jueves, 2 de octubre de 2008

CRÓNICAS CRACOVIÉTICAS (OCTUBRE DE 2006)

Como el año pasado a estas alturas, ando por Varsovia, trabajando por cuenta de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. Para cuando salí de Viena, el verano se había dado definitivamente por vencido, y tras una resistencia heroica periclitaba su calidez y abandonaba el cielo. Llegué a Varsovia el domingo 2, escoltado por una llovizna gris que apagaba todo conato de color. Así fue hasta el viernes. Por la tarde el cielo y el sol habían vuelto a amigarse y los colores agradecían variopintos la nueva oportunidad de lucirse.
Aprovechando que el otoño parecía dispuesto a deponer su adustez al menos por un par de días, decidí que este fin de semana iba a intentar suerte existencial en Cracovia. A las ocho de la madrugada me ponía en marcha, justo al mismo momento que el tren. El paisaje es agradable, pero monótono: casitas impecables en medio de impecable verde, arbolitos de juguete, alguna carretera que seguramente viene de alguna parte y a alguna parte va, cielo sin maldad, pero ni una colina que haga ondular la mirada. Dos horas más tarde sí el relieve comienza a desencajarse apenas, con curvas suaves de niña en los arrabales de la pubertad. Aquí lo que pronto será un seno. Allá el proyecto del otro. Más cerca, el vientre que se desaplana casi imperceptiblemente.
Y llego a Cracovia. He reservado por Internet un hotel por menos de cincuenta euros, pero queda in culo mundis. O sea, como a lo que después resultan seis dilatados kilómetros del centro. He decidido ver Cracovia hoy, porque mañana no sé si podré mirarla con los ojos tan diáfanos. No bien arribo, arreglo, entonces, la excursión para mañana y averiguo como ir pa’l centro de rompedor, al decir del tango, pero sin pagar taxi. Me tocan cuatro o cinco paradas de autobús hasta la terminal del tranvía y de ahí otros quince minutos sobre rieles. Así atravieso el Vístula que, como el Ebro en Soria, describe su amplio arco de ballesta (salud, viejo Antonio Machado!) y llego al Wabel (con la “l” atravesada por un diacrítico artero), que es la plaza del castillo de varios reyes de Polonia, que Cracovia fue capital durante unos cuantos siglos. Al llegar, veo al partir el double-decker turístico y me lo tomo.
Cracovia es una típica ciudad austrohúngara. El muro de otrora ha sido, como en Viena, sustituido por una barbacana de jardines y una avenida que describe su aguda elipsis de Vístula a Vístula en torno de la ciudad vieja… como en Viena. Caigo en la cuenta de que hay en Europa dos ejes que se intersectan mas o menos en Zurich. De los Alpes arriba, Europa abandona la cada vez mas remota romanidad. Y al oriente del del cuadrante meridiano que une Helsinki con Milán se va telarañando de tranvías. Estamos a inicios del cuadrante eslavo. Acaso dos horas sinuosas de tren Tatras traviesa llegaría nuevamente a Zvolen.
Cracovia se parece mucho a Praga que se parece a Ljubljana que se parece a Buda que se parece a Zagreb que se parece a Linz que se parece a Viena. Empieza en el Castillo Real, una mole mucho más amable de lo que sus orígenes góticos permitirían esperar. Subo para mirarla por fuera y para mirar de arriba la placida ceja del Vístula. Por la explanada que me lleva y me va a traer luego, tocan sus violines, sus citaras y sus clarinetes unos viejitos disfrazados de gauchos jaguelonicos.
Al pie del castillo, dos callejuelas se sueltan momentáneamente la mano y se apartan si acaso cien metros para desembocar, amigadas nuevamente, en la plaza central, de las mayores de su tipo en Europa, con 4.000 metros cuadrados donde se vendían y compraban las cosas de vivir en torno del vetusto edificio del mercado de paños. Quien haya estado en la Plaza Jan Hus de Praga no tiene más que barajar los edificios y poner uno, alargado, en el medio. En un ángulo, eso si, hay una iglesita románica que lleva así mil años ahí, sin hacer nada. Y, al lado, la torre huérfana del que fue el ayuntamiento. A la redonda, claro, cafés, bares, restoranes y negocios de baratijas turísticas. Cada hora, como desde hace tres o cinco o siete siglos, una trompeta perfora el aire.
Hace, por fin, un día peronista y hacia el mediodía me saco la ultima epidermis de mi cebolla sartorial. Va a durar poco. A partir de las tres tendré que volvérmela a poner capa a capa.
Me subo a una especie de carrito de golfista eléctrico –eléctrico el carrito, que no el golfista- en el que coincido con una gallega de Galicia, poeta, escritora, periodista y presentadora de TV que anda de gira con un grupo de hermanos de musa. Se llama Yolanda Castaño y parece que es muy conocida en Vigo, Pontevedra y su zona de influencia. Damos vuelas a la ciudad vieja y bajamos Vístula por medio, a Kazimierz, el barrio de Casimiro, que, no obstante laburar de rey, se enamoro de una judía y se caso con ella. Kazimierz es lo que fue el barrio judío, cuando tres y medio de los once millones de judíos desparramados por Europa se concentraban en Polonia. El barrio tiene casi una decena de sinagogas, una de ellas inusitadamente renacentista. Todas menos una destruidas por los nazis (la que se salvó, lo hizo disfrazada de almacén de no se qué tipo de mercancías). El barrio concurre por diferentes callejas a un placita central, remedo modesto de la de más arriba, típica, como siempre, del Imperio, durante mucho tiempo desatendida y hoy, Lista de Schindler gratias, devuelta a la vida, sobre todo gastronomita. Kazmierz se va sacando perezosamente las lagañas de seis lustros de abandono de sus habitantes originales, impecunio de sus sucesores y grisáceo desden de las autoridades municipales del socialismo “real”. Las escenas más conmovedoras de las redadas nazis fueron filmadas, precisamente, en las callejas y en la plaza de Kzimierz.
En 1940, el barrio fue minuciosamente evacuado y su población desplazada calles abajo a lo que se transformo en el gueto, en cuyo medio funcionaba la celebre fábrica de Schindler.. La fabrica puede visitarse, pero es una carcasa vacía con algunas placas. Diz que la van a convertir en museo. La zona se parece a una Avellaneda sin Riachuelo, pero el turismo ya se está encargando de hacer ver su potencial crematístico.
La gente es amable, las muchachas increíblemente bellas, casi todas rubias sin concesiones, de ojos menos avellanados que las rusas (que aquí los tártaros apenas pasaron en 1241 de ida triunfal a Olomouc, de donde regresaron con el rabo entre las piernas, a quedarse en Rusia y perpetuarse en los ojos de sus mujeres).
De regreso del paseo –qué bueno que lo he hecho hoy, en vez de mañana- me doy una vuelta por la parte exterior de la ciudad vieja. Busco el tramo que subsiste de la muralla coronada de tejas a dos aguas protegiendo a los arqueros, con la Puerta de San Florián supérstite y las tres atalayas que han escapado a los Hausmann del lugar. Me imagino la ciudad ceñía por su corsé de almenas y de torres. Tal vez por el resto de muralla tan perfecto, me es tan fácil imaginarme la Cracovia medieval que su contemporánea Viena. A mí se me hace cuento que el Ring es heredero del foso y del muro. He visto fotos, por no les creo.
Como a las 21:00 desciendo hacia Wabel, seguro de que el Demiurgo se habrá encargado de sembrar al menos un restaurante italiano antes del Vístula. Doy, claro, con uno que queda sumido al fondo de un patio, con mesas al aire libre protegidas de la ahora casi lluvia por unos inmensos toldos. Sin que me percatara, el cielo se ha venido encapotando. Se me ocurre que es porque mañana es mañana. Me devoro una mozzarela caprese y unos spaghetti al pomodoro e basílico sabrosos, pero algo pasaditos, y, sin saber, tomo a las 22:15 el penúltimo tranvía que me arroja a los brazos del penúltimo ómnibus.
Desde la habitación llamo a Alguienita para que me ponga al día con el desarrollo de la panza y me voy a dormir pensando cómo va a ser mañana.

Mañana fue ayer. El cielo amaneció otra vez indulgente. La camioneta viene a recogerme puntualmente a las nueve. Pasamos por dos hoteles mas a buscar a cuatro ingleses y dos belgas, damos media vuelta por la placita de la Kazimirska, cruzamos el Vístula, y encaramos una carretera de dos manos, tan parecida a las que se desgranan de Buenos Aires, que serpea entre chalets cada vez mas espaciados. El relieve se casi tan imperceptible como la respiración de un niño dormido. Al cabo de cómo una hora llegamos a un rió bordeado de sauces y alerces. A la izquierda, aparece un muro gris que cede la testuz a cinco o seis hileras de alambre de púa. Detrás, una serie de edificios de belleza espartana: ladrillo rojizo, techo de tejas, ventanas con cuadriculadas… Parece un collage inglés, o acaso un gigantesco monasterio. De pronto, una torre de madera, perfecta, cuadrangular, de techo de tejas a cuatro aguas y ventanas también cuadriculadas.
Llegamos a la esquina, damos la vuelta y estacionamos en medio de una cuantiosa chatarra: portentosos autocares para turistas, camionetas como la nuestra, coches de todos los tamaños. Ahí se nos presenta Katja, que nos explica que todavía no tiene el certificado oficial de guía y que por eso nos acompaña una colega suya, que no habla inglés, pero que viene de refuerzo enciclopédico. Katia nos cuenta como una gallina a sus polluelos, nos pregunta de dónde venimos y nos pide que la sigamos. Pasamos por un portón de rejas sin pretensiones. Encima, forjadas en el hierro, tres palabras “Arbeit macht frei” (El trabajo nos hace libres”, traduzco yo). Estamos en Oswiecim o, como lo bautizaron los alemanes, Asuchwitz.
Este es el campo original, que aprovechaba una base militar polaca. Salvo tres, las barracas eran de un piso. Los senderos interiores están bordeados de alerces enhiestos y generosamente verdes. Un college espartano, como les digo. Pulcro, simétrico, de austera belleza. El campo se crea en abril de 1940 para descongestionar las cárceles que se iban atiborrando de prisioneros de la ocupación. Los primeros son 728 soldados polacos traídos de Tarnow. Llegan a un recinto en el que hay 20 edificios, 14 de ellos de una planta. La primera tarea de los primeros prisioneros es agregarles el piso superior. Pronto se les sumaran unos 12.000 prisioneros de guerra soviéticos. Los prisioneros construyen otras veinte barracas igual de pulcras y dignas de ver. Hacia 1942, los reclusos son ya 20.000. Los judíos, los gitanos, los antisociales, los homosexuales no llegaran hasta bastante después. En 1941 Himmler visita el lugar y decide que es perfecto para la solución final: sito cerca de la zona industrial de Silesia, en plena encrucijada ferroviaria de norte a sur y de este a oeste. Y entonces empiezan a llegar los convoyes de Oslo, de Lyon, de Roma, de Atenas, de Kiev o de Riga. Fijarse en el mapa, cumpas: un círculo casi perfecto. Los polacos han llegado en vagones de pasajeros. Serán los últimos. Los demás, ya sabemos. De Oslo o de Atenas el viaje de entre 2.000 y 2.400 kilómetros duraba hasta diez días. A los griegos les cobraron el pasaje. Ah, y a ellos y a los húngaros también les vendieron parcelas para que luego les fuera más sencillo instalarse en la tierra prometida. Porque eso les prometieron: tierra y la oportunidad de iniciar una nueva vida. Con ese cuento (parcial, si lo pensamos bien) engañaron a muchos, lo que explica que las familias se esmeraran en traer consigo los objetos de más valor. Ingenioso, vero?
Al poco tiempo quedó claro que el campo original no daba abasto, de modo que seis kilómetros rió arriba se construyo la ampliación de Birkenau (Auschwitz II) y luego la de Monowice (Auschwitz III), de la cual no quedan ni las ruinas.
Los datos –hasta donde se han podido establecer, porque la mayor parte de los judíos no llegaba a ser registrada, pues pasaba directamente a las cámaras de gas- hablan de un millón y medio de muertos, la mayoría gasificados, pero muchos ajusticiados o asesinados a golpes o simplemente victimas de la inanición, las enfermedades y el trabajo feroz. De ellos, un millón cien mil judíos. Detrás, muy detrás, en orden descendiente, soviéticos, gitanos y polacos. Entre estos, unos cuantos criminales comunes, que fueron utilizados fundamentalmente como Kapos, o sea, como policía interna. Cuentan los sobrevivientes que los Kapos –algunos de ellos judíos- eran mucho más crueles que los propios verdugos.
Un médico de la SS plantado entre las vías, iba indicando con el pulgar hacia la izquierda o la derecha. Los que se veía que no iban a poder trabajar, directamente a las cámaras, los otros a ver cuanto duraban. Todos los ancianos y la enorme mayoría de los niños fueron asesinados el mismo día que llegaron. Se estima que entre el 75% y el 80% de los que bajaban vivos de los trenes (los más débiles no sobrevivían el vía crucis) era gasificado en el acto. Solo eran inscritos los que podían trabajar… apenas 400.000.
No les voy a contar del trabajo tremendo en los eriales o en la mina de carbón o en la IG Farben situada, causalmente, en medio de Auschwitz III (bueno, no tan casualmente: en realidad construyeron el campo alrededor de la fábrica). Pero parece que aun así, como en la Argentina ahora, no había trabajo para todos. De modo que los desocupados se la pasaban cavando hoyos para volverlos a tapar luego, o pasando interminablemente piedras de un sitio a otro y viceversa. Por la mañana salían marchando a paso vivo, animados por una orquesta de músicos profesionales o semiprofesionales, prisioneros también, que los despedían con marchitas alegres. Doce horas después, volvían a desfilar, ya deshechos de cansancio, llevando, además, los muertos del día, porque el recuento era estricto, y, como fuera, tenía que volver a pasare el mismo número que había salido. Si no, los faltantes se daban por fugados y por cada fuga eran ajusticiados diez reclusos. Era un medio eficaz de impedir travesuras: quienquiera creyese que podría salirse con la suya, sabia que diez de sus camaradas lo pagarían con sus vidas. Aun así hubo varios intentos fructuosos. Cuatro que trabajaban en la intendencia y tenían acceso a uniformes se disfrazaron de oficiales alemanes y partieron tan campantes en un cómodo Mercedes, que abandonaron a los 60 kilómetros con una nota: “Gracias por habernos facilitado este coche. Ya no lo necesitamos.” Claro, el ingenio costó cuarenta vidas. En otra ocasión, un polaco que también trabajaba en la intendencia, se hizo pasar por oficial y se llevó a la judía de la cual se había enamorado so pretexto de interrogarla. Al salir, se separaron y se dieron cita en cierto lugar a cierta hora. Uno u otra no llegó y ambos se creyeron muertos. Volvieron a encontrarse cuarenta años después.
Tampoco les voy a contar de las celdas de castigo donde o hacinaban a los prisioneros de modo tal que murieran de asfixia o los dejaban morir de hambre. Eso yo lo sabia. Pero me entere de esta novedad: celdas de 90 centímetros por 90 centímetros y un metro ochenta de alto, en las que se penetraba por una apertura a nivel del suelo que yo, con mis 80 kilos no podría salvar, y donde cuatro prisioneros no tenían mas remedio que permanecer de pie DESPUES de la jornada de doce horas de trabajo, para pasar la noche y volver a trabajar al día siguiente. Muchos morían así, de pie, como los árboles (salud, viejo Alejandro Casona) entre sus compañeros.
Para los que tenemos problemas de obesidad, la dieta cotidiana era de entre 1.300 y 1.700 calorías (más o menos como la del Dr. Ravenna, de modo que no sé de qué se quejarían… claro que si, además, había que trabajar doce horas…). Medio litro de “café” bebido por la mañana, otro tanto de una sopa de verduras y, con suerte, carne podridas al mediodía, y 25 gramos de margarina y 300 de pan negro para cenar. El ingrediente más abundante del pan, dicho sea de paso, era aserrín.
En Birkenau queda una de las dos barracas que servían de letrina. Una larga lápida de cemento con cincuenta hoyos por lado. No eran pocos los prisioneros que se ofrecían a integrar el Scheisskommando, o escuadrón de la mierda. Se explica: terminaban hediendo tanto que los SS ni se les acercaban.
Las barracas de Birkenau, decía, eran de madera. Originalmente, se trataba de establos para 52 caballos. Llegaron a “abrigar” hasta 700 y mil personas por vez.
Tampoco voy a detenerme en los experimentos del Dr. Joseph Mengele, el “Ángel de la muerte”, que luego no tuvo más remedio que venirse para estos pagos. Aunque vale tal vez la pena apuntar sus dos cometidos principales: ver de mejorar genéticamente la raza aria y de liquidar, también genéticamente, a los judíos y a los eslavos.
Hay, como es de imaginar, cantidad de fotos. Casi todas sacadas por los alemanes, pero varias por los prisioneros que trabajaban en el laboratorio. Hay asimismo cantidad de dibujos, hechos por los propios reclusos, con la intención consciente de que sirvieran para la posteridad: azotainas, interrogatorios, cadáveres amontonados, torturas, ejecuciones. Katia nos muestra un enorme panel con las fotos oficiales -sacadas rigurosamente de frente y de ambos perfiles para debida constancia administrativa- de cien o doscientos prisioneros (recordemos que fueron fotografiados tres veces unos 400.000… lo que habrá costado tanta prolijidad!). Casi todos miran con ojos vacíos, no les queda ni el asombro. Son pocos, muy pocos, los que conservan un mínimo de dignidad. Entre ellas una muchacha de unos veinte años. “Es la hermana de mi abuelo, narra Katia. La Gestapo la aprendió cuando regresaba de distribuir panfletos de la resistencia. Como ya no los tenía encima, no le pudieron probar nada y, en vez de fusilarla, la mandaron aquí. Menos mal, porque entonces también habrían asesinado a toda la familia y yo no estaría entre ustedes. Mi abuelo quiso sobornar a un oficial alemán para obtener su libertad. El oficial, tras meterse el dinero en el bolsillo, le dijo que si seguía importunándolo, lo mandaba a Auschwitz con toda su familia”. (No, si nuestros milicos no inventaron nada… hasta la picana la heredaron del hijo de Leopoldo Lugones, que se entretenía electrocutando gatos para perfeccionarla). Entre las demás fotografías, hay una que muestra un grupo de unas quince niñas detrás de la alambrada. Entre ellas, una única mujer como de cuarenta o cuarenta y cinco años… tiene doce!
Cuando los soviéticos liberan el campo, encuentran a unos 350 purretes de menos de quince años. Les preguntan sus nombres. Los chicos, desconcertados, se limitan a mostrar los números que llevan tatuados. Esa es la única identidad que les queda.
Ah! Detrás de los últimos barracones del Auschwitz I, en lo que vendría a ser la casa del Rector del college, vivía Rudolf Hoss, el director del campo, con su mujer y sus cinco hijos. El jardín lo cuidaban, como es natural, los reclusos. En Nuremberg, doña Hoss afirmó que no tenia ni idea de lo que ocurría detrás de la cerca. Es que los alemanes eran así, querían a su Alemania, y Ud.? Y, desde luego, eran derechos y humanos. Quién puede culparlos, vero?
Aparte de las celdas de castigo y de un barracón vivienda, visitamos otro donde hay parte de lo que los soviéticos, que liberaron el campo en enero de 1945, encontraron entre los escombros humeantes de Birkenau y Monowice (los alemanes quisieron borrar todos los rastros y trataron de quemar los almacenes con todo lo que no podían llevarse). Un cuarto lleno de quincalla, sobre todo latón: bacinicas, fuentes, teteras, jarros, jofainas… montañas y montañas. Otro de lentes. Otro de zapatos (45.000 pares que no llegaron a calzar a la población civil alemana, que era la beneficiaria de todo lo que dejaban los muertos que no fuera de valor). Otro de ropa. Mucha ropita de bebe, por cierto. Otro de prótesis. Y una enorme vitrina como de lana: dos toneladas y media de cabello humano, muy usado por la industria textil y por los fabricantes de colchones al oeste del Oder.
Luego pasamos por la primera de las cinco cámaras de gas (la única que queda y que está, además, reconstruida). Y las latas de Zyklon B. Con unos cinco kilos y medio se podía dar cuenta de 1,500 personas. En Auschwitz se consumieron 25 toneladas en pocos meses. Interrumpo estas líneas para buscar en Google. “Bienvenidos a Degesch Chile”, me sonríe la segunda entrada (la primera me acoge amablemente en Degesch America, Inc.), “Cerca del 20% de las cosechas se pierden por culpa de las plagas. Nuestro principal negocio es el control de plagas agroindustriales para la protección de los alimentos y salud de las personas”. La firma, se conoce, no ha cambiado de ramo. Es la que producía el Zyklon B. Katia nos cuenta que el comercio con Auschwitz le rindió la pingüe suma de 300.000 marcos de entonces: una verdadera fortuna. Dense una vuelta por esa pagina, cumpas, pero no escupan la pantalla que no sirve de nada.
Por cierto, la administrativa costumbre de tatuar el número en el brazo (a los judíos), la pierna (a los menores) o el pecho (a los políticos) se introduce en 1943 y solo en Auschwitz (todos los días se aprende algo nuevo!
Pasamos dos horas visitando ese Louvre de la muerte. Le pregunté a Katja si los árboles habían sido plantados después. No. El campo está tal cual de bello. Solo la miseria humana desdecía de la arquitectura y el paisaje.
Después nos llevaron a Birkenau. Entramos por la parte de atrás, donde está el monumento con sus enormes placas en 23 idiomas. La primera está en castellano torcido:
“En este lugar los nazis exsterminaron a un miyon i medio de ombres, mujeres i kriaturas la mayoria dellos djudios”. De las barracas, estas de madera, solo quedan las chimeneas. Cerca de la entrada se han salvado algunas. Son las que todos hemos visto, con los camastros de tres niveles.
No me da el cuero para seguir, cumpas. A la salida, Katia nos dice: “Ahora ustedes van a volver a su casa, a su trabajo, a su familia. Pero piensen en los cientos de miles que tuvieron que pasar aquí los últimos días, o meses, o años de su vida”. Y yo pensé, por mi cuenta, en la indiferente mansedumbre de los árboles, en el rió que fluía con toda placidez sin detenerse frente al horror. En los chalets que ahora bordean Birkenau (quién puede cómo despertarse cada día y ver esa memoria del horror?). Pensé en los que lo niegan o hacen como si el pasado ya estuviera pisado: la Guerras Púnicas, las Cruzadas, la Guerra Civil Española, los procesos de Moscú, el nazismo, el GULAG, la ESMA, en fin… todo eso que alguna vez pasó y que está en los libros que nuestros hijos leerán por obligación. Pensé en los Aliados que –explicó Katia a los que no estaban enterados- sabían perfectamente lo que pasaba y lo permitieron sin mosquearse. Pienso en esos millones de inocentes asesinados de manera tan salvaje. Pero pensé, sobre todo, en los que no fueron inocentes, en los que, contra toda desesperanza, comprendieron que ese mundo de mierda tenia que cambiar y que era más digno morir tratando que resignarse. Y pensé en lo que me dijo mi viejo, que visitó este sitio allá por 1956, en compañía de otros catorce médicos argentinos, entre ellos dos comunistas más, Rulo Dratman, que se quedó en la Argentina y sigue siendo bolche a los sobrados noventa años (mi viejo murió de 95 sin haber aflojado jamás el puño), y José Itzigsohn, que supo ver las cosas con mayor lucidez y ahora vive en Israel, y a quien van dedicadas, con todo cariño y admiración, estas crónicas: “Yo pude salir de ahí con la conciencia tranquila, porque yo he luchado toda mi vida contra eso”.
Donde esté cada uno, cumpas, pongámonos todos de pie diez segundos en homenaje a los que murieron sin saber y a los que murieron a sabiendas, con la frente en alto y el puño cerrado. NUNCA MAS!