sábado, 4 de octubre de 2008

CRÓNICAS PONTOCÁMICAS (agosto de 2006)

Ebben, heme aquí nuevamente en Quéimbrizh. El año pasado no pude venir porque si lo hacía me perdía mi último par de semanas en Viena y la ONU. Qué bueno corroborar que los de entonces seguimos siendo los mismos: Chris, Julia, Tom, Gisela, Loreto, Sasha. Hay algunos profesores nuevos: Lena, Doctora en Lingüística de la Universidad de Moscú, Martine, irlandesa, permanente de la OTAN, Claudia y Sara, hoy profesionales de pro e in alio tempore estudiantes de este mismísimo curso. El grupo estudiantil consta de tres rusas, dos alemanes, cinco tanos, tres mexicanos, una española, una ecuatoriana, dos brasileñas, una gringa, un inglés, una croata y dos franceses. Se empieza a las 8:30, se dispone de hora y media para almorzar y luego se sigue hasta las 18:30. Debe de ser el curso más intenso del plantea. Tanto los organizadores como los docentes trabajamos de forma estrictamente voluntaria. Solo se nos pagan los gastos. Aun así, los trece días en el Royal Cambridge Hotel, el alquiler de las cabinas y demás equipos (grabadoras, fotocopiadora, etc.), los honorarios del técnico, los gastos de los invitados especiales que vienen a hablarnos de diversos temas, etc. Hacen que el coste raye en lo astronómico. Por suerte, la opinión unánime es que vale hasta el último centavo. Casi todos los estudiantes de este año han venido a recomendación de gente que ha hecho el curso en algún momento. Pero, con todo lo que me apasiona enseñar y lo tan a gusto que me siento con estos colegas en esta ciudad maravillosa, me temo que puede ser mi última vez: Esto de estar permanentemente del otro lado del charco y del ecuador se va haciendo pesado, y no creo que Alguienita lo vaya a seguir aguantando cuando Xóchitl deje de ser un bulto inquieto. Por eso estoy tratando de disfrutar cada segundo… y vaya si es fácil!

Cambridge también sigue siendo la misma de entonces, Deo gratias, y el placer de recorrer los mismos sitios se parece al de volver a gustar un vino añejo y entrañable. Solo el tiempo ha estado más huraño que lo que recuerdo de otras veces, pero sin saña desmedida, con sus indulgentes relumbrones y ramalazos de calor.

La primera semana casi no salí del telo, pero el sábado subió de Londres mi sobrino Gastón y nos dimos una panzada. Recorrimos a pie heroico cada rincón de esta vieja ciudad que empezó celta o algo por el estilo, hasta que llegaron los romanos, que se piantaron en el s.IV y fueron reemplazados doscientos pirulos poi doppo por los anglos, que fueron corridos por los vikingos (la parte más antigua de la city sigue llamándose Danish Town), que fueron asimilados por los anglos, que fueron corridos por los normandos despuecito nomás de la batalla de Hastings en 1066, de modo que para cuando llegaron los disidentes de Oxford (“that other place”, que le dicen los lugareños, Cruz diablo!) a fundar la universidad allá por 1280 año más año menos, la urbe ya tenía su edad. Almorzamos junando el Cam en un restorán italiano sorprendentemente bueno y poco caro (que es lo más parecido a barato que hay por estos pagos). Luego dimos, como es de norma, la vuelta en el doubledecker turístico protegiéndonos alternativamente del sol, el viento, la llovizna, la lluvia, el frío y el calor. Y por la noche acudimos a un concierto a capella en la ídem de Trinity Collage. Afuera ya llovía sin miramientos. Tanto más acogedores y emocionantes el ambiente solemne de la capilla, las togas de los doce coreutas, la unción del público, la maravilla que es la Missa in Illo Tempore de Monteverdi y los motetes de Palestrina y Gabrieli zio. El coro era sencillamente deputamadre. Pibes de, si acaso, veinticinco abriles que no volverán ni por putas, magníficamente afinados, de voces angelicales las sopranos, aterciopeladas las contraltos, de bronce los tenores y de madera profunda los barítonos. Durante el intervalo dimos una vuelta por el espacioso patio en el que se filmó la carrera inicial de Carrozas de Fuego. Por la ventana del inmenso comedor se vislumbraba un banquete sacado de una novela de Somerset Maugham: unos veinte comensales, ellos de smoking, ellas con todos los discretos perifollos de su rango, los camareros de guantes blancos, candelabros sobre la vasta mesa, botellas de champán en los baldes bruñídos, fuego amigo en el hogar monumental, todo bajo la mirada acerada de los óleos de época que interrumpían prolijamente la boisserie. Y afuera, la lluvia crepitante sobre el césped de seda y la mirada hambrienta de nos.

El domingo el día empezó, por suerte, más auspicioso, con lo que los más aventureros nos fuimos con Chris a puntear, o sea, a bogar en “punts”, que son esos botes casi barcazas que se propulsan desde la popa (no así en “that other place”, donde el puntero va en la proa, y es otra de las diferencias irreconciliables que perpetúan la enemistad entre ambos colosos), como si fueran góndolas para pobres, mediante una pértiga que el punteador ha de clavar en el limo, desclavar con un movimiento semicircular de la muñeca, extraer hasta que la punta asome del agua y volver a clavar. El secreto es no permitir que la pértiga quede atrapada y, caso contrario, elegir el bote que no la pértiga, no vaya a ser que pase lo que me pasó hace dos años, que fui quedando cada vez más horizontal sobre las gélidas aguas del Cam hasta que hube de dar con mi opípara humanidad en el fluido (vide crónicas pontocámicas de entonces).

Y así fuimos viendo desfilar con toda la molicie de los siglos los vetustos y señoriales colleges, los jardines inmaculados, los sauces lloviendo desde las orillas, pasando bajo puentes de diversa factura, esquivando las barcazas que trataban de ir o venir timoneadas por turistas mal improvisados e intercambiando miradas cómplices con las que, como nosotros, zizagueaban airosas a manos de los profesionales del ramo con sus ranchos de paja.

Almorzamos en un pub ribereño y de ahí enfilamos para la estación. Media hora después nos segaba la respiración la gigantesca catedral de Ely (pronúnciese “ili”, y llamada así por la pretérita abundancia de anguilas en las que se pagaban los reales impuestos). Es una catedral por supuesto normanda, inmensa como otras que los quídams se dedicaron a erigir allá por el s XI, que fueron los años locos de ellos, durante los cuales anduvieron por todos lados, por ejemplo Sicilia, donde dejaron, por ejemplo, el Duomo de Monfalcone descripto por este fiolesco cronista en aquellas primeras crónicas palermitanas (recordates, gerontes?). La catedral todavía no se decide decididamente por el gótico, que recién empieza a sacarle cuerpo al románico, pero no le hace hueco al espacio. Vista de frente, le falta el colmillo izquierdo, derruido parece que ni se sabe cuándo, de modo que le queda la torre poligonal de la derecha, la interminable torre central (66 metros) desde la cual se ve toda la comarca, y nada. Para atrás se alarga hasta el crucero, de donde asoma la torre octogonal que en 1320 hubo que improvisar para sustituir la normanda que se vino abajo. Y detrás sigue siguiendo. A la altura del ábside en 1349 le adosaron la verruga de una hermosa capilla gótica toda ventanal.

Dentro ensayaba otro coro -esta vez de adultos-, también entogados, que inundaban por completo el interminable recinto con lo que luego averigüé era un motete de Stanford (inglés del s XX). Por desdicha, no pudimos subir a la torre (pero no desesperéis, que todo aquel acojonante paisaje está consignado en las crónicas precedentes).

Tras una hora de deambular boquiabiertos y al borde de la tortícolis salimos parque traviesa a visitar la casa que supo ser de Oliver Cromwell y flia., y en la que el que casi sale primer y único Presidente de Inglaterra moró 1536 a 1647. Una típica construcción Túdor, de estuco impoluto aunque algo abombado entre las vigas de roble que han ido abjurando poco a poco de la estrictez horizontal y vertical, tejado bermejo, ventanas pequeñas de cristales telarañados de barras de plomo, techos bajos, paredes revestidas de madera y muros espesos. Es uno de tantos viajes en la máquina del tiempo. En la sala huele a madera quemada en el hogar, y en la cocina a guiso y especies.

Salimos y desandamos camino hasta llegar al río. Como ya son las 17:00 llegamos tarde a tomar el te, que el único lugar del mundo donde el five o’clock tea se sirve a las cinco es Buenos Aires. Hemos de conformarnos con un refrescante Pymms con pepino, menta y limón (tomad nota viajeros que viajáis, que no habréis bebido esta cultura hasta que hayáis libado este néctar).

Dos o tres trenes cancelados después, regresamos a Cambridge. Gastón se volvió a Londres y yo a telefonear, como todos los días, a Alguienita portaXóchitl, que sigue invadiendo más y más espacio con su panza. Xochitl, por cierto, ya se ha colocado testa abajo, impaciente, dijérase, por ver el planeta con sus propios ojos. Es posible que se adelante. Me vendría de perlas, que así vuelvo a tener una mujer de circunferencia normal y una hija biológica con su propia ontología, que ya es hora, caramba!

El oso de Byron y el perro del Decano

En Trinity College estaban prohibidos los perros y los gatos. Ello disgustó profundamente a un estudiante libertario de nombre George Noel Gordon Byron que, tras un minucioso estudio del reglamento, advirtió que nada se decía contra la tenencia de osos, y se trajo, entonces, un simpático plantígrado. Apiolado que se hubo de esta suerte el Consejo Académico, no vaciló este en enmendar el susodicho reglamento para prohibir lisa y llanamente las mascotas cualquiera su porte o número de patas. La única excepción, por razones que los historiadores aún procuran determinar, fue que el decano (Master o Head Master) conservó del derecho de tener hasta un (1) gato. Pero hete aquí que hace unos veinte años nombraron maistro a un coso que tenía un can, que la tronapa del coso dijo que si no los dejaban venir con todo y pichicho, minga maistro! Ello precipitó las cosas. El Consejo Académico se reunió con toda urgencia y, tras un agitado debate en que abundaron las tosesitas y los “hum”, resolvió por unanimidad que “during Profesor’s XX tenure as Head Master, the professor’s dog shall be called the Master’s cat”, o séase que durante el desempeño del profesor X como decano, el perro del profesor se llamará el gato del Decano”.

Si Inglaterra no existiera, habría que inventarla!