viernes, 26 de septiembre de 2008

CRÓNICAS BALNEARIOLÓNDRICAS (febrero de 2005)

Os explícoles mi prolongado y ensordecedor silencio: Me tocaba dar clases en Bath el jueves y el viernes, pero el lunes, el servicio médico me mandaba a casita con 38.5 de fiebre y tosiendo que ni Mozart, Chopin y Modigliani juntos en sus peores momentos. Alguienita, claro, volvió a encarnar a Florencia Nightingale y me cubrió de mimos y frazadas y me llenó de besos y tisanas, ¡pero tunouavéil! De modo que estuve a un tris de cancelar el viaje, solo que el billete era nonrifándabel y andá a cantarle a Gardel. De modo que el miércoles hice de tripas corazón y me fui con mi enfermerita a la rastra camino de Londres, adonde llegamos a las 18:30, yo como que con el último aliento, haciendo más bochinche que una locomotora enchinchada, pálido, lívido y cerúleo. Depositados que fuimos en la Terminal 2 de Heathrow hubimos de caminar unos diez kilómetros a tomar el expreso a Paddington (¡11 libras ida sola en segunda cada uno, señoras y señores!) para toparnos con la novedad de que el tren de las 21:00 a Bristol andaba -es, claro, un decir- con atraso. Bueno, que nos comimos unos sánguches mientras aguardábamos noticias. Finalmente anunciaron horario y plataforma y hacia allí enfilamos a codazo limpio. Subimos a un vagón atestado, de modo que dejamos la valijita (Samsonite, negra, con una etiquetita roja) en la rejilla especial y emprendimos un dificultoso safari al vagón siguiente donde, ahí sí, conseguimos asiento (solo que separados). El tren se puso en marcha a las 21:20 y Alguienita, en uno de sus acostumbrados desplantes de prudencia, visión y sensatez, me preguntó, “No quieres que vaya a traer la maleta” (así, conjugando raro y esquivando “valija”, como le da por hacer que me causa tanta gracia). Fijáose que no me dijo, “Ve a traer la maleta”, como estoy acostumbrado, sino que, habida cuenta de mi avanzado estado de catatonia convulsa (porque seguía tosiendo como un regimiento de tísicos, solo que con la mirada perdida al extremo de mis ojos totalmente exórbites), se ofreció a ir ella, que tampoco estaba tan sanita (vide infra). Le repliqué que no, que estamos en Inglaterra y aquí no roban. Dos horas después el tren se arrimaba por fin al andén de Bath. Desanduvimos lo anduvido, me agaché a recoger -con perdón- la maleta –ídem- y... ¡notabamá! Ni la maleta (Samsonite, negra, con etiquetita roja) ni la ropa de ambos dos para cuatro días, ni los sendos cepillos de dientes, ni los respectivos piyamas, ni, si a eso vamos, la pareja de pasajes de regreso, ni, puestos a contar, las llaves del auto que aguardaba, sin saber, en el estacionamiento del aeropuerto, ni, también es cierto, las de la casa, que aguardaba donde siempre, que estaban, todos y todas, dentro de la maleta. A mí casi me da el soponcio. ¿Qué hizo entonces Alguienita? ¿Me regañó, como dice ella? ¡No! ¿Me cagó a pedos, como digo yo? ¡Tampoco! Se sentó, ínfima, en un transpontín, me miró con una carita de infinita tristeza... y no me dijo nada. Yo advertí que los ojos se le llenaban literalmente de lágrimas (¡peligrosísimo en una mujer que no llora ni pelando un campo de cebollas!) y le pregunté (¡hay que ser boludo!, dirán ustedes, pero ya van a ver que, en efecto, hay que ser boludo, pero esta vez se equivocan), “¿Estás enojada?”. Ella me miró con sus enormes ojos que parecían de vidrio mojado y me dijo, “No, estoy muy triste, porque una vez me pasó lo mismo, y perdí toda la ropa que tenía porque mi (¡EX!) marido se olvidó la maleta en un taxi. No me quería acordar de eso”. Yo hubiera dado mi colección de Di Sarli y la mitad derecha de mi modelo de la comunicación mediada por evitarle ese mal trance que se merecía menos que nadie, y ahí me quedé, tosiendo como una caldera de cuarta, sin saber qué hacer ni qué decir. El tren, entretanto, seguía impertérrito a Bristol (parada siguiente y, por suerte, final). Descendimos contritos, ateridos y exhaustos, sin saber cuándo sería (¡si quedaba!) el próximo tren a Londres para bajarnos por fin en Bath e irnos a dormir con la ropa hedionda sin perspectivas de vestir otra al día siguiente.
Solo que...

THERE WILL ALWAYS BE AN ENGLAND!

Perdido por perdido, le pregunté a un negro inmenso que se paseaba con un chaleco fosforescente examinando los bogies del tren que dónde hacía la denuncia y me dijo, “¿Ya se lo comunicó al jefe del tren? Mire ahí viene”. “¿Una valija Samsonite, gris, con una etiquetita roja? Sí. Un pasajero se la llevó equivocada en Reading y dejó la suya a bordo: espere un cachito”, y se puso a hacer llamadas con su celular. “Mire, se la traen en el tren de las 23:00. Vaya a tomarse un café”. “¡No -le imploro-; que me la lleven a Bath!”. “No problem”. Tomamos el café aguachento más sabroso de nuestras vidas y tomamos el tren de las 22:30 a Londres. A las 22:50 estábamos ateridos en Bath, aguardando impacientes el expreso de las 23:30 a Exeter St. David’s. A las 22:28 columbramos la luz que se avecinaba. A las 22:29 entraba la diesel delantera arrastrando los doce vagones y su colega trasera. A las 22:30 se abrieron algunas portezuelas y bajaron algunos pasajeros soñolientos. Alguienita miraba hacia la derecha, yo hacia la izquierda. Alguien, nos decíamos, descendería arrastrando nuestra Samsonite negra con su etiquetita roja como si fuera un caniche de Picasso, nos la daría contra presentación de algún documento de identidad, nos haría firmar un recibo, aceptaría un par de libras de propina, y esta historia terminaría en dos o tres renglones más. Pero no. Sonó el silbato. Las portezuelas se cerraron. Y el tren se fue deslizando metálico, con un bisbiseo cada vez más raudo que terminó llevándoselo del todo... Y ahí, sobre el andén, inmóvil, negra y con su etiquetita roja, estaba la Samsonite, paradita como un caniche de Picasso sobre sus patas traseras. Alguien la había puesto simplemente sobre el andén. Ya vendría el dueño a buscarla, ¿quién, si no?

Y así bajé, tosiendo para festejar cada peldaño, la escalera al pasaje subterráneo, con Alguienita de una mano y mi caniche de Picasso de la otra, y así subimos al último taxi de la noche, y así tosí en diecisiete dieciocho sílabas “The Queensbury Hotel”, y así llegamos, y así nos quisimos registrar, y así hubimos de presentar los pasaportes, y así Alguienita se dio cuenta de que se había dejado el bolso en el taxi. Llamadas a las dos o tres compañías locales. “Mientras tanto, suban a su cuarto que cualquier cosa les aviso”, nos aconsejó, solidario, el conserje brasileño. Menos mal que...

THERE WILL ALWAYS BE AN ENGLAND!

Porque no bien me saqué los lompas, el conserje me llamó para decirme que el taxista acabada de darse cuenta y venía para el hotel. Volví a calzarme los leones con toda la presteza que me consintieron mis pulmones en rebeldía y ya estaba por entrar en el ascensor cuando salió el conserje con el bolso de Alguienita en la mano. ¿Y el taxista? No había querido esperar.
Pasamos una noche tosiendo los dos por turno o en combo (porque Alguienita empezó a imitarme peligrosamente), apretaditos hasta que las convulsiones nos despedían en direcciones opuestas, al suelo a mí y al techo a ella. Al día siguiente, di clase como pude. Esa noche nos invitaron a cenar a un restorán indio de pro, donde Alguienita explicó que los chiles habaneros son mejores pero que, en realidad, la comida no estaba mal, tan solo algo sosita. Pero durante la noche sufrió la venganza de Sidharta. Me despertó un tembladeral de colchones, cobijas y almohadas. Hecha un bultito en cuatro patas, cubierta con todos los trapos que había encontrado, con una expresión inerme de tortuguita presa del mal de San Vito, Alguienita temblaba como una hoja. “¡m-m-m-e d-d-d-ue-l-l-l-en tod-d-d-os l-l-los hues-s-s-sos!” gemía de a una reiterada consonante por vez, ensopada y pálida. La arropé lo mejor que pude, me la llevé a la ducha, esperé a que el agua saliera hirviendo y me metí con ella. A los pocos minutos se le pasó, pero yo ya sabía que la cosa era de médico. Al día siguiente pregunté si se podía llamar a uno, pero los del hotel me dijeron que era muy difícil, aunque a la vuelta había un consultorio y se ofrecieron a llevarla ellos mismos. Llamé a una profesora de la U., que se vino inmediatamente así yo podía dar -siempre entre espasmo y espasmo- mis clases de la mañana, que la U. se había gastado un platal para traerme y cada clase perdida le costaba una fortuna. Me fui más tranquilo. Como a la hora, mi colega me llamó para decirme que el médico había dicho que no era nada, que eran nomás chuchos por la gripe, y que con un par de días de reposo la cosa se arreglaría.
Regresé esa tarde y le pregunté a Alguienita que cuánto había costado la visita. Me contestó que mi colega había arreglado todo. La llamé entonces para preguntarle. Es que...

THERE WILL ALWAYS BE AN ENGLAND!

El Servicio Nacional de Salud (instituido por los laboristas de Atlee después de la Guerra) es totalmente gratuito: hasta para los extranjeros de paso.
Ese viernes decidimos, entonces, quedarnos en Bath descansando. El sábado por fin tomamos el ansiado tren a Londres, donde la U. nos había reservado habitación en el Royal Norfolk Hotel. Desde el tren, Alguienita no dejaba de revigorizar su ojos con el verde inverosímil de la campiña inglesa. Y hasta en ese viaje ya tan plácido...

THERE WILL ALWAYS BE AN ENGLAND!

Porque una voz femenina anunció por los altavoces: “If one of you ladies has lost a broach, a passenger has found it and I have it here at the bar carriage. Just come and pick it up. But be careful: do not loose it again!”.

Y así llegamos a Londres. Paddington es esa estación que no tiene puerta. Quiero decir que los trenes llegan, como a Retiro, y uno sale a un vestibulazo lleno de negocios y cafés, y sigue en busca de la salida, pero no hay, porque está al costadito. Bueno, por ahí salimos y, como total paga la U., montamos en un viejo Austin Metro, de los que van quedando cada vez -¡ay!- menos, tripulado por un viejito Cockney de lo más rubicundo de los que van también quedando cada vez -¡ay!- menos. Alguienita se parapetó tras la filmadora y se aplicó a obtener imágenes minuciosas del Austin y de su emperador. Finalmente decidió subir, y tras ella yo con la Samsonite negra con la etiquetita roja. Entonces digo, “To the Royal Norfolk Hotel, please!”, y el viejito Cockney me dice “Ah, pero eso no está ni a cien metros de aquí. No vale la pena que gaste lo que le va a costar el taxi. Mire siga derecho hasta la esquina y ahí lo va a ver”. “Pero le hice perder todo este tiempo”. “No se preocupe. Ya va a venir otro pasajero”. Y así nos fuimos, Alguienita, nuestro caniche de Picasso y yo, caminando de la mano, mientras a nuestra vera desfilaban las interminables recuas de double-deckers furiosamente rojos y taxis obcecadamente renegridos y Londres iba mutando hacia los palacetes de Sussex camino de Hyde Park del blanco al ladrillo al pizarra, a hacia el este a los mil pasteles que luego serán Notting Hill, desgranada en cientos de turbantes y chadores y melenas rastafarias y crestas punk, mientras yo pensaba en la bronca de Kipling en su tumba y en las guerras maoríes y en el oprobio del Apartheid y -¡cómo no!- en los chicos de las Malvinas, y, por encima, por detrás y por delante de esa leyenda negra que -¡ay!- tan poco de leyenda tiene, que, en el fondo, qué bueno que...

THERE WILL ALWAYS BE AN ENGLAND!

Londinum; semper Londinum... sed

Londres va mutando. Lo primero que se nota es que le van cambiando los colores: Hasta no hace tanto (bueno, treinta años, pero a mí me parece ayer), era la patria de los coches negros, de los clones de John Steed de paragua negro, bombín negro, saco negro y pantalones grises con raya negra. Ya uno de cada dos taxis es de color o de colores. Los double-deckers siguen siendo casi todos rojos, claro, pero de pronto pasa uno gris u otro verde, y algunos están tan cubiertos de publicidad que el rojo no se trasluce más que como un sustrato discontinuo. ¡Los double-deckers! En algún sitio leí que habían sacado de circulación los venerables Road Masters -los del balconcito siempre generoso para el que se olvidaba de bajar a tiempo o casi los perdía-, que sobrevivieron a dos generaciones de unidades destinadas a sustituirlos. Por suerte quedan unos cuantos -¡ay, demasiado pocos!-. Pero lo más ominoso es la aparición de orugas articuladas, rastreras, interminables. También he leído que están destinadas a sustituir, pronto tal vez, a sus entrañables abuelos verticales. ¡Ya no volverá a ser Londres! Otra cosa que ha desaparecido casi por completo son los autos de antes. En dos días de caminar y caminar sin rumbo, pero por Park Lane y Sussex y Knightsbridge y tantos reductos del boato, no vi mas que tres Rolls Royces y dos Bentleys, todos nuevos. Ni un viejo Rolls, ni un Jaguar de aquellos, ni un Rover 3 litros, ni un Humber, ni un Daimler... Pero si hasta no hace tanto parecían ubicuos... ¿Dónde estarán? ¿Serán por fin chatarra?