sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS VIENEROLIROMAÑOSAS (28 de abril de 2007)

Oder mehr kuhlo als kalzonen

Tras dos semanas de días peronistas y un sábado final más peronista que todos, decidí probar suerte en la Staatsoper, a ver si me amañaba para conseguir una entrada para La fille du regiment, con Natalie Dessay y el peruano Juan Diego Flórez. La cosa es que me constituí en la susodicha a eso de las 18:45, oséase, 45 minutos antes de la función, terminantemente decidido a erogar no más de cien euros, pero con ciento cincuenta en el bolsillo por las dudas. Fue no más llegar y toparme con una multitud de japoneses, australianos, alemanes y gentes de otras latitudes, munidos (valga, aunque no valga, el galicismo) de cartelitos o cartelotes en que suplicaban algún billete por caridad. Me dije que mis probabilidades eran menguadas, pero, aprovechando mi casi olvidada baquía para estos menesteres, cuando supe conseguir los laureles que me permitieron presenciar tantas producciones memorables en el Met neoyorquino, salí a la calle, atravesé el piquete de avanzada (dos japoneses con cara de pocos amigos para con el resto de la humanidad y entre sí, y una pareja emperifollada que era una gloria), y ut non volet rem me planté estratégicamente en el cogote de la “y” en que confluían la aguada que descendía por Kärtnerstrasse y el manantial que brotaba de la boca del metro. Y ahí nomás, con todo el descaro propio de nuestra raza, dentré a mendigar una volta in inglese ed un’altra in tedesco “Una entrada, por favor”, tratando de caer simpático y de no perder demasiado rostro en la batida, especialmente en vista (ajena) de mi sartorialidad deficiente (no era, es cierto, el único en jeans, pero sí de lejos el más antiguo).

Uno de los inescrutables orientales de cartelito se me vino por detrás y me rodeó por el flanco, receloso (lo llevan en la sangre) de que anduviera haciéndole competencia desleal. Yo, por suerte, no tenía cartelito, de modo que cuando lo fiché me hice el perfecto forro, cerré el pico y aguanté el gélido escrutinio. El niponcito se dio por tranquilizado y volvió a hacer guardia frente a la puerta. Por mí que se meta todos los Toyotas en el orto. Al rato aparecieron unos tipos mal entrazados, palmariamente “extracomunitarios”, digo yo que ex yugoslavos, que andaban revendiendo localidades vaya a saber cómo obtenidas y quién sabe si auténticas al mejor postor, negociando con todo sigilo, como si estuvieran traficando heroína. Me ofrecieron una de 50 euros a 200, que arrebató raudo el emperifollado, quien, además, les compró otra. Entretanto, se deslizaba a mis lados la viandante multitud. Algunos me sonreían, otros me expresaban su conmiseración, y los más engominaus seguían de largo, ensoberbecidos y proctofaciales.

Así se hicieron las 19:20. Ya empezaba a desconfiar de mi estrella cuando se me acerca una pareja que resultó de holandeses del mismo sexo, muy amables, que me preguntaron si necesitaba una localidad. Admití, que en efecto, y uno de ellos exhumó de un sobre una entrada que, me explicó, había comprado por correo con sobrecargo, es decir, veinte en lugar de diez euros, en fe de lo cual me mostró el recibo. Es que aquí la cultura del curro no existe (eso es cosa de las penínsulas meridionales, ultraalpinas y transpirenaicas y de las planicies ciscarpáticas, que degeneran casi sin solución de continuidad en su prole rioplatense). Palco bajo No. 2, asiento 6, inadergüerds, endetrás de todo, con vista parcial sentado e incompleta parado y estirando el cogote que ni una cigüeña, pero qué carajo!

De más está decir que apenas los neerlandeses desenfundaron el número premiado se vinieron al humo los dos piqueteros asiáticos y cinco o seis pordioseros cultos más, que me vieron apoderarme del cartoncito con ojos bañados en llanto o inyectados de sangre.

Compré mi programa, me metí en el palco, corrí un poco las sillas 4 y 5, aún desocupadas, para que me obturaran lo menos posible el panorama (claro, quedaron tantito apretadas, pero en fin), dejé sobre mi asiento prismáticos y programa y, para no tener que cruzar miradas con los ocupantes de los asientos corridos, me fui a recorrer el teatro. No cabía un alfiler. Gente joven, parejas de edad media y avanzada, autóctonos, adoptivos o visitantes, algunos vestidos como yo, que daba pena, y otros a lo bestia, que daba lástima, pero por el gusto espantoso (en mi experiencia, solo a los checos les sale peor el obvio y estrenuo esfuerzo por vestirse bien). Había señores de smoking comprando champán para señores tapizadas como sillones, muchas escotadas indecentemente, dadas las tetas deleznables evidenciadas con tan poco criterio. Había jóvenes contando monedas para pagarse un agua mineral. Había niñas estilizadas, casi interminables, y otras con las carnes desbordando entre breteles y botones. Las había que se notaba que se creían bellas y otras que lo eran sin creérselo. Había un hombre cuarentón, macizo, una especie de Bernard Tapie (alguien sabe qué fue de su vida?) pero sin gracia, de smoking caro y gusto barato, con el pelo abundante hacia atrás, como el de Ringo Bonavena (recordates, gerontes?), que fumaba boquilla de nácar por medio, y que no dejaba de aquilatar con el rabillo del ojo el efecto que producía. Y había chinos fotografiando hasta los canapés mordidos abandonados sobre las mesas.

En eso sonó la campanilla por tercera vez y todo el mundo al aula. Los de los asientos 4 y 5 se habían escurrido como mejor pudieron en la ranura que les quedaba. Yo ni hice ademán de sentarme, sino que me monté sobre el apoya pies de mi butaca (la silla 6 es casi un banquito de bar) y entré a otear el foso donde estaba sumida la banda de pingüinos musicales. Luego salió el director, un tipo joven de apelativo Yves Abel (en ese orden) que hizo como que quería echarse a volar y ahí nomás sonó el primer corno. La obertura, como todas, salvo las de Rossini y las mejorcitas de Verdi, poco memorable, para qué decir una cosa por la otra. Es que los italianos pareciera que si no hay nadie que cante no saben bien qué hacer con una orquesta.

Pero entonces izaron el telón y empezó la diversión. El elenco es un lujo. La gala Dessay canta y actúa que es una maravilla. El Sulpice del malagueño Carlos Álvarez la secunda magníficamente. La tudesca Janina Baechle está perfecta como la Marquesa de Berkenfield y el autóctono Clemens Unterleitner es un Hortensius como pintado para la denominación de origen. Pero el que se va a robar el primer acto es Flórez, que se manda un O, mes amis, que jour de fête de antología. Con los nueve agudos (si bemol, creo) clavados como dardos en el centro de la nota. La ovación dura varios minutos. Los alaridos de “bis” resuenan desde todos los rincones. Jodemos y jodemos hasta que tenor y conductor intercambian un gesto que acaso solo se ve desde mi palco… y “encore”. Es mi primer bis en cincuenta años de liromanía. La sala vuelve a venirse abajo. Caí en la cuenta de que miraba todo a través de unos lagrimones espesos, conmovido hasta el caracú por tanta belleza. No sé si fui yo, que puse cuarta, o los artistas, pero de ahí en más lo que había empezado simplemente como un espectáculo soberbio devino una experiencia simplemente mágica.

Para cuando terminó el primer acto estaba claro que todos sabíamos que esta no era una velada común, ni siquiera para Viena, donde las veladas comunes son rarísimas.

El entreacto duró una media hora durante la cual logré abstenerme de libar, sabedor de que en una de esas luego me darían ansias de micción en el mejor momento. Ya estaba por aflojar cuando volvió a sonar la campanilla y todos volvimos del recreo.

La acción ya había pasado del Tirol al castillo de la Marquesa, que recibe la visita de la Duquesa de Crakentorp, quien tiene fama de ser digna de la eufonía de su apellido. Entra una gorda vestida de domingo, que se va apartando del diálogo en franchute para improvisar (bueno, es la impresión que me da) en alemán, preguntando por el mayordomo Holander, que le han dicho que se va a retirar. El público se caga de risa. Es que el inicialmente rumano Ion Holander es el Director más o menos que vitalicio de la Ópera de Viena, una especie de Ministro sin cartera en este país en el que este teatro tiene más presupuesto que el ejército. Yo me asombro de comprender que entiendo todo, y me río genuinamente a carcajadas. La gorda tiene un salero increíble. De pronto le toca cantar una canción tirolesa, cosa a que se aplica con una gracia incomparable y el mucho cambio que le queda de una voz gastada por todos los escenarios del mundo. Cuando termina, la ovación es frenética. Como a los cuatro o cinco minutos la señora pide silencio con las manos. La sala se va acallando. Pero antes del silencio total, alguien se desgañita “Wir lieben dich!”. La catarata de risas es generalizada. La señora hace gesto como de que va a hablar. Callamos. Y nos dice “Ich liebe euch auch, mais la chanson est finie”. Otra vuelta de risotadas. La señora acaba de cumplir 74 pirulos. Yo tengo grabada su primera visita al Colón, una Turandot de 1965 en que, pebeta de 31 abriles (literalmente) le tocó esquivar la sombra de Birgit Nilsson. Se llama Montserrat Caballé.

Cuando suena el último acorde los aplausos y vítores estallan como una bomba de hidrógeno. Saludan primero todos, incluidos el coro y los comparsas. Luego los protagonistas, de a uno. Acto seguido llaman al director. La casa no acaba de derrumbarse. Al rato dejan caer la mortaja carmín. Pero los aplausos no menguan. Se abre el cortinado y vuelven a salir los protagonistas, todos juntos. Después de a uno, la Caballé de última. Los aplausos a la Dessay y a Flórez son de agradecimiento por esas dos horas memorables, los a la Caballé de agradecimiento por toda una vida. El público sigue ensordecedor.. Vuelven a salir. Yo entretanto desciendo y me cuelo en la platea. El espectáculo es sobrecogedor. Todo el mundo de pie. Delante de mí, una petisita entrada en carnes alza y agita lo brazos (luego me enteraré de que, claro, era gallega). A la salida número veinte dejo de contar. Los artistas comienzan a aplaudir ellos también. Los espectadores nos ponemos a patear. Ellos nos imitan. Como a la media hora, la Dessay sale con una silla y se sienta en el escenario, inmovilizada en una reverencia. La gente ríe y aplaude y patea y ríe. Al rato salen Flórez y Álvarez y se la llevan cargada. Pero ninguno de nosotros hace ademán de mandarse mudar. Vuelven a salir cuatro o cinco veces más. Al rato, la Dessay, que no ha dejado de hacer payasadas acordes con su personaje y su persona, deja asomar el brazo y saluda ya invisible. Pero los aplausos no cejan. Entonces vuelve a salir, hace señas para que nos callemos y dice “Gutte Nacht!”. Risas, y, ahora sí, los últimos aplausos. Todos nos hemos percatado a una que tal vez los cantantes tengan ganas de hacer pis ellos también. Al salir al pasillo lateral miro el reloj: son las 22:55; el telón había caído a las 22:15.

Yo solo había vivido una experiencia similar, pero menos apoteótica. Fue en 1981, con ocasión de la extraordinaria de Otello con Plácido Domingo, Teresa Zilis-Gara y Renato Bruson. Amarcord la cola que hice desde las 17:00 del domingo hasta las 11:00 del lunes (tenía el lugar 235). Amarcord que los primeros diez eran unos linyeras a quienes espectadores de pro habían pagado unos mangos para no tener que pasar la noche a la intemperie. Amarcord las facturas y el mate con que los más precavidos invitaban a los como yo. Amarcord que temíamos que las mejores entradas ya se hubieran repartido entre los milicos y que nos pusimos de acuerdo en que cuando abriera la boletería a las 10:00 uno que era escribano iba a entrar a labrar un acta en que constara si sí o si no estaban todas las entradas debidamente enrolladitas y metidas en los correspondientes orificios del palomar. Amarcord que sí estaban, y que llegaban los colimbas mandados por mi General fulano y mi Almirante zutano a colarse y los sacábamos cagando, sin temer a los Falcon sin chapa que seguían merodeando por la ciudad. Amarcord que vendían un palco entero o dos entradas por persona. Amarcord que el linyera número tres empezó a dejar pasar a los que venían detrás porque su representado no se presentaba. Amarcord que le pagué dos o tres lucas para que entrara y me comprara el mejor palco que quedase. Amarcord que conservé mi lugar en la cola y cuando me tocó el turno pude comprar el último palco cazuela, que repartí entre los colegas extranjeros que estaban laburando conmigo en la Conferencia del Tratado Antártico. Amarcord que fue cuando se vino abajo la tablita de Martínez de Hoz con Martínez de Hoz y todo, sustituido por Lorenzo Sigaut, quien había prevenido que “los que apuesten al dólar van a perder”. Amarcord que dólar había cerrado el viernes a 2.000 pesos y abierto el lunes a 7.000. Amarcord que llamé a mi vieja para que viniera con dólares y cuando calculé que quedaba media hora para mi turno la dejé en mi lugar y fui a cambiar… a 9.000! Amarcord aquellas entradas que al final me costaron casi cuatro veces menos de lo que costaban cuando empecé a hacer la cola. Amarcord un Otello de aquellos, pese a que en la entrada del Moro que llega a despachar a Desdémona cada uno de los ocho contrabajos de la Estable tocó en una clave diferente y ninguno en la que indicaba Verdi. Amarcord todo eso, pero esta vez fue mucho, muuuuuucho más inolvidable.

Y con este regusto salí a la calle, acariciada ahora por un vientito apenas malevo, consciente de haber vivido un momento absolutamente singular que quién sabe si tendrá parangón en lo que me queda de vida líricamente útil. Y pensé en Xóchitl, a quien sorprendí chapando por primera vez el biberón con las dos manitas de caucho inflado mientras Alguienita enfocaba la cámara. Y en Valeria, que corre al encuentro de sus ocho años sin enterarse del calentamiento planetario, de Bagdad ni de Darfur. Y en esta ciudad maravillosa donde me ha tocado cambiar para siempre tres veces de vida. Y me he vuelto a preguntar en premio de qué virtudes o en perdón de qué pecados el Demiurgo tan cruel con casi todos mis congéneres ha elegido premiarme a mí con tanta desmesura.