sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS SIBERIALGIOSAS (septiembre de 2008)

con memorias nuevas que hacía tiempo que no me visitaban. Creo que la relectura merece la pena.

Viajé a Moscú en agosto de 1966. En mayo de 1965, en el entrevero militante y festivo de una enorme manifestación por mayor presupuesto universitario, casi pierdo un ojo y me enamoré hasta el caracú por vez primera. Poco después, a fines de junio, los acechantes milicos de turno dieron su zarpazo, destituyendo a un gobierno supuestamente inepto que, ahora que lo miramos con el infalible ojo del culo, resultó mucho más eficiente de los que vinieron después y, a diferencia de todos ellos, un modelo de probidad: el viejo Arturo Illia fue el único presidente que murió tan pobre como siempre había sido, en su casita de Alta Gracia, pagada por suscripción entre sus pacientes. Lo primero que hicieron fue, como volverían a hacer veinte años más tarde y, de creer las noticias sobre espionaje y cohecho, parece que seguirían queriendo hacer ahora, solo que ya no les da el cuero, fue poner un poco de orden: abolir el derecho de huelga, descrismar la Universidad y proscribir el PC junto con la matemática moderna –que parece que contradecía la verdad de la Santa Madre Iglesia- y la ópera Bomarzo -reñida ella con la moral y las buenas costumbres-, que la City Opera of New York había encargado a Ginastera para el inicio de su temporada de aquel año. Para no dejar las cosas en el atrio del Primer Coliseo, mi comisario Margaride se empeñó en una santa razzia contra el pelo largo en los varones, las faldas cortas en las mujeres, y su pecaminosa intimidad en los hoteles alojamiento, que desde entonces tuvieron que llamarse albergues transitorios… Es que las cosas se hacen bien o no se hacen, qué carajo! Oh, argentinos de memoria endeblemente selectiva, tened cuidado, que ya prevenía Hegel que quienes se olvidan de la Historia están condenados a repetirla.

Narro estos antecedentes porque explican mi involuntario paso a la clandestinidad. Léase quedarme juiciosamente en casa sin asomar por la facultad ocupada y cambiar el billete Buenos Aires – París – Moscú por dos, uno más inocente, Buenos Aires – Montevideo, y el otro ya descaradamente subversivo. Los narro también porque me tocó separarme de aquel gran amor que luego resultó poco resistente al tiempo y la distancia, como suelen ser los amores de todo tamaño. La cosa es que en el aeropuerto de Carrasco, durante la amansadora interjet, reconocí, entre cuatro rostros, el de uno que sabía también estudiante y militante de la FJC. Tras unas cautelosas aproximaciones (Qué tal, Qué tal, Adónde viajás?, A Europa, y vos? También, a Europa…) nos sinceramos, total, estábamos en la –ay, quién lo habría dicho, efímera Suiza del Terzo Mondo. Las otras tres caras completaban la complexión de dos argentinos del interior, Ricardo, laburante raso de YPF, neuquino, al que luego torturarían brutalmente casi un año antes del siguiente golpe de estado, harían, no uno, sino tres simulacros de fusilamiento, y terminarían poniendo en libertad por falta de méritos dos o tres años después, y Bruno, santafecino, cuyo padre, según me enteré cuando fui a mostrarle las fotos de su hijo, laburaba de laburante en una estación de servicio de Olivos, pernoctando en una pensión de mala muerte mientras su familia residía en Rosario (ahora que lo pienso, el arreglo resultaba poco comprensible, pero vaya uno a saber). El tercer semblante venía en la cima de un paraguayo enhiesto, delgado, de castellano difícil y exiliado primero en la Argentina y ahora de la Argentina, Ireneo, a quien vi por última vez en el ferry de Leningrado (R.I.P.) a Helsinki, cuando ya regresaba con mi novia siguiente, mientras él no sabía muy bien cómo haría para llegar a Londres, al consulado paraguayo más próximo, a ver si le renovaban el pasaporte a ver si podía volver aunque más no fuera a América latina a ver si le salía al menos acercarse a la patria que quién sabe cuándo podría volver a sentir bajo los pies. Amarcord que con mi novia nos miramos y bastó esa mirada para que le diéramos cinco de los treinta dólares que habíamos juntado y que tendrían que darnos de comer, viajar y dormir hasta que encontrásemos laburo en Estocolmo, nuestra intermedia parada laboral.

De Ireneo y Bruno no he vuelto a saber. Ricardo vive en Lugano (la paqueta, la de Suiza) y sigue siendo el ser humano más puro que me ha tocado conocer en la vida… y eso que, Deo gratias, tiene fuerte competencia, porque yo he tenido con los amigos la suerte que solo cuarenta y cinco años después se me derramó por fin a las mujeres.

Como mi vieja andaba por París, entre Orly y Le Bourget me descolgué una semana, arrastrando a un Ireneo torpe de tan pajuerano, al que alojaron sin preguntar los amigos que ya tenían de convidada a la vieja. De modo que llegamos a Moscú en el vuelo siguiente de Aeroflot (uno por semana entonces, los sábados, en el Túpolev 114, de turbohélice, entonces o aviao mais grande do mundo, como todo lo soviético de avanzada y nada de lo demás, pero me estoy adelantando). La cosa es que llegamos una semana más tarde y no había nadie esperándonos en el aeropuerto, de modo que cambié diez de mis sesenta dólares y con mi ruso de dos meses de previsor denuedo y el poco inglés de los nativos logramos que un taxi nos dejara en el predio de la Universidad de la Amistad de los Pueblos "Patrice Lumumba", en la otra punta de una Moscú que ya vimos como era y resultaría el resto del país: enorme, tosca, ineficiente y fea. El taxi nos dejó en medio de nuestras abultadas valijas frente a lo que después supimos cafetería y que nos arregláramos. Un estudiante latino que atinaba a pasar nos llevó hasta la puerta de una argentina y aquí empieza a comenzar la historia…

Que sigue cuatro años más tarde, en julio de 1970, tras el golpe de los coroneles en Grecia, la Guerra de los Seis Días, la muerte del Che Guevara y del cura Camilo Torres (lo recuerda alguien todavía?), las trizas de la Suiza del Terzo Mondo, las primeras escaramuzas armadas entre China y la URSS, el alunizaje de la misión Apolo, el deceso de Ho Chi Minh, la Primavera de Praga, el Mayo parisino de 1968, la defenestración de Gomulka en Polonia –que Kania, Gierek, Jaruzelski y Walesa por medio desencadenaría el dilatado pero inevitable desmoronamiento del socialismo "real"-, el bombardeo de la Camboya hasta entonces neutral, y tantas cosas que ahora veo como la línea divisoria entre la posguerra que todavía lamía sus cicatrices y el mundo de hoy que escribo estas líneas. La cosa es que para ese verano, y con el penoso fin de saldar mis deudas de juego (al único que le pude ganar algo de guita fue a un tal Ilich Ramírez Sánchez, un venezolano frívolo y medio forro, al que ya habían expulsado por no haber dado un solo examen en un año y vivía ilegalmente en diferentes cuartos de diferentes residencias universitarias hasta que la Milicia dio con él y se lo llevó derechito al aeropuerto, y que luego sería conocido como El Chacal y expía ahora en París el haber asesinado a principios de 1974 a dos agentes de la Sureté francesa y a un soplón y de haber secuestrado en Viena a todos los ministros de la OPEP) decidí conchabarme para hacer trabajo voluntario.

Es que en verano decenas de miles de estudiantes soviéticos (salpicados de alguno que otro alienígena) se desparramaban por las tierras vírgenes (por ejemplo, los alrededores de Tselenograd – Tierrasvirgenesburgo-, hoy Astaná, desde donde mandé mis primeras fotos ferroviarias) o se alienaban sudorosamente para reparar los miles de kilómetros de rieles que la nieve siberiana soltaba dos meses al año. Como habrán adivinado, yo opté por estas últimas. Amarcord que era un muchachito esmirriado y apenas emigrado del raquitismo, poco abultado de músculos y sin antecedentes ni propensión para todo esfuerzo físico que superara la energía imprescindible para mover las piezas del ajedrez y que el médico que me hizo la profusa revisación de norma me preguntó si realmente creía que me las iba a poder arreglar. Amarcord que, haciendo gala de un heroísmo que me tomó totalmente por sorpresa, le contesté, Si pueden los demás, puedo también yo. Amarcord que, para maravilla aún mayor, pude, pero ya llegaremos.

Los del destacamento éramos unos setenta, varones casi todos, y extranjeros unos pocos (un mexicano, un colombiano, un costarricense, un boliviano, un argentino –yo, claro- un palestino, un jordano, dos japoneses, dos kenianos y un senegalés). De Moscú volamos, con parada en Omsk, a Irkutsk, la capital de Siberia, adonde aterrizamos unas doce o trece horas y cinco o seis husos horarios más tarde. De la noche que pasamos allí, seguramente en una residencia universitaria, recuerdo poco y nada. Debió de haber sido una ciudad más gris, más tosca, más ineficiente y más fea que Moscú, toda ella como los aledaños soviéticos de la estación de trenes de Astaná. Irkutsk queda al pie del lago Baikal, el más antiguo, grande y profundo del planeta, y que alberga creo que dos tercios del agua dulce no congelada. Unos 700 Km. al norte y transversal al río Angará, que no desemboca sino que nace del Baikal, y se engancha tras un par de vueltas de casi 1.700 Km. con el Yeniséi, quedaba la entonces mais grande do mundo represa de Bratsk. Allí llegamos en un bimotor Antónov y, tras una visita a las portentosas instalaciones, tomamos –por fin!- un tren de vagones verde olivo y cuchetas de madera que, 23 horas después, nos dejó creo que en Krasnoyarsk u otro nudo ferroviario donde pasamos a un tren ya de cercanías, también de –esta vez asientos- de madera, que nos dejó doce horas más al norte en un paraje ya protodesolado, donde nos subimos por fin a un tren de carga que en dos horas nos depuso en la aldea de Iguirma, mil habitantes si a

caso, a cinco kilómetros de lo que sería nuestro campamento… cuando lo construyéramos. Ocurría que los soviéticos andaban construyendo Angará arriba como cinco o seis represas más, dos de ellas mayores que la de Bratsk, a cuyos efectos habían tendido previsoramente una línea férrea de casi 1.500 km cuyo único fin era abastecer de materiales, provisiones y estudiantes voluntarios los diferentes emplazamientos y, shakestamos, aprovechar para volver cargados de madera. Porque, contrariamente a mis expectativas y temores, la tundra no fue un desierto de liquen congelado, sino un bosque tan tupido que teníamos estrictamente prohibido meternos sin avisar, en grupos de menos de cuatro, apenas unos metros… y mucho cuidado con los osos! El año anterior, un rusito quiso compadrear y se metió escopeta en mano. Lo encontraron cuatro días después, muerto de hambre pero vivo. Otro tuvo menos suerte.

Erigimos el campamento a orillas de un afluentito, agua de deshielo ella, los únicos que nos lavábamos por la mañana para bañábamos por la tarde éramos los japoneses y los latinos (quien haya probado afeitarse con hojitas de aquellas en aquella agua ha conocido la ira de Dios). Los moscovitas. Por cierto, EL baño público de Iguirma (no los había privados: como hasta hace poco en el resto de Europa y aún hoy en muchas partes de Inglaterra o Francia, sin ir más lejos, las casas tienen letrina, muchas veces adosada desde fuera, de modo que para entrar hay que salir) cerraba los dos meses de verano, de modo que la población se enjuagaba por última vez a fines de junio y por primera a principios de septiembre… Montar el campamento (despejar y aplanar el terreno, talar los árboles, ahusarlos, clavarlos, armar las carpas casi como de circo –tres para las sendas brigadas, una para la administración y otra para el hospital-, construir la cabaña para lo cocina y el tinglado que serviría de comedor y, claro, las distantes letrinas) nos llevó dos días de alborozada estrenuidad. Amarcord que al pie de los árboles más hercúleos persistían los manchones de nieve del invierno apenas superado y que de noche salir a mear era meterse en una heladera cósmica de cinco o seis grados bajo cero, que hacia las diez nos despojábamos de nuestras Tielogreikas (literalmente "calientacuerpos", esos abrigos espesos que uno asocia justamente con el Gulag) y que entre las 13:00 y las 15:00 nos asábamos a 42 grados centígrados de sol despiadado.

Las cinco o seis chicas se ocupaban de la cocina y de supervisar y remediar nuestra escasa habilidad para despejar mesas, lavar vajilla, barrer pisos, lavar ropa, coser botones y, en general, mantener un símil de pulcritud general. La comisión directiva la integrábamos el mandamás (designado, supongo, por el Komsomol, oséase la Juventud Comunista), los jefes de brigada, elegidos respectivamente, el médico y un representante de los extranjeros, servidor!). Entre las cosas que nos tocaba elucidar se contaban el paulatino y alarmante enflaquecimiento de las provisiones (terminamos devorándonos papas como las que el primer mes habíamos desechado por incomibles), la epidemia de ampollas y picaduras de insectos de los primeros días y algún que otro caso de indisciplina erótica, casi siempre con ocasión de los viernes, cuando más de alguno no regresaba al campamento por haberse quedado apretujado a una rusita, atrapado por las luces de Iguirma, que pasó a hacérsenos una metrópoli mezcla de París, Sodoma y Gomorra, y/o etílica, cuando, pese a la estrictísima ley seca, se producían brotes de un pedo épico como del que son capaces únicamente los rusos.

El desayuno consistía de unos macarrones con carne enlatada y te. El almuerzo de carne enlatada con unos macarrones. Y la cena en las sobras de ambos. De fruta teníamos toneladas de manzanas. La merienda se inauguró cuando empezamos a trabajar en serio. Eso fue, como decía, dos días después. Esa mañana desayunamos a las siete de la mañana, marchamos a Iguirma y montamos en un vagón de carga arrastrado por una inmensa locomotora diesel que nos fue dejando a quince, treinta y cuarenta y cinco kilómetros vías arriba, junto con el equipo electrógeno rodante, las apisonadoras, las palas, las barras de metal, los veinte gatos mecánicos y el respectivo capataz. El nuestro se apodaba "Mítrich", apócope de Dimítrievich, cuyo nombre de pila nunca pude averiguar. Un ruso unos cincuenta años y una guerra, fibroso y arrugado como un árbol, un tanto hediondo, de colilla permanentemente pegada a los labios y manazas de acero. A mí me tocó el último tramo, lo que me permitió dormir una hora más. A las 9:00 Mítrich nos dispuso barra en mano en dos hileras a cada borde de uno de los rieles, se sentó en un extremo, montó un como miniteodolito, y nos fue diciendo, A la izquierda, A la derecha, Los de la derecha tengan firme, los de la izquierda tiren o empujen…

Y así fuimos enderezando a pulso y no del todo nuestros cuatro primeros kilómetros. La línea llevaba apenas uno o dos años de tendida y no había terminado de asentarse. En dos meses tocaba enderezar y nivelar sus mil y pico de kilómetros, para lo cual, obviamente, no alcanzaban todos los siberianos juntos, de donde nuestra presencia y la de cómo cuarenta destacamentos más, uno de ellos también de nuestra universidad. Había que clavar la barra con todo, para luego tirar con todo. Yo no lo logré de entrada y me entré a dar unos porrazos de antología. Al cabo del primer turno, Mítrich nos advirtió que había quien trabajaba poco. No dudé de que yo era uno de ellos. Y tampoco el capo del destacamento, que me dijo, Por última vez te prevengo: te volvés a caer y te regresás a Moscú! Pero inmediatamente se desdijo, Perdoname; si no tiraras con todo, no te caerías, pero aprendé cómo. Con el tiempo comprendí que había varios que imitaban la coreografía, pero casi no movían un músculo. Entre ellos los dos kenianos, que de tan inútiles fueron ascendidos a vigías, cada uno a cien metros delante o detrás de la cuadrilla, con una bandera roja, por si se acercaba algún tren. Los rusos les decían ziemliakí, "los paisanos". El senegalés, en cambio, laburaba literalmente como un negro. Gran tipo. En el pueblo, los chicos, que lo adoraban y no terminaban de acostumbrarse a su piel de ébano lustroso, le decían "tío Michel".

Ese primer día me enteré de lo que es el laburo realmente físico. Hacia las once, despojados ya de las tielogreikas, nos moríamos de hambre. A esa hora se hacía la pausa para la merienda: media hora en que se repartían por cabeza una rebanada como de centímetro y medio de espesor de un pan negro gomoso y casi inmasticable cubierta de una tupida montaña de azúcar, y una cebolla tamaño pomelo, casi morada, que con cada mordisco agredía todas las papilas a la vez con su sabor –bueno, es un decir- lleno de aristas. Cómo llegué a ansiar esa media hora y a sentir que ese pan de caucho cubierto de azúcar y esa cebolla eran lo más parecido a la ambrosía que habían probado los hombres.

Los rieles se extendían en medio de una franja de unos cien metros que afeitaba el monte de sur a norte. Tras diez meses de cagarse de frío en sus crisálidas se arrojaban encima de cualquier cosa que se moviera nubes de moscas, moscardones, mosquitos, tábanos, abejas, abejorros y demás especímenes de la entomología de combate. Pudorosos, los latinos nos fuimos a mandar nuestro meo inaugural entre los árboles. Terminamos con las vergas como choclos color frutilla.

Hacia las 14:00 llegó la pedorreante zorrita en que las chicas traían el caldero de la sopa y el del plato sólido, heladas ambas cuarenta y cinco kilómetros y dos destacamentos después. Pero qué importaba. El descanso era de sesenta minutos. Después a laburar. Al día siguiente se conectó el grupo electrógeno, nos dividimos en dos grupos y pidieron dos voluntarios para colocar los gatos. La Providencia, en su bondad infinita, me hizo ofrecerme. Los gatos pesaban diez o doce kilos cada uno y teníamos que ponerlos cada cinco o diez metros y entrar a alzar el riel. Con el ojo metido en su como teodolito, Mítrich nos iba diciendo hasta cuándo. Entretanto el grupo uno iba paleando balasto mientras el dos le iba en zaga apelmazándolo con las apisonadoras neumáticas. Cuando el primer par de gatos quedaba atrás, corríamos a sacarlo y llevarlo al otro extremo. La cosa avanzaba de tal modo que la corrida era constante. Cuando los gatos iban bajo cada riel, entre el último quedaba entre 50 y 100 metros más adelante. Cuando solo había que nivelar uno, la distancia se duplicaba. Así que los gateros sacábamos los cuatro gatos ya inútiles, corríamos 50 ó 100 metros con uno en cada mano, los colocábamos, los ajustábamos, y volvíamos a correr los 50 ó100 metros a buscar los nuevos pares.

Se consideraba el trabajo más pesado, de manera que nos íbamos turnando. Lo más aburrido era echar pala, lo más estremecedor (literalmente) avanzar centímetro a centímetro con las apisonadoras, que eran como los ensordecedores martillos con que se rompe el asfalto, solo que terminados en una especie de puño. El problema era que, por mucho que tuvieran un freno automático, cuando uno soltaba una mano lo mandaban a la mismísima mierda, con lo que resultaba imposible espantarse los entomológicos escuadrones de caza. Y así se explicaban las monstruosas picaduras en los párpados, en los labios o dentro de la nariz. Menos mal que en cuatro o cinco días se generaban los anticuerpos y ya ni nos dábamos cuenta. Lo grave, lo realmente grave del laburo era la lentitud insoportable del avance: cuatro apisonadoras, una en cada ángulo de durmiente con riel, o sea, que ocho en total, minutos interminables de tracatraca, un salto a la voz de ahura, y minutos interminables en la próxima encrucijada, cuarenta centímetros más al sur. Los de las palas iban más rápido, de a metros. Pero los gateros llevábamos cada vez el último gato cincuenta o cien metros más adelante. Para mejor, era la tarea menos monótona: llegar corriendo con los mastodontes, colocarlos, ajustarlos, regresar corriendo, desencajar los traseros, llevarlos corriendo. Al cabo de tres días me ofrecí a no hacer otra cosa y todo el mundo pensó que estaba haciendo un favor. Resulté tan eficiente que me quede de gatero singular – con lo que se me duplicaron las distancias por (re)correr; pero sarna con gusto... Para mí, la cuadrilla pasó a avanzar entonces a velocidad pasmosa, y llegaron a detestarme porque siempre decía, Vamos, gente, cien metros más! A veces había que soliviar los rieles apenas unos diez o doce centímetros, pero otras era precisa toda la longitud del gato, como treinta o cuarenta centímetros, que el balasto parecía no poder llenar nunca. En esas ocasiones nos tocaba echar pala a todos, incluidos el mecánico que velaba por el veleidoso autógeno y este servidor. Esos tramos se me hacían interminables. Cada quinientos metros bien apisonados, volvíamos a enderezar los rieles, ahora con mayor fineza. Con eso se daba por concluida la cosa y volvíamos a empezar. Un laburo casi hercúleo, en medio de la canícula implacable, los moscardones impíos y el hambre inclemente, pero qué bien lo pasé. Y nada de sábado inglés! Era, me decía sin equivocarme, el interés tardío que el Demiurgo me cobraba por haberme salvado del servicio militar. Ah, y otra cosa: como tantos -pero claro que no todos-, estaba convencido de estar contribuyendo a la obra magnífica y generosa de crear un mundo nuevo, más humano, más justo. Esa línea férrea torpemente enderezada no pertenecía a ningún magnate y el único beneficiario de nuestro trabajo de sol a sol era el pueblo soviético. Nos iban a pagar, eso sí (y mucho: con esa guita pude viajar a Buenos Aires a buscar material para mi tesis). Pero para mí, como para otros -pero, claro, no todos- era lo de menos. Un día lo donamos a las víctimas del terremoto que había sufrido el Perú pocas semanas antes. Otro, como era de rigor, a Vietnam.

A las cuatro de la tarde volvíamos a enfundarnos en las tielogreikas y seguíamos traca y traca hasta que llegaba el tren a buscarnos, a las seis, o sea, unas nueve horas más tarde. A medida que iban montando los demás, la fiesta se animaba: canciones de todo el planeta, chistes, anécdotas. Como la noche polar tiende a ser larguita, llegábamos como a las 20:00 a plena luz del día. Los boludos de los japoneses y los latinos nos metíamos entonces en el río a lavarnos las ateridas pelotas con jabón y hielo. Los rusos se cagaban de risa… y de envidia. A las 20:30 cenábamos y luego el costarricense, el mexicano y yo nos quedábamos charlando y tomando litros de te hasta el toque de queda informal, dictado por la inapelable ley de la Naturaleza. Cómo me arrepentía yo cada noche de esas deliciosas tasas de te que tenía que evacuar a verga congelada en medio de la noche.

Así fue pasando el tiempo. La primera brigada se acercaba cada vez más a Iguirma, la segunda adonde había empezado la tercera y nosotros a empalmar con el tramo arreglado por la segunda. Los domingos eran nuestro merecido y ansiado día de descanso. Nos podíamos levantar más tarde (solo que el reloj biológico casi siempre nos lo impedía). La comida se hacía festiva. Por los altavoces el equipo de sonido instalado en la intendencia pasaba música típica rusa y, a mi insistente pedido, el único disco clásico que se había colado misteriosamente entre los otros, el Concierto No. 2 de Chopin, que entonces no conocía y pronto me aprendí de memoria. Las chicas terminaron todas en buenas manos, solo que, por desdicha, no tan buenas como las mías. La más linda tuvo un tierno romance con Benia, el jefe de nuestra brigada, un tipo de mirar casi inescrutable que todo lo escrutaba, reservado, casi taciturno, estudiante creo que de ingeniería, y que quizás columbraba ya entonces el desastre que sobrevendría treinta años después. Vaya uno a saber! Otro personaje era Misha, enormemente gordo y decididamente apestoso, portador de un sentido del humor desopilante, que leía todo el tiempo en voz alta a Pushkin para luego exclamar, Nunca nadie ha vuelto a escribir el ruso así! Misha era uno de los que no hacía el mínimo esfuerzo. El prototipo del elemento "subversivo", pesimista inveterado, cínico, sarcástico, cáustico, profundo conocedor del revés de la trama de ese tapiz que tanto queríamos que nos deslumbrase. Cierto día hubo un duelo futbolístico entre los soviéticos y los extranjeros. Quién gano?, preguntó uno que había preferido los mimos de una rusita del pueblo. Y, Misha, replicó raudo, La amistad! Tenía la virtud casi mágica de destrozar cualquier cliché con solo llevárselo a los labios. Por esas fechas, Parvda ("La verdad", para los aficionados a la ironía) anunció con gran pompa la nueva composición del Comité Central de PCUS. Quién hay?, preguntó uno, y Misha, que leía los folios con sigilosa unción, respondió, Gente nueva; gente nueva con respecto a los años 50. Yo no supe querer interpretar la carcajada apenas contenida de todos los soviéticos, ni los dos milímetros que se estiraron las comisuras de Benia.

No recuerdo qué domingo se celebró una especie de carnaval. No sé quién ni cómo ni cuándo construyó una balsa sobre la que reinaba la versión eslava del Rey Momo, con túnica y barba y voz grave y estentórea. A bordo iban también sus turiferarios y prisioneros, acusados todos de graves crímenes de leso socialismo, como haber torcido una barra u olvidado ponerle combustible al grupo autógeno, que, como castigo ejemplar, fueron arrojados a las gélidas aguas del río. Todo en joda, por supuesto, porque cuando ya no quedaban pecadores por bautizar los turiferarios arrojaron al propio Momo, que cayó con estudiados coreografía y estruendo.

Otro domingo se organizó en nuestro campamento una fiesta con todos los que estaban trabajando río arriba o río abajo que pudieran llegar en un día. Los únicos que tenían foráneos eran los dos de nuestra universidad. Los demás provenían de diferentes ciudades. Cada uno presentaba un número, pero el que se llevó las palmas fue uno de no recuerdo qué instituto de por ahí, todos varones disfrazados de mujer, salvo el acordeonista (apoteótico) y el pintón (quien haya visto este tipo de ballet ruso sabe de que hablo: el lindo del pueblo con su camisa de cuello alto, cordel al cinto y botas de caña alta pavoneándose ante el hembraje arrobado, de pollera larga, blusa bordada y pañuelo a la cabeza). Yo medio como que tuve una medio como medio aventura con una rusa piponérrima, pero casi no hubo cuándo y dónde no hubo del todo; queden nomás estás líneas de recuerdo.

Otra vez el tren que nos vino a recoger llevaba de arrastre una segunda diesel maltrecha. El chasis estaba intacto, pero le habían dado flor de coñazo en la trompa. Aproveché para montarme en ella y compartí el trayecto con los dos maquinistas, siberianos profundos, veteranos de guerra ambos, que, como el resto de los lugareños, no dejaban de asombrarse y de preguntar: era el primer occidental (bueno, no tanto, pero ellos no se dieron por enterados) que veían.

El penúltimo sábado por la noche hubo fiesta en el pueblo, en la que intervenimos los artistas visitantes y locales. El boliviano se mandó una payasada de pésimo gusto y yo canté acompañándome con la guitarra. Todavía conservo la foto, con el uniforme de gala, una especie de trajecito safari color verde olivo, de lo más mono, con cinturón ancho del Ejército Rojo, con su hebilla descomunalmente dorada, que compré antes de salir. Para rematar la facha, llevaba una boina del ejército inglés que le había cambiado por la mía a un usurpador de las Malvinas hacía unos años en Berlín entonces Occidental. Qué pinta, mamita! Lástima que no me sirviera de nada. Amarcord que Mítrich contrajo en pedo sublime y me abrazaba lagrimeando como un infante. Seriozha, gemía, nunca me voy a olvidar de vos: ya no dábamos más y vos, Vamos, cumpas, cien metros más! Por cierto, llevaba puesta su medalla al valor. Amarcord que, regresando al campamento, comenté que Mítrich debía de haber sido un verdadero héroe. No vayas a creer, Seriozha –me esclareció uno de mis compañeros soviéticos-, como ese tenemos miles. El 24 de de agosto celebré mi cabalístico cumpleaños número 25. Fue el único de esos dos meses y los de intendencia se habían traído unas botellas de champán soviético (buenísimo, por increíble que parezca) y las chicas se mandaron un pastel. Al día siguiente levantamos literalmente campamento y esa noche emprendimos el camino de regreso. Durante la noche cayó la primera nevada.

"Amarcord que en Irkutsk el mexicano me dio la guita para que se la guardara y se fue a emborracharse con unos rusos que había conocido en la residencia. Lo trajeron casi en andas a la mañana siguiente justo a tiempo para abordar el tren. Y amarcord, por último, de una gitana que nos preguntó de dónde era Michel. Ah, que maravilla tener un hijo suyo!, exclamó, y fue la única vez que pude asomarme un milímetro al alma de un pueblo que nunca ha dejado de sufrir. Nadie recuerda que la "solución final" los comprendía, nadie habla de ese otro holocausto. Claro, son diferentes… demasiado."

Este es, queridos cumpas, mi pasado ferroviario en un país que ya no existe y que, como aquellos veinticinco abriles, no volverá.