sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS MEDIORIENTALES (mayo de 2007)

CRÓNICAS ESTAMBULÍMICAS

Trepado en esta vida, soy lo que soy y veo las cosas como las veo.

Sábado 19

E ben, vuelta a Estambul, tercera de la ciudad, cuarta de Turquía. Ah mis pies alados de Mercurio, qué gitana habría previsto tanto andar por tantos años! Me he despertado en Varsovia (nada digno de agregar a las crónicas dell'anno scorso) y debido pasar cuatro horas en el aeropuerto de Viena. Aterrizo en un aeropuerto moderno. Las cola para inmigración parecen interminable, pero avanza al trote. Del otro lado del viaje un taxi me porta autopistas abajo y arriba. No reconozco la ciudad de hace diez años. Escudriño los cuatro horizontes de cemento sin calidad ni gracia en busca de la miseria que tanto me impactó, mas no la veo. De pronto, amarcord cuando la vi por vez primera, la terca muralla, con los aujeros que los cruzados, los turcos, el tiempo y la desidia han perforado. Persiste aún, ya desbordada por la ciudad, con sus almenas y torreones semiderruidos, con sus aires de dentadura de viejo descalcificado. La muralla se cruza sin gloria. Del otro lado se atisba el mismo paisaje de suburbio de Arizona. Pero, de pronto, al cabo de una de tantas subidas, el Bósforo se inaugura como una cicatriz de vida, con las garzas de los minaretes de la Mezquita Azul y Santa Sofía montando guardia sobre la última colina.

El taxi acaricia la muralla y cruza el Cuerno de Oro por el periférico. Rato después encara su última pendiente hacia Sisli, sale de la autopista y se mete en el laberinto bizantino de calles en pugna. Ahora sí, invadiendo cada resquicio entre las cajas de cemento, chabolas como las nuestras, destartaladas y miserables. El Grand Cevahir Hotel es de los lujientos. En el vestíbulo, tras el mostrador de la Cruz Roja, enjambres de voluntarios de entre 20 y 25 años. La muchachita que me atiende es rusa. A su lado, un pibe turco que está estudiando en Ekaterinenburgo… Oh témpora, oh mores! La habitación es espaciosa y confortable, pero el paisaje al que se abre es una pesadilla de cemento barato. Como no he pegado un ojo la noche previa, me pego una siesta imperial. Cuando despierto, el sol hace rato que a empezado a despedirse. Regreso a tierra y me tomo un taxi. Quiero comer pulpo frente al Mediterráneo que nos parió.

El taxista no habla (y se hace el que no entiende) una palabra de inglés y aprovecha para llevarme camino no sé bien si de Grecia o de Bulgaria. Ya ha caído la noche. Los rascacielos, plantados como estacas en medio del campo, proyectan toda la luz que les sobra hacia la nada. Pasamos por un conjunto de cuatro rascacielos iluminados desde fuera en cuya bruma de luz flotan, como polillas lentas y gigantescas, docenas de gaviotas. Veinte minutos más tarde tropezamos por fin con el mar. Estamos en un suburbio llamado Seriyer. Escojo un restorán al azar, donde como pasablemente mal (el pulpo viene frito y seco), con un excelente chardonnay local. El lugar solo se reivindica con el melón celestial. Descubro que los precios están más al borde de la Unión Europea que el país. Pago y salgo a pasearme al borde del Mediterráneo que nos parió. El médico me ha desaconsejado fumar y en Buenos Aires le he hecho caso, pero Estambul bien vale una pipa. Por el malecón, parejas apretadas (gracias, Mustafá Kemal!), familias de prole abundante y vendedores de roscas. Frente a mí, el mármol prieto del mar y las luciérnagas esporádicas de los ferries. Ahí estamos, pues, después de tantos años, solos por fin, mi pipa, el mar y yo. Cómo andarán aquellos años? Agua del recuerdo voy a navegar.

Amarcord el viaje que hice en autostop con Susy que luego fue mi novia y Cristina que luego fue uno de los 30.000 desaparecidos. Amarcord que en la estación de servicio de Edirna se ofreció a llevarnos un señor de aire distinguido y Mercedes Benz azul, con quien dialogábamos a través de mi francés incipiente. En cierto momento preguntó, Habláis español?, Somos argentinos, y usted?, Español, Hace mucho que está en Turquía?, Quinientos años. Así me enteré del éxodo de los sefarditas que emigraron a Constantinopla una vez que sus Católicas Majestades, tras haber liberado la Península de los moros infieles y aplicados a evangelizar mayas e incas, resolvieron, de paso, liberarla de marranos. Supe que muchas de las familias conservaban las llaves de sus casas, que el viejo idioma precervantino se preserva casi exclusivamente en forma oral, de padres a hijos, endurecido por la historia y el destierro. Amarcord que la primera noche la pasamos en una especie de albergue más o menos inmundo, lleno misteriosamente de paquistaníes, pero que nos costaba íntegros los cincuenta centavos de dólar que llevábamos por todo presupuesto diario. Amarcord que decidimos dormir en la estación de trenes. Amarcord que, bajo nuestras mochilas atestadas echamos a andar por la ciudad y que nos encontramos ante una bomba de agua hacia la que convergían cuatro cinco callejuelas casi verticales bordeadas de conventillos de madera. Que llenaban de agua tres bidones de aceite lubricante una anciana que, luego dedujimos, no debería tener más de cuarenta años y una muchachita como de doce, envueltas en trapos mugrientos. Que me ofrecí a cargar los dos bidones de la mujer, que no terminaba de creérselo. Que trepamos tres o cuatro cuadras que se hicieron leguas sobre la pendiente y bajo el sol. Que entramos en un edifico hediondo y casi en ruinas. Que montamos endebles escaleras arriba hasta el segundo piso. Que de todas las habitaciones asomaban mujeres y purretes a quienes la vieja explicaba el milagro de un hombre que cargaba el agua. Que nos despidió el inquilinato entero. Que descendiendo nuevamente liviano como una paloma comprendí que esos bidones eran para beber y, si quedaba, para lavar ropas y trastos y seguro que no para lavarse, y que la vieja y la muchacha deberían volver a la bomba dos o tres veces más, ese día y todos los que les quedaran por vivir, a con sus bidones oxidados y que no volverían jamás a tener la fortuna de encontrarse con un mochilero servicial. Amarcord que nos abrimos unas latas de sardinas cargadas desde Moscú. Que luego echamos a seguir andando. Que de improviso nos vimos frente a los jardines de la Universidad. Que detuve al primer estudiante que se me cruzó y le pregunté si no tenía idea de dónde podíamos pernoctar. Que dijo llamarse Mete Arsoy y que nos explicó que iba camino de dar un examen y que uno de sus compañeros, rezagado por motivos académicos de la familia que estaba veraneando en Alemania, había quedado solo en su departamento y que seguramente nos alojaría. Que quedamos en encontrarnos allí mismo a las cinco en punto de la tarde. Que andando al tuntún para hacer tiempo entramos en el Gran Bazar defraudando comerciantes a diestra y siniestra que nos salían al encuentro como tiburones tratando de vendernos alfombras, alhajas, perfumes y especias en veinte idiomas. Que a las cinco en punto de la tarde reapareció Mete con la noticia de que su compañero no se había presentado, pero que había hablado de nosotros con otros amigos que nos esperaban para llevarnos de paseo. Que rodeados de unos diez pibes de nuestra edad (corría el año de Nuestro Señor de 1969 y yo andaba por cumplir mis primeros veinticuatro abriles que no volverían) bajamos al Bósforo, donde probé el inolvidable te casi negro e infinitamente dulzón. Que por esos tiempos Turquía, como su Grecia vecina, marchaba al ritmo de una feroz dictadura militar. Que estos estudiantes de derecho nunca habían oído el nombre de Nazim Hikmet, acaso el más grande de sus poetas, algunos de cuyos versos vertí de defectuosa memoria a mi inglés insuficiente. Que hacia las ocho de la tarde amenazó con llover y el grupo amagó desbandarse. Que nos preguntaron dónde íbamos a dormir y dijimos que en la estación. Que se alarmaron. Y que Mete dijo, nada de eso, vamos todos a mi casa. Amarcord que, para evitar sospechas e incidentes desagradables como habíamos vivido en Grecia y otro países fornicadores de ovejas (con el perdón de Dimitri), habíamos inventado que Cristina, que tenía mi tipo mediterráneo, era mi hermana y Susy (con una cara de polaca que volteaba) mi esposa. Que la familia de Mete, madre viuda de un oficial del ejército, hermana y tía vivían en un departamentito de tres ambientes, las tres mujeres en un cuarto y Mete en el otro. Que nos dieron el cuarto de las mujeres, que las mujeres se apelmazaron en el de Mete y que Mete durmió en el sofá del living. Que nos albergaron así cuatro días completos. Que Mete y sus amigos nos llevaron a todas partes. Que la señora nos daba de desayunar un revuelto de cebolla, tomate y ajo que era una gloria. Que la última noche, con la obvia connivencia y hasta entusiasmo de las tres mujeres me pidió solemnemente la mano de Cristina. Que no supimos qué decir y balbuceamos que en la Argentina las cosas se hacían de otro modo, que era preciso un noviazgo previo y el consentimiento de mis padres. Que Mete preguntó y entonces cómo hacemos. Y que replicamos que la cosa había de continuar epistolarmente y que, llegado el caso, Cristina volvería a Estambul. Amarcord que la última mañana, tras el último revuelto, los cuatro nos llevaron a la Terminal de camiones donde enganchamos un viaje a la frontera con Bulgaria. Que a la hora de despedirnos nos cargaron de comida y alhajas de fantasía. Que las mujeres lloraban como degolladas y que Mete se atrevió, emocionado, a besar la mejilla de su prometida. Amarcord que hubo dos o tres cartas cruzadas y que hasta hace poco daba cada tanto con una foto de Mete entre mis papeles de antaño (es la única imagen que me quedó del viaje; las demás las confiscó el ejército cuando allanó la casa de mis viejos en 1976 y, como tantas otras cosas, desaparecieron). Que cuando regresé a Estambul veinticinco años después busqué inútilmente a Mete en la guía de teléfonos y que ahí por fin termina la historia que ahora no puedo más que evocar, cada vez más imperfecta y adornada.

CRÓNICAS RETROFARAÓNICAS

Amarcord que en 1981, tras mi primera misión en Nairobi (Conferencia sobre fuentes nuevas y renovables de energía) había decidido recorrer Egicto. Hete aquí que en el avión de Ethiopian Airways (amarcord los gigantescos retratos de Marx, Engels y Lenin que forraban la torre del aeropuerto de Addis Abeba!) me encontré con una traductora de la Sección Españóla, Mariel, peruana, tres dactilógrafas, Margarita, cubana, Antonia y Amira, y la hermana de esta última, Eunice, colombianas ambas tres, que también viajaban a El Cairo. Hice yunta con ellas (amarcord el lujientérrimo Meridien con mi habitación interminable mirando el nilo desde aquella península en medio del río). Cada día nos encontrábamos para ir a dar vueltas juntos. O sea, un servidor y cinco (5) mujeres cinco (5), cifra un 25% superior a lo que prescribe, aconseja o tolera (no recuerdo bien, por no haberlo empezado a leer del todo) el sagrado Corán.

Amarcord que tomamos el vaporetto Nilo arriba y que todo el mundo nos miraba azarado (unos envidiándome a mí y otras a ellas, que andaban con un blanco tan pulido). Nos bajamos en un barrio bien barrio, con charcos inmemoriales en las calles (en Egicto!!!), viandantes mezclados con cabras, profuso olor a las mismas, hombres de rostros espinosos de barba de anteayer, mujeres esféricas y revueltos enjambres de purretes en diversos grados de deterioro higiénico. Entramos a caminar, ellas, siguiendo la tradición por aquello de que donde fueres haz lo que hubieres creído que vieres, en fila india detrás de mí. Y salimos de caminar para entrar en un café en el que no había, claro (hasta ese momento, claro), una sola mujer. No bien entré (perdonarán y comprenderán, dilectos y sobre todo dilectas colegas, mi paso natural a la primera persona singular) seguido de mi harén no hubo ojo que no se me clavara. Como por arte de magia se liberó la mejor (es un decir) mesa, y corrieron a correrme la silla, primero a mí, claro, y tras cierto titubeo, también a mis dos y media yuntas de féminas. Mientras sin que atinara a pedir nada en ningún idioma se materializaba sobre la mesa un verdadero banquete y entraban a entrar cuantos me habían visto a la cabeza del hembreril desfile, un escuadrón de parroquianos corrió a dar la voz a los desavisados. A los pocos minutos no cabía en el lugar un alma (ni que hablar de un cuerpo). Los de atrás se abrían paso a codazos para llegar hasta el ruedo, fisgonear y ser empujados a nuevos codazos por una nueva ronda de espectadores. Como no teníamos idioma común, nadie pudo enterarse del tipo de relación conyugal y otra que nos unía, pero dieron por de contado que seríamos todo menos colegas. No bien dimos cuenta de las viandas, aparecieron los humeantes narguiles. Primero para mí, por supuesto, y luego, tras corroborar que no me oponía, las minas. Luego vino el té y más tarde el café. Cuando, al cabo de una hora larga, decidimos partir, no me quisieron cobrar, abrieron paso respetuosamente y no sin cierta intimidación, y me fui en medio de merecidos vítores.

Amarcord que las convencí de piantarnos en tren Nilo pa' arriba. En la estación (oh mi ferroviaria obsesión) se peleaban por acarrear el equipaje y terminé subiendo al vagón en medio de una abigarrada multitud.

El truco así aprendido por azar nos dio resultados similarmente espectaculares en Luxor, Aswán y Abu Símbel, donde los guías se disputaban el privilegio de embaucarme a mí y mirarlas (sin tocar, pero con qué ganas, por las seguramente piojosas barbas del Profeta!) a ellas.

De regreso a Nueva York (yo seguí camino de Israel en la recientemente inaugurada Nefertiti Airways, pero eso es otra historia), nos juntamos todos los años a recordar en torno de un pastel que invariablemente ostentaba la leyenda "Club el Cairo".

Entonces comprendí el asalto a mi "hermana" doce años antes: nada habría acontecido, tal vez, si las hubiese hecho pasar a ambas por cónyuges (al menos en Turquía), pero como había un electrón libre, todo el mundo creyó que si él no la quiere, entonces pa' mí.