sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS VIENEREOMÚSICAS (junio de 2005)

Lunes 20

Ayer fue un domingo excepcionalmente musical: De pura serendipidad conseguí uno de las últimas entradas de parado para escuchar nuestra benemérita Filarmónica dirigida por el tano Seiji Ozawa en un programa sensacional: La sinfonía 60 “Il distratto” de mi favoriIíssimo Haydn, el estreno del Largo para vionlonchelo y gran orquesta del gallego Crzystof Penderecki y el sublime concierto para celo de Dvorak

Pese a que llegué más de media hora antes, me tocó el final de una larga cola de japonesitos y, sobre todo –o, mejor dicho, bajo todo- japonesitas jóvenes que cargaban sus programas como las hormigas sus hojitas, entre las cuales sobresalíamos cada tanto como árboles plantados al azar de la planicie los europeos de este y del otro lado de la mar océana. La cola serpeó ordenadamente escaleras arriba y pasillo abajo para penetrar en rigurosa fila india japonesa en el como palco pa’ los de a pie e ir organizándose en oleadas paralelas que se iban alejando más y más de la baranda (“y no bien me había sentáu / principió a tocar la banda / que detrás de una baranda / la habían acomodáu” le decía Atanasio el Pollo en el Fausto Criollo)

A mí, el tano Ozawa nunca me terminó de convencer (menos, incluso, que ese polaco engreído de Zubin Mehta), y la última que vez que me había tocado me había tocado la Segunda de Mahler que parecía una serie más o menos continua de módulos de a diez compases, un poco como si hubiera estado dirigiendo cierto tipo de traductor. Pero ayer, el tano se portó. Es un chino ínfimo que compensa su magra presencia física sobre el planeta con una melena semiesférica que empieza, como con todos los orientales, apuntando derechito a la estratosfera perpendicularmente a cada folículo, pero que a lo largo de su vida el chino ha dejado crecer confiado en que la eventual –y perdón por el galicismo- vigencia de la ley de gravedad que, en efecto, en determinado momento dice “basta” y manda todos los pelos otra vez para abajo, pero a distancia considerable de su plataforma de lanzamiento. Con lo que el tano parece una brocha de afeitar demasiado usada. Eso sí, las cosas como son, el Haydn le salió que deputamadre: chispeante, con el humor transparente y sin exagerar al pedo, con los oboes y los cornos bien audibles en los momentos clave y los tempos impecablemente elegidos.

Endijpuej, trajeron una sillita y un atril y salió el Estisla, que es como le decimos en Carhué al turco Mstíslav Rostropóvich, que era el que vino a serrar el estradibarius y que no parecía que anduviera por los arrabales de los ochenta. Idéntico, salvo las pocas canas en que se han transformando los pocos pelos que portaba cuando lo conocí, hace van para cuarenta pirulos qué lo parió. La edad se le nota sobre todo en que ha dejado de dirigir desde el banquito en los momentos en que el compositor le da franco en franca valga la redundancia competencia con el director propiamente dicho, como solía hacer de gurí.

El Largo del Cristos... como su nombre lo indica, aunque con momentos de vera magia. Supongo que hay que escucharlo varias veces sin la distracción del postre por venir.

Y entonces vino el recreo. Los japonesitos y, sobre todo, o mejor dicho, bajo todo, las japonesitas emigraron como una unánime bandada de minúsculas golondrinas a hacer pis y tomar algo (en ese orden, claculo, pero nunca se sabe). Yo me dije, ahura se va a armar la de San Quintín, porque los zorros como uno que nos hemos quedado cuidando el gallinero no vamos a vacilar en adueñarnos de la baranda y que los japonesitos y, sobre todo, aunque mejor dicho, bajo todo, las japonesitas se queden admirándonos el culo. Pero olvidé un hecho crucial a la hora de entender porqué Austria es Austria pero la Argentina no: la avivada no existe y el derecho del otro es sagrado. Poco a poco entraron a retornar las oscuras golondrinitas y cada uno ocupó el lugar exacto que había dejado, salvo, menester es consignarlo, una gallega ancestral que estaba donde debía estar yo y a l a que saqué inceremoniosamente del medio, que si a mí no me dejan avivarame yo tampoco dejo que se me aviven a ver qué se creen.

Y entonces volvió a salir la banda, y el Estisla y el Seiyi, y este fiolo de etílica y farandulera prosapia se quedó como un bobalicón con la boca abierta los cuarenta minutos siguientes. El tano volvió a mostrar que desde aquella infausta Resurrección había aprendido a hacer música dendeveras: la introducción fue una clase de musicalidad, con el primer corno con perdón cubriéndose de gloria en uno de los solos más hermosos de la literatura. Y entonces entró a serruchar el Estisla y ahí sí que para qué les voy a contar aunque ya sé para que envidien. Pero lo más cul fue el finale, así con e de yapa: como si el sueco Antonín se hubiera dicho No doy más muchachos, se me acaba la cuerda... y la orquesta se fue callando y el chelo legüero casi también, hasta que no quedó más que una nota, interminable, llorona, que se le iba enroscando a uno en el esófago que ni un grave de bandoneón... y cuando uno entraba a pedir Basta, la nota entró a crecer y crecer y hasta despertar a la orquesta que, recuperada del descanso, mandó a las trompetas a gritar la sol fa mi re re, la sol fa mi re re y tras un último entrevero jugó las últimas tres notas y el Musiksverein se vino abajo.

Afuera esplendía el sol de verano. Encendí la pipa y me fui a tomar una merecido verlängeter (o sea, espresso lungo) con una igualmente merecida Imperial Torte en el hotel epónimo. Ahora, solo tenía que aguantarme hasta las seis, porque entonces me tocaba el Don Carlo (para comenzar la e que le sobra a finale) del insigne maestro Joseph von Verdi. Pero esa crónica sale mañana.