jueves, 2 de octubre de 2008

CRÓNICAS ASTANÉMICAS (junio de 2008)

Domingo 29

La Terminal 1 de Francfort está a medio construir. Uno se las ingenia para averiguar cómo ir adónde y llega. El edificio es inmenso y magníficamente luminoso. A juzgar por ayer, poco usado, casi exclusivamente por las empresas de los países del ex bloque socialista. De ahí partió nuestro vuelo en Astana Airways. Yo me temía una Aeroflot de tercera, o sea una Iberia de décima, pero no. Un Boeing recién estrenado, un servicio eficiente, y hasta una bolsita con antifaces para cuando el Llanero Solitario se quedó ciego y otros chiches que en otras empresas -Lufthansa, por ejemplo- están reservados a los viajeros de la clase ejecutiva. Una de las dos azafatas que nos tocan de nuestro lado es alta y bellísima, pero no consiente ni un amague de sonrisa: como no dejaré de corroborarlo, la sombra de la Unión Soviética sigue cubriéndolo todo con su manto de ineficiencia, adustez, mal gusto y desconfianza. El pasaje también me retrotrae a entonces. La mayoría son rusos, pero rusos ni siquiera de provincia, sino coloniales. Los bebés no dejan de berrear, una chica de unos veinte años, envuelta en rollos de grasa nívea, rubia de toda rubiedad, hace globitos y globotes con su chicle, con lo que mientras mastica parece un enorme ocho, y cuando sopla otro, chiquito y horizontal. Su novio es un urso de nuca rapada y musculosa blanca que le permite ostentar sus vistosos tatuajes. El olor a sobaco es poco menos que épico.

Venimos a la Asamblea Parlamentaria de la OSCE (Oficina para la Cooperación y la Seguridad en Europa), cuya presidencia codicia desde siempre el ex camarada Nusultán Nazarbáiev, que supo se Secretario General del Partido Comunista local pero se ha redimido, de modo que nos miman con esmero. Pero me estoy adelantando.

Casi seis horas después de haber despegado de Francfort el comandante anuncia que abandonamos la altura de crucero. Poco a poco se abren paso entre las nubes las luces de una ciudad moderna y extendida. Se me hace una inmensa refinería de petróleo. Ya me enteraré de que no estaba tan equivocado. El aeropuerto es moderno (toda Astaná acaba de cumplir diez años, como lo van a recordar incontables afiches, nietos más coloridos de sus abuelos soviéticos) y, parece, eficiente. Al alejarnos podemos apreciar su acojonante arquitectura. Astaná empieza (o acaba, según) casi enseguida, y es un espectáculo que hay que ver para creer, y ver mirando bien. Aquí sobran dos cosas: espacio y dinero. Y falta una: buen gusto. Los edificios ultramodernos, cada uno en su estilo, la mayoría entre anodinos y espantosos, están desparramados entre parques, a las veras de ríos o lagos o avenidas de ocho carriles. Dos de cada tres están todavía sin terminar. Hay uno, “el encendedor” que le dicen, que es una joya de la arquitectura moderna (debe de ser el tan famoso de Norman Foster), hay dos o tres más. Astaná, que ya apunta al primer millón de habitantes, empezó en 1998 de campamento para estudiantes de toda la URSS que venían a “poner en valor”, como andan diciendo por ahí los que creen que saben francés, las tierras vírgenes, la Zelená, que le decíamos bacdén (yo opté, en cambio, por ir a arreglar la fía férrea que bordeaba el río Angará, en la Siberia profunda, pero esa es otra historia). Los ocho intérpretes que habitamos el ómnibus tenemos a una la misma impresión: Astaná es igual a Dubái y a Qatar y a las demás ciudades instantáneas del Golfo. Y está pagada con lo mismo: petróleo. Pero aquí hay una obvia pretensión megalomaníaca que trasciende la mera ostentación de una riqueza fácil y frívola. Este es estalinismo con plata. Hay, incluso, un edificio –flamante él- que remeda (para qué, Dios mío, para qué!!!!) los esperpentos tipo Hotel Ukraína o Universidad de Moscú, que los soviéticos regalaron, como quien revuelve el puñal en la herida, a la Varsovia en ruinas como Palacio de Cultura.

Con las cuatro horas de diferencia en contra, llegamos al hotel Esil (cuatro estrellas, pero no se sabe bien de qué constelación) pasadas las cinco de la mattina. La muchacha que nos ha asignado la OSCE de chaperona es una preciosura. Y también la que nos inscribe en el hotel. Los hombres, en cambio, son feos con ganas. Es un fenómeno muy difundido al este de los Urales: las chinas, las japonesas, las filipinas, las tailandesas, y ahora veo que también las kazajas, son o pueden ser bestialmente bellas, pero a los tipos entonces no les queda nada.

Antes de acostarme, llamo a Alguienita, que está en el cuarto con su madre y mis hijas de nosotros. Hablo con Valeria y oigo que Xóchitl llega como un malón unipersonal gritando, Papi!!!! Alguienita le pone el auricular en la oreja, Xóchitl me dice, Babbbu!, se ríe y se manda mudar a la mierda, Alguienita sentencia y diagnostica, Se dio cuenta de que eras tú, se vino corriendo, te dijo lo que tenía para decirte, se aburrió y se fue… Es igualita a ti! Pese a que la noche del viernes no dormí y que apenas si pude cabecear tantito, unos minutos en el vuelo a Francfort y tal vez una hora en el otro, no puedo conciliar el puto sueño, de modo que bajo a desayunar. Nunca me había topado con semejante bufet: Las medialunas y demás bollos son una delicia, hay dos tipos de omelet, quesos, fiambres y –que estamos en zona de influencia turca, es decir, camino del Oriente medio- potecitos con diferentes especias. Hay el samovar (ruso) de te (turco). Y hay un exprimidor como que ultrasónico con el cual uno puede exprimirse decenas de pomelos de tres clases, los más grandes casi sandías, y naranjas de dos.

A eso de las ocho y media resuelvo salir a dar una vuelta. Pido plano de la ciudad y salgo. Es domingo, es temprano, y Astaná está casi desierta. En el shopping con el que doy a los tres pasos, soy el único cliente y pido, sospecho, el primer café. Las tres chicas y el muchacho, kazajos hasta la verija, hablan entre sí en ruso. Me cuentan que les es más fácil (y, a juzgar por las leyendas bilingües, les creo). Los kazajos, descendientes directos de Gengis Kan, se van pareciendo a los coreanos y a ciertos chinos, como Mao, tienen la cara lunar, redonda y chata, como si vivieran llevándose por delante una eterna e invisible pared de vidrio de seis metros de espesor. La nariz de las chicas es meramente funcional: dos agujeritos en medio de los pómulos como platos, pero las encuentro, como decía, más que atractivas, con su invariable trenza o cola de caballo a la espalda.

En todas las obras se está trabajando, domingo que es y tan temprano. Topadoras, grúas, tolvas, camiones relucientes, trabajo prolijo… y aquí caigo en la gran diferencia con el Golfo: Son todos kazajos o, en todo caso, rusos vernáculos. Ya entrarán a llegar los pakistaníes, indios, filipinos, cameruneses o egipcios a ocuparse de los menesteres menos de desear. Es solo cuestión de tiempo. Y entonces estos kazajos que, junto con las demás etnias más achinadas y/o oscuritas de la URSS meridional (no los albos del Báltico, ojo!), eran mirados con sorna, condescendencia o irritación teñidos de solapado racismo, se tornarán racistas ellos, y prohibirán a sus hijas salir con negros, semitas o amarillos menos pudientes. Pero mientras tanto, laburan… como chinos.

Los autobuses son modernos, las avenidas se cruzan por debajo, todo está limpio a lo bestia, y en una hora habré contado no menos de seis camiones cisterna rociando todo de agua con desinfectante. Subsisten si acaso tres o cuatro edificios de entonces y poquísmos Ladas ancestrales (las versiones indígenas del Fiat 124 y del Fiat 126, producidos por la planta que Brézhnev le compró a Agnelli bajo mis propias narices para gran entusiasmo o escarnio de los comunistas de entonces, apasionados unos por el indudable progreso material, indignados otros por los bolsillos que la operación había abultado; por cierto, la planta se llamó Palmiro Togliatti… existirá aún? Con qué nombre?). Nada que ver con la Rusia que atisbé en San Leninoburgo las dos veces que estuve estos últimos años, donde campeaban todavía los mismos tranvías y ómnibus de latón y los Ladas y Volgas y Moskviches remendados de aquellos tiempos. No sé si todo Kazajstán, pero sí toda Astaná, es mucho más rico que cualquier parte de Rusia.

Estoy buscando el Radisson, que es donde empieza hoy la Asamblea (solo que nuestro equipo no comienza hasta mañana) y unos policías que bajo sus gorras tipos sombrero de charro parecen tachuelas azules me mandan para el lado de los tomates. No hay mal que por bien no venga, porque atravieso inútilmente un puente que une las dos riberas del Ishim, que es el Támesis/Sena/Tíber local, sobre cuyas arenas aguardan la turbamulta que, supongo, no tardará, los botes de pedal, las reposeras y los parasoles. La vista circundante es espectacular. Por el parque varios matrimonios con hijos pequeños o, cosa extraña, padres solos con sus hijos. A medida que avanza la mañana los viandantes se tornan más numerosos, pero son todavía pocos. Unos adolescentes rusos que van a jugar al tennis en un club que se ve lujosísimo me mandan para atrás. Llego, nomás, al Radisson, con sus cúpulas a lo duomo de Santa Maria dei Fiori, obtengo mi gafete y un portafolio de lo más mono (o sea, que tengo dos, porque me he traído el diccionario ruso español en el que me regalaron en Innsbruck… Oh la sufrida existencia del intérprete internacional!), percibo que me ha entrado modorra y rumbeo para el Esil.

Duermo una media hora, me plancho el pantalón de vestir y las camisas que se me han apelmazado en la valija y, ya ven, me pongo a escribir mi primera serie de pamplinas.

Lunes 29

Dormí un par de horas y me puse a ver el vídeo que venía de ñapa, junto con un paraguas lo más mono, en el portafolio que nos regalaron. Boccone di cardenale! Por lo que muestran, el país es una maravilla natural (enorme, por cierto: 1.600 km de arriba abajo y casi 3.000 de derecha a izquierda, poco menor que la Argentina, pero con menos de 20 millones de habitantes). Luego de la introducción bucólica, claro, empezó el spiel político. Me entero así de que los niños kazajos quieren ser todos como el presidente Nazarbáiev (o sea, petizos, feos, hoscos y cretinos). Y yo que pensaba que la URSS había dejado de existir! Es cierto, eso sí, que este país, hecho de la nada y con un pueblo hasta hace un siglo nómade (y hecho de la nada, las cosas como son, gracias al socialismo, por mal llamado, criminal, inepto y grisáceo que haya sido) se va transformando en potencia. Produce maquinaria agrícola, acero… es uno de los mayores productores de petróleo y gas natural, tiene sus ferrocarriles electrificados y, pese a quedar a miles de kilómetros de la playa más próxima, se ha dotado de un puerto de mar y de una impresionante flota mercante. También es cierto que hicieron trizas el polígono de ensayos nucleares de Semipalatinsk (pobres rusos, que nunca pensaron que se les iba a disolver el imperio, y pusieron aquí no solo esa base estratégica, sino el cosmódromo de Biakonur, que también les birlaron, con lo que Kazajstán es, de puro pedo, también una potencia espacial) y mandaron piantarse todos los misiles de vuelta a la metrópoli. Vale la pena meterse en gúguel y leer un poco acerca de este fenómeno. Entre los menos de veinte millones de nacidos por aquí, más de un tercio son rusos o ucranianos, pero hay también muchos judíos y –surprise!- alemanes, traídos por Pedro el Grande, y unas cien minorías étnicas más, como coreanos, tártaros, kurdos y chinos.

Anoche tuvimos concierto y recepción en un teatro piramidal (güí, piramidal!). Estalinismo con plata, nomás: El concierto fue un potpurrí de números tan dispares y arbitrarios como estupendos. Una orquesta típica, ellos, a foro izquierda, cono unos guitarrones balalaikoides; ellas, a foro derecha, con violines tocados sobre la rodilla; al fondo los contrabajos. La música alegre y la orquesta de primera. Luego se sumó una soprano tan bonita de voz como de aspecto. Después vino un balet. Seis bailarinas esbeltas en los típicos trajes con sombrero coronado de un cono coronado de un penacho, moviendo los brazos y las manos como a la tailandesa, pero sin juego de dedos. Las manos, abiertas o cerradas, pronadas o supinadas, semejaban lentos peces. Una maravilla. Después vino un “cantante de ópera”, que resultó tenor. Un hombre cincuentón pasado, que cantó una canción típica en kazajo y, de broche de oro, Siboney (pobre Lecuona!) en ruso y como si fuera un aria de Puccini. Una soprano de primera se mandó el vals de Julieta del Romeo y la misma de Gounod. Un dúo de barítono y soprano se mandaron una canzonetta napolitana. Luego entró una orquesta de cuerdas (“banda” que le dijo la opípara maestra de ceremonias responsable de la versión inglesa de las presentaciones que tanto me recordaron tiempos pasados) con una violinista de escote casi pornográfico que tocó el primer movimiento (la “tempesta”) del invierno de las Cuatro Estaciones vivaldianas (que más quisiéramos tener una orquesta de cámara así en la Argentina, camerana Bariloche excluida). Luego más ballet, seguido de un flautista que tocaba una especie de quena interminable a la que arrancaba a la vez la dominante y la melodía, de modo que sonaba parecido a una gaita. Después una cantante popular, petisita y como aplastada por el bonete típico, lo que le daba un aire de gnomo lírico. Finalmente otra cantante se diría que famosa por estos lares porque los vernáculos se deshicieron en aplausos. Cantó muy bien. Después saludaron todos. El público se puso de pie y aplaudió como en la ex URSS: clap – clap – clap al unísono. Los emcís anunciaron entonces que venían las flores enviadas por el presidente del senado, y por el presidente de la cámara de diputados y por el presidente de la Asamblea. Y entonces comenzó a cerrarse el telón mientras los artistas aplaudían a su vez al público… Como diría Gardelóvich, veinte años no es nada: la URSS persiste intacta en todo lo que no tenga que ver con guita.

La recepción fue en la cima de la pirámide. Una orquesta folclórica disfrazada de tal y otra de cuerdas, también disfrazada de tal, amenizaban antifonalmente el piscolabis. En una de esas, pasado el adagio de Albinoni, creí reconocer algo extrañamente familiar… y sipi nomás: era Alfonsina y el mar, en arreglo diríase de Boccherini. La comida abundante, variada, colora e insípida, pero a equino gratuito… En determinado momento anunciaron la presencia del camarada Nazarbáiev. Los aplausos fueron cerrados coté vernáculos obsecuentes y relamidos y los suficientemente amables coté los demás. Yo me limité a hacer los cuernos, que era todo lo que podía protestar contra tanta hipocresía dadas las circunstancias.

Como a las diez montamos en el ómnibus que nos retrotrajo al hotel. Me prometí despertarme a las 0:45 para ver a final entre España y Alemania, pero, como tantas reces en mi vida, no cumplí.

La reunión fue bastante interesante: se discutían las enmiendas a un proyecto de resolución sobre energía y medio ambiente, bajo la presidencia de un griego pelafustán que no paraba de hablar para explicar que había poco tiempo.

Dios, por cierto, me ha castigado mi falta a los principios con una magna diarrea, entre cuyas acucias, y en siendo las 12:30, me siento a escribir estas pamplinas.

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Como segundo número atrasión me tocó el grupo que trataba las cuestiones de derechos humanos, entre las cuales se debatía el problema de la cárcel de Guantánamo. Interesantísimo. El diputado norteamericano que intervino, criticó duramente el hecho mismo de que esa prisión existiera, como lo hicieron los parlamentarios griego, danés, francés y belga que pidieron la palabra, Un problema especial, explicó la senadora belga que había redactado el informe, era el de los 17 ciudadanos chinos de origen uygur (territorio de etnia mayormente musulmana en el que actúa un movimiento de liberación medio fundamentalista que resiste la ocupación por parte de China). Los gringos están dispuestos a largarlos, pero no los pueden devolver a China porque los pobrecitos uygures la van a pasar mucho peor que en Guantánamo. Pero tampoco los quieren dejar quedarse en los EE.UU.: ni, parece, lo desean los propios tipos. Los países de Europa estarían dispuestos a acogerlos, solo que el gobierno chino ya les ha exigido más o menos perentoriamente que se los manden no bien aterricen. Otro problemita es que unos cuantos de los reclusos son, en efecto, terroristas, como que dos de los liberados luego se hicieron volar alegremente en pedazos en Irak. En fin, que los gringos jamás se arrepentirán lo suficiente de haber financiado y armado a Bin Laden hasta los dientes.

Tras la reunión nos llevaron en ómnibus a la vuelta de la esquina, al almuerzo ofrecido por el alcalde de la ciudad que, como sabía qué nos iban a dar de comer, ni fue. Esta vez hasta el vino resultó imbebible y la comida caliente estaba helada. Se dio por enterada incluso la orquesta típica, que rascaba sus instrumentos lánguida de toda languidez, con una cara de embole que sus inescrutables rasgos orientales no podían disimular. Por cierto, aproveché para echar una ojeada más de cerca de los violines. Lo son, pero no tradicionales, como que tienen la caja al revés, con la mitad más angosta para abajo o, si se prefiere, con el palo del otro lado.

Por la tarde nos tocaba una excursión a la vuelta de la esquina del hotel donde almorzamos (con lo que se iría completando la vuelta manzana), con música tradicional, una “maqueta de Kazajstán” y otra de Astaná cuando todavía no era y platos típicos. Pero entre la diarrea, el yetlag y la perspectiva de seguir comiendo caca o, peor, delicias que agudicen mi inquietud estomacal, para después ir a otra recepción me descorazonó un tanto, y con un parlamentario holandés que andaba en las mismas nos conseguimos un Mercedes lujiento que nos trajera al hotel. El tránsito se había vuelto cerrado, y tardamos como media hora para los dos o tres kilómetros. Un tránsito inexplicable, de autos y autobuses que no pareciera que tuviesen dónde realmente ir. Y ahí caí en otra característica de esta ciudad instantánea: no hay negocios, no hay cafés, no hay nada que no esté amontonado en shoppings esparcidos a la buena –es, como siempre, un decir- de Dios. Es una ciudad sin vida, de edificios inmensos como planetas rectangulares separados por un espacio intergaláctico lleno de nada.

Otra cosa que supe, de labios de mi compañero de Mercedes, es que sí hay trabajadores de pajuera, ya que la mayoría de los obreros de la construcción (que debe de ser el grupo laboral más nutrido) son uzbecos (claro, quién habría podido darse cuenta!), mientras que todos los ejecutivos son turcos. En efecto, Turquía ha tomado la decisión estratégica de re-ocupar su viejo imperio ahora que los rusos se han ido. Bien dice Roberts en su magnífica “A History of the World” que todos los problemas geopolíticos del siglo XX y lo que va del XXI se reducen, en última instancia, a la sucesión del Imperio Otomano.

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Tras una merecida siesta, decido partir hacia la estación de ferrocarril. Me subo a un ómnibus moderno y silencioso, todo Primermundo él, pero –surprise- con guarda: una mujer protocincuentona, ajada y hosca, que me vende el boleto a 20 loquesea, es decir, unos 22 céntimos de euro, oséase, un peso de los nuestros. Damos un par de vueltas y encaramos una avenida que me atiborra el cuore de nostalgia y la testa de memorias: Esto sí que es terruño entrañable! Hileras monótonas de típicos edificios de cinco pisos de alicaída factura soviética a cuyos frentes han adosado, más pésimamente que mal y, claro, que bien, unos –ahora sí!- negocios de índole variopinta con letreros de neón que le dan al conjunto un incongruo aire de tractor con baguetas de cromo. El tránsito empieza a desmerecer: aparecen, como cucarachas en la oscuridad, los viejos Ladas, los antiguos Moskviches, los pretéritos Volgas… aparecen hasta los trolebuses de latón de troles oxidados y torcidos. Cerca ya de la estación hay dos o tres edificios de madera. Es un viaje en el tiempo.

Pero la estación es, nuevamente, un prodigio de modernidad. Enorme, reluciente, con trenes impolutos (muchos de ellos TALGO españoles de última generación. En una palabra, que –sin llegar- mucho más cerca de Innsbruck que de Constitución. Qué pena y qué vergüenza!

Voy a sacar mi primera foto y, zas!, meseagota la batería. Decido volver en taxi. Pregunto a un tachueloso por la parada, quien, al contestar, ostenta dos dientes de oro dos que le dan a su dentadura el aspecto de un negocio tapiado. The Soviet Union lives on! El taxi es, sí, un Audi (algo es algo), pero en franco estado de descomposición: el parabrisas surcado de tajos, la luneta trasera cubierta por un trozo de plástico, los asientos desportillados, el tablero no sé muy bien si mugriento o inmundo, y –the Soviet Union lives on!!- sin reloj. El chofer, un pibe de aspecto casi fantasmal, no sabe dónde queda el hotel (que queda exactamente en frente del Parlamento!), de modo que le tengo que explicar. Que sepa, y que pueda hacerlo en ruso, son ya un seguro contra el paseo y el otramente inevitable sobreprecio. Salimos y mi Virgilio se manda no sé qué cagada que se le viene al humo un patrullero, este sí Audi en serio. El joven se baja y veo que se sienta junto al cana. The Soviet Union lives on!!!: le va a cobrar una coima. Me bajo y me acerco como quien no quiere la cosa. Otro patrullero fulgurante se ha sumado a los efectivos y ahora son dos para coimear. En la esquina, dos mujeres cincuentonas, vestidas de koljozianas, con botas de goma hasta la rodilla y el cabello envuelto en trapos, renuevan la capa de cal de los árboles. The Soviet Union lives on!!!! Cinco o seis minutos más tarde, Virgilio regresa, se ve que más liviano de bolsillos, y seguimos. Me percato de que por todas partes hay canas parando coches. Será por la Conferencia o de veras andan disciplinando automovilistas? A juzgar por su número y la calidad de las patrullas, la cosa va en serio. Cuando llegamos, Virgilio me cobra 700 nosequé. Seguro que es de más, pero al cambio son menos de cuatro euros y el pobre acaba de ser víctima del sistema, de modo que pago sin patalear. En la plaza que precede el Parlamento, por cierto, continúan los grandes preparativos grandes para la histórica coincidencia del aniversario de la capitalización de Astaná y el cumpleaños de su bienamado líder, don Nusultán Nazarbáiev, sujeto él también de una merecida capitalización.

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A las 19:00 salimos camino de la recepción ofrecida por el Presidente del Senado. El edifico es, una vez más, ultramoderno y, una vez más, de pésimo gusto. Dividida entre los tres balconcitos, ameniza la función otra excelente orquesta de cuerdas, que nos castiga con una serenata de Mozart. La comida está bien y los discursos son cortos. Con dos colegas de la cabina italiana decidimos regresar caminando (un par de kilómetros) por el mismo recorrido que describí el primer día, parque traviesa. Me explican que les han explicado que el bienamado líder Nursultán Nazarbáiev modela su modelo sobre el modelo de Mustafá Kemal Ataturk, el fundador del estado turco moderno, que está dotado de los instrumentos civiles más avanzados, lástima que se los pasan por las pelotas. Ahora me explico mejor muchas cosas, entre ellas, el mismo culto a la personalidad, heredado del estalinismo, pero dotado de un contenido político especial: se trata de transformar a Kazajstán en uno de los 50 países más desarrollados del mundo de aquí a veinte años. Parece que lo van a lograr. Y pensar que este fue, hasta hace cien años, un territorio de nómades (todavía existen), y hasta hace medio siglo, de campesinos atrasadísimos y aislados. Durante la época soviética se fundaron las universidades, se construyó la infraestructura vial y ferroviaria… y comenzaron a explotarse, de cualquier manera, los recursos, al tiempo que se creaban, bien lejos de los ojos y oídos de la CIA, el polígono nuclear de Semipalatinsk y el cosmódromo de Vaikonur. Aun hoy, la población urbana apenas supera la rural (60/0%). No es casualidad, pues, este parecido casi sobrenatural entre Astaná y las ciudades del Golfo: también esta está poblada de nómades, esta vez tártaros, que no beduinos, que manejan sus camellos 4x4.

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Al regresar, nos encontramos con que la policía ha vallado la calle del hotel porque en frente comenzó la fiesta. Nuestro chofer explica. El cana mandamás no ceja. Nuestro chofer exige. El cana mandamás impertérrito, ufanándose de su metro cuadrado y diez minutos de autoridad en que puede joder a otro… The Soviet Union lives on! Nuestro chofer amenaza. El cana mandamás hace una llamada. El cana mandamás vuelve con el ceño fruncido y ordena que abran las vallas. The Soviet Union lives on! Por la noche, unos diez de los intérpretes nos hacemos la rabona de la recepción y nos vamos a cenar a un restorán de comida típica rusa (que yo siempre he preferido evitar, pero bueno) donde comemos como el orto pero nos reímos a carcajadas. De regreso, la fiesta está en su apogeo. Trasponer la valla requiere labia y, llegado el caso, exhibición de gafete de la Conferencia o, en su defecto, pasaporte extranjero. The Soviet Union lives on! La calle está vacía, porque la fiesta es del otro lado de otra valla a la cual nos acercamos para curiosear. Somos, a nuestra vez, curioseados por los de dentro. Atestado de gente, toda joven (la edad media de la población de Astaná es de 20 años!), muchos chicos en brazos, o en chochecito, o culebreando entre las piernas de los grandes. Todas las canciones tienen una única palabra reconocible: Astaná.

Miércoles 2

Pero esta noche nos resarcimos en un restorán típico kazajo. Un sitio inmenso, cuyo jardín terminaba en un gran quincho semicircular dividido en compartimientos de unos dos metros y medio por cuatro, con mesas ratonas al centro rodeadas de almohadones, remedo todo de la “yurta”, es decir de la típica tienda tártara (cómo se parecen estos ex nómades de ojos achinados y cara de plato a los ex nómades de barba renegrida y rostros angulares!). El jardín, claro, atestado de mesas.… Podría haber sido un recreo del Delta. Ahora acabo de hacer la valija, porque de la cabina nos vamos al aeropuerto. No conté que el hotel, moderno, tiene resabios que delatan el reciente pasado. El aire acondicionado es, en rigor condicionado, vale decir, condicionado a que afuera no haga mucho calor. La señal de Internet da pocas señales de vida, y eso cuando se le canta mientras se le canta. El baño es amplio, pero iluminado desde el distante cielorraso de tal modo que cuando uno se lava el orto en el bidé queda iluminado como Madonna en el escenario, pero cuando se va a afeitar tiene que adivinarse las patillas. El ropero, por su parte, tiene dos puertas, tiene travesaño, tiene perchas… y no tiene nada más, de suerte que, como tampoco hay cómoda, las camisas, los calzoncillos y los calcetines van apiladitos con cuidado de no tocar los zapatos. Porque hasta en estos detalles dijérase triviales… The Soviet Union lives on!

Pero retrocedo unas horas. Esta tarde, aprovechando las cuatro horas libres entre las sesiones de la mañana y de la tarde, decidí enfilar para el bazar. Me puse todo a la sombra que pude en la parada de ómnibus hasta que por fin vino el 110, que era un “marshrútnoie taxí”, o sea, una taxi de recorrido fijo, es decir –sí, señor, con seguridad!- un colectivo. Son como fueron los nuestros cuando dejaron de ser taxis, pequeños, y de altura apenas suficiente para estar de pie. En el ínfimo espacio entre la única puerta y el primer asiento, una muchachita de uniforme me cobra los 50 nosequés (porque, como es más incómodo, el colectivo es más caro que el ómnibus. The Soviet Union lives on! Desbordando el primer asiento, de espaldas al conductor, un muchachón ruso parecido al tatuado del avión, hercúleo, de impenetrables anteojos oscuros, con aire de matón de un grupo neonazi o guardaespaldas de algún mafioso. Detrás, una mujer joven con dos niños pequeños enredados como mejor pueden ellos y ella para no desprenderse con las sacudidas. Detrás hay una señora mayor, kazaja como la otra, con la cabeza cubierta por un pañuelo basto, el rostro como fondo de río seco y los ojos inmóviles, como si hace rato que se hubiera cansado de mirar. Sobre el motor (acolchado) hay sentada una muchachita de unos diez años, kazaja también, que no me saca los ojos de encima. Ha de llamarle la atención mi aspecto tan de otra parte, aunque ando de blue jean y camisa de manga. Tal vez le llame la atención la pipa que asoma de mi bolsillo superior, o que alguien tan de otra parte hable ruso casi sin acento. La kombi (es más eso que otra cosa) está tan atestada que no puedo distinguir a nadie más. Estoy parado frente a esta chiquilina, en diagonal justo detrás del chofer, inclinado para ver cómo la ciudad vuelve a sovietizarse. En una parada, sube una rusa joven con un bebé colgado de un arnés entre sus dos senos cargados de leche. “A ver, a darle el asiento a la señora!”, avisa, no proclama, la diminuta guarda. Miro a mi alrededor. La vieja no podrá levantarse. Tampoco la kazaja entreverada con sus pequeños. La chiquilina, con aire resignado, empieza a contraer una pierna. Pero el muchachón se desovilla como un cóndor presto a echar vuelo, invade cuatro metros cúbicos de planeta, y casi toma en andas a la rusa para permitirle pasar por el poco espacio que ha quedado sin que se aplaste el bebé. The Soviet Union –menos mal!- lives on!


Nostalgiosa llevo el alma. Porque una de las cosas que más me llamaron la atención hace más de cuarenta pirulos, recién llegadito a Moscú, fue que cualquiera en condiciones de ponerse de pie cediera el asiento, no solo a las embarazadas, los ancianos o los entonces todavía miles de inválidos de guerra, sino también a los chicos de hasta ocho o nueve años. Es más, si subía una madre joven con un hijo de hasta esa edad, guay de que se sentara ella y dejara parado al retoño: se le echaba encima el pasaje entero! Amarcord que en las paradas las madres o las abuelas hacían subir a sus hijos o nietos y anunciaban, sin mirar a nadie en especial, Va a, pongamos, Viamonte y Montevideo. Y alguien le cedía el asiento, y durante el viaje le preguntaba adónde exactamente iba, y el mocoso explicaba que a casa de la tía, en Viamonte 1432, segundo B, y cuando llegaban a la parada, alguno que bajaba le decía, Vení conmigo, y lo llevaba hasta donde iba. O a veces había que cambiar de colectivo, en cuyo caso alguno que bajaba decía a los que estaban en la parada, Este chico tiene que tomar el 102 y bajarse en Viamonte y Montevideo, y alguno que fuera para ahí lo subía luego, y le cedían el asiento, y así hasta que llegara sano y salvo. Y ninguna madre ni ninguna abuela se quedaban con la congoja o la angustia de que el purrete fuera a perderse, no hablemos ya de que le pasara algo.

Sube una mujer de unos sesenta y cinco años, petiza y fortachona, que exclama, pero sin maldad, Miren cuánta gente hay! Por qué no ponen un ómnibus más grande! Y el chofer, que ha estado hablando por el celular mientras espera el interminable turno para doblar a la izquierda en el cruce de dos avenidas de doble mano, responde, sin ironía, Estos son todos así, el de atrás es más grande, Pero el de atrás es el 14 y no me deja en la estación, Pero entonces tiene el 28, y si no puede cambiar al 65 dentro de tres paradas, No, me quedo aquí, pero debieran poner coches más grandes. The Soviet Union lives on! El chofer, que para dialogar con la señora ha mirado hacia atrás, se me queda viendo y me dice, Me permite una curiosidad?, Pues aunque usted no sea una muchacha, déle!, respondo y quienes están a tiro carcajean, Cuánto hace que fuma en pipa?, Y como cuarenta, Y qué tabaco fuma?, Depende, este es dinamarqués, Es bueno?, A mí me gusta, Y aquí se consigue?, Ni idea, yo vivo en Viena (la que se habría armado si digo Buenos Aires: no me bajo más! Porque the Soviet Union lives on!), Yo fumo pipa, pero aquí es muy raro, no me regala un poco de su tabaco?, Tengo solamente el que llevo cargado en la chimenea, si no, con todo gusto! En ese momento el tránsito se inmoviliza a veinte o treinta metros de mi parada, Bájese aquí, que va a ganar tiempo, que le vaya bien. Y me abre la puerta. Doy las gracias y entro a caminar bajo la implacable canícula. Cuando me alcanza, ya en la esquina, me saluda con el claxon. The Soviet Union lives on!

Me han advertido que el bazar es una especie de Spinetto como cuando en Buenos Aires los mercados no eran shoppings, impoluto y poco interesante, pero yo quiero ver un poco del país, y no simplemente una ciudad construida con Lego por un niño autista y daltónico. Del lado este, a la izquierda hay un hotel inmenso al que no han terminado de desempacar. A la derecha un edificio apenas estrenado. Cruzando la avenida, sobre la acera sur, el vasto cubo del Spinetto kazajo y detrás grúas hasta donde da la vista, y sobre la norte… Pues no hay ni acera, pero sí un barrio que se extiende decrépito y torcido hacia Siberia, de casas de madera, cercadas de muros de latón, como grotescos countries de un planeta al revés. Las calles ya están sin pavimentar, y de un lado o de otro, cruzando según el capricho del declive, la fina cinta del agua servida. Algunas casas están ahí desde siempre, con sus ventanas desparejas, sus techos hendidos, sumidas todas ellas a entre medio y un metro bajo el actual nivel de la calle. Así se sumergen, me explico, las ruinas que luego los arqueólogos tendrán que excavar. Pispeo entre las chapas: ropa tendida, mujeres lavando criaturas con cubos que han conocido la preguerra, patios llenos de chatarra, alguna gallina, un perro sin ángel… Cada tanto un cartel de cartón pintado anuncia, Alquilo cuarto por día o por semana. Uno, pensado con criterio comercial más moderno, cuelga perpendicular y reza, Baño (baño para bañarse, claro). De pronto, una bomba manual con la que carga sus cubos una Lolita quinceañera. Una villa miseria. Pero muchas de las casas tienen montados en los patios, porque no cabrían sobre el techo, descomunales (y oxidadas) antenas parabólicas como de dos metros de diámetro. Y los que en la 31 o Vierreyes serían prehistóricos Di Tella o Fiat 1100 aquí son Hondas o Toyotas de los años 90. Hay, incluso, un Mercedes 190 que no puede tener más de quince pirulos. Villa pobreza, entonces, que no miseria. Saco fotos sabedor de que no molesto a nadie. Todos me sonríen. Dos muchachotes sacados de un Accatone asiático me hacen monerías. The Soviet Union lives on!

El bazar está atestado. La gigantesca cruz de los pasillos centrales homogeneizada por los vendedores de frutas y hortalizas. Sandías como zeppelines, melones como sandías, pomelos como melones, naranjas como pomelos, duraznos como naranjas, damascos como duraznos… todo corrido un talle. Los tomates parecen esculpidos de a uno, perfectos y delirantemente rojos. Las uvas de todos los tamaños y tintes. Cebollas gigantes y enanas… Un cuadrante está reservado a los carniceros. Por fin algo que no envidiar! Los otros tres están dedicados a los boliches de ramos generales: linternas y peines, juguetes y ropa interior, chucherías de todas las formas y colores. Pruebe este melón, vea qué dulce!, A mis hermosos puerros!, No se pierda esta sandía! Todo como en un Suk de los de Marrakech o el Cairo, pero limpio a lo bestia. Los gritos, además, resuenan a los decibeles justos para no molestar ni molestarse. Las mujeres regatean sin alzar la voz… En fin, que me aburro como una ostra. Me cargo de duraznos, uvas y el melón más portátil que encuentro y vuelvo a desafiar a Febo, que me aguarda como para darme una lección. Estoy demasiado cargado para viajar en lata de sardinas, y, además, se me va ajustando demasiado el tiempo. Cruzo al hotel y penetro en el lenitivo espacio del aire acondicionado. Me llaman un taxi que tardará diez minutos. Entretanto, me sugieren, tómese algo, y me pido un espresso en el bar. El muchacho tendrá veinte años. Usted es de aquí?, pregunto. No, llegué hace dos años del campo (de la aldea, como dicen en ruso). Entonces vuelvo al mostrador y pregunto a una de las muchachas de uniforme rojo, Perdón, pero en este barrio de aquí enfrente, quiénes viven?, Gente sencilla, creen que me aclaran, pero acaba de llegar el taxi.

El taxi no es o no parece tal. Un Honda relativamente nuevo y al volante, un ruso. Tendrá cuarenta años cortos. Está bien vestido, con el pelo bien cortado, anteojos de sol de los bastante buenos (cuánto querrá cobrarme!, me preparo). Me siento, a la usanza de entonces, en el asiento delantero. Usted es ruso?, Sí, pero nacido aquí, Y dígame, para usted su patria cuál es, Rusia o Kazajstán?, Era Kazajstán, pero ahora no sé; seguramente Rusia… Es que cuando yo nací, esto era casi un pueblo y éramos todos rusos. Para ver kazajos había que salir al campo. Ahora ya somos comparativamente pocos. No que me moleste, pero es otra mentalidad. Además, ahora no es como antes. Antes la gente era otra. Ahora hay demasiado dinero, demasiados ricachones improvisados, demasiada corrupción. La gente ya no es como antes, solidaria. Yo prefería aquel pueblo a esta ciudad. Pero en Rusia debe ser peor. Así que no sé. Mientras tanto me quedo aquí. Tuve, ahora sí, la sensación del paraíso perdido. Un paraíso con campos de concentración y decenas de millones de muertos, desde luego, pero donde quienes no se detenían demasiado a pensar o a decir lo que pensaban vivían en una pobreza digna y, sobre todo, uniforme, de modo que todo era genuinamente de todos: el que se quedaba sin plata la pedía al que tenía todavía un poco, la memoria del hambre y de la guerra hacia valorar como oro cualquier cosa buena. Lo primero que le preguntaban a un extranjero (si me lo habrán preguntado a mí!) era, Y su país quiere la paz? Amarcord un cuento que me contó un colombiano, Sabes en qué se parecen Adán y Eva a los rusos? En que viven semidesnudos, se alimentan de una manzana y creen que están en el Paraíso. Y yo miro a este ruso que añora un pasado en el que no podría haber tenido más de veinte o veinticinco años y caigo en lo que le falta al acertijo: Estaban en el paraíso. Como los chicos que no saben del desastre que los grandes hacen en su torno, del hambre de otros chicos, de la cárcel de los padres de otros chicos. Aquel país de Gulags y manicomios para disidentes, era, lo he vivido, lo he creído, una suerte de paraíso. No es que lamente haberme despertado, pero qué hermoso sueño mientras lo soñaba: escuelas, hospitales, asilos de ancianos, clubes, centros de pioneros, bibliotecas, todo de todos para todos… Algún día. Algún día tiene que ser posible sin tanta sangre inocente.

Por la ventana ha entrado el último día. El reloj me dice que son las seis. Yo me he quedado sin nada que contar, salvo repetir lo que mi viejo, comunista de toda la vida, me dijo cuando la estantería se le vino estrepitosamente abajo: Yo creía tener en mis manos la pala con la que se iba a enterrar la explotación del hombre por el hombre. Me equivoqué. Pero esa pala existe. Y tarde o temprano, alguien la va a empuñar. Murió de a poco, pasados los 95 años, ya retirado del mundo, ciego, sin más luz que la de adentro. La última vez que lo vi, después de una crisis, se despertó lleno de vida y habló como hacía años que no hablaba. Dónde estoy?, me preguntó, En el Hospital de Clínicas, viejo, Y vos quién sos?, Sergio, Sergio! Cuándo llegaste?, Ayer, Y cómo estás? Vení, dame un beso. Y yo bese la barba de tres o cuatro días sabiendo que era una de las últimas veces. Seguimos charlando como en los viejos tiempos. Me preguntó por Nadia y Valeria (Xóchitl ni soñaba con nacer), quiso saber qué médico lo atendía, y, cosa inusitada, ni rasgó el tema de la política. Cuando se le acabó la cuerda, antes de volverse a dormir, más que decirme se preguntó, La puta que lo parió, cómo podíamos nosotros estar tan equivocados! Fue lo último que le oí decir.