sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS PRAGÓTICAS (Noviembre de 2004)

Martes 15

Al cabo de las que nos llevaron a atravesar Znojmo y Jihlava (¡tomad diligente nota, no sea que por error se os ocurra visitarlas!) y ver desfilar a nuestras veras un paisaje mohíno de lluvia y de otoño, de casas y pueblos que no terminan de reponerse de cuarenta y cinco años de socialismo “real”, llegamos alguien y yo por fin a Praga. Yo digo que la ciudad más linda del mundo (claro que me falta conocer Ulán Bator, que cuentan que es una pinturita) y a quien asevere lo contrario lo espero afuera. La autopista desemboca inexplicable (¡y fenomenalmente!) en el Museo Nacional, al tope de la Vaclavske Namesti (la cual, como su nombre lo revela tan traslúcidamente, pese a que no me salen los innumerables diacríticos, es la Plaza de Wenceslao). Es martes, son las 13 y abunda la gente por la anchurosa explanada peatonal que desciende hacia la ciudad vieja. Por todas partes se esparcen las famosas cien torres, unas áureas, mortecinas otras, otras de piedra oscura, algunas como agujas, algunas en forma de cebolla, algunas con afilado techo a cuatro aguas. Las hay seglares y eclesiásticas, almenadas y con ventanas, cubiertas de pizarra de diferentes tonos o de diversos tintes de metal. Algunas se yerguen singulares, pero muchas dejan al pie de sus espiras un entorno de torrecitas de imitación, de modo que semejan una pata en medio de sus patitos. A Praga, como a todas las demás ciudades, le fueron quedando estrechas las murallas, que vinieron siendo derribadas anillo a anillo hasta que ya no tuvo sentido militar insistir; pero muchas de las torres han quedado en pie y aparecen, entonces, de la nada y sin razón, al cabo de una calle o en medio o a horcajadas, vetustas, oscuras, imponentes, con sus ojivas malhumoradas y sus molduras severas, hermosas de tan serias y tan torvas. El hotel Harmony -es un decir- linda con la cagada, pero poco importa. Queda al expirar Na Porici (cubierta, como todo, de diacríticos), en el confín del centro y a quince minutos del más presentable (y oneroso) Hilton en que se realizará la conferencia y pa’ donde me pianto ipso pucho no sin haberme cerciorado de que alguien estuviese bien abrigadita en la camita, que ha llegado medio enfermita (vide infrita).


Se trata de una serie de reuniones de las partes del Protocolo de Montreal sobre las sustancias que agotan la capa de ozono, responsabilidad (las reuniones) de la Oficina de la ONU en Nairobi. Ocurre que mi homólogo de la susodicha me ha pedido que le saque las castañas del fuego hasta el domingo, que él se ha tenido que quedar por la reunión del Consejo de Seguridad -trasladado en pleno no sin cierto coste a la soleada capital de Kenia- en la que por fin y por suerte se pudo convenir en tratar de hacer lo posible a ver si en una de esas quién sabe se logre poner más o menos y mal que bien aunque solo sea un poco de fin a la matanza de Darfur, que ya va siendo hora después de todo. Me muestran la sala y veo que las cabinas están puestas como el orto. En vista de que ya están instaladas y no se pueden mover, hago que modifiquen la disposición del resto, de modo que los intérpretes podamos ver participantes, podio y pantalla. Ocurre, además, que los idiomas (y, por ende, las cabinas) son árabe, inglés y castellano, pero que dos de los tres intérpretes turcos tienen el retour hacia el francés, de manera que hay que agregar un canal para que los escuchemos solo los de las cabinas cristianas. ¡Menos mal que se me ocurrió llegar un día antes!


Como a las cinco regreso al hotel, despierto a alguien y me la llevo a conocer Europa (es que alguien llegó apenas el domingo, aplastada por siete horas de yetlag y en angustiantes ciernes de “gripa”, de modo que hasta el día de autos no la saqué ni a hacer pis). Enfilo derechito a la ciudad vieja, por la Ulica Dlouha (la calle larga, como es tan sencillo deducir), camino de la plaza Jan Hus (quemado que fue en el sXV por protestante y, ya que estábamos, por encabezar una revuelta campesina), junto con la Grand Place de Bruselas (o acaso sola) la más hermosa del mundo y sus alrededores, con la torre supérstite del desaparecido edificio del ayuntamiento (una de las poquísimas bombas que cayeron durante la Guerra) en la que sigue maravillando a las generaciones el excelso reloj astronómico. Hacia el sur, la iglesia de Nuestra Señora de Tyn (sXIV-XIV) se esconde, nunca sabré bien por qué, tras unos edificios que le impiden hacer acto de presencia en la plaza. Hacia el oeste, se amontona y retuerce la ciudad vieja, casi toda gótica barroquizada (que estamos, al cabo, en el Imperio Austrohúngaro, ¡qué joder!). De improviso, una plazoleta sin mayor justificación y, al fondo, metido como con calzador entre dos hileras de edificios que apenas si lo dejan respirar, los pasteles verde y blanco del Stavovoske Divadlo (o, como sin duda habréis adivinado, el Teatro de los Estados), donde, sin parar mientes en el nombre, Mozart estrenó su DonGiovanni allá por 1787. Hacia el norte, el barrio judío, con la venerable y diminuta sinagoga del sXIII, custodio del viejo cementerio, en cuyo predio se amontonan, literalmente, unas sobre otras, 200.000 tumbas (la primera de 1436, la última de 1787), la más célebre de las cuales es la del rabino Jehuda Liwa ben Bezallet, el creador del Golem, que Borges inmortaliza en una de sus mejores poesías. El Moldava acaricia el ángulo noroeste de la ciudad vieja y se marcha en línea casi recta hacia el sur. Del otro lado, tras una nutrida legión de sauces llorones, ahora esqueléticos, pero que en verano parecen estarse arrojando perpetuamente al agua, la ciudad se va colina arriba a sostener el Castillo de Praga (cuyo nombre vernáculo, Hradcany -diacrítico más, diacrítico menos-, resultará inmediatamente comprensible al lector más desavisado), inverosímil testigo de casi mil años de arquitectura: Hay las ruinas de una basílica prerrománica del sX y hay los salones del sXIX. En el medio, la incongrua Catedral de San Vito (patrono del mal homónimo), que se quedó con un muñón en el sXV y a la que le completaron la torre en el sXVIII, con lo que el edificio es gótico, pero la mitad superior de la torre es barroca... Aunque todavía no he llevado a alguien ultrarrío y es prematuro dar rienda suelta a la memoria. Mejor me espero a la visita. Cabe consignar que, subiendo Dlouha street, pasamos por un restorán de nombre “The Mad Cow”, al que, pese lo cual y a mi argentino linaje, honré con mi famélica presencia. Debo admitir que la carne (¡400 gramos de lomo, señores!) resultó de primera e impecable en su punto, amablemente acompañada por un Río de Plata de Etchart sumamente ameno. Ah, la mozzarella caprese con que fue precedida (con pesto en vez de albahaca sola)… ¡deputamadre!

Miércoles 16

Nos toma todo el día descubrir que la hondureña no ha venido y que la argentina no escucha, de modo que nos pasamos seis horas hablando al pedo. Al mediodía, me llevo a alguien a probar su primera salchicha a la Vaclavaske Namesti de Wenceslao. Luego la dejo al pie de la estatua de Carlos IV que vigila, epónimo, la entrada al puente, y regreso a laburar. Por la noche, me la conduzco a “U Fleku” (o, como es obvio, “En casa de/donde/lo de Flek sin la u”), taberna desde el sXVI pero antes convento, donde se come como el culo, pero que tiene la mejor cerveza del planeta y sus arrabales. Llego a fuer de pura nariz retrospectiva, porque la calle se supo llamar Gottwaldowa, en homenaje al primer Presidente comunista de Checoslovaquia, y parece que le cambiaron el nombre y nadie me supo decir dónde quedaba.


Joives 17


Ya enterados de que nadie escucha, hacemos lo que yo digo que a veces le toca hacer al mediador intercunilingüe, o sea, no traducir, sino que otra cosa, en la especie, las palabras cruzadas del Internacional Herald Tribune. Al mediodía alguien se quiere comer otra salchicha, de forma que otra vez pa’ la Vaclavske Namesti de Wenceslao. Aprovechamos para sacar entradas a la ópera (sábado por la mañana, El diablo y Katja, de Dvorak; jueves entrante por la noche, La novia vendida, de Smetana) y a la Linterna Mágica (mañana). Ángel de la Guarda por medio, consigo para ambas funciones de la ópera sendos pares de plateas inmejorables a razón de 18 euros cada una (que de algo tiene que servir, como en la propia Alemania oriental, un pasado en que, Gulag y demás errores marginales aparte, la cultura era casi gratis y para todos). Después, alguien se va a pasear solita y yo me regreso al Jilton. Por la noche invitamos a Eva, antigua alumna mía de mis cursos en La Habana meses antes de que a un checo no volviese a ocurrírsele nunca más visitar Cuba, a cenar a “The Mad Cow”.


La temperatura decae sensiblemente, por lo que he comprado a alguien primero un gorrito tipo pasamontañas que la hace parecerse, según el ángulo, a un gnomo o a la prima de uno de los enanitos de Blanca Nieves, unas medias de lana con dibujitos del Pato Donald porque en su medida para grandes no hay, unos guantes más abrigados tamaño casi normal para que le calcen encima de los que ya tiene y una bufanda que debe enroscarse cual si se tratara de una boa constrictor para no irla pisando a cada paso (es que alguien es, más bien, alguienita).Viernes 18
¡Y se armó la discusión!, como narra el célebre chamamé. Acontece que hoy hay dos reuniones paralelas, la de siempre y otra con cabinas inglesa y española. El jueves, con toda diligencia y comedimiento, me fui a inspeccionar la segunda sala para velar por la idónea ubicación de las cabinas. Tranquilizado, me fui a la mierda sin advertir un detalle que se hizo palmario esta mañana pocos instantes previos al inicio de la sesión: no había micrófonos. Es que, me explicaron, la sala es pequeña y se oye bien. En fin, que no sé cómo ni de dónde mierda a los quince minutos aparecieron como diez micrófonos inalámbricos y durante la pausa para manducar instalaron los dendeveras. En el ínterin dio comienzo la otra sesión, a la que asistían los representantes de diez países que tenían cuentas que rendir, entre ellos Cabo Verde, Azerbaiyán y Tadjikistán. Heles explicádoles que teníamos tres cabinas (árabe, inglesa y española) con cuatro canales (porque dos de las turcas interpretan al francés, que no al inglés), ¿se acordáis? Bueno, hete aquí que el caboverdiano entiende español pero no lo habla, ni tampoco inglés, con lo que resuelve probar suerte -es un decir- con el francés, que aunque no está previsto, todos lo sabemos. Solo que no ese francés que es un decir, así que yo me acerco y le digo que hable nomás portugués y que sea lo que Dios quiera. Por suerte habló poco, claro, lento y fácil. ¡Uf!, suspiramos y suspiraron. Pero entonces le dieron de prepo (porque no la pensaba pedir ni por putas) la palabra al azerí, que manifestó algo así como “I sorry but English no good so Russian”, a lo que le dijeron alarmados que ni lo pensara. Un ruso dendeveras que había por ahí ofreció muy amablemente: “If please I can translate for the English”, ante cuya perspectiva hube de peregrinar una vez más a la sala a decirle al ruso que se callara y al azerí que hablara nomás ruso, cosa que, hasta cierto punto, hizo. Pero luego le preguntaron, y él me miró desconcertado porque no oía la interpretación al ruso (claro, como no la había, no era de extrañar). De manera que hube de volver a volver para decirle que ruso podía hablar cuanto quisiera, pero oírlo ni en pedo, con lo que pudo contestar a las preguntas aunque no escucharlas, pero la vida es así. La cosa habría pasado de castaño oscuro cuando habló entonces ruso -es otro decir- el tadjiko, que, para colmo de males, exhumó y rompió a leer entusiasmado a toda velocidad, entre dientes postizos y en lengua prestada, un largo texto lleno de cifras, acrónimos, abreviaturas, siglas y nombres de sustancias químicas. Por fortuna, me di cuenta de que estaba repitiendo exactamente lo que decía el informe que acababan de discutir ayer, así que lo reduje a la mínima expresión, sabedor de que el caboverdiano que tenía por único cliente jamás podría haber entendido la versión española que yo, por otra parte, no estaba en condiciones de ofrecerle. O sea, que, como dice Gila, el tadjiko llegó a mi banco con un discurso y salió con un refrán. ¿Se mosqueó el caboverdiano? ¡Ni por putas! Porque a) el no había venido a escuchar al tadjiko sino a presentar su informe, b) su español apenas si le servía para entender lo que le interesaba y c) todos los datos los tenía, si quería, bajo su nariz en el informe. ¿Y yo cómo lo supe? Bueno, como los traductores nunca lo pueden saber, supongo que de puro brujo, ¿vio? En todo caso, cuando el tadjiko por fin se calló la boquita, el presidente le dio las envenenadas gracias “por esta intervención un tanto larga en la que nos volvió a citar la información que aparece en el informe” (¿me habría estado escuchando? No creo, porque solamente hablaba árabe. Bueno, a lo mejor leyó mi libro). El hecho es que estaban previstos árabe, inglés y castellano y terminaron hablando, además, francés, ruso y portugués (que ni siquiera es idioma de la ONU). ¡Ah!, por cierto, eso que hice de peregrinar y decirles que hablaran portugués o ruso y que no es traducir sigue siendo mediar, ¿eh?
Por la noche, Linterna Mágica. Alguno tal vez la haya visto en Baires. Es un teatro (más bien un ballet) que combina cine con actuaciones en vivo. Nos tocó Casanova. La música espléndida (original de un checo cuyo nombre me deje olvidado dentro del programa), los bailarines muy buenos, la coreografía interesante pero monótona. Me desilusionó. Alguienita que ha sido bailarinita dice que no era ni clásico ni contemporáneo, sino neoclásico pero sobre la base de la técnica del clásico, solo que no usan las puntas. En fin, que no sabe muy bien qué técnica “estén” usando, pero que pueden hacer un “relevé” (o sea, ponerse en puntas de pie como para llamar: “¡Luis!”), pese a tener las huangas muy pompis, que, en el metalenguaje terpsicoreano de los aztecas quiere decir nalgas aguadas. A alguienita la coreografía, en cambio, le gustó mucho como tal, aunque como narración a pataditas y saltitos, de no haber contado con el beneficio del programa, ella habría entendido que el joto (término con el que los profesionales regiomontanos de la danza se refieren a los putos) es tan joto que ni hace empeño en cojerse a unas pinches viejas que van apareciendo, lo miman y se van a cambiarse.


Sábado 19

Ayer, sábado, nos despertamos a una Praga que estrenaba el invierno. La nieve caía en lentos copos que el espejo húmedo del pavimento absorbía sin dejar rastros. Decidimos tomar el subte. Tomar el subte en Praga es como tomarlo en París, casi un crimen de lesa sensatez: Enefectivamente, perderse siquiera un metro cuadrado de esta ciudad maravillosa raya en el dislate. Pero son las diez, la función comienza a las once, el trayecto lo conocemos de memoria y alguienita se ha pasado más de una hora peinándose y poniéndose pintura de guerra y se ha perdido con ello la poco entrañable oportunidad del desayuno del hotel. El metro es de inconfundible fábrica soviética; vagones desangelados de lata mortecina y colores cenicientos. Pero, como el de Moscú, es frecuente, veloz y confortable. De Florenz a Narodni Priden (con un montón de diacríticos, eso sí, y que quiere decir no sé qué cosa pero “nacional”) son tres estaciones fugaces. Luego, de pura fiaca y porque tenemos un pase semanal, una parada de tranvía hasta el Teatro Nacional, que, en obvia coincidencia indoeuropea, en checo se nomina “Narodni Divadlo” (de donde los aficionados a la etimología podemos concluir casi con certeza que “divadlo” no es “os ordeno que lo divéis” sino “teatro”, ya que el otro también era no me acuerdo qué mierda “divadlo” y la “priden” era nomás “narodni”). El edificio duerme de este lado del Moldava (Vltava, que le dicen los checos para que la cosa quede bien clarita y, sobre todo, más confortable de pronunciar), al pie del puente Legii (así, con dos íes, para compensar la inusitada ausencia de diacríticos que a estas alturas, se me ocurre, se les deben haber acabado). El omnipresente Hradcany lo ignora en diagonal desde la margen opuesta, concentrado como siempre en descender hacia “su” puente, el de Carlos, que separa dos magníficas y severas torres con un largo peine de estatuas. El teatro se incendió al día siguiente de su estreno, en 1881, pero fue reconstruido casi de inmediato. Es un una construcción bellísima, cubierta de una cúpula arrepentida que resuelve conformarse con un cerco dorado que lanza al cielo en cada ángulo un fulgente pararrayos. Por dentro, el decorado es sobrio y elegante. El baño para caballeros (al que, sin embrago, acudo) es una joyita: sanitarios de loza, cañerías y grifos de bronce, lámparas casi art decó. El vestíbulo es pequeño pero confortable. Abunda la madera noble que se mete luego en la señorial sala. Los palcos son poco profundos, casi balcones, las butacas dichosamente remotas de la supliciante que me desbarató nalgas y espalda en el Marynski de Pietroburgo. El programa (85 coronas, o sea, dos euros y medio) parece una edición de Rayuela, eso sí, en papel de ínfima estopa. No cabe casi un alma. Alguien se estremece ante el insoportable olor a chivo rancio que emana de la atildada -ya veremos que es un decir- concurrencia. Es que los checos (centroeuropeos recalcitrantes al fin, y vanguardia del aluvión eslavo que fagocitó sin digerirla a Rumania, disculpó a Hungría y se olvidó inexplicablemente de Grecia) desconocen las bondades del desodorante y, por más que hayan adquirido recientemente el foráneo hábito de la ducha, la ropa les guarda intacta la memoria de un torrente de pretéritas y profusas secreciones. A mí, en cambio, me vuelve a fascinar la inventiva incansable del mal gusto para vestir. No se salva ni uno. Hay un señor de traje gris tipo colchón de los de antes, al cual compensa con una camisa anaranjada que le deja un centímetro de aire entre la glotis y el nudo de una corbata azul o verde o las dos cosas. Una muchacha, de culo homérico y dos epopeyas pugnando por reventarle el corpiño, deja asomar bajo el vestido largo y de algo parecido a un mosquitero granate un recio par de botas marrones de taco como para aguantar tamaños tafanario y tetas. Un pareja acaramelada da la impresión de haberse encontrado huyendo del incendio de una sastrería con todo lo que se estaban probando encima. Los hombres parecen haberse puesto todos la chaqueta de otro y no hay un par de pantalones que tenga la medida de la cintura ni el largo de las piernas de su orgulloso portador. Alguienita sale del baño antinómico con el desconcierto propio de quien ha visto a dos muchachas cambiarse las ropas humildes que traían por otras mucho peores. La una, me explica, ha cambiado las zapatillas desteñidas por unos zapatones “tipo perestroika” (alguienita dixit) y se ha calzado unos pantalones misericordiosamente largos pero no lo suficiente porque dejaban asomar las puntas de los susodichos. La otra, en cambio, ha optado por unos zapatos con tiritas más monos, pero que dejan a la intemperie la gloria de unas medias de esas para abrigar mastodontes. Ambas dos coinciden en la apoteosis de unas blusitas azules de volados y botones prácticamente al tono. Casi la mitad de los espectadores son purretes de menos de diez años, silenciosos, disciplinados y enceguecedoramente rubios. Ellos son -¡ay!- también víctimas de la inanidad sartorial de sus mayores: un mocosito de seis años lleva un como overol marrón, debajo del cual campea una camisita digamos que verde calypso que florece en un moñito rojo. Y tengo ante mí al selecto estrato social aficionado a la lírica, ¡se podréis imaginar las pintorescas pilchas de los que han optado por quedarse fuera! Eso sí, las naifas tirando a feúchas, las cosas como son.


Pero entonces se apagan las luces, sale el legendario Bohumil Gregor, alza la batuta y… ¡Dvorak! La orquesta (estamos, al cabo, en Chequia) es de primera. Ya al segundo compás los violinistas tienen que meter el meñique casi debajo de la mandíbula para mantener los agudos. Plañen a una, con una afinación impecable. Los clarinetes suenan inconfundiblemente bohemios y azulados. Los cornos no tardan en decir “aquí estamos para quedarnos”. Y finalmente las trompetas irrumpen con la fanfarria que irá hilvanando la partitura hasta el último acorde: DO - - sol dó - re - MI sol - -. El argumento es sumamente original y, en la hilarante puesta en escena -con perritos y gatos mecánicos que corretean por todas partes- ideal para escuincles. Fiesta en la taberna de la aldea de Mokhra Lota. El pastor y tenor -bastante bueno, pero necesitaría más volumen- Jirka se lamenta de la crueldad del capataz de la princesa dueña del castillo y de las tierras y de la aldea. Katja -por fin una mezzo que tiene que ser gorda, solo que la mezzo propiamente dicha es un minón que, eso sí, canta muy bien… en fin, que en estas cosas no se puede ganar ni una- se queja de que nadie quiere bailar con ella y llega a jurar que sería capaz de salirle al mismísimo diablo. Of course, no termina de decirlo que la saca a bailar Mandinga disfrazado de barítono -muy pero muy bueno-, quien ha andado averiguando entre los aldeanos qué opinión les merecen la princesa y el capataz (a lo que los interfectos le han narrado que detestan a una y a otro, sobre todo por la cruel servidumbre -literalmente, la feudal- que les imponen. Es que la ópera es boba pero no tanto). Entretanto, Jirka, que se ha tenido que ir a laburar porque el capataz no le ha dado asueto, vuelve amargadísimo porque el quídam lo ha despedido. Mandinga, que le ha prometido a Katja el loro y el mono y la otra ha caído como una forra, en vez de llevársela al castillo se la porta (ya veremos que literalmente) al infierno. Los aldeanos incitan a Jirka para que vaya a salvarla, cosa que parece dispuesto a hacer, aunque no se entiende bien por qué, ya que la Katja es una vera hinchapelotas y Jirka afirma tenerla aquí. Fin del acto primero.


El infierno es pura joda. Los diablos se la pasan haciendo piruetas y monerías para deleite de los gurisitos, que suman sus risas a la rica filigrana de la orquesta. En eso cae el pobre Mandinga con Katja a cuestas, enojadísima por el curro, que se niega a bajársele de las espaldas. Ocurre que Lucifer -bajo de los mejorcitos- había mandado a Mandinga (que, ha llegado la hora de consignarlo, es un demonio de cuarta llamado Marbuel) a ver si el capataz y la princesa estaban maduros para la caldera; y el pajarón de Marbuel, para hacer un chiste, se ha traído a Katja, que arma tal quilombo que el Maligno no sabe cómo sacársela metafóricamente -ni Marbuel literalmente- de encima. Llega Jirka que ha venido a rescatar aKatja sigue sin saberse muy bien por qué porque en la taberna ha dicho que es gorda, fea, pobre y deslenguada. El Maligno le promete una caudalosa recompensa si se la lleva a la mierda. Para ello Jirka aconseja que le muestren algo de oro, que con tal de chaparlo, seguro que Katja se desmonta de o se monta a cualquiera, y en efecto. Solo que ella ignora que el oro que le dan se va a convertir en hojas secas no bien pise el mundo de arriba. Katja insiste ahora en seguir bailando, y Jirka se la lleva al ritmo de una polka hacia la puerta por la cual hace mutis, pero no así la orquesta, que sigue unos compases hasta la fanfarria final. Fin del acto segundo.


La princesa -soprano pero más o menos- está triste, qué tendrá la princesa. Es que le han anunciado que esa noche va a venir a buscarla Satanás y no tiene tiempo de expiar sus muchos pecados -entre los cuales destaca el haber tratado como el culo a sus siervos- y no sabe cómo hacer para salvar el pellejo. Se ha enterado de que Jirka logró salvar al capataz (no se sabe muy bien cómo ni por qué, pero no olvidemos que es una ópera) y lo ha mandado llamar. Llega el susodicho (o sea, Jirka) y le dice que la salva si abroga la servidumbre feudal (surprise!, la ópera es mucho menos boba de lo que parece). La princesa está triste pero no es boluda y no quiere ni por las tapas. Solo que la princesa no es boluda pero tampoco tonta y termina aceptando. mas ¿cómo se las va a arreglar Jirka para espantar a Belcebú? ¡Sencillo! Mandando traer a Katja, que está deseando vengarse de Marbuel por haberla currado. Llega, en efecto, el abnegado Marbuel en tren de llevarse a la princesa cuando Jirka le dice que ahí está la Katja que se quiere volver con él al infierno a reclamar por lo del oro trucho. Marbuel se va, naturalmente, al demonio y la princesa ofrece a Katja lo que quiera. Katja le replica que su casa se cae a pedazos y que no tiene un centavo. La princesa le ofrece entonces que escoja la mejor casa de la aldea (poco importa, parece, quién viva en ella, total son todas de la princesa, ¿vio?) y le regala un toco de guita. Katja, alborozada, exclama “¡Ahora que tengo la mejor casa y soy rica no solo que no me va a costar trabajo conseguir novio, sino que hasta lo voy a poder elegir!”. Fin del acto tercero.
¿Qué tal, la ópera para infantes del Antonín? A la salida, subimos en metro a Mala Strana (que, como habréis inferido sin mayor esfuerzo, quiere decir “Barrio Pequeño”) a comprar regalos para la familia de alguienita y volvemos en tranvía a través del río. A nuestra izquierda el Hradcany a la vez enhiesto y desparramado sobre la colina, el puente de Carlos con sus obcecados arcos de piedra oscura coronados de esculturas, y las multiplicadas torres de la margen derecha estampan sus pasteles en un cielo plomizo por cuyo revés se adivinan, postreras y tenues, las amarillentas pinceladas del sol, que a las cuatro de la tarde comienza a darse por vencido. Decidimos amalgamar almuerzo y cena (o sea comer y comer, según se crea a alguienita o a este fiolo) y mi infalible nariz me lleva a un restorán italiano de, ya que estamos, lírica prosapia: “Don Giovanni”. Es temporada de trufas, señores, y alguienita y yo nos compartimos para empezar unos papardelle al tartuffo nero y para culminar un risotto al tartuffo bianco, rociados que fueron con un noble Vino Nobile di Montepulciano. De postre, una panna cotta al limone y una como plasta de chocolate y chocolate. Poi doppo sendos espressi con sus respectivos limoncelli y al telo, que hace frío y ya es de noche y alguienita me mira que, como al Hétor de la Chona, me hace que se me represente. (La glosa de este rotundo final, advenedizos, merodeadores y quintacolumnistas que pretenden imponernos ideas foráneas ajenas a nuestra idiosincracia, sobrevendrá en la siguiente crónica. Próximamente en su pantalla, señora.) Ah, no, el punto fuera del paréntesis, perdón: ).

Excurso teórico: Dvorak y la mediación interlingüe (que el no especialista bien puede saltearse)

La opera era con supertítulos en ingles. La pantalla era para dos renglones y jamás se llenaba con más de diez palabras. Era evidente que los cantantes “decían”mucho más de lo que el “traductor”había “traducido”. O sea, que el original era muuuuuucho más largo (y, presumiblemente, informativo) que la tradux. Vale la pena señalar que El diablo.. es la primera de las tres ultimas operas de Dvorak (van a sucederle Rusalka y Armida), quien, ya en 1899, comienza a “wagnerisarse”, es decir, que renuncia a las arias y opta por un texto continuo y sin repeticiones. Vale decir, entonces, que el “original” es más “informativo” que uno de los libretos que Verdi utilizaba antes de su providencial encuentro con Boito (del que nacerían Otello y Falstaff).


El tenor canta largo. El supertítulo dice “The steward has fired me”. No tengo como comprobarlo (pero lo voy a hacer en Viena, porque tengo la grabación con el libreto integro en ingles), aunque sospecho que el “traductor”me dice estrictamente lo que necesito saber para enterarme de que va la cosa, sin necesidad de pasármela leyendo texto encima del escenario y distrayéndome parasíticamente de lo que pasa en la escena y en el foso (después de todo, he ido a “ver”y a “escuchar”, no a “leer”). No me interesa saber en que términos habla de su suerte, solo quiero saber por que se queja: no, no son hemorroides, sino que lo han despedido. Pero... ¿como sabe el traductor que a Sergio Viaggio le interesa solo eso? ¿Y a los demás?


¿Quién le “ordenó” al traductor que tradujera lo mínimo pertinente (es decir, lo mínimo para que Sergio Viaggio -y acaso los demás extranjeros entre el publico- supiese “de que va la cosa”)? Seguramente nadie. El traductor, sospecho (pero no me consta, claro) sabe a) que no hay espacio para más y, sobre todo, b) que aunque lo hubiera me estaría haciendo un flaco favor si me hiciera leer que “el capataz, Don Frantisek Vojvoda, que vive en la aldea de Krasna Gora y tiene una mujer con pecas, ha sido tan pero tan malvado que no ha tenido mejor idea que despedirme. Tan luego a mi, pobre pastor, que soy hijo viudo de madre única”. Ignoro si eso es lo que dice el tenor y confieso que no “me pone nervioso”. Claro, yo voy a la opera con mi teoría. Pero... ¿y los demás? No se quejo nadie, así que supongo que o no había más extranjeros o también les importaba un bledo.


Bien, ¿pero como sabía el traductor que, puesto a meter tijera, me tenia que decir que al pastor lo habían despedido en vez de que la mujer del capataz tenía pecas? ¿Seria brujo? O, digo yo, obraba según la pertinencia (correctamente) presumida para este fiolo lirómano (claro, me pregunto contrito, pero... ¿y los demás?). ¡Y eso que seguramente no tiene ni idea de que existo! ¿Será que lo que yo digo que hay que hacer es lo que, en efecto, hacen los (buenos) traductores? ¿Será mi teoría descriptiva?


Espero que la “traducción” de este “traductor” que deja como el 80% del “original” sin “traducir” no haya sido jurada (porque más bien que era “pública”), no vaya a ser que lo metan en cana o lo echen del gremio o, por ultimo, se le vayan a la carótida los partidarios de decir “todo”, caiga quien caiga, que el traductor, al cabo, no es quién para decidir en nombre del libretista que sí y que no omitir, que no le pagan para eso, sino para “traducir” ¡y que el espectador, una vez que ha leído todo, decida si no hubiera sido mejor haberse dedicado a escuchar!


Claro, me olvido de que la “traducción” de libretos de opera para supertitular es “otra cosa”... Como quien dice la mediación interlingüe, digo, ¿no?, que es más, menos u otra cosa que “traducir”. Aunque también es posible que el traductor haya sido un pelafustán que ha entendido (o sabido volver a decir) solamente lo que tradujo... En fin, que nunca lo sabré. ¡Qué terrible incógnita!

El museo del juguete


!Parece embuste! Diez o quince veces que me dejo acariciar por Praga, diez o quince veces de deambular por el Hradcany y de asombrarme ante lo diminuto de las casas de los alquimistas, y nunca me había percatado de la existencia de este museo, ahí nomás, no bien se sale o entra, según, por la puerta que da al río. Lo descubrió alguienita, llevada, sin duda, por el magneto infalible de su talla. De modo que ayer me llevó. Son dos pisos y, en total, siete salas. Muñecas, trenes Märklin todavía propulsados con vapor, los primeros eléctricos, juguetes mecánicos de todos los tamaños y funciones, soldaditos de plomo impregnados de belicosidad (heridos, muertos, edificios en ruinas) y racismo (hay una figurita compuesta de un piel roja a punto de asestarle el tomahawk a una postrada y blonda cautiva). Hay un inmenso trasatlántico de latón con doble hélice. Hay acróbatas. Hay un zoológico completo. Hay muñecas de porcelana vestidas de princesa. Hay estaciones de tren con señales y guardagujas y puente peatonal y pasajeros y maletas. Hay autos de latón a los que se les abren todas las puertas y el capó y el baúl. Hay dirigibles con portentosas hélices que los harán girar colgados de un piolín. Hay biplanos con bombas colgadas de las alas. Hay varios baños con agua corriente de veras y cadenas de veras y grifos de veras. Hay cocinas con toda la quincalla. Hay casas de muñecas de quince cuartos y amuebladas como palacios. Y hay, en el segundo piso, que ocupa en exclusiva, ¡oh sorpresa interminable!, la colección de Barbies. Empezando por Lilly, el original alemán, copiado de una historieta de ocasión, que por demasiado mujer no cundió entre los padres tudescos cuando salió allá por 1952, y pasando por las primeras gringas (1959, 60 y 61) que deben su nombre al de la hija de la empresaria que compra los derechos, y que perdían el color al cabo de unos meses (son Barbies macilentas, cerúleas, fantasmales). Está la serie que nunca llegó a comercializarse en Austria, con un guardarropa digno -¡cómo no!- de Sisí. Cientos y cientos de Barbies. Y de Ken, nacido en 1962. Barbies de peinados de entonces y faldas acampanadas. Y Barbies y Kenes más modernos, en uniforme de infantes de marina, como si se aprestaran a un desfile de modas entre los rescoldos de Fallujah.


El Barrio Judío


Al sur de la Plaza del Ayuntamiento comienza el Barrio Judío. Hay cuatro sinagogas, de las cuales la que vale la pena es la vieja, la sinagoga gótica más antigua de Europa (¿pero donde sino en Europa hay sinagogas góticas?), construida en 1275. Es un edificio pequeño, de agudo techo a dos aguas, medio hundido, de tanto que le pesan los años. Llegamos justo cuando está por empezar el servicio. Hay dos muchachos de kippá que están preparando el recinto y nos dicen que no podemos entrar. Pero les explico que alguienita no conoce Praga y les pido si no le permiten aunque más no sea pispear. Nos dejan pasar para la alborotada furia de los miembros de una excursión que se quedan agolpados fuera. La sala está ya preparada. Sobre algunos de los curules que circunscriben la mesa con la vetustérrima Torah algún chiquilín ha dejado ya su mochilita. Las aguas del techo le roban a uno la mirada y se la llevan al cielo. No soy creyente ni soy hebreo, pero me imagino lo que debe sentir un judío en este lugar. Me lo imagino antes de rememorar lo que, ya en el viejo cementerio, volverá a fustigarme las neuronas. Para cuando comienza el rastrillado de la “solución final”, en Praga se han congregado 110.000 judíos, la mayoría oriundos de la ciudad, pero a los que se les han agregado los refugiados de los Sudetes y del “Protectorado de Moravia”. En 1941 comienzan las deportaciones. Inicialmente al ghetto de Tereznin, a pocos kilómetros de distancia. No son muchos los que tienen la presciencia -ni los medios- para emigrar. Poco después, pero sobre todo a partir de 1943, comienzan los traslados sin retorno a Auschwitz. De los 80.000 que van, vuelven 10.000. En la sinagoga del cementerio están los nombres de los asesinados. Y una exposición de dibujos de los niños de Tereznin, coleccionados por su profesora, alumna que había sido de Walter Gropius en el Bauhaus de Weimar. Consigue a fuer de tesón, coraje, astucia y suerte papel, lápices, pinturas… Todo trozo sirve: formularios, recetas viejas… Los dibujos son de una inocencia espeluznante: la barrera con los guardias, una visita del medico, una boda, la clase con el maestro y los alumnos en el living de una casa, un pelotón de soldados alemanes, una comida familiar, las mujeres cultivando hortalizas en la plaza, el entierro del abuelo… Dos, obviamente más grandes, han copiado (¿de donde?) un Vermeer y un Cranach. La profesora, de apellido Brandeis, es de las que no retornarán de Auschwitz. Deja detrás dos maletas con unos cuatro mil dibujos. Tras su partida, no se sabe que los niños de Tereznin, los niños de Tereznin que aun quedaban en Tereznin, hayan vuelto a dibujar. Es probable que sí (los niños son, al cabo, niños, incluso los niños de los ghettos y de los campos de concentración), pero seguro que nadie les enseñaba y ciertamente que nadie se preocupó de guardar sus ilustraciones. Yo miro esos dibujos en papel de desecho y a lápiz mocho, y miro ese hormiguear infinito de letras que son nombres que fueron personas que fueron asesinadas, miro a alguienita, tan ajena a esa terrible pesadilla, que pregunta incrédula, que anota fechas, que mira sin comprender y desde luego que sin recordar. La miro desde arriba y desde lejos (nos separan como medio metro vertical y más de treinta años) y me pregunto cómo es ser tan joven y sentir que Auschwitz está más cerca de las cruzadas y de Waterloo que de la invasión del Irak. Me lo pregunto como cuando veo a nuestros purretes ya no tanto que han leído de la ESMA y las desapariciones y las torturas y los secuestros y los bebes robados sin atinar a comprender que eso les pasó a sus padres y a sus tíos, o a amigos o a colegas o a condiscípulos o a compañeros o a conocidos o a vecinos o a empleados o (quién sabe!) a jefes de sus padres y sus tíos. Y me pregunto también cómo fue posible que en Praga y en Berlín y en Paris y en Viena y en Roma tanta gente de bien (lo digo sin sorna más con atónita tristeza) “no se haya dado cuenta”, “no haya sabido”. Aunque, por ultimo, ¿no abundan en mi Buenos Aires querido los de bien que no se dieron cuenta ni supieron? Y de lo más profundo de mis entrañas me brota el grito: ¡NUNCA, NUNCA MAS! Nunca más sitio de Leningrado, nunca más GULAG, nunca más Auschwitz, nunca más ESMA y nunca más Fallujah. ¿Habra escondido en las alturas, allá donde el sol juega a la escondida con las nubes, alquien que lo escuche, o, al menos, que lo oiga? ¡Dichosos los que, pese a tantas y tantas pruebas circunstanciales tan poco auspiciosas, logran creerlo!

Presencia azteca en Europa Central


Anoche me tocome reunión noturna, osease que de 19:30 a 22:30 que se hicieron, claro, las 23:00. Cuando llegué al hotel, muerto, en este orden, de ganas de, de hambre y de aburrimiento, me topé con la sorpresa de que a alguienita, que siempre piensa en todo, justo se le había aflojado una neurona y no se le había ocurrido comprar algo sólido que llevarme a la boca (yo, por supuesto, le había dicho que ella cenara lo que quisiera, que yo igual no tenia hambre e iba a aprovechar para soslayar la cena e iniciar el prolongado retorno a mi tradicional silueta de traductológico Adonis, pero eso no es excusa para que me haya tomado en serio ni, mucho menos, no comprarme ni una galletita que aquí son tan pero tan ricas, vio?). Bien, que penetro entonces en nuestra palaciega chambre, ella se me abalanza y pega el saltito que, cuando estoy de pie, le permite alcanzar fugazmente mis labios antes de que la ley de gravedad intervenga para hacerla desaparecer de mi campo visual, y ya vuela hacia mí con los labiitos extendidos y las comisuritas fruncidas, y yo la detengo en plena trayectoria oscular con un, Me compraste algo de comer? Ella se quedo inmóvil en el espacio intercamerístico, como el coyote cuando, persiguiendo al correcaminos, se pasa del borde del precipicio y, antes de desplomarse sobre la moquette -es un decir- aprovecho la posición de la boquita para empezar un ¡¡¡Nooooooo!!! que se perdió camino del suelo. Yo me plegué en seis, le di un besito en la coronilla y le dije que iba a comer algo y volvía. Y eso, nomás, hice, o casi. Porque tras varias e infructuosas incursiones en pizzerías que cerraban o acababan de cerrar y bistrós cuya cocina cerraba o acababa de cerrar, fui deponiendo mi orgullo de porteño habituado al buen manducar para aventurarme en un sitio de aspecto psicodélico que ostentaba el poco auspicioso nombre de “Hacienda Mexicana”. Respiré hondo, hice de tripas corazón (lo cual es mucho más difícil si uno ha respirado hondo) y me adentré en el recinto para encontrarme, tras unas lianas de plástico de las que pendían vistosos papagayos de peluche, un trío Mariachi, de renegridos trajes, botones de plata (o similar), pistolas de cachas de nácar (o semejante) y sombreros tipo paracaídas, uno soplando furiosamente la trompeta, otro trenzado en desigual combate con un contrabajo que tocaba ídem y un tercero persiguiendo el violín con la mandíbula, que, al relativo unísono, tocaban lo que la SuFís o il Bosco, entre tantos uacinos de paisana prosapia, no habrían (o tal vez un poquito) tardado en reconocer como Hava Naguila o como mierda se escriba (que seguro que de izquierda a derecha). Yo ya les iba a preguntar si no estaban en uacinos o, en el peor de los casos, si no conocían a su colega el Charro, pero el llamado del intestino pudo más. Un camarero blondo, albo y lampiño a quien seguramente llamarían el cuate Frantisek y que no hablaba ni puta palabra de español me llevó a mi mesa y me dio el menú. Voy a hacerles la economía de aquella ecléctica selección de platos típicos veracruzanos, como las tortillas Hawaii con ananá (piña para los espías) o de la mariscada con arroz negro y tres (3) mejillones (de creer a la ilustrativa ilustración que acompañaba cada entrada gastronómica de modo que el parroquiano desavisado viese lo que, si se descuidaba, iba a comer), la brochette de pollo o las que finalmente pedí en un ataque de delirium tremens estomacal tortillas de pescado. Las mismas (a menos que me hayan dado otras, claro) consistían “en”o “de”, según, y a ver si ahora se arma, lo siguiente: dos como cartapacios de cartón vagamente comestible que encuadernaban un menjunje así compuesto: trozos de pescado (o similar) impregnados de una como salsa blanca solo que medio gris en la que convivían trocitos de zanahoria, brócoli, una cosa creo que vegetal porque me parece que verde y otra que no llegué a discernir ópticamente mas que mis dientes reconocieron al punto como durísima. Pero lo importante, desde luego, es el sabor... por desgracia. Del mismo (o uno parecido) no tuve demasiada impresión gracias a los generosos buches de cerveza en que disolví la cosa. Entretanto, los Mariachis habían pasado, más o menos que de costado, por La Cumparsita, Bésame Mucho y una cosa casi en tres por cuatro cuya identidad, como seguramente a ellos mismos, se me escapó. A la media hora de haber salido (y quince minutos de haber entrado en la Meksikanske Haciendova o como se diga en este traslúcido idioma) regresé al hotel repuesto y repostado, ya olvidado del hambre, distante del aburrimiento y pletórico de ganas de. Pero, como sabiamente precave el Bardo, hell hath no fury like a woman scorned, y a woman scorned knows when to go to sleep, con lo que hete aquí que abro la puerta con alevoso sigilo, entro en puntitas de pie como para quedarle todavía más lejos, y ya voy a abalanzarme sobre el lecho cuando veo que no está (que es la impresión primera que me ocasiona el no ver que sí está). Comienzo a hurgar desesperadamente entre los dos edredones y, para mi eterno alivio, encuentro un pie. Ya solazado, seguí palpando hasta que pude identificar prácticamente todas las extremidades, el cuerpito y la cabecita envuelta en una madeja de rulos. Y como a mí las criaturas dormidas me despiertan una tremenda ternura, me quedé sin pero seráficamente dormido alrededor de mi alguienita.

Epílogo vienés

Bueno, ya de regreso en Viena tropical, me siento a terminar estas crónicas. El miércoles 24 hubo cena oficial en “U Fleku”, salvo que con comida más deglutible y con los músicos pasando por los arrabales de La Comparsita (que en Europa es el único tango que creen saber) y Cucurrucú Paloma, pero sin decidirse a entrar. A la salida, Praga nos aguardaba algodonosa de humedad y ciernes de lluvia. Del otro lado del Moldava, el castillo dormía su largo sueño de dinosaurio amarillento. Puente de Carlos traviesa, las torres de este lado también brillaban con espumosa ictericia. Traslucían cierta bondad esas luces mojadas que se habían quedado sin gente que alumbrar pero persistían como para que uno pudiese admirar un rato más la ciudad asomada entre la bruma. De vez en cuando, diríase que inútiles, sibilaban de largo, como una banda de fotogramas suspendidos en el aire, las ventanillas de un tranvía. Me gusta esta ciudad. Alguna vez, van ya para cuarenta abriles, un poeta medio malo recitaba en un baile de estudiantes “Si me toca morir, que muera en Praga”. Yo me aprestaba entonces a mi primer viaje (creyendo ingenuamente que sería el único o uno de muy pero muy pocos) y sentí curiosidad por esa ciudad que mi padre tanto evocaba y en la que aquel poeta medio malo decía preferir estirar la pata. Y sí, es una ciudad para morir, sin duda. Pero yo, por el momento, no tengo apuro.


El hotel queda al borde del centro: cien metros a la derecha pasa el primer viaducto y detrás Praga se aleja. La del jueves fue la última noche. ¿Qué mejor colofón que La novia vendida en el Teatro Nacional? Enefectivamente, me ha tocado la increíble fortuna de poder ver esta joyita en Praga, como tantas veces ahora la de castigarme con El caballero de la Rosa en Viena. (¿Será esta una merecida recompensa por buena conducta en previos avatares? ¡Porque si es un crédito, no quiero ni pensar en los intereses!).


Ya he hablado del Teatro Nacional. Bueno, esta vez nos tocó función nocturna, o sea, que básicamente para adultos básicamente emperifollados básicamente con pésimo gusto. El director era para mí desconocido, de menos fuste que Gregor pero muy bueno, y, además (y Dios me perdone el lugar común), los checos llevan esta música en la sangre. Muchos conocerán la chispeante obertura, fresca como un vinito de verano. Mientras sonaba, salió a escena una veintena de comparsas de overol y entraron a pintar el decorado (una típica aldea bohemia). Demasiado tiempo para tan pocas nueces (la obertura dura unos diez o doce minutos), sobre todo porque luego de ese decorado no quedaron rastros. Mal comienzo, me dije y, en efecto, la puesta dejó montones que lamentar (según el programa, director y escenógrafo se responsabilizaron de La astuta zorrita de Janacek hace dos años en el Colón), sobre todo un octeto de bailarines que acompañaban la acción con toda la pericia de los Keystone Kops... y con nada de la gracia. Alguienita (y ya puedo llamarla por su verdadero apelativo: Chapulina), sin embargo, me notificó que aunque la coreografía era más chota que la de Casanova, los bailarines eran má’ mejores, de modo que retiro lo dicho. ¡En cambio los cantantes...! ¡No hubo uno que no pareciera nacido para el papel que le tocó!

El argumento no podría ser más trillado: una pareja de aldeanos ha prometido su hija en matrimonio al hijo de Micha, el rico del pueblo, que es un pobre patán, buena gente, pero de pocas luces. La muchacha, por supuesto, está enamorada de un soldado pajuerano y menesteroso. Llega el celestino a arreglar las cosas y la muchacha lo manda a freír espárragos para consternación de los papases. Fin del acto primero.


Marenka (es hora de llamarla por su nombre) le dice a Vaska (el tonto de su protomarido, que no la conoce) que su prometida es una bruja y que, en cambio, hay una bellísima chica como que loca por él. Por su parte, Jenik (de más está decirlo, tenor) acepta una fuerte suma del celestino para firmar un papel en el que acepta renunciar a Marenka a condición de que esta se case con el hijo de Micha y solo con el hijo de Micha. A todo esto, caen por la aldea unos saltimbanquis (y ella, la mezzo, es tan linda que dijérase que no ha cantado una sola nota en su vida pero no, es magnífica) cuya principal atracción es un feroz osos de “América”. Fin del acto segundo.


Día de boda. Marenka está furiosa de enterarse que Jenik la ha, literalmente, vendido y decide que se va a casar no más con Vaska. Este, por su parte, ha aceptado sustituir al que tenía que aparecer vestido de oso, que está borracho como una cuba. Hete aquí que -¡oh sorpresa!- Jenik es, en realidad, hijo de Micha, solo que este se ha olvidado, con lo que se queda con la guita, la novia y la herencia. A todo esto gran revuelo porque se ha escapado el oso, que, como se imaginaréis, no es otro que Vaska. Fin de la ópera.


La música es una maravilla. El dúo del primer acto es una delicia, el aria del basso buffo digna de Rossini, el Furiant que corona el primer acto como para salir bailando al foyer. El resto tampoco tiene desperdicio. En fin, que una velada inolvidable, con la Chapulina estirándose heroicamente para ver por encima de la petiza que tenía sentada delante y los zapatitos de Cenicienta marcando el ritmo en el aire, porque -¡y por una vez no exagero!- normalmente no le llegan al planeta, como que le cuelgan indolentes en el tranvía y hasta en sitios menos públicos (y cuando se niega a sentarse sola en el metro, tiene que colgarse por mi intermedio, porque ni por putas alcanza la barra horizontal, con lo que me endilga la no poca responsabilidad de ser el único obstáculo entre la frenada y la puerta del conductor). El espectáculo amerita -como diría, ahora que la he deschavado, la propia Chapulina- una cena de pro, y me la llevo a “The Mad Cow” a bajarnos nuestros excelsos bifes bien a punto, precedidos de una sopa de cebolla digna del invierno efectivo que cundía por fuera y regados con el mentado Río de Plata.


El viernes fue la mi última sesión, que merece, como ven, párrafo aparte. Preside desde siempre un polaco (quien, para el segmento “de alto -es un decir- nivel” cede la batuta al costarricense, el que da la palabra al orador “precedente”) medio pajarón, que se hace unos líos terribles y encarece cada vez durante diez minutos a que los oradores sean breves. En fin, que lo dice todo tres veces, siempre mal, y que, al cabo, pide perdón y se desdice. Yo trato de ponerme en los zapatos de mis pobres clientes y no necesito transmutarme en Mandrake para inferir que tienen las bolas por el piso, de modo que todo lo que cuelga entre “gracias” y “tiene ahora la palabra” se va en un vistoso remolino por el fondo del inodoro. Mi colega -muy buena en los dos sentidos pertinentes del término- se espeluzna: “¿Pero y si se quejan?”. “Llevan una semana sufriendo con este imbécil y llevo una semana quedándome callado cada vez que dice una zoncera, aquí delante tenemos a la delegación de Venezuela, que nos está escuchando con toda atención. ¿Los has visto siquiera voltearse para ver por qué no estoy diciendo nada? ¡Si saben de sobra que si no les digo nada es porque no tengo nada que decir que a ellos pueda interesarles!”. En efecto, una vez me he olvidado de encender el micrófono cuando ha comenzado un discurso. Los venezolanos se han vuelto hacia la cabina, visto que hablaba como loco y hecho señas de que no oían. En ese instante, porque en ese instante sí les interesaba: si no, ni se inmutaban. La colega me dice “Claro, tú puedes permitírtelo porque eres Jefe, pero yo...”. “¿Pero tú crees que ellos saben que soy jefe? ¿Y crees que, de saberlo, les importaría tres pitos?”. “Es que en la escuela nos han enseñado que hay que decirlo todo... Bueno, algunos. Otros que había que resumir, así que según a quien le dabas el examen lo hacías de una manera o de otra...”. ¡Pensar que la escuela de marras es la más conocida! ¡Imagínense, uaxini, que en la Facultad de Medicina un profesor dijera que hay que operar siempre y otro que nunca! Así estamos: Con honrosas excepciones, cada uno enseña “lo que le parece”, y “lo que le parece” no está basado más que en la experiencia práctica necesariamente estrecha de cada uno. Como si el profesor de cirugía enseñase “lo que le parece” y “lo que le parece” fuera producto exclusivo de los pacientes que le ha tocado operar... Jodido, ¿no?


Bueno, pero finito el excurso teórico-práctico.


Hacia las dos de la tarde poníamos proa húmeda al sureste, entre copos que no querían y lluvia que no osaba y niebla que tal vez, por la autopista que une Praga, Brno y Bratislava y que, entonces, unía un país que ahora son dos y nadie ha sabido explicarme por qué carajo. La noche nos va cayendo como un vino espeso. He puesto a sonar los seis poemas sinfónicos en que se desgrana Ma Vlast, que, como habréis inferido raudos, quiere decir “mi patria”. El mejor, de lejísimo(s) es El Moldava, perdón, Vltava. Y mientras una de las melodías más maravillosas del universo nos consuela aterciopeladamente de la penumbra y la partida, el Mazda surca la ruta toda silencio y negrura. A mi lado, la Chapulina se encoge hasta hacerse un bultito de lana sobre el asiento, un bultito muelle y adormilado, del que, no se sabe bien cómo ni exactamente de dónde, sale una manito diminuta que me acompaña a hacer los cambios.