sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS PAULÍMICAS (diciembre de 2005)

El sábado, oséase antier, como diría Alguienita, a las 19:45 me embarqué pa´ Francoforte sul Meno y ahí transbordé pa´ Sao Paulo. Pensar que Varig supo ser una compañía de las más mejorcitas... ¡qué desastre! Como viajaba con mi postrer pasaje onusiano, me tocó bisnes. ¡Qué habría sido en económica! El enchufe para los audífonos no funcionaba, la comida resultó indeglutible. Como había devuelto el pato (¡nunca mejor dicho!) intacto, pregunté si podía, en vez de elegir entre queso y fruta, optar por ambas dos cosas, Vamos a ver si queda cuando se hayan servido los demás, me explicó en su aproximación (es un decir) al inglés la azafata de las gafas cual tafanarios de botella. Por suerte (es un decir), quedó, pero la fruta estaba tan madura como Valeria hace tres años. Por suerte dormí como un infante, de modo que ni me calenté porque el café da manhá estaba gélido, el croissant ladrilloso y el jugo aguachento.

Saliendo del ariopuerto de Barullos estaba aguardándome el Rolls, que se conoce que está pasando por un mal momento económico, sentimental y psicológico, porque ha adelgazado muchísimo. Pensar que cuando lo conocí hace tres años tenía una porte tan saludable como el mío, ¡pobre hombre!

Como no tenía lugar digno en su casa, me explicó, me había conchabado en el hotel Parthenón con hache, que resulta que había pagado de su propio peculio con lo que se había ahorrado en calorías esa semana. Orgulloso como es la gente humilde y de trabajo, ni quiso saber con que le pagara, y yo, para no herir su susceptibilidad, acepté, como ya había aceptado la otra vez en Isla Belha (vide CRÓNICAS de entonces). Es que soy así, vea, no sé decir que no.

Del ariopuerto de Garbullos, el Rolls me condujo por una especie de anillo para evitar el centro. Vamos por una avenida de seis pistas que avanza de este lado del río y retrocede de a seis pistas por el otro. Clavados como mojones, los portentosos edificios de acero y cristal me recuerdan a Monterrey. Alguienita se habría conmovido.

Una vez instalado y aseado, fui invitado a la morada de los Pixione, donde estaba, cómo no, a crianca con cedilla, que, fuerza es admitirlo, anda por cumplir veintiocho diciembres, cosa que la tiene muy contrariada dada la inminencia de la senilidad. La consolé mentándole que Alguienita me acaba de cumplir veintinueve pero se acuerda de todo. En el dpto de los Pixione pude por fin conocer personalmente a los pescaditos de colores, que habitan un acuario inmenso, bajo el cual, ocultas tras unas puertas de madera muy monas, se esconden toda suerte de grifos, mangueras, bombas y ainda mais. En otro ambiente están instaladas las computadoras de la pareja, con sus cables, módems, faxes, teléfonos y demás chirimbolos de plato volador, desde done escribo estas sentidas líneas.

Como yo venía a un país tropical en ciernes candentes de estivo, me traje el par de medias y la camisa de manga larga que me exigió Viena y de ahí en más remeritas y calzoncillos de red. Cuál no habrá sido mi sorpresa al experimentar un frío de defecarse, rociado él de una lluvia que habría desanimado al propio Noé. Es que Sao Paulo está como a mil metros de altura, me explicó, como disculpándose, el Rolls, admirablemente convencido de que, en efecto, me estaba dando una explicación. La cuestión es que me puse el abrigo y los mitones y salimos a buscar a la Malú Cumo, y ya de a cuatro enfilamos pa´ Embú. El Rolls es poseedor de un sentido de la orientación raro en un hombre de su edad. Tanto, que casi nunca lo encuentra. Pero entre que finalmente descubre para dónde tiene que ir y hasta que vuelve a perderse es un piloto consumado. ¡Qué yunta rodoviária harían con su quasi tocayo Orlando! Me los imagino, il Furioso acariciando con sus guantes chetos el volante de su feroz BMW, rasgando el asfalto a cuarenta kilómetros por hora, y el Rolls de copiloto, indicándole en riguroso desorden todos los caminos que no conducen a Roma.

El hecho es que Embú queda a unas dos cuadras de Sao Paulo, pero el Rolls insistió en andar y andar, hasta que preguntamos en una estación de servicio y el "moco (con cedilla)" nos informó que quedaba a treinta kilómetros... para atrás, pero que no nos atribuláramos porque ahicito, nomás, a cinco kilómetros, se podía regresar.

Embú, cuando finalmente se arriba, es una ciudad verde, atiborrada de artesanos, donde compré una tonelada de adminículos "dózaz" para mi hija Valeria. Almorzamos un lechoncito al horno que casi tengo que batirme a duelo para que me dejen pagar. Regresamos en línea prácticamente recta y me depositaron en el Parthenón con hache, donde me quedé profundamente dormido hasta hoy. Esta mañana desayunamos en un café aquí a la vuelta y nos dirigimos al centro a comprar a) una tanga para Alguienita y b) un traje de odalisca sambeira para Valeria que se lo había prometido.

Sao Paulo es un infierno. Todo el ingenio de los urbanistas es en vano: por más que las autopistas se entierran o asoman o se elevan o giran o saltan por encima de leguas y leguas de concreto y cristal, el tráfico las desborda. Nos estacionamos frente a una plaza, al pie de una colina que se escarpaba en las cuatro direcciones. Multitudes apretadas de viandantes de toda laya trepaban como salmones o bajaban como conejos. Muchachas espléndidas que pronto dejarán de serlo, mujeres desvencijadas espléndidas no hace tanto, hombres agraciados de todas las edades, niños de todos los tamaños, negros musculosos arrastrando carros atestados de todo, vendedores callejeros prontos a escurrirse de la policía, negocios abiertos a la calle con altavoces pregonando gangas... todo el ruido del trópico desmintiendo la gelidez del aire. Así ha de ser Calcuta. Así es Bangkok. Pero con calor.

Sao Paulo es una ciudad que querría ser de colores, pero nada logra alontanarse demasiado del magneto implacable del gris desteñido. Los viaductos tienen un aire vetusto de cemento añoso. Los edificios que han sido señoriales muestran las llagas que los nuevos locatarios ya no tienen medios para curar. Las casas retaconas de entonces (estamos en el San Telmo paulista), con sus molduras precariamente adosadas a las paredes manchadas, parecen caries en la dentadura desprolija de la ciudad. Apartándonos del centro, la arquitectura insolente que muestran las fotos de las agencias de turismo. Algunas calles insisten en retener sus árboles. Son pocas, y en ellas logro acordarme de la inminencia de Buenos Aires.

Vamos a un supermercado interminable, entramos en un shopping de diez pisos... todo es o mais grande do mundo, o maior do planeta, o mais immenso do universo. Y gente y gente y gente. El Brasil es -ya no hay cómo no verlo- la China de Occidente. Algún día los dos gigantes se abrazarán de norte a sur y de este a oeste y este. Algún día. Y el mundo habrá dejado de ser como es. Cómo será cuando deje de serlo? Sao Paulo vive bajo un enjambre de helicópteros. Los ejecutivos que manejan los bancos y las empresas que manejan la economía que cuelga del Río Grande han renunciado a reptar con los demás mortales. Las precauciones que hay que tomar me reconfortan: Buenos Aires está más cerca de Oslo de lo que creía. La cámara en una bolsa. No salir de noche ni a la esquina. Los robos son "de arrastrón": todo un parking, un edificio entero. El Rolls, sin embargo, está encantado. Y verlo feliz con su Alguienita propia es parte de esta felicidad que siento.

Ahora vamos a cenar. Mañana el mundo volverá a ser como fue hoy. Pero ¿y pasado?