jueves, 2 de octubre de 2008

CRÓNICAS VEINERE0INVERNARIAS (febrero de 2005)

14 de febrero

Corterplo la nieve que cae blardamerte...

como entonaría el Zorzal. Uaxini, está cayendo -aunque no del todo-una nevisca tupida que el viento zarandea para todos lados. Nunca había visto tanta nieve dar tantos y tan contradictorios bandazos. Los copos se me hacen insectos, como si tuvieran vida propia y anduvieran dando vueltas en blancos y arbitrarios enjambres. Muchos se me vienen encima, rebotan contra los enormes cristales que me separan del mundo y vuelven a las andadas por el éter, sin decidirse a tocar tierra. Tanto, que el suelo no termina de ponerse blanco. Un espectáculo realmente insólito. Ha de ser, calculo, una de las últimas bravuconadas del invierno, pero pareciera que ya no le da el cuero.

15 de febrero

Última bravata del invierno (¡espero!)

Ya ayer hacia las noive, regresando del club adonde acudo cada tanto a ver si me puedo mantener joven y hermoso, se me fue cubriendo Viena de una leve pátina como de azúcar impalpable. Para cuando llegué a casa, los autos que llevaban rato reposando iban pareciéndose a descomunales merengues de crema chantilly.

Esta mattina, desperté cara a un espeso cortinado de copos que me aislaba de mis vecinos de enfrente. Cuando salí, tuve que adivinar cuál de esos mamuts albinos era mi coche. Con la nieve hasta los tobillos fui abriéndome camino hacia la puerta y luego hube de hurgar en busca de la traba. Al abrirse, la portezuela dejó desplomarse un minialud sobre mis pantalones. Encendí el motor y seguí camino del baúl. La tapa, que parecía pesar una tonelada, se abrió entre gemidos de nieve apretujada y bisagras ateridas. Saqué el limpiador y me apliqué a la ímproba tarea de sacarle toda esa crema a la carrocería. Empecé por el techo. El limpiador desapareció en unos diez o doce centímetros de tierno espesor. Poco a poco el Mazda fue recuperando su ontología azul. El motor ronroneaba regocijándose en el calorcito. Después del techo, les tocó a las lunas y los parabrisas, y, de postre, al capó y los faros. Antes de montar, a sacudirme, que si no después uno termina empapado, y a limpiar bien los zapatos. Por fin el cinturón y la marcha atrás.
El noble corcel mecánico se encocora apenas aplastando o corriendo la nieve que lo acordona contra la acera, y por fin las ruedas delanteras muerden -nívea pelusa por medio- el pavimento por la trocha que otros vehículos -seguro que de pajueranos como uno- han venido renovando desde más temprano (son las ocho de la madrugada y la mayoría de los vieneses, duchos en estos menesteres, ha optado sensatamente por dejar el auto tranquilo).Las calles están impolutamente blancas. Toda Viena parece una delirante torta de bodas o una gigantesca máscara Kabuki. Los pocos audaces que la surcamos vamos dejando huellas efímeras, levantando un fino polvo de harina y desparramando un levísimo susurro. Manejamos con cautela: hay demasiadas interferencias entre el imaginario betún del pavimento y el volante peligrosamente inútil. Algunos no han tenido tiempo o ganas de desencumbrar sus Volkswágenes o Audis y van arrojando cascotes malhumorados. Los tranvías parecen suspendidos, guiados milagrosamente por la memoria de losinvisibles rieles. El cielo se confunde con el aire en una sutil masa de algodón grisáceo. Los semáforos insisten heroicamente en su juego de luces que nadie logra percibir sino a último momento. Los pocos viandantes semejan bultos de sal y pimienta que se desplazan con torpeza y sin innecesario apuro: hoy es dado llegar tarde a cualquier lado o, incluso, no llegar. Por la radio anuncian diversas catástrofes en miniatura, precaven del retraso de trenes y tranvías y exhortan a dejarse de joder y no aventurarse a sacar los automóviles (pero uno es argentino, y el auto es el tercer zapato, y no es cuestión de salir parcialmente descalzo con este tiempo, ¿vio?).

Es, tal vez, mi última nevisca de funcionario internacional, y eso me la torna entrañable. Aquí, desde el uterino calor de mi oficina, en medio de todo el silencio que consiente la sinfonía 45 de Haydn, distante de Alguienita que ya viene, en ciernes indulgentes de la sesentena, con el regusto amigo del café desocupando poco a poco mipaladar agradecido, sereno de corazón, de seso, de riñón y de bolsillo (¡oh, receta sencilla de la leticia!), miro nevar y nevar sobre una Viena que ya no puede ser más alba. Algún día recordaré este instante con nostalgia infinita: mi melancolía de entonces es parte de mi felicidad de ahora.

17 de febrero

Morning-after blues

Si ayer Viena semejaba un dilatado pastel de merengue, hoy luce como las sobras. Las calzadas han recuperado su negro húmedo, que guarda aquí y allá rastros de la trocha dejada por el tenedor del tránsito. A los costados, como abandonada por un comensal ahíto, la crema se amontona endurecida y resquebrajada, dejando ver el relleno de dulce de leche y chocolate mezclados con ceniza. Sobre las aceras, un millón de pasos ha apisonado la nieve hasta convertirla en una irregular cobertura de hielo traicionero. Sobre los techos, todavía blanca de a ratos, va raleando la capa de chantilly, como si, raspando ya el fondo del frasco, al cocinero celestial hubiese pasado una espátula descuidada que no ha logrado cubrir bien todo el pastel.
La novia de ayer acaba de despertarse desgreñada, con el velo corrido y el vestido manchado. ¡Lástima!