calza la primera velocidad -es, como no tardaremos en verificar, un decir-. Un ligero golpe de acelerador le basta para corroborar las ansias de velocidad de la teutónica macchina. Suelta entonces el embrague como el macho afloja su garra una vez que la hembra está debidamente ensartada y en tren de disfrutar de la cosa. Y con un zumbido de misil que abandona la superficie terrestre sediento de estratósfera, el BMW se pone en marcha. Solo que a los pocos centímetros comienza a protestar en una serie de espasmos cada vez más lastimosos, mientras il Furioso escudriña con lenta y estudiosa mansedumbre primero a la izquierda, luego a la derecha, después atrás y por fin adelante, solo que como hace mucho que ha escudriñado para la izquierda y es probable que en el ínterin Costa Rica haya importado un camión más y que, justamente, el mismo haya tomado precisamente la misma arteria que il Furioso se propone encarar, il Furioso vuelve a escudriñar, previsor, a la izquierda. Una vez razonablemente cierto de que todos los vehículos de Centroamérica han dejado de circular, il Furioso espolea a su fiel corcel de acero con una quinta acaso prematura y este enfila por fin hacia el próximo semáforo. Para compensar su inclemente desdén por las más elementales convenciones de la urbanidad gazmoña, pacata y provinciana tan propia de este país cuyo héroe nacional es un cartero, il Furioso es, huelga decirlo, un custodio del reglamento de tránsito y celoso esclavo de las velocidades máximas -es un decir, porque de máximas, en rigor, no tienen nada- de su país, que oscilan entre los prudentes 25 kilómetros por hora en la planicie y la montaña y hasta 80 por la autopista en la cuadra antes de llegar a Alajuela y entonces uno se entusiasma y se pasa. Sabedor de que estas sabias limitaciones al instinto rapaz de los automovilistas pueden llegar a conspirar contra la puntualidad, sobre todo si la cita es ese mismo día, il Furioso guarda en su prodigiosa memoria toda una red de atajos. Lástima que se le mezclan un poco de modo, por ejemplo, que regresando de Punta Arenas me llevó por el que le permite ahorrar dos cuadras regresando de Puerto Limón a Sixaola en la frontera con Panamá.

Uno de los momentos -o, mejor dicho, serie más o menos interminable de momentos- más apasionantes, si también de mayor riesgo, fue el singular duelo de bólidos que il Furioso no se arredró en trabar con otro vampiro de la ruta. El primero de varios encuentros se produjo a la salida de una curva cerrada, que il Furioso había salvado condescendiendo a una cuarta heroica. Ya comenzaba a acelerar nuevamente, ya el BMW arañaba una vez más el MAX I (o sea la velocidad máxima costarricense uno, equivalente a los 25 kilómetros de distancia lineal por hora transcurrida) cuando trut-trut-trut se dio prácticamente de bruces con…

¡¡¡¡EL CAMIONCITO DE LAS GALLINAS!!!!

Tratábase, en efecto, de un camioncito cargado de gallinas, como la precedente descripción tan claramente lo indica, y conducido por un señor de bigotes, camisa celeste y sombrero de paja de (el señor que no el sombrero), semblante campesino y falazmente bonachón. Al observador desavisado el camioncito y su pachorro piloto pudieron, quizás, haberle parecido contendientes de escasa monta, en rigurosa Babia que se veía el primero y abollado, vacilante y envuelto en una espesa nube de humo como aparecía el segundo, pero un ojo más penetrante y avizor no habría tardado en percibir en aquella diríase que agonizante catramina a un contendiente temible y más implacablemente tozudo que el Bosco denostando la mediación interlingüe. La mano impaciente del Furioso oprimió, empapado guante cheto por medio, el pomo de la palanca de cambios del BMW en un movimiento que no se decidía entre la recientemente superada cuarta o una más remota tercera, en tanto la quinta vigente arrancaba al noble automóvil tudesco un prolongado tartamudeo de protesta como de quien dice, Por qué mejor no te compraste un tranvía. Por dicha, como dicen los indígenas del lugar, avecinábase una de las esporádicas rectas, de modo que il Furioso, tras haber realizado un minucioso estudio del espejo retrovisor interior y de los dos exteriores y no sin antes haber investigado el panorama del lado derecho, porque nunca se sabe, hizo una imperceptible torsión de muñeca zurda, mientras que la derecha seguía desconcertando la palanca de cambios, y la trompa verde metalizado del BMW se abrió a unos diez centímetros del paragolpes trasero del camioncito, observado con avícola curiosidad por los astutos ojos de las como treinta gallinas que ocupaban las diez últimas jaulas que se apilaban precariamente sobre la cajuela temerariamente pendular. El camioncito le lanzó entonces un trut-trut-trut que era como un guante de hollín en pleno rostro. Los músculos de la cara del Furioso se contrajeron en un rictus de pendencia. Los cinco dedos de la mano derecha parecieron querer arrancar de cuajo la palanca de cambios que gimió como doncella violentada ante la inesperada ¡SEGUNDA! Se encabritó el motor, que no tardó en comunicar su impaciente sacudón al resto del coche, incluida la cabina en que estábamos, en ese orden, il Furioso y yo; las ruedas se empecinaron en morder el pavimento, la nariz de nuestra nave se apartó entonces decidida del flanco derecho de la carretera y… ¡ay! Al fondo de aquella recta providencial emergió, escupidora de asado y cortadora de mayonesa, una bicicleta colorada con un señor de -¡lo habéis adivinado!- bigotes y sombrero de paja, seguramente pariente y cómplice del del camioncito aleve. Il Furioso se vio, pues, compelido a una brusca maniobra de evasión que casi nos hace incrustarnos en una palmera. Tan oportuna fue aquella desesperada operación de soslayo que cinco minutos más que hubiera demorado y, de puro aburrido, no cuento el cuento. No voy a abundar aquí en la larga lista de amagues que tomó superar por fin al pérfido camioncito, pero no puedo dejar de consignar el cacareo de fingida displicencia con el que las cien gallinas de las jaulas apiladas a la izquierda de la cajuela nos fueron saludando pendularmente a medida que, una a una, las íbamos pasando sin cuartel.

Pocos minutos después -que a mí, sin aliento como estaba, me parecieron un montón más-, el BMW victorioso recuperaba su mano, impaciente ya de nuevas lides y renovadas victorias, para trepar kilómetro a kilómetro a una vertiginosa MAX II (o sea 40 kms de distancia aproximada por cada sesenta minutos de tiempo real). ¡Naturaleza perversa! Bien dice el dicho que el hombre propone y Dios lo caga… bueno, en este caso preciso, no exactamente, porque lo que me dio a mí fueron ganas de mear (producto indudable del prolongado susto que venía llevándome desde hacía veintisiete kilómetros). El Furioso detuvo a trepidantes regañadientes aquel auto que apenas acababa de reencontrarse con su vocación de Fórmula I, y yo descendí con el nabo hecho un estropajo, busqué refugio contra unas cañas de azúcar, extraje largamente mi prolongado atributo, lo orienté en la dirección opuesta a mi espalda y me abandoné al sucedáneo del orgasmo mientras en el horizonte iba creciendo el ominoso trut-trut-trut del camioncito que nos superó burlón en medio de una nube de humo entre la cual resonaba el cocococó vengativo de las cien gallinas que se apilaban del lado derecho de la zangoloteante cajuela.

Pero llegamos. Ese mismo día, quiero decir noche, llegamos. Y a medida que nos aproximábamos al vecindario donde mora il Furioso iban encendiéndose las luces de las casas y corriéndose la voz de ligustro en ligustro hasta que cuando, por fin, dimos vuelta -no sin haber hecho un exhaustivo estudio de los 180 grados circundantes- la esquina y entramos a avanzar por la cuadra domiciliaria salvando aquellos últimos treinta y dos metros, el barrio entero salió a recibirnos, las niñitas con flores y sus madres con ofrendas de comer. Y saludando con la mano enguantada, il Furioso se apeó entre la admiración de los párvulos, el arrobo de las doncellas y la envidia de los varones. Y en este punto donde debiera tocar a su fin este relato, una duda atroz se adueña de mí y me sobrecoge: ¿Habrá llegado ya del aeropuerto?

REIVINDICACIÓN Y DESAGRAVIO DEL FURIOSO

Uaxini, ahora en serio, y muy a contrapelo de mis vitriólicas propensiones. Il Furioso es un tipazo de los que bueno bueno. Pocas veces me ha tocado la suerte -el privilegio, más bien- de tener a alguien tan macanudo y tan sapiente casi que de chofer -con las limitaciones apuntadas en otra crónica que no es del caso reiterar aquí- y dispuesto a lo que sea las 24 horas del día -que incluyen, como es sabido, las de la noche-. Acaso lo más extraordinario de este extraordinario espécimen de todo un poco es, precisamente, lo poco que se ufana de ello. Es que en los xxx lustros -no quiero deschavar aquí la distancia cronológica que media entre il Furioso que conocí y el fórceps que lo arrancó al mundo, pero pongamos que doce- que en lo que lleva de factótum por el planeta caben más vidas que las que muchos tenemos para contar-. Nos encontrábamos con cualquier pretexto -aunque con decidida primacía de los gastroetílicos, que il Furioso no tuvo mejor idea que cerrar el estudio fotográfico durante mi estadía, miren uestedes el sacrificio de que es capaz este hombre en aras de la amistad y la traductología-, y entrábamos a charlar hasta por los codos, y, difícil de creer como pueda resultar a algunos obsedidos por la morfina, el sexo y esas cosas, básicamente -¡no, no lo que están pensando!- de traducción y de nuestra querida lengua. De la recua de personajes que il Furioso ha frecuentado, de su presencia en el Festival de Cine de Uzbekistán o alguno de esos países, de sus codeos con lo más granado de la nomenklatura soviética o, si a eso vamos, tica, no he hecho más que salpicar apenas mis crónicas con ocasión de que me llevara -¡en su BMW verde!- a casa de Erwin, de Poveda o de Rodolfo. Yo le he insistido en que cuente aquí aunque más no sea parte de esas aventuras desopilantes, como cuando agarró literalmente del cuello al peruano en Dominicana, o las anécdotas con los guardaespaldas del Presidente Carazo. Ese hombre es una mina de vida, y es lástima que se niegue a mostrar todo ese oro.