jueves, 2 de octubre de 2008

CRÓNICAS TIROLÍTICAS (junio de 2008)

27 de junio

El avión va renunciando a su altura entre montañas que semejan un rebaño de inmensos búfalos dormidos al calor de un sol que impera absoluto desde el cielo sin mácula. Alguno tiene la testuz apenas blanca. Los lomos grises van verdeciendo hasta confundirse con el valle de perfectas cuadrículas surcadas de izquierda a derecha por la azul serpentina del río. Allí se desliza la prolija lombriz de un tren. Más acá se escabulle la rauda relumbre de un coche. Las casas parecen porotos sobre un gigantesco tablero de lotería. No puede ser sino domingo y lo es. Los búfalos se agigantan, las cuadrículas cobran inesperado relieve. Aparecen nuevos colores. El paisaje hasta hace instantes casi inmóvil nos va dejando atrás cada vez más vertiginosamente. Ahora son árboles los que parecen escapar a nuestro paso. Un golpe casi imperceptible y la película va tornándose más y más lenta. Ahora es una postal de chalets de madera prohijados por la montaña omnipresente, interminable, silenciosa. Hemos llegado a Innsbruck.

Paro en el Leipziger Hoff, del otro lado del puente que lleva o trae trenes que apenas susurran, límpidos, puntuales, perfectos. El hotel da sobre un parque. El hotel es de mendaz fábrica barroca y todo madera por dentro. Rescato una pipa y el tabaco, dejo mi valijita y la computadora, y pongo rumbo al centro. Hasta el puente no hay mucho que mirar. La zona aledaña a la estación, se conoce, ha sido devastada por las bombas. Son todos edificios modernosos, que la montaña humaniza de lejos. Pero a los cien o doscientos metros estalla el barroco imperial tan de este Imperio. La ciudad ha sido medieval, claro, pero salvo el trazado caprichoso y la estrechez de las calles, los únicos resabios preimperiales son las ojivas góticas de las recovas. Ahora caigo que de Berna a Innsbruck (acaso también Linz, pero no lo recuerdo) las ciudades vienen con recova obligatoria. Hacia el Atlántico y hacia los Urales van haciéndose optativas: Viena no tiene, Varsovia tampoco, tampoco Ginebra. Las casas son completamente verticales, casi como en Ámsterdam. En Viena, en cambio, no. Y muchas se me hacen de juguete. Hay una, sobre todo, frente a la torre del Ayuntamiento, que parece la de la bruja de Hansel y Gretel. Cunden los colores vivos, nunca demasiado distantes del pastel, pero. El Inn sesga las cosas y relega a la otra orilla un flojo remedo de ciudad que sube por la cuesta como impaciente por desaparecer.

La ciudad vieja esta atiborrada de turistas y de las banderas de los contendientes para la copa de fútbol. Abundan, no termino de decidir si por suerte o por desdicha los ruidosos cardúmenes de hinchas disfrazados. Ceno a la deliciosa intemperie:

Un plato de pasta y un vaso de vino…
Todo lo demás lo elija el Destino.
Mi vaso de vino, mi plato de pasta…
Es verano en Innsbruck. Con esto me basta.

Alguienita, Valeria y Xóchitl son mis montañas. Ellas me vigilan, circundan y protegen de lejos. Y aquí estoy, entonces, en Innsbruck, con sus montañas y las mías.

Yo he pasado por esta ciudad dos veces al año cada año durante casi quince años, de ida o de vuelta de Ginebra. No había venido desde agosto de 2005 y es un poco como volver a vivir.

La región es la Conferencia Regional Europea de la FAO. Un bodrio. Pero la gente es simpática y las oficiales de sala hermosas. Ah, señores, cómo habría yo procurado hacer méritos entonces para merecer una deferencia horizontal! Y ahora me entretengo mostrando fotos de mis tres hembritas… Quién me ha visto y quién me ve!

El martes hemos tenido recepción en el castillo de Ambrass, donde el Archiduque Ferdinando fundó el diz que primer museo de Europa, con los chiches que se hacía mandar por sus parientes, que el hombre era primo y sobrino y cuñado y tío de los reyes de Portugal, Inglaterra, España, Polonia, Suecia y Paraguay. Salimos de la ciudad, atravesamos la carretera que tantas veces he transitado, entramos a trepar Alpes arriba y desembocamos en el espléndido complejo. Nos aguarda una guardia de cazadores tiroleses, con sus pantaloncitos y sus sombreros con pluma. Los que no tienen escopeta tienen, en cambio, trompetas o cornos. Los preside un viejo (bueno, acaso un par de pirulos más antiguo que yo), que luce una barba que avergonzaría al propio Valle Inclán. Alguien me dice, Shhhh! Es que, sin darme cuenta, me he puesto a canturrear a viva voz el coro del Cazador Furtivo de Weber. No es para menos, desde luego; pero en fin. Tras la barbacana, unas muchachas todas de tirolesa nos sirven sekt. Luego pasamos al salón español. Un recinto enorme, de techo artesonado que es un primor, donde –surprise!- hay una plataforma con atriles donde –surprise!- se sienta un trío de cuerdas y una oboísta que –surprise!- entran a tocar el cuarteto K 370 de Mozart. Después habla el Gobernador del Tirol. Explica que la oboísta es la fundadora y directora del conjunto de música antigua del Castillo, que su marido es un actor muy conocido, de apellido Moretti , allí presente, que ambos son hijos de agricultores de la zona, que sus familias siguen trabajando la tierra con sus propias manos, sin empleados… Luego nos invita a volver al jardín, donde las tirolesas nos van a hacer probar montañas de especialidades regionales: quesos, embutidos, tartas, tortas, pasteles, vinos... pero antes –surprise!- vuelve el trío de cuerdas y –surprise!- toca un trío de –surprise!- Haydn. Nunca me he sentido más en Austria! Nunca me he sentido más en Europa! Me ufano de ser argentino hasta la médula y porteño hasta el caracú, que viene a ser lo mismo, pero siento un orgullo inmenso de que este pueblo me haya aceptado como conciudadano. Es que los austríacos somos así, qué se le va a hacer! Lástima que entonces rompió a llover y no paró hasta el jueves.

A mediados de la semana, la reunión se pone interesante. Hay preocupación generalizada por el dislate de distraer recursos alimentarios para producir biocombustibles. Todos están de acuerdo. Pero me temo que de cualquier forma iremos a cantarle a Gardel.

Ayer, aprovechando que las nubes habían dejado de piquetear, volví a subir, como diez años después, a la torre del Ayuntamiento. Y hoy, cuando el sol levantó finalmente su lockout lo hice otra vez. Qué maravilla! Es como ver Praga desde su torre, solo que en miniatura, y sitiado por la montaña. Otra cosa que hice, ahora que soy miembro de un foro de ferromodelistas, fue ir a sacar fotos a la estación. Qué vergüenza y qué pena, cumpas, ver los andenes impolutos, con macetones de flores cada veinte metros, la abundancia de trenes de corta, media y larga distancia relucientes… Ah nuestro pobre país y sus pobres trenes derruidos y malbaratados! En fin…

La reunión terminó a las seis de la tarde. Besé no sin cierta nostalgia a todas las chicas y me fui con los colegas a tomar una cerveza. Estaba entre ir a la ópera a ver Tosca, o a una iglesia donde daban un concierto de música medieval francesa o a una iglesia donde tocaban el Elías de Mendelssohn (y esta ciudad no ha de ser mucho más grande que Tandil!), pero me dio fiaca. Ellos se fueron a cenar juntos. Yo preferí, como tantas veces en estos trances, la sosegada compañía de mis cavilaciones. Volví al hotel, me di una ducha, me puse –por fin!- los shorts, y me fui por última vez (quién sabe si no por vez postrera!) al centro. Elegí un restorancito al que le había echado el ojo hace un par de días, único en su breve cuadra, mesas sobre los adoquines, camareras rubias y serviciales, y me mandé un risotto ai fingí genuinamente épico. Así se me hicieron las once de la noche. Mañana a las cinco de la madrugada pasa el taxi a llevarme al aeropuerto. Supe desde que llegué que hoy no podría ni querría dormir. Llamé a Alguienita, hablé con Valeria y le hablé a Xóchtil. Revisé mi correo. Y entonces, como siempre, me puse a escribir estas pamplinas.