sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICA BALNEARIODOCTORÁNDICA (julio de 2007)

La cosa comienza allá por 1995, si no yerro. Yo había adquirido cierta notoriedad entre las escuelas de interpretación de Europa por mi decisión de hacer venir a cuantos estudiantes cupieran a pasar unos días practicando en la cabina muda. La noticia llego a la U. de Bath, que ese septiembre mandó durante la Conferencia General del Organismo Internacional de Energía Atómica un cardumen como de 20 estudiantes chinos (!) acompañados de una profesora. También vino, por un día, Steve Slade, el director de la escuela de T&I, para formalizar –innecesariamente, según se enteró en seguida- la relación entre la ONU y la U. Al año siguiente, me invitó a dar dos o tres días de cursos y a partir de entonces fui todos los años sin cobrar más que mis gastos de desplazamiento y estadía (lo cual, sospecho, influyó decisivamente en la idea de nombrarme tordo honoris causa, o sea, que en realidad fue honoraris causa).

Como fuera, la cosa es que me lo dieron, y esta es la historia.

Llegué a Londres pasadas las 22:00 del miércoles 27 de junio y pasé la noche con mi sobrino Gastón y su novia (ellos en su cuarto y yo en el mío, se entiende). A la mañana siguiente me tomé el subte a Paddington y el tren a Bath. Al llegar, a eso de las 13:00 me quedé esperando como un boludo que se abriera la puerta del vagón. Cuando vi que no había caso, traté de hallar la manivela, pero no había. Ahí me apiolé que las cosas seguían siendo como en las épocas gloriosas del ferrocarril inglés: había que bajar (a pulso) la ventanilla, sacar la mano, y abrir contra natura. El taxi me deposita en el Bath Spa Hotel, un boliche lujientérrimo, cinco veras estrellas, reabierto que ha sido por su de ella Alteza la Princesa Real en persona nomás en febrero de este año. Me abre la puerta un valet de pantalón gris a rayas y levitón negro. Entro en un vestíbulo donde, por mucho que estemos una semana entera verano adentro, arde un hogar (y menos mal, porque hace un frío de cagarse). Las habitaciones se entregan a partir de las 14:30, pero a mí me pasan a buscar a las 14:10 (menos mal que me he venido previsoramente trajeado). Me dicen que van a ver. Entretanto, me tomo una Guinness al gélido aire libre, porque estamos en verano, qué joder, y además parece que acaba de haber o hay o va a haber sol (en Inglaterra nunca se sabe si el sol es recuerdo, vaticinio o espejismo). Como a las 13:30 me dan le cuarto, 511, a todo trapo, con robe de chambre sobre la cama y pantuflas al borde de la ídem, vista colina abajo sobre la ciudad magnífica. Luego averiguaré que, de haberla pagado yo, la camita de esa noche me hubiera costado unos 400 dólares. La cosa va evidentemente grande, como que, en efecto, la botellita de Guinness me costó veinte verdes.

A las 14:10 aparece mi –sí, señores, qué carajo!- limusina: un Audi interminable, con asientos de cuero y control individual de temperatura para cada asiento. El auto más de rico en que me ha tocado viajar hasta ahora. Lástima que puedo disfrutarlo tan poco, porque a los cinco minutos me deposita frente al Guildhall, oséase la alcaldía, oséase el ayuntamiento, oséase la municipalidad. Allí me mandan para el británico lado de los tomates, encreyendo que soy cualquier cosa menos el del cumpleaños, pero todo se esclarece oportunamente y termino en el salón donde están los graduados dendeveras, los profesores, el rector la vicerrectora, el maestro de ceremonias y el tambor mayor (el mace bearer, portador de una, en efecto, maza fálica y enorme que parece de oro macizo), todos poniéndonos la toga y el birrete, con miras a lo cual me habían pedido oportunamente talle del torso y diámetro del cráneo. Las togas de los Báchelors (o sea, de los solteros) son de cuello verde, los de los Másters (o sea, de los amos) no me acuerdo y la de los Pieichdís tampoco, pero las de los profes, decanos, portamaza y, yaquestamos, mía son de suntuoso cuello dorado, como puede apreciarse en las fotos que aparecen en gúguel. Los pendejos portan el típico birrete tipo mesa de luz da testa, pero nos los más encumbrados lucimos una especie de boina a lo Enrique VIII, eso sí, siempre con el colgajito a la izquierda, if you please. David Gillespie, que es el profe de ruso y a quien han encomendado la misión de servirme de Virgilio me presenta a tutti quanti. El portamaza me explica la minuciosa cuan estricta coreografía: Salimos todos en procesión, con el rector y la vice a la cabeza, luego los profes, detrás los graduandos en orden ascendiente seguidos del portamaza seguido de David y el infraescricto seguidos de nada. En la nave de la abadía mediohueval ya estará acomodáu el amable público y a los costados los graduandos de las facultades de administración y de sanidad. Será la última de tres ceremonias de este último de tres días de académica fiebre y orgía.

Es decir, que este fiolo viene a ser el broche de oro viene a ser. Me han precedido de a un tordo ad honorem por ceremonia. Los asientos en el altar ya están reservados. Al medio uno como trono para el mandamás, Lord Tugendhat. Dos hileras de cinco sillas mediohuevalmente incómodas a foro derecha y otros dos a foro izquierda. A mí me toca la más a la izquierda de la derecha o al revés, según, pero en todo caso a la vera del Padre, como Jesucristo en el piso de arriba. Tengo que ir con el birrete bajo el brazo izquierdo y sentarme derechito sin hablar hasta que me digan. Primero dan unos premios al mejor alumno y buena conducta, luego los diplomas de abajo arriba y, cuando todo el mundo crea que ahora por fin se puede mandar mudar David va a decir su oration tras lo cual se dirigirá al rector para informarle con todo desparpajo (de) que merezco, cómo no, el merecido honor. Ahí me toca levantarme, ir a la mesita del costado a firmar un bibliorato de aquellos y regresar camino de mi silla, solo que me va a interceptar el Rector, me va a dar un golpecito de carpeta en la sabiola, me va a decir, Y bue, queselevacer, lo declaro Tordo ad Honórem, me va a dar (momentáneamente) la mano y ahí sí puedo calarme por fin el birrete, tras lo cual he de dirigirme al podio a agradecer hasta cinco minutos y que no me olvide de empezar Canciller, Vicecanciller (es decir, Chancellor, Vice Chancellor). Una vez que cierre el pico y sin demasiado tiempo para volver a meter el orto en la silla, el Canciller va a decir, Ite, missa est y todo el mundo a los pubs, salvo los disfrazáus que tendremos que devolver toga y birrete. Eso sí, como los últimos serán los primeros, que no los de atrás, los que vamos a ir ahora a la cabeza somos David y yo, qué joder!

No bien el portamaza termina la pormenorización de supra, me tocan las fotos. Primero solo, después con David, después con el Canciller y finalmente con el Canciller y La Vicecancillera que, con el típico anderstéitment de la Isla me dice, No le vendría tal vez mejor guardar los anteojos, y es donde caigo en que los llevo colgando como si fueran el escapulario que me dio mi madre cuando partí del pueblo para no volver y que aparecerán, claro, en todas las fotos salvo en esta.

Mientras tanto, los chicos han formado. Canciller y Vicecancillera ocupan sus sitios, el emcí se pone a la cabeza, David y yo a la cola, y… largaron! La cana ha cortado el tráfico como si hubieran anunciado un atentado conjunto el IRA y Al Qaeda. Los turistas, incluida una nutrida delegación japonesa y una numerosa hueste china, nos sacan millones de fotos convencidos de que es el cambio de guardia en el Palacio de Buckingham. Avanzamos lentamente por la calzada, penetramos en la plaza que une o separa, según, baño turco romano de abadía, pegamos la vuelta a la izquierda y dentramos en el templo que, para qué decir una cosa por otra, es una gloria. Huelga aclarar que nos reciben los portentosos acordes del órgano.

El portamaza me lleva de la toga hasta mi sillita y me recuerda que no me siente hasta que vea que se sientan los demás (y menos mal que no les han dicho a todos lo mismo porque, si no, todavía estaríamos parados como unos pelotudos). Los demás, en efecto, se sientan y dentra a parlar el Canciller, que habla muy bien de la Universidad. Yo busco solapadamente a mi discípula Silvia Cryan, que es la única persona conocida que no ha dicho que vendría con el mayor gusto si pudiera pero lástima que no tienen con quien dejar el perro, pero no la ubico y dentro a pensar que ella también se ha quedado sin puppy sitter. Endijpuej reparten los premios. Endijpuej entran a desfilar los solteros. Endijpuej los amos. Y endijpuej los pieichdís, a quienes el Canciller les da el carpetazo en la cucuzza y el rollito con el título. Son docenas, de modo que la cosa, como ciertas naifas que me han tocado en suerte –es un decir-, parece de nunca acabar. Pero, a diferencia de las susodichas, al cabo acaba y ahí es donde David se pone de pie, se dirige al podio y lee su oración, que se ve que está llena de circunstanciales porque dura como cinco minutos. La verdá la verdá que el tipo se porta como un amigo, porque termina nomás recomendándome para el puesto. Ahí me toca ponerme de pie, firmar el libro de visitantes, inclinar el marote para el carpetazo litúrgico, ponerme el birrete, chapar el diploma (que no viene enrollado sino en un como menú de restorán argentino, oséase, de tapa gruesa y dura) y dirigirme finalmente al podio a decir muchas gracias.

En el tren me he acordado de que me había olvidado de escribir las susodichas, lo he hecho y me las han impreso en el hotel, pero a la hora de ver las columnas góticas que se entreveraban allá lejos allá arriba, los vitrales, las togas multicolores, los padres lacrimosos, los flamantes graduados todo sonrisas y, más que nada, la conciencia de que, como la cola de un cometa, se extienden detrás de esta toga tan inesperada, siglos y siglos de historia y de cultura que para un argentino como yo son tan inconcebibles como la vastedad del cosmos, decido que me meto el discursito en el orto e improviso. No recuerdo del todo lo que dije (aunque sí que dije, Canciller, Vicecanciller), pero sé que conté que tras como diez años que venir a una de las ciudades más bellas del planeta a hacer lo que más me gusta y, de ñapa, visitar amigos entrañables, y todo en vez de trabajar, para que, para colmo, me concedieran un honor tan descomunal, era un tremendo orgullo, y que se lo dedicaba a mis tres mujeres, Nadia, Valeria y Xóchitl. David había mencionado en su oración que por cuestiones de amor no me había quedado en Santiago de Chile, donde andaba andando en busca de laburo, y que eso, seguramente, me salvó la vida, ya que, unos meses más tarde, todos los que hubieran sido mis colegas en el Instituto Pedagógico fueron arreados directamente al Estadio Nacional, de donde no volvió a salir ninguno. No pude menos de recordé a mis queridos compañeros caídos. Fue el único momento en que, como ahora que lo escribo, se me desmañó la voz y encocoraron los lagrimales. Paro con todo y eso, no creo haber hablado más de uno, si acaso dos minutos.

El Canciller dio por concluida la fiesta y salimos como estaba previsto, David, yo y los demás de comparsa. Nueva apoteosis fotográfica sinonipona, entrega de atuendo y salida, ya de civil, a la calle. La Silvia no aparece. Luego me contará que sí estuvo, pero que no se pudo quedar porque tenía dos horas de tren con puerta que se abre raro.

David me llevó a un pun ínfimo, donde escuchando la conversación entre dos parroquianos habitués y el barténder me enteré (de) que, a la hora del almuerzo, servían un diz que estupendo chile con carne. Dos pintas de cerveza más tarde David me acompaño al hotel, que quedaba como un kilómetro de casas eduardianas y parque y colina. Eso fue todo. Casi tan breve como la ceremonia de casamiento con Alguienita. Así han sido los grandes momentos de esta vida mía. Es que el buen vino no se bebe en jarro.

En el hotel me di una ducha y salí en busca de un sitio para cenar. Fui, como de costumbre, oliscando restoranes y creo haber dado con uno deputamadre, solo que no tenían mesa. Eso sí, dos parejas que acababan de sentarse me reconocieron y felicitaron, algo es algo. Terminé en otro manducatorio, donde me mandé un risotto ai funghi e parmigiano que no estaba mal, sobre todo acompañado de un buen merlot chileno (había también argentino, pero no en media botella). A la salida, caí en cuenta de que estaba en la plaza del teatro, dirigido por Peter Hall, donde en cinco minutos empezaba el Pigmalión de Bernard Shaw (oséase, My Fair Lady, pero con un final en serio, y no el edulcorado epílogo holywoodiense). Una puesta muy pero muy buena . Y así terminé la velada.

Al día siguiente, aproveché que era la primera vez que estaba en Bath lejos del invierno y que Febo festejaba el festejo para recorrerm Bath, literalmente, de arriba abajo. Subí colina arriba a verla desde encima. Bajé hasta el arroyo que le acaricia la cintura por detrás de la estación (diseñada nada menos que por el insigne si bautizado con saña Isambard Kingdom Brunell), me hice amigo de un inglés rubicundo que paseaba su perro y me contó muy poco británicamente sus cuitas de amor (es la tercera vez que me pasa, la primera fue en una trattoria en La Haya y la tecera en el Churchill Arms de Notting Hill); debo de tener demasiada pinta de orejón comprensivo para que todo un pueblo abjure de su idiosincrasia), me tomé una Guiness, volví "a por" un chile con carne, y, por fin, con los pies martirizados por los zapatos de vestir y la camisa pidiendo aire dentro del traje reestrenado al cabo de años, enfilé a tomar el tren.

El fin de semana en Londres siguió de sol y yo de peregrino, pero todo excurso sería un anticlímax.

Acabo estas líneas ya de madrugada, tras haberlas demorado casi diez días. No termino de asimilar esta soberbia caricia del destino. Valeria se ha quedado en casa de las "pimas" y Xóchitl y Alguienita duermen allá lejos, en el ala norte del palacio. Ronronea el ventilador del disco duro. Pasa un coche. Y yo vuelvo por enésima vez a preguntarme en premio de qué virtudes o en perdón de qué pecados...