sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS VICARIAS (mayo de 2006)

Esta semana que se acaba (o que, según los almanaques oficiales, acaba de empezar) anduve ambulando por Vic, Catalunya profunda, a unos 60 kms del Mediterráneo y casi a la vista de los Pirineos. Conocí a la primera directora, Martha Tennent, en una conferencia en Las Palmas no bien llegué a Viena, y ella me invitó apenas se inauguró la entonces Escuela y hoy Facultat de Traducció, Ciences Sociales y Documnetació de la Universitat de Vic. Desde mayo de 1993 que concurro todas las primaveras. Me ha tocado conocer a todos los estudiantes de la Facultat, desde el primer primer año al quinto de este. Es la escuela con la que lazos más profundos y asiduos tengo, y esta primera invitación ahora que soy un has-been me corrobora que no me querían por mi dinero. (Acabo, por cierto, de perderme la primera camada de vicarios venidos a Viena a hacer prácticas en la cabina muda Ander new management).

Como siempre, tomo el tren que, se supone, me lleva directo del aeropuerto de Barcelona a la Plaza Catalunya. Pero esta vez no, porque están probando las flamantes vías del Mediterráneo de alta velocidad que pronto ha de unir Barcelona, colgada ya de Europa, a la Madrid de la que cuelga ya Sevilla. Y pensar que cuando desembarqué del Giuglio Cesare en esta ciudad, una mañana de julio de 1965, me consternó la provinciana pobreza de sus bulevares sin semáforos, sus coches prehistóricos y sus gentes vestidas de triste.

Vic es un pueblito venido a más, que ha puesto, como gallina urbana, toda una serie de huevos medio monstruosos a su alrededor. Me trae un tren cómodo, limpio, silencioso y raudo, como los que supieron ser en Buenos Aires -pero no en el resto del país- cuando la Argentina supo ser como supo, que me despide en una estación recientemente enterrada para que no moleste. La Facultat queda del otro lado de las vías, y a un par de cuadras, el Can Pamplona, mi segundo hogar. He decidido no anunciar mi arribo para disfrutar de una comida en solitario, antes de que mis amigos no me perdonen. Me cambio y, a la zaga, como siempre, de mis volutas, me voy pa’l centro de rompedor (como decía de “Garufa” su autor, aquel yorugua Soliño que también compuso “Niño bien” y anduvo de taquígrafo de la ONU en Nueva York en tiempos de la ñaupa anterior a la mía).

Son si acaso seis o siete cuadras y doy con el bulevar que, como en Viena, ha venido a sustituir la vieja muralla. La gallina original es una apretada telaraña oblonga de callejuelas peatonales, a cuya cabeza campea una plaza sin pavimentar del todo (deja abierto un cuadrado de unos 70 metros de lado cubierto de entre tierra y arena, nadie ha sabido explicarme por qué, aunque seguro que era para los caballos), cercada de recovas cuyas columnas se clavan desde edificios ya no originales, de pasteles bondadosos, balcones sinceros y arabescos tirando a revueltos. Para tan poca cosa, Vic tiene joyas de metrópoli: En media manzana se amontonan un templo romano del s.II, en cuyas columnas no terminan de cicatrizar los balazos de la Guerra Civil (ahora que caigo, los dos países por los que he estado ambulando estos días han padecido atroces guerras fratricidas), que tiene a su vera las contiguas sobras de un castillo románico del s.XI y detrás una iglesia románica del s.XII. Otra iglesia ostenta murales de José María Sert, el pintor daltónico que también decoró la sala principal del Palais des Nations de Ginebra, al que algún día volveré y seremos, si la cosa sigue así, cuatro.

Los vicarios son catalanes a ultranza; casi no se oye (ni lee) una palabra de castellano. Cuando hablan conmigo se les nota el esfuerzo por reacomodar la boca. Mis oídos no terminan de habituarse a taladrar ese acento duro como el granito, tan incongruo en esos rostros sonrientes todo amabilidad y coretsía.

Ceno en un restorán que acaba de abrir y me permito la apostasía dietética de un vaso de riesling, que el filete de dorado con una especie de mousse de cebolla bien merece. Hacia las diez de la ahora noche vuelvo a rumbear pa’l suburbio. Me aguardan tres días de varias horas de clase. La última será el viernes por la mañana. Allí me encuentro con mi estudiante Judith, que se especializa en interpretación a lengua de signos catalana (que nada tiene que ver con el catalán oral, y que también difiere de la lengua de signos madrileña).

Pero esto merece crónica específica.

NO HAY MEJOR SORDO QUE EL QUE QUIERE OÍR

Judith me ha pedido que dé una charla a sus colegas del colegio para oyentes y sordos en el que trabaja. La perspectiva me entusiasma, porque quienes más han enriquecido últimamente nuestra comprensión del lenguaje, el habla y la interpretación han sido, precisamente, estos puentes entre lenguas que no se ven y lenguas que no se oyen. Quienquiera esté mínimamente al tanto sabe que toda la nutrida cháchara de los traductólogos ante el retrato inasible de la “equivalencia” (similitud transitiva o reversiva, se pregunta todavía en su gélida Finlandia adoptiva el bueno de Andrew Chesterman, sin sospechar que se dedica efusivamente al onanismo intelectual).

Pasamos primero por un despacho en el que tres o cuatro mujeres de entre 20 y 45 años discuten acaloradamente sin intercambiar sonidos. El espectáculo es acojonante. Como si la mano invisible de un dios soñoliento hubiera apagado el volumen del mundo. En el salón de actos habrá una treintena de jóvenes, en su inmensa mayoría del sexo de enfrente. Me precede un especialista en historia de la comunidad sorda, sordo de nacimiento también él, que pronuncia su conferencia como personaje del cine mudo. Judith y una colega me flanquean para irme interpretando lo que dice. Les he advertido que no me digan nada que calculen que no me va a interesar.

La historia es apasionante. Hipócrates juraba que los sordomudos padecían de una enfermedad incurable. Platón les negaba la posibilidad del pensamiento abstracto. En nuestra era, los sesudos exegetas del Evangelio llegaban a la conclusión de que eran de ñapa sordos a la palabra de Dios y por ende condenados de antemano a la eterna amansadora del Purgatorio. Pero en el s.XVI un acaudalado noble burgalés se encuentra con tres de sus hijos sordomudos, entre ellos el que, muertos los dos hermanos varones normales, queda de primogénito, y ahí comienza a cambiar, lenta pero segura, la cosa. El burgalés, que ha resuelto confiar a sus dos hijas silentes a un monasterio en que impera el voto de silencio observa que las monjas se hablan con las manos. La escena, por cierto, se desplaza a Francia y a Inglaterra, solo que en Francia se comprende que el habla por señas no puede ser remedo mimado de la oral. Dicho sea de paso, nos queda de Goya una serie de dibujos de manos que por más de un siglo se tomaron por estudios, pero que ahora se sabe que no eran otra cosa que el alfabeto castellano en lengua de signos del que se valía en sus últimos años.

A todo esto, en los EEUU don Gallaudet enseña pacientemente a su hijita a comprender el habla del mundo. Se dedica de lleno al problema, visita Francia e Inglaterra, regresa a su país y lega el cetro a su hijo, fundador de la escuela homónima que, con el tiempo, se transformará en la única universidad para sordomudos. Gracias a su labor pionera, hacia 1880 se termina de comprender que le habla oral es solo una forma posible (la obviamente servida en bandeja), y que los sordos socializados desarrollan espontáneamente lenguas de signos que, como el habla oral misma, comienza a ser icónica (el equivalente óptico de la onomatopeya) pero que pronto se emancipa. Y así han nacido infinidad de lenguas emparentadas o diferentes, como las demás, que quienes las han aprendido tarde “hablan” con acento. Nosotros, dicho sea de paso, tenemos la lengua de signos argentina. La ponencia de las dos colegas que lo explicaron en el penúltimo congreso lo explicaba con lujo de detalles.

Los sordos se consideran comunidad minoritaria -y, como no podía ser de otra manera- discriminada. Tienen, como saben, una cultura específica, con reglas y protocolos ajustados a las posibilidades y limitaciones de su lengua.

La charla es amena. Me asombra hasta qué punto puedo entender gracias a la iconicidad de las expresiones faciales (más que de los gestos, que se suceden a la velocidad de cuatro a cinco por segundo, me explican), las ilustraciones y lo que termina narrándome mis intérpretes.

Corona la exposición un aplauso tan cerrado como inaudible de manos alzadas.

Me toca a mí y hablo de lo mío, de la función fundamental de los profesionales no ya de permitir la comunicación sino de facilitarla. Al fondo, un intérprete va mostrando a mi predecesor y a otros lo que digo. Me entienden perfectamente, como lo demuestran las preguntas: qué hacer frente a las barreras culturales, si tengo algún ejemplo de mi experiencia personal, etc. Les cuento la historia (que cito en “The Pitfalls of Metalinguistic Use in Simultaneous Interpretation) del delegado argentino que asevera que “hay que coger el toro por las astas… en el sentido español del término” y del desconcierto de los demás ante la hilaridad de los latinos. Y esa historia, basada en las características que distinguen un dialecto castellano del resto del idioma pasa intacta la barrera del silencio. No me pregunten cómo.

Me voy a la vez contento y orgulloso. No somos muchos los que les llevamos siquiera tantito el apunte a estos abnegadísimos colegas. Ellos también quedan felices de la dignidad reconocida y proclamada. Ahora les toca arrancarse los grilletes de la docilidad y de la sumisión “al cliente”, igual, sin ir más lejos, que los plomeros.