sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS MENDOZOICAS (abril de 2006)

Con Ernesto Acher no nos veíamos desde hace seis o siete años, desde que se mudó de Buenos Aires, a La Cumbrecita primero y finalmente a Chile. Habíamos quedado en encontrarnos en Baires a fines del año pasado, pero con la huelga del Colón le suspendieron el concierto y, como diría Alguienita, ya no vino. De modo que cuando me escribió para decirme que daba un concierto en Mendoza el domingo 16, no vacilé. Alguienita, como siempre comprensiva, abnegada y solidaria, me dejó que la dejara. Como no puedo con mi genio -es un decir- de apóstol de la traductología, me ofrecí de paso a dar un taller o lo que fuera, la ClauMart se aferró a la idea y el resto es esta crónica.

Aterricé vía San Juan a eso de las 21:30 y casi soslayo a la Clau, que es de la talla -es otro decir- de Alguienita, con lo que vive permanentemente sustraída al horizonte de la visión horizontal, pero me pegó un grito y finalmente nos encontramos. Estaba con Luis, su dorima, que, aparte de ser un gran tipo, reservado y cariñoso, tiene ojos que confirman mi teoría, ya que se amoldan a la luminosidad ambiente, de suerte que los tiene color depende. Ya en la casa, cenamos con el trío de vástagos, en orden descendiente, Francisco elmayor, María Soledad lademedio y Juan Pablo elmenorcito. La Clau, maternal hasta el tuétano, me preparó un bifecito dietético, que yo deshonré con abundantes libaciones de vino (que, al cabo, estoy en Mendoza, qué joder!). Endemientras, Luis, silencioso y solícito, me organizaba el lecho in medias livingroomis.

A la madrugada siguiente, desayunamos y nos mandamos pa’l centro de rompedores. Durante el trayecto, esa mañana de sábado relativamente santo, engarzado en un frío inaugural y, según diagnosticaron mis esfínteres, de cagarse, tuve mi primer atisbo de la ciudad que había visitado por vez primera en enero de 1972, reciencito retornado de la URSS (qepd!) camino de Chile, a ver si conseguía laburo en el Instituto Pedagógico, donde por suerte, como veremos, no. Agua del recuerdo, voy a navegar, anunciaba Guillén desde los graves profundos de su voz. Iba yo amancebado con una novia entrañable, que se parecía en todo lo bueno y mucho a Alguienita y que yo, más forro que treinta y cinco pirulos doppo, o supe valorar ni aprovechar. Si no, otra habría sido mi historia, pero mejor me quedo con esta. La única noche que pasamos con Susy en Mendoza cenamos con unos amigos ecuatorianos en una pizzería de lo que ahora es la inmensa peatonal. Estábamos en la vereda, discutiendo animadamente, que es la única forma de discutir, de filosofía clásica. De pronto advierto que se nos ha plantado de silente centinela un hombre de unos cincuenta años, de aspecto vencido, ropas que ya habían olvidado sus tiempos lozanos, barba de varios días, expresión melancólica y manos incongruamente delicadas que sostenían un manojo de fundas de cuerina, de esas que se vendían para las cédulas, libretas cívicas y libretas de enrolamiento, aquellos dinosaurios administrativos del pleistoceno previo al DNI. Era -pensé- evidente que aguardaba el primer intersticio de la conversación para meter la cuña de su spiel de vendedor de baratijas. Me hice el indiferente, pero no pude evitar el inevitable nanosegundo de silencio, que el hombre aprovechó, claro, para establecer su presencia: "Ustedes no se imaginan, jóvenes -casi susurró con un ya distante acento ibérico-, la satisfacción que me da oírlos hablar, a su edad, de filosofía clásica. Yo hace mucho que no la releo.” Exhuma de entre algún bolsillo un papel ya casi inexistente y nos lo enseña: era su credencial de afiliado al Sindicato de Actores de la República Española. "Como ven, ahora estoy en la mala. Pero hay un proverbio árabe que me ayuda a seguir viviendo", y nos lo recita en árabe, para luego traducir: “La verdadera grandeza del hombre no estriba en no caerse nunca, sino en levantarse cada vez que se cae. Ahora, jóvenes, los dejo.” Y se fue sin saber que yo no me olvidaría jamás de él.

Esa noche, en el hotelito medio de mala muerte donde dormimos las pocas horas hasta que salieran los taxis de CATA que entonces penduleaban entre Mendoza y Santiago, estrené mi flamante título de Licenciado en Filología Rusa. La muchachita que me tomó el documento preguntó:
-Profesión?
-Filólogo.
-Filósofo!?
-No, señorita, filóLOGO!
-Y eso qué es?
-Soy especialista en lengua y literatura rusas.
-Ay, señor, qué difícil. Yo pongo “empleado”.
Y ya no recuerdo haber usado el título nunca más.

En Chile nos alojamos en casa del hermano de un ex compañero de la Lumumba, que también alojaba a su hermano, César Verduga Vélez, casado con otra ex compañera, Ana Jusid. Ella es ahora periodista y escribe en Caras y Caretas. Él fue ministro de economía y del interior en el gobierno de Roldós (accidentado aéreamente casi al mismo tiempo que el panameño Omar Torrijos, fíjense qué casualidad!) y anda últimamente exiliado o algo así en México. Yo conseguí laburo para el año lectivo siguiente y como nos quedamos sin guita nos volvimos a Buenos Aires a esperar que transcurrieran los catorce meses que faltaban. Por esas cosas de la vida, nos separamos y yo me enganché con la que luego fue mi primera mujer legítima. Y ya no regresé. De no haber sido así, no sé si habría contado este cuento ni ningún otro, porque el 11 de septiembre de 1973, a mis compañeros del Pedagógico se los llevaron derechito al Estadio Nacional y no salió ninguno. Ana y César (que trabajaba en el Ministerio de Economía) se asilaron en la Embajada Argentina y retornaron en el Hércules de la Fuerza Aérea que finalmente los vino a buscar. Los tuvieron varias semanas de cuarentena en el entonces Hotel Internacional de Ezeiza, donde durmieron un una habitación que todavía tenía manchones de sangre de cuando al gente de Osinde y López Rega torturó a los miembros de la Juventud Peronista aquel infausto 17 de octubre en que Perón regresó a la Argentina. Los historiadores la llamaron “la matanza de Ezeiza”.

Volví a Mendoza añares después, con mi sobrino. Calculo que habrá sido allá por 1982. Ahí sí pude verla con más detenimiento. Habíamos viajado en "El Libertador”, con coches pullman con interior de madera y cuero, camarotes impecables, comedor de primera y vagón cine. Claro, eran otros tiempos. Recordaba el perenne matrimonio de los árboles que se daban la copa por encima de las calles, las avenidas y los bulevares. Recordaba las acequias rumorosas que hacían de la ciudad una especie de Alambra interminable. Recordaba las señoras encerando las veredas. Recordaba el susurro de los trolebuses (soviéticos, canjeados por vino!). Recordaba un calor seco que menguaba la inclemencia de un sol sin concesiones. Pero no había tenido ocasión de desparramarme por los suburbios. Clau y Luis viven en un barrio que se me hace prototipo de todos los barrios de todas las ciudades argentinas. Casas chatas, sin pretensiones de ninguna especie, simplemente cálidas, bien cuidadas, con las calles casi inútiles, pavimentadas casi de blanco, salpicadas de autos esporádicos que parecen en perpetua siesta, acá una panadería, en frente una carnicería, más adelante la farmacia, del otro lado un taller mecánico sin ruido, de pronto, el apagado bochinche de un colectivo errante… Un barrio donde cuesta creer que los matrimonios se disputen o los pibes refunfuñen los lunes por la mañana, donde, en suma, hay que forzar la imaginación para concebir que la gente no pueda ser feliz… Eppur!

El taller sería en una chalet que ahora funge de apéndice de la Universidad donde labura la Clau. Acudieron unas veinte chiquilinas, la MarLos, la ClauMart y dos varones dos. Yo no tardé en desenfundar mi teoría, como es lógico, y luego meta ejercicios. Almorzamos en una pizzería donde las pizzas eran ovaladas (tremendo cambio de paradigma!) y seguimos otras tres horas por la tarde.

La Clau me dejó en el Hotel Huentala, donde me había dado cita con Ernesto. Fue un encuentro como lo son los de los amigos porteños endurecidos y ablandados por los años. Ernesto me presentó su flamante polola, Karen, chilena ella, de 27 pirulos (él vadea su sexagésimo quinto!). Yo, para no ser menos, saqué documentos gráficos en los que constaba la existencia y el semblante de Alguienita y Valeria. No pudimos dejar de pensar en los estragos que hacemos los patrios vejetes entre le juventud latinoamericana (mi amigo Ricardo -ese al que le hicieron los tres simulacros de fusilamiento- a punto de contraer nupcias desde sus 64 con una brasileña de 35). Vamos todavía! Contaba Ernesto que había acariciado la peregrina idea de volver a radicarse en la Argentina. Hete aquí que para reingresar los instrumentos musicales que, como constaba en mil papeles, había sacado del país, le pedían… CERTIFICADO DE MÚSICO!!!!! Como se imaginarán, dejó de acariciar la idea ipso pucho.

Esa noche invité a la Clau y al Luigi a cenar a un restorán especializado en pastas, cuyo menú había caído en manos de un copista analfabeto (samballón al marzala, raviolis, fetuchinis y demás oprobios a la ortografía) pero cuyo cocinero sí sabía lo que hacía (pensándolo bien, mejor así que al revés).

El domingo asadiamos chez la MarLos, que habita como a treinta kilómetros, en una hermosa casa con pileta, su marido Germán y su hijo de ambos Pedro de cuatro, que se dio una panzada de adultos en tren solidario. Ahí fue donde pude confirmar la infinita dulzura que calla Luis. El asado fue de gloria, con mis primeros chinchulines en vaya uno a saber cuántos años. El cielo era de un azul intenso y parejo. Acá nomás, diríase, la cordillera serrando el firmamento, con su segunda fila de dientes cubiertos de nieve. Alrededor, un paisaje seco, de verde desganado, picado de casas salteadas y tajeado de calles ocasionales. Me dormí la siesta en dos magníficos turnos oscilando en una hamaca paraguaya. De allí salimos como a las 18:30, hicimos breve escala en la casa y partimos para el Teatro Independencia, a cuya puerta hicimos casi una cola de amansadora porque las entradas (libres y gratuitas) no eran numeradas.

Pero valió sobradamente la pena. Fue el espectáculo “Gershwin, el hombre que amamos”, solo que sin Rubén López Fusrt (qepd!) y, en cambio, con el trío de Jorge Navarro. Ernesto se había quejado de que la orquesta (rejuntada entre la Sinfónica de la Universidad y la Filarmónica de la Provincia, porque Mendoza tiene DOS orquestas sinfónicas) no terminaba de sonar, pero a mí me pareció estupenda. En el momento en que Ernesto alzaba la batuta, sonó un telefonino (alguno que se lo habrá traído de Palermo? (vide Crónicas Palermitanas)). Ernesto, impertérrito, depone la batuta, se da vuelta y dice, No estoy! Carcajadas. Alza nuevamente la batuta… y TIRIRÍ TIRIRÍ!!! Vuelve a darse vuelta y, Che, que no insita: NO ESTOY! Empezaron con una obertura que Ernesto arregló entramando temas del gran George. Luego vinieron varios "temas" como se está diciendo, algunos con trío y orquesta, otros con piano e ídem y otros con el trío solo. Magnífico. La gente ovacionó frenéticamente. Vinieron los agradecimientos, que culminaron con el debidamente debido a la orquesta, Quiero agradecer especialmente a esta orquesta. Estos chicos son casi todos músicos. De las orquestas de la Provincia y la Universidad. Sí, por algo ha sido Luthier!

Nos despedimos con Ernesto und polola en el foyer y regresamos a cenar a casa. Como le dije a Soledad, es nuestra última noche, pero ella, tan joven y tan bella, claro, no se hizo plenamente cargo de la carga patética de la situación. Luis volvió a tenderme la cama, en el buen sentido del término, nos despedimos emocionadamente (porque la familia madruga pero yo ni por putas) y ahora estoy contrabandeando en la computadora, a la espera del taxi que ha de llevarme al aeropuerto.

Fine laus Deo!